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Resoluciones de año nuevo por Marbius

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4.- Besos del día de los inocentes.

 

—Se acabó, Veronika, ¡Se acabó! —Escuchó Gustav el grito que reverberó por las paredes de su departamento a una hora impropia, si es que su reloj despertador estaba en lo correcto marcando las cinco quince de la madrugada; eso tenía que ser, porque por la rendija de las cortinas, lo que se veía era oscuridad y nada más—. No quiero tener esta discusión por teléfono… No, tampoco quiero verte. Lo que pasó ya no tiene remedio… No, no intentes culparme a mí de esto… No te atrevas porque…

El baterista abrió los ojos y tendido como estaba de espaldas, contempló el techo con parsimonia, tratando de no prestar atención a lo que él sabía era Georg hablando por teléfono con Veronika. Había escuchado el teléfono sonar desde rato antes y con cada llamada ignorada del bajista, Veronika había llamado tres veces más hasta que su llamada fue respondida.

—Olvídalo, se acabó, me importa un bledo lo que hagas con el departamento. Me voy a mudar… ¿En serio? —Se escuchó la carcajada amarga de Georg haciendo eco—. ¿Y cómo pretendes según tú impedírmelo? ¡Yo soy quien paga la renta, Veronika!... No te voy a decir dónde me estoy quedando, no tengo ninguna obligación de hacerlo… ¿Estás loca? ¿Con otra mujer? No caería tan bajo…

Gustav rodó sobre su costado, usando una almohada para cubrirse la cabeza y así evitar oír más de aquella confrontación. Por mucho que su lado chismoso saliera a flote, prefería ahorrarse la amargura que el enterarse de algo innecesario supondría. Lo que más le asombraba de todo aquello era como Veronika, una mujer diminuta de sonrisa angelical, podría lograr que Georg saliera de sus casillas, siendo normalmente y en bases regulares, la persona más tranquila del mundo.

—No tengo tiempo para ti o esta tontería… Adiós, Veronika —escuchó Gustav de pronto y el silencio se instauró en su departamento.

Sopesando la posibilidad de levantarse e ir en busca de su amigo o dejarlo en paz para que recuperara la calma, fue Gustav el sorprendido cuando el colchón se movió y un cuerpo se metió bajo las mantas.

—Siento que hayas tenido que escuchar todo eso —dijo Georg de pronto, alzando la almohada que cubría el rostro del baterista y con aspecto de estar pasando una piedra por la garganta—. No quería gritar, pero ella… ¡Dios, a veces sólo siento ganas de…!

—Está bien —lo sujetó Gustav por el brazo, recibiendo de golpe la carga eléctrica que corría por el bajista—. Todos tenemos derecho a explotar de vez en cuando.

—Supongo… —Murmuró Georg, apenas convencido—. Pero es que no puedo creer el descaro con el que me pide volver, como si pudiera hacerlo, como si no hubiera pasado nada…

—Sea lo que sea que decidas, mi oferta de quedarte sigue en pie, ¿ok? —Prometió Gustav, agradecido de cómo Georg asentía y volvía a apoyar la cabeza contra la cama—. Ahora durmamos un poco más y después… Ya pensaré en algo.

—Bien —respondió Georg, buscando la mano del baterista entre las mantas y entrelazando los dedos con los suyos—. Gracias.

—Siempre.

 

Más tarde en la mañana, cuando fue una hora decente para estar despiertos sin que fuera un sacrilegio para las sagradas horas del sueño, fue que Georg tuvo la idea.

Con una espátula en una mano y supervisando que la flama no estuviera muy alta sobre el sartén en el que cocinaba los hot-cakes, de pronto sonrió. —¿Qué tal si pasamos la tarde en el parque?

—¿Qué parque? —Preguntó Gustav, sentado ante la mesa y leyendo el periódico en compañía de su sempiterna taza de café matutina.

—Ya sabes —volteó Georg la pieza que cocinaba—, el que está a un par de calles del mercado. Parece como el día ideal para salir a pasear un rato. Ya no está nevando y el cielo se ve despejado al menos por un par de horas. ¿Qué dices de mi plan?

—Digo que estás loco —sorbió el baterista de su bebida caliente—. Afuera hacen cinco grados centígrados, como mucho. Y además, ¿qué haríamos en el parque aparte de congelar nuestros traseros en las bancas?

—Vamos, Schäfer, ¿dónde está tu espíritu de aventura? —Colocó el hot-cake recién hecho y aún humeante sobre un plato, le dio una leve pasada con la espátula embadurnada de mantequilla y lo puso con una fluorita justo en la mesa, frente a Gustav—. Podemos llevar unas mantas térmicas y un galón de té caliente especiado. Puedo cocinar un par de buñuelos y —saboreó sus palabras— hasta chocolate caliente.

La mención del chocolate caliente hizo que Gustav se tensara en su asiento, recordando que en su lista de deseos había escrito que quería ver caer la nieve mientras bebía dicho brebaje. ¿Era una casualidad o…? Miró por encima de su hombro en dirección a la sala y al sillón donde había escondido la hoja, pero todo lucía igual, desde su postura, empezando por los cojines y la imagen de normalidad.

“Soy un paranoico” pensó poniendo mala cara.

—Uh, Gus, quita esa mueca —malinterpretó Georg su gesto—. Si no quieres chocolate, puede ser café, pero salgamos. Un poco de aire fresco es lo que nos hace falta para quitarnos la resaca de tres días.

Quizá fue por la mención del chocolate caliente o porque Gustav sabía que aún habría una capa decente de nieve en el parque; tal vez, si se dejaba de engañar a sí mismo por un segundo, era por Georg, pero lo cierto es que el baterista terminó accediendo sin necesidad de más ruegos.

—Bien, pero… —Alzó un dedo admonitorio en dirección al bajista, que celebraba su victoria jugando con la masa y creando figuras extrañas con ella sobre el sartén—, si me llego a enfermera por estar en el exterior con este frío, tú me vas a cuidar.

—Prometido —se llevó Georg la mano al pecho, justo sobre el corazón—. Pero antes de salir, a desayunar.

Gustav rodó los ojos queriendo aparentar fastidio, pero cuando su mirada se posó sobre las piezas de comida, no pudo más que sentir como la comisura de los labios se le alzaban al ver que Georg no sólo había creado hot-cakes con forma de Mickey Mouse, sino también de estrella, un sombrero, un hongo y lo que parecía un corazón mal formado pero reconocible.

—Mi obra maestra —le sirvió Georg a Gustav el corazón, tendiéndole la miel de maple y sonriendo a su vez—. Un poco torcido, pero ¿no dicen siempre que el arte de un autor refleja su alma atormentada o algo así?

—Algo así, Georg —dijo Gustav, de pronto no tan animado por su pieza. Decidido a no dejarse venir abajo por eso, partió el corazón en la mitad con ayuda de su tenedor y cuchillo y le dio un gran mordisco.

 

—No puedo creer que me convencieras de esto. Es más, no puedo creer que haya dicho que ‘sí’ —farfulló Gustav a dos calles de distancia de su casa y a tres del parque al que iban. Vestido como si fuera un exiliado a Siberia y esperara un crudo invierno en la tundra, iba cubierto de pies a cabeza con diferentes prendas; empezando con botas para la nieve que le llegaban a media pantorrilla por debajo del pantalón de mezclilla que cubría sus calcetines térmicos hasta la rodilla, varias capaz de camisetas, culminando con un suéter de lana -cortesía de la abuela Schäfer- tejido y un abrigo que le llegaba hasta media pierna; para finalizar, una bufanda y un gorro, sin olvidar los guantes—. Demonios, creo que ya me moquea la nariz. Lo mejor es regresar —intentó enfilar en dirección opuesta a la que iban, pero la mano de Georg, desnuda como cada vez que salían, lo sujetó por la muñeca, deslizándose entre las telas hasta tocar piel desnuda—. Brrr —se quejó Gustav del frío al contacto de los dedos congelados del bajista—. Estás helado.

—Duh, no tengo guantes y no había nada que se le pareciera en la pila que te regalaron de ropa —soltó Georg a Gustav, sólo para que éste le cubriera las manos descubiertas entre las suyas y soplara un poco de vaho sobre ellas—. Se siente bien.

—Eso espero, no quiero que pierdas ningún dedo en esta salida —volvió a soplar Gustav—. Sería una catástrofe para la banda si ya no puedes tocar el bajo.

—Eso mataría a Jost —se rió el bajista, soltándose del agarre de Gustav y pasándole un brazo por encima de los hombros—. Ten ánimo, nos divertiremos.

El baterista se ahorró el decir que tenía la punta de la nariz insensible y los dedos de los pies entumecidos. —Mmm, puede ser —concedió al final.

—Ese es el ánimo, hay que ser positivos —prosiguió Georg su marcha, arrastrando a Gustav consigo.

Tal como había pronosticado antes, el clima era agradable, descontando un poco de nieve en las calles y una leve y apenas perceptible brisa que les movía los cabellos.

Para pasar desapercibidos, aquel día habían optado por un look natural, nada extravagante y gafas de sol por si acaso. Para rematar, Georg llevaba a cuestas una mochila de tamaño regular donde acarreaban consigo lo que iban a comer y beber.

—Oh, es tan bonito —exclamó el bajista con alegría, al dar vuelta en una calle y encontrar el parque tal y como lo recordaba del día anterior—. Es perfecto.

—Si tú dices —murmuró Gustav con desgana, no muy alegre de pasar su tarde en el exterior, deseando intercambiar su estancia en una fría banca por un mullido sillón dentro de  la calefacción en su departamento.

Porque no le quedaba de otra, se dejó arrastrar hasta el montículo de césped más despejado y ahí fue donde Georg decidió que iban a pasar al menos unas cuantas horas.

—Déjamelo todo a mí, verás —comenzó a desempacar lo que llevaba en su mochila, asombrando a Gustav en el proceso, cuando una manta grande y varios cojines salieron de sus confines—. Lo tengo todo planeado —se detuvo Georg un segundo para guiñarle un ojo al baterista y proseguir—. Ni siquiera te preocupes de mojarte, porque la tela es impermeable.

—Wow, puntos extras por el factor sorpresa —se dejó acomodar Gustav sobre un cojín encima de la manta y con una taza miniatura de té en la mano—. Dios, ¿es canela? —Olisqueó el líquido.

—Ajá —se dejó caer Georg a su lado, colocando sobre ambos una manta térmica—. Y además —sacó de detrás de la espalda un paquete de galletas varias, que según comprobó Gustav, todas eran de sus favoritas—, sorpresa.

—Georg… ¿Pero cómo…? ¿Cuándo..? —Arqueó divertido una ceja—. ¿Por qué haces esto? No es que no lo aprecie, pero no sé, no es algo que tú harías.

—¡Ouch! —Fingió el bajista sentirse ofendido—. Eso lastimó mi ego.

—Vamos, Listing, que esto es casi… Romántico —susurró Gustav la última palabra, las orejas ardiéndole y no por el frío—. ¿Qué te traes entre manos?

Georg pareció querer soltar una carcajada. —Bien, me atrapaste. Feliz día de los inocentes.

—¿Qué? —Exclamó el baterista.

—Veintiocho de diciembre, día de los inocentes, Gus. Quería jugarte una pequeña broma, pero veo que no ha salido como esperaba, ¿me perdonas?

—¿Cuál broma? —El baterista se desinfló como un globo al decirlo—. Sabes qué, olvídalo, no quiero saber. No arruines la tarde.

—Gus, no es nada. Sólo quería traerte a una especie de cita, pensé que te reirías cuando te dieras cuenta —dijo Georg con cautela, midiendo sus palabras.

—¿Me estoy riendo acaso? —El estómago de Gustav estaba dando tumbos y para mal, como si dentro tuviera serpientes intentando abrirse camino—. Olvídalo, no estoy enojado. —Y era cierto, lo que estaba era decepcionado.

—Ven acá, Gusti —lo abrazó Georg, cuidando de no derramar el líquido que el baterista sostenía entre las manos—. Lo siento, ¿sí? Pensé que sería una buena broma, nada más. No pretendía ofenderte ni para por el estilo. Sólo un poco de diversión para los dos.

Aún confuso por todo, Gustav abrió la boca para hablar y se quedó con la intención cuando su teléfono móvil empezó a vibrar en su bolsillo, acompañado de la música del Gummibär que se había jurado cambiar para ahorrarse vergüenzas y que había olvidado por completo.

—Debe ser Franziska —dijo al aire, sorprendiéndose cuando la pantalla señaló ‘Bill’—. No, espera… ¿Hola? —Conectó la llamada, confuso de por qué el menor de los gemelos le estaba llamando. Hasta donde él sabía, tanto Bill como Tom estaban en alguna playa tomando el sol y bebiendo daiquirís hasta caer ebrios cada tarde en la arena; que lo llamara tan de improviso era algo que se salía de la norma.

—¿Uhm, Gusti? —Escuchó al otro lado de la línea—. ¿Está Georg contigo?

—Erm, sí, ¿por? —Se extrañó el baterista de que Bill no llamara directamente al teléfono de Georg—. ¿Quieres que te lo pase?

La línea crepitó un par de segundos antes de que volviera a escucharse un sonido. —Sí, no, mejor no… Verás, es que… Va a sonar extraño, pero Veronika llamó. No sé cómo consiguió el número de Tom, pero ha llamado y sonaba histérica. Dijo que Georg estaba desaparecido y nos preguntó si estaba con nosotros, le respondí que no y entonces se puso furiosa. Luego… —Carraspeó y a Gustav el vello de la nuca se le erizó—. Está convencida de que Georg está contigo, creo que va para tu casa. ¿Están ustedes ahí?

—Gracias a Dios no —musitó Gustav.

—Ah, pues… Queríamos avisarles. Tom cree que Veronika va a ir a amenazarlos con una metralleta o algo así. Lo sé, es una idiotez, pero debiste haberla escuchado. Sonaba como una loca.

—Lo tomaré en cuenta —gruñó Gustav en respuesta—. ¿Te hablo más tarde? Ahora no es buen momento.

—Ok, y Gusti, feliz navidad.

—Igual, adiós —terminó el baterista la llamada.

—¿Paso algo? Tienes cara de que a Tom se lo comieron los tiburones —intentó bromear Georg, pero no obtuvo ninguna respuesta de su amigo—. Oh Gus, quita esa cara, me preocupas. ¿Llamaron por alguna tontería, verdad?

—Algo así —evadió Gustav la pregunta—. Creo que deberíamos regresar.

—¿Tan temprano? Argh, pero si acabamos de llegar. ¿Tienes frío? Si es así… —Tomando el asunto en sus propias manos, Georg le quitó la pequeña taza a Gustav de las manos y sin avisar en lo absoluto, lo tumbó sobre la manta, cayendo sobre él con fuerza para derribarlo y al mismo tiempo delicadeza—. Dime dónde tienes helado y yo me encargo.

—No es eso… —Forcejeó el baterista sin éxito. Pronto Georg lo cubrió con la manta y los dos permanecieron recostados a la mitad del parque con las respiraciones agitadas y un calor agradable por todo el cuerpo—. Si alguien pasa y nos ve así, pensará que somos una pareja gay haciendo cosas sucias.

—Déjalos que piensen, se llevarán una sorpresa si nos destapan —desdeñó el bajista la posibilidad—. ¿Mejor?

Motivado por las nuevas noticias, inseguro si era o no una buena idea regresar a su departamento si es que Veronika les iba a hacer una visita sorpresa, Gustav extendió la mano y cubrió con ella la mejilla de Georg.

—¿Puedo preguntarte algo? —Inquirió con suavidad—. Si no quieres hacerlo está bien, pero… tengo que saber.

Georg cerró los ojos ante el gesto, apoyando su propia mano sobre la de Gustav y asintiendo ante su petición. —Pregunta lo que quieras, Gus.

—¿Amas a Veronika?

La pregunta hizo que Georg abriera de golpe los ojos, las pupilas dilatadas dentro de su carpa improvisada. —¿Q-Qué? —Su voz al hablar chirrió.

—Estuviste con ella dos años. ¿La amas? ¿Alguna vez la amaste?

—Gus…

—Es simple curiosidad —se quiso encoger de hombros al baterista, pero la postura en la que se encontraba se lo impedía—. La verdad, no pienso juzgarte sin importar qué digas.

Georg suspiró. —No.

Gustav exhaló aire tibio de la boca, formando un poco de vaho. —Bien —y como si aquello fuera todo lo que necesitara saber en la vida, acercó su rostro al de Georg y sin pensar más en sus acciones, lo besó en los labios con la ligereza de una mariposa al posarse sobre una flor. No, con la delicadeza de una libélula al caminar sobre el agua sin hundirse.

Tan pronto como sus bocas se encontraron, un beso corto y con la textura de sus labios resecos, Gustav retrocedió y volvió a exhalar.

Georg no dijo nada y Gustav tampoco.

Emergiendo de su guarida bajo las mantas, pasaron el resto de la tarde escondidos en aquel su refugio, bebiendo primero té y después chocolate caliente, tal como Gustav deseaba, mientras un poco de nieve caía sobre sus cabezas.

Ahí en su rincón especial, el tiempo pareció detenerse.

 

El regreso fue largo, como si caminar las calles que los separaban del parque al departamento aumentara si disminuían el paso a un ritmo casi ridículo. Tomados de la mano y sin tomar en cuenta el frío de después de anochecer, pese a que aún era temprano, Gustav y Georg entrelazaron los dedos y dieron paso tras paso en un silencio que no tenía ni una pizca de incomodidad.

—¿Qué tal si horneamos un par de bizcochos? —Sugirió de pronto Georg, tirando de Gustav contra sí y con el brazo libre sujetarle el rostro.

—¿Chocolate? —Pese a la palma helada que presionaba contra sus mejillas ardientes, el baterista no pudo sino sentir un escalofrío recorrerlo de pies a cabeza.

—Yep —se inclinó esta vez Georg y reclamó sus labios en un beso de escasos segundos, pero que confirmaba el nacimiento de algo entre ellos dos—. Vamos a casa.

—Casa —repitió Gustav por lo bajo, abriendo la verja de su edificio y sacando la llave de la entrada.

Pronto estuvieron dentro del rellano y las escaleras que se mostraban frente a ellos y que conducían hasta el departamento en el quinto piso parecían eternas. Los cien escalones más largos de su vida.

Como si fueran un par de críos, corrieron por los peldaños, deseando llegar hasta el piso que compartían y hacer algo de lo que aún no estaban seguros, que era muy pronto para dar un nombre y definirlo por ello, pero sin importarles en lo absoluto.

Mala suerte que al alcanzar el quinto piso, en lugar de encontrar la planta vacía, se toparan de golpe y sin aviso con Veronika.

Veronika malhumorada y llorosa, helada hasta el tuétano y a pesar de ello, con un fuego en los ojos que parecía consumirla del mismo modo que sus lágrimas.

Aún sujetos de la mano, fue Georg quien soltó a Gustav y éste experimentó un frío interno que lo bañó de golpe en cada una de sus células.

—¿Qué demonios haces aquí? —Exigió saber Georg, la mandíbula firme y su postura defensiva con los brazos cruzados al frente.

—Es lo mismo que debería preguntarte —replicó Veronika, cubriéndose la boca con una mano temblorosa, ya fuera por nervios o por no haber fumado un cigarrillo en las últimas horas tal y como era su costumbre, muy a pesar del disgusto que esto provocaba en Georg—. No has vuelto al departamento. Me tenías preocupada…

—No voy a volver, eso ya lo dejé claro —se mostró firme el bajista—. Mis asuntos contigo están terminados.

—Georg, por favor…

—Veronika, en serio, vete. No quiero verte.

Gustav sintió que ese no era su lugar para estar, así como tampoco era necesario que escuchara nada de aquello. Murmurando un breve ‘con permiso’, se excusó y abrió su departamento con manos torpes. Quiso decirle a Georg que podía entrar cuando él quisiera, pero sus ojos estaban clavados en los de su ex novia y le pareció una intromisión de su parte hacerlo.

Apenas puso un pie dentro de su apartamento, cerró la puerta tras de sí y la discusión en el pasillo cobró intensidad.

—¡Lo siento, lo siento! ¿Qué más quieres oír de mí? —Chillaba Veronika de tal manera que a Gustav, incluso desde el sitio en el que se encontraba, recostado en su cama y con un brazo sobre el rostro, la alcanzaba a oír—. Fui una estúpida, pero me tienes que perdonar.

—¿Tengo qué hacerlo? —Gritó Georg en respuesta—. ¿De cuándo para acá es mi jodida responsabilidad? Estás loca, si crees que eso va a pasar.

Gustav se sentó de golpe, la tarde maravillosa que él y Georg habían pasado, en segundo término.

No pudiendo soportar más de aquello, enfiló rumbo a la cocina, decidido que si no podía evadir los reproches y el griterío que hacía eco por todo el piso, al menos trataría de distraerse.

—Hey, nena —se agachó frente a la caja de Claudia, quien parecía tan alerta como él al ruido exterior y tenía sus pequeños ojos abiertos de par en par—. Lo sé, lo sé… —Acarició su cabeza parda y Claudia se dejó querer del mismo modo en que un gato lo habría hecho.

—… Haz lo que quieras —siguieron lloviendo los reproches—. Vete a la puta mierda, porque no me interesa en lo absoluto lo que hagas con tu vida. Por mí te puedes ir al infierno.

—Típico de ti, la falta de interés, la frialdad abominable, idiota. —Aquella era Veronika, que lloraba como si se estuviera ahogando con su propia lengua.

—¿Mi frialdad? ¡¿Es en serio lo que dices o es otra de tus malditas bromas?! —Aquello sonó más alto de lo normal y Gustav prestó una atención que no era suya realmente—. No juegues conmigo, Veronika. Yo no fui quien se acostó con alguien más.

—Mierda —musitó Gustav. Claudia, aún en sus manos, movió las patas en el aire hasta que el baterista la dejó de vuelta en su caja.

—¡Fue un error, sólo un error! —Lloriqueó Veronika—. Una sola vez, no puedes tirar todo a la borda por algo que sólo hice una vez. Tú tampoco eres perfecto.

—¡No, no lo soy, pero jamás te fui infiel…!

El resto de la conversación se desvaneció de la misma manera en la que había comenzado. Lo único que prevaleció fue el llanto de Veronika y su respiración entrecortada.

Anonadado por la noticia que no era de su correspondencia tener conocimiento, Gustav regresó al dormitorio y cerró la puerta tras de sí. Esta vez, de verdad deseando no saber nada más.

 

—Las cosas entre ella y yo no estaban yendo por buen camino, ¿sabes? —Recostado en perpendicular a la larga cama, con la cabeza apoyada en los muslos de Gustav y sus dedos entrelazados sobre su vientre, Georg habló con voz monocorde, insensibilizado a todo.

Luego de quince minutos después de que los gritos habían cesado, el bajista entró al departamento y sin mediar palabra, había ido a buscar consuelo con Gustav. De eso hacían ya dos horas y apenas rompía el silencio en el que se había sumido.

—Fui de visita con mi familia y ella dijo que no podía venir, algo de una abuela enferma a la que tenía que visitar. Le dije que era como una tierna Caperucita Roja y me regañó por bromear con eso. Qué estúpido fui —rió con amargura—. Regresé antes porque quería sorprenderla y… La encontré en la cama con alguien más. ¿Recuerdas a Dominique?

—¿Con él? —Gustav apenas podía creerlo. Dominique era el anterior novio de Veronika, y ésta lo había dejado a él y a su noviazgo de tres años por estar con Georg. Al bajista no le gustaba mucho que su chica mantuviera una relación con su ex novio, pero ambos le habían asegurado que lo suyo se había acabado y serían sólo amigos. Algo que aparentemente no habían sido capaces de cumplir.

—Imaginarás mi cara de sorpresa cuando los vi. Las heridas en mi mano —se presionó la venda que cubría los raspones y moraduras— no fue por caerme afuera del bar, sino por golpear a Dominique. Le di hasta que me sentí asqueado de la sangre, de la situación, de todo… No sabía a dónde ir y pensé en ti, Gus. ¿Sabes por qué?

Gustav le pasó la mano por el cabello y denegó con la cabeza.

—Es porque cuando estoy contigo inexplicablemente todo es mejor. Me sentía tan mal y en lo único que podía pensar era que si estaba contigo, todo se solucionaría para bien. Y así fue —declaró al final.

—No digas tonterías —intentó incorporarse el baterista, nervioso de hacia dónde iba a todo aquello.

—No son tonterías, Gus. Es la verdad —lo sujetó Georg por las muñecas, tirando de él hasta tenerlo cerca—. Esta tarde, en el parque, ¿por qué me besaste?

El pulso de Gustav se aceleró en sus venas. —Un impulso, uno muy idiota, ¿contento? Ahora suéltame —forcejeó el baterista.

—No te creo –clavó Georg sus ojos verdes en los de Gustav y éste se estremeció al pensar en las consecuencias. Su mente daba vueltas y las manos le sudaban de nervios.

—Pensé que sería divertido –musitó al final—. Ya sabes, día de los inocentes y todo. Una broma.

La intensidad en la mirada del bajista pareció desaparecer de golpe. —¿Sólo eso?

—Exacto –mintió Gustav, seguro que al menos en ese caso, estaba salvado. Prefería mentir, porque decir la verdad podría acarrear consecuencias nefastas—. ¿Contento?

Georg pareció meditar su respuesta unos segundos y a Gustav cada uno de ellos le pareció una eternidad.

—Entonces bésame de nuevo –dijo de pronto el bajista, deslizando el agarre de la muñeca de Gustav hasta que sus manos se encontraron y sus dedos se entrelazaron entre sí—. Es día de los inocentes, ¿o no?

—No es así como funciona –balbuceó el baterista, confuso del cauce por el que ambos se estaban deslizando—. ¿P-Por qué? –Inquirió al final.

En lugar de responder, Georg usó su mano libre para tomar el rostro de Gustav y acercarlo al suyo al punto en que sus respiraciones entrecortadas chocaron contra la piel del otro.

—Cierra los ojos –indicó Georg y Gustav no necesitó de mayores instrucciones, al obedecerlo y ser bendecido con el suave molde de los labios del bajista contra los suyos.

—Ah –gimió cuando la lengua de Georg tanteó entre sus labios, pidiendo permiso para entrar en su boca y éste se lo permitió al instante.

El baterista saboreó el sabor único en Georg, una mezcla dulce, con el alcohol que habían bebido horas antes y una pizca a menta que hizo de la combinación un gusto único. Y a él le encantaba.

—Gusti, Gus… —Jadeó Georg en su beso conforme éste escalaba de intensidad. Al cabo de unos minutos, los dos tuvieron que separarse para tomar un poco de aire y decidir si continuaban hasta las últimas consecuencias o detenerse y fingir que no había pasado nada—. Quiero… —Dijo Georg en voz baja y con los ojos encendidos por una extraña luz; la pupila dilatada hasta que el verde de sus iris pareciera cubierto en una especie de eclipse.

Gustav respondió a su petición sin explicaciones. Deslizándose a lo largo del colchón hasta la cabecera, con un poco de incomodidad se despojó de su camiseta y luego con dedos nerviosos, tironeó de la de Georg hasta que éste alzó los brazos al aire y se dejó desvestir.

—Tenía tiempo fantaseando con esto… —Apoyó Georg la mano en el pecho liso de Gustav; ante el toque, el baterista sintió como si la piel alrededor le quemara—. No era correcto, pero no me importa.

Feliz por aquellas palabras, casi intoxicado, Gustav sujetó a Georg por el cuello y lo besó, pronto los dos rodando sobre la cama y luchando por deshacerse de los pantalones y de cualquier otra prenda de vestir que se interpusiera entre su camino.

Justo cuando Georg estaba sobre Gustav y tirando de sus bóxers hasta deslizarlos por debajo de sus caderas, se detuvo y fijó su vista en los ojos del baterista, buscando en ellos su permiso, una aprobación a lo que estaba por ocurrir entre ellos dos.

El baterista asintió una sola vez, excitado por la perspectiva de ambos desnudos y en la cama; una vez que entre los dos no hubo barreras que los separaran y Georg depositó el peso de su cuerpo sobre el suyo, Gustav gimió por lo bajo, adorando desde ese mismo instante como la calidez del bajista se unía a la suya y la piel de todo su cuerpo era recorrida por pequeños pinchazos eléctricos.

—La luz –murmuró con la boca en el cuello de Georg, besando la zona circundante y alzando las caderas para encontrar a Georg haciendo lo mismo.

—Mmm –gimió el bajista, tanteando con la mano en dirección a la lámpara de noche. Apenas un segundo después y la habitación se bañó en las penumbras.

Gustav casi lamentó haber hecho esa petición, pero incluso en la semioscuridad, podía ver a Georg moverse encima de él gracias a la luz que entraba desde la calle a través de sus cortinas cerradas con descuido.

—Yo también –admitió en medio de un beso, sujetando el cabello de Georg y luchando por hacer el momento más duradero.

—¿Qué? –Besando todo su rostro con fervor, Georg detuvo la ondulación de sus caderas para poder tener un poco de sangre en la cabeza que le permitiera entender.

—Yo también deseaba esto –gruñó Gustav cuando la mano de Georg se deslizó entre sus vientres y sujetó su erección con delicadeza y al mismo tiempo la fuerza necesaria como para hacerlo sentir en las nubes.

—Oh, Gus…

Rodando sobre la cama y disfrutando de su primera vez juntos, ninguno escuchó el teléfono de Gustav, que dentro de los pantalones que se había quitado con prisas, sonó en repetidas ocasiones a lo largo de la noche.

 

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