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A los trece por Marbius

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2.- De mentir o decir no

 

Tom balancea los pies sobre el linóleo que recubre cada rincón del suelo en su casa, precisamente en la cocina. Descalzo, suelta un bostezo y estira el brazo hacía la caja de cereal sabor azucarado que descansa en el centro. Una vez se sirve, procede a agregar la leche y hundir la cuchara en su desayuno.

Vuelve a bostezar; nada anormal un sábado a las nueve de la mañana, menos, si se toma en cuenta que es verano y las vacaciones están presentes.

Tom tiene un mes completo en casa y dos más antes de su cumpleaños número trece.

—Nuestro treceavo cumpleaños —murmura para sí, recordando las palabras de Bill, su gemelo, usa para referirse a aquella fecha tan especial.

Tom no está tan seguro al respecto. Trece no suenan tan imponentes, no cuando aún tiene muchos años más por delante y todos se parecen entre sí.

Decidiendo que si no se da prisa su cereal se volverá pastoso y en ese estado odiará su consistencia, el mayor de los gemelos comienza a comer.

Prosigue así por cinco minutos, concentrado en encontrar las diez diferencias entre las dos imágenes que vienen impresas en la parte posterior de la caja de cereal. Cuando da con la octava, los pasos que se escuchan en el segundo piso lo hacen apartar la vista del cartón.

Bill ya está en pie.

Como invocado por el pensamiento, el menor de los gemelos pronto aparece en la cocina. Igual de descalzo, arrastra los pies hasta la mesa y toma asiento en una de sus sillas.

—Andreas dijo que vendría a eso del mediodía —murmura con las manos sobre los ojos, al parecer aún con sueño y deseoso de que la visita no ocurriera. El tono con el que lo anuncia, así lo hace perecer.

—Mmm —responde Tom con la boca llena, desviando la vista hacía el refrigerador, al otro lado de la habitación. Bill está sentado frente a él y viste sólo bóxers sobre la piel ligeramente sudada.

Tom no es quién para juzgarlo. Aquel ha sido un verano especialmente cálido en Loitsche y su madre lo suficientemente tacaña como para advertirles que la cuenta de electricidad no debe subir en exceso sólo porque tienen un poco de calor, pero verlo así es…

El mayor de los gemelos siente un bochorno subirle desde el vientre hasta las mejillas.

—¿Sabe bien? —Pregunta de pronto Bill, indicando el desayuno de Tom con un dedo. Éste asiente en un parco asentimiento—. Dame —abre la boca esperando ser alimentado como un pequeño bebé.

Tom encoge los dedos de los pies contra el frío linóleo. La sensación de calor en su estómago dando vueltas a una velocidad vertiginosa y amenazando con expandirse por todo su cuerpo como una explosión.

Estirando la mano por encima de la mesa con una cucharada de cereal fuertemente apretada entre sus dedos, tiembla en cuanto ve a su gemelo deglutir el bocado.

—Delicioso —exclama Bill—. Me voy a servir yo también un tazón.

Poniéndose de pie, se dirige a la alacena y parándose de puntitas, intenta alcanzar un plato.

Durante el proceso, Tom lo observa con la boca seca y el corazón en la garganta.

Para cuando Bill se sienta a la mesa y comienza a comer, el cereal de Tom está pastoso e incomible.

 

Tom abrió los ojos de vuelta al mundo de los vivos pasado el mediodía. Con la cabeza pesada debido a las vendas, gimió de dolor al intentar girar el rostro al lado contrario en el que la ventana abierta dejaba entrar la luz del nuevo día.

—Mierda… —Musitó con la boca entumecida. En torno al cuello llevaba un collarín alto que le impedía moverse más de un centímetro o algo así, a cada lado.

Intentando llevarse la mano a la cara, el mayor de los gemelos se paralizó en el acto apenas escuchó su nombre ser pronunciado de una voz que no reconocía en lo absoluto.

—¿Tomi?

El aludido soltó un quejido. El simple hecho de manifestar su dolor, dándole punzadas por el cuerpo. Se sentía como si un camión le hubiera pasado por encima y luego alguien le hubiera escupido; estaba del asco y se sentía como tal.

—No te muevas —dijo la voz con preocupación. Tom intentó enfocar la vista en la figura que al parecer se encontraba a su lado, pero el simple hecho de intentar moverse le arrancaba ramalazos de dolor—. Voy por una enfermera, quédate quieto, no me tardo.

Tom soltó un bufido, convencido de que su interlocutor era tonto de remate. ¿A dónde diablos se iba a ir si apenas podía respirar sin soltarse a llorar?

Conteniendo el llanto que pugnaba en derramarse sobre sus mejillas, Tom deseó como nunca el ver algún rostro conocido. Estar tendido en lo que él suponía era una cama de hospital, no era ni remotamente tranquilizador. Quería ver a Bill, a su mamá… No quería estar solo.

—… no, no dijo nada, pero sé que le duele… —Escuchó a la distancia—. ¡Por amor de Dios…!

Tom frunció el ceño, odiando el ruido, la iluminación, todo a su alrededor.

—Pareces no estar muy contento —habló una voz femenina, al mismo tiempo que la puerta de su habitación se abría, dando pie a la misma mujer que había visto antes—. ¿Te duele algo en especial? ¿Sientes alguna molestia que creas fuera de lo normal?

Tom se humedeció los labios antes de hablar. —Me duele todo, hasta el alma.

—Nada que me sorprenda, cariño, no desde el accidente que tuviste —le apartó la enfermera las mantas y le colocó un termómetro debajo del brazo—. Una caída como ésa no es cualquier cosa, no señor.

—Cierto —recordó de pronto el mayor de los gemelos. Ella ya le había mencionado algo al respecto antes.

—Tu hermano parece sumamente preocupado —le examinó los vendajes, inclinándose sobre él—. Desde anoche, no se ha apartado de tu lado ni para ir al sanitario.

—¿Bill? —Se agitó Tom para disgusto de la enfermera—. ¿Bill está aquí? ¿Dónde?

—… ¡Exijo que alguien examine a Tom en este instante! —Escucharon Tom y la enfermera desde fuera de la habitación, a modo de respuesta.

—Esta nervioso, es comprensible —se irguió la enfermera—. Por cierto, yo soy Janine Welle, la enfermera a cargo de este piso.

—Yo… —Tom balbuceó.

—Sé quién eres. Cuando la ambulancia llegó contigo, también lo hicieron los medios y una enorme cantidad de personas. Fue necesario llamar a la policía para desalojar la entrada de emergencias —denegó Janine con aparente malhumor—. Levanta el brazo.

Tom hizo lo indicado, siseando por la tensión en los músculos.

—38.0 grados, mmm —leyó la enfermera el termómetro—. Un poco elevada, pero de momento nada para alarmarse. ¿Necesitas que te traiga algo? ¿Alguna pastilla para el dolor? ¿O te sientes capaz de comer algo?

El mayor de los gemelos quiso toser por la sequedad en su garganta. —Agua —murmuró.

—Yo me encargo —dijo una tercera persona, entrando a la habitación.

Desde su sitio en la cama, Tom se paralizó.

El desconocido era… Bill y al mismo tiempo no lo era. Más alto, con el cabello más largo y viejo. Terriblemente viejo. Pero era él, Bill, su gemelo apenas menor por diez minutos. La imagen que correspondía con el Bill que recordaba de lo que él creía días atrás y el presente difería por al menos cinco años.

Era terrorífico al mismo tiempo que fascinante.

—Tomi… —Frunció el ceño Bill apenas al verlo, para al instante dirigirse a la enfermera—. Está llorando, ¿por qué? ¿Qué pasó?

En tres zancadas ya estaba al lado de su gemelo y le tomaba la mano con delicadeza.

—B-Bill —dijo Tom con un ligero temblor. Si el desconocido era Bill, su Bill, entonces…

—Todo está bien, Tomi, todo —se inclinó Bill sobre el mayor de los gemelos y éste cerró los ojos para no ceder a la emoción que lo embargaba—. Nos asustaste mucho a todos, a David más de lo que habíamos hecho antes, pero ahora todo irá bien. Ya verás.

Tom se mordió los labios e intentó asentir repetidas veces a pesar del impedimento que era tener el cuello inmovilizado por el collarín.

—Estaremos de vuelta en casa antes de lo que imaginas y todo volverá a ser como antes —puso Bill la mano sobre la mejilla de su gemelo, limpiando las lágrimas que éste ya no podía contener y dejaba rodar libres por su rostro.

¿Tom que podía decir? Ni él mismo lo sabía. ¿Qué era el antes si no estaba seguro de lo que pasaba en tiempo presente? De entre todas las locas cosas y extrañas que le estaban pasando, ninguna parecía encajar con alguna realidad que pudiera entender.

En lugar de intentar encontrar una respuesta que sabría no sería una que comprendiera, cerró los ojos y se dejó deslizar en los brazos del sueño.

 

—… Gustav dijo que en cuanto pueda va a venir a visitarte —habló Bill animadamente, cuando más tarde en ese mismo día, Tom volvió a despertar y pareció dispuesto a comer su primer alimento sólido en casi una semana después del accidente—. Le dije que no trajera flores o animales de felpa, pero dijo que era eso o un paquete de cervezas, que de antemano sé que la enfermera Welle no dejará pasar más allá de la recepción —rodó los ojos con picardía en ellos—, así que… Tomi, ¿me estás prestando atención?

Tom masticó con lentitud el bocado de puré de papas que tenía en la boca. Los rumores no eran falsos: La comida de hospital era sosa e insípida como mascar paja por horas.

—Mmm —balbuceó sin atreverse a levantar la vista de su plato. A insistencia suya, él mismo se había servido la comida por su propia mano, a pesar de la reticencia de Bill, que insistía en alimentarlo como si se tratara de un enfermo terminal o algo parecido.

—No pasa nada —le tendió su gemelo una servilleta de papel—, sé que te duele la cabeza. Si quieres que me calle —hizo ademán de coserse los labios—, lo haré. Sólo pídelo, ¿sí?

Tom denegó con lentitud, el vendaje de su cabeza balanceándose peligrosamente de lado a lado. —Estoy bien, sólo… Cansado.

—El doctor Reimann dijo que sería normal, al menos las primeras semanas —le tomó Bill de la mano y Tom se estremeció de pies a cabeza. La piel se le erizó, hecho que a su gemelo no se le pasó de largo.

—¿Qué sucede? ¿Tienes frío?

—Un poco —mintió Tom, deseando muy en contra de su instinto de supervivencia, el estar a solas.

—Voy por unas mantas —se puso en pie Bill, saliendo por la puerta, al parecer decidido a conseguir algo tibio con qué abrigar a Tom.

Éste, apenas se encontró a solas, apartó la mesilla donde se encontraba su comida y decidió que ya no podía digerir más. No con el estómago hecho nudos como estaba.

Al principio por miedo y luego por vergüenza, había atrasado el momento de revelarles a Bill y a sus médicos particulares, que algo no estaba para nada bien.

Empezando por… muchas cosas.

¿La banda? ¿Las fans? ¿Un accidente sobre el escenario? Todo aquello sobre lo que Bill le había hablado por al menos dos horas desde que estaba despierto, eran temas de los que comprendía sólo las palabras y no el significado. ¿Cuál gira internacional? ¿De qué hablaba Bill cuando mencionaba entrevistas exclusivas y portadas de revistas?

Lo último que Tom recordaba era… Arrugó la frente tratando de concentrarse a pesar del dolor de cabeza y los medicamentos alterando su sistema, sólo para encontrarse con un recuerdo difuso y vago de una tarde de verano que había pasado con Bill harían dos o tres semanas en el jardín y que sin embargo, le parecía tan lejana como si hubiera años de distancia.

Tom no era idiota. Él no tenía doce años del mismo modo en que Bill tampoco los tenía y tampoco los demostraba en el físico.

No, Bill no aparentaba tener menos de dieciocho en el más generoso de los casos, y ese simple hecho, aterrorizaba a Tom hasta el fondo de su alma.

—Encontré esto —regresó Bill a la habitación, sacando a Tom de su mutismo. En brazos llevaba una raída manta color azul celeste—. Al parecer están un poco cortos en recursos, pero le prometí a la enfermera Welle que en cuanto salgas de aquí, haremos una generosa donación, ¿de acuerdo?

Tom asintió una vez.

El menor de los gemelos procedió a extender la manta por encima de las piernas de Tom y luego desdoblarla hasta que ésta le llegaba a la altura del pecho.

—¿Mejor? —Preguntó con una sonrisa pequeña, como si temiera que la calma después de la tormenta no fuera a durar y en cualquier momento el buen estado de Tom se fuera a desplomar como un castillo de naipes a merced de la tormenta.

Tom no podía juzgarlo, porque siendo él quien iba a arruinarle el buen humor con su mala noticia, se sentía fatal en todos los sentidos.

—Mucho. Uhm, ¿Bill? —Llamó su atención con un poco de reticencia, apenas creyendo del todo que aquel adulto que estaba a su lado, era la misma persona con la que había crecido toda su vida—. Hay algo que quiero decirte y es, mmm, un poco…

Bill, quien se estaba llevando a los labios un pequeño vaso desechable con café instantáneo ya helado, se detuvo en el acto y bajó el brazo con lentitud. —¿Dijo algo el doctor Reinmann mientras yo no estaba?

Tom dijo ‘no’ en el acto y parpadeó, una lágrima gruesa corriendo hasta su barbilla.

—Es… complicado —El mayor de los gemelos experimentó la sensación de ser estrangulado bajo su propio peso—. ¿Cuántos años tenemos?

Bill arqueó una ceja. —¿Es una broma?

Tom desvió la mirada y suspiró. —¿Dieciocho?

—Tomi —se inclinó Bill sobre su gemelo—, cumplimos veinte hace dos meses… ¿N-No lo rec-cuerdas? —Se atoró con las palabras, de repente aterrorizado de la respuesta que iba a recibir—. Claro que sí, tienes que recordarlo. La montaña rusa… La cena con mamá y Gordon… Los regalos, la… —Se tapó la boca al darse cuenta de que Tom permanecía en silencio—. No recuerdas —sentenció con horror, tristeza, miedo, todo en uno—, ¿no recuerdas, verdad?

Con una palabra, Tom lo hundió en su pozo de miseria: —No.

 

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