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5€ por viaje por Marbius

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5.- 5€ por un final feliz.

 

 

 

Dos días después a la hora del desayuno, justo cuando todo parecía haber regresado a la normalidad (o casi, porque por debajo de la mesa Bill presionaba su pie entre las piernas de Tom), fue el sonido del teléfono al llamar el que rompió la aparente calma.

 

De buenas a primeras, ninguno de los gemelos supo qué pensar. Bien podría ser la abuela Kaulitz, su padre llamando para saludar o algún vendedor de telemarketing que no aceptaría un ‘no’ por respuesta; bien podría por igual ser cualquiera de ellos, quizá alguien más. No importaba. Lanzándole una hojuela de maíz por encima de la cabeza a su gemelo, Bill esquivó a su vez un trozo de fruta volando en su dirección, mientras que Simone los daba por perdidos y contestaba ella misma el teléfono.

 

—¿Aló?

 

—Psss —le susurró Tom a su gemelo, aprovechando que su madre se cubría la otra oreja para escuchar mejor el auricular—, ¿qué dices si hoy vamos a la piscina? Yo invito.

 

Bill asintió, los ojos brillantes por lo que eso significaba. La mañana había amanecido por encima de los treinta grados centígrados y lo que más le apetecía en esos instantes era recostarse bajo la sombra de un árbol y esperar a que el calor pasara. La sugerencia de la piscina le parecía la mejor.

 

—P-Perdón, debe estar equivocada… —Rompió Simone la cadena de sonrisas cómplices que se daban por encima de sus tazones de cereal, alertándolos en el acto de que algo no marchaba bien—. Sí, mi hijo es Tom Kaulitz pero… Oh… ¡Oh! Debe ser un malentendido, créame…

 

—¿Qué hiciste? —Movió Bill los labios sin que sonido alguno saliera de su boca, pero el mensaje era claro. Como respuesta, Tom se encogió de hombros, pese a que alegaría inocencia sin importar qué, sintiendo cómo se le erizaban los vellos en todo el cuerpo, consciente de que era serio.

 

—Insisto, debe ser un-… —Apretando con fuerza el auricular, Simone frunció el ceño hasta que se le formó una arruga en el centro de la frente—. Entiendo. Sí, claro…

 

—Estás en problemas —se burló Bill por lo bajo, pateando a Tom por debajo de la mesa.

 

—… Eso que usted dice son acusaciones muy graves…

 

—Mierda —se mordisqueó el mayor de los gemelos el labio inferior. Que llamaran a casa de la escuela o incluso miembros del vecindario para quejarse, ya fuera por algo que Tom o Bill (a veces ambos) hubieran hecho, no era ninguna novedad. Cuando no era su maestra de Francés furiosa por haberlos atrapado durmiendo en clase, solía ser Frau Neugegen, la vecina de dos casas a la derecha, quejándose porque le molestaba la música que componían en el garaje. Igual podía ser alguien más; su lista de enemigos en Loitsche era grande, y sin embargo… Algo no sonaba como las llamadas habituales que se recibían en la residencia Kaulitz.

 

Algo en el tono de Simone, en su postura y lenguaje corporal, decía que era algo peor. Mucho peor.

 

—Por Dios santo, ¿cinco euros?

 

Ante aquella mención de dinero, la cara de Tom se contrajo como si una mano invisible se hubiera estampado contra su mejilla y le hubiera volteado el rostro de una bofetada. Al contrario que él, Bill palideció al grado en que parecía al borde del desmayo.

 

Sólo había de dos opciones: Huir o huir más lejos. Y rápido, antes de que su madre tuviera tiempo de echarles el guante. Retirando sus sillas con todo el cuidado y silencio que eran capaces de reunir, tanto Bill como Tom estaban listos para salir por la puerta principal y no volver por al menos en doce horas, hasta que Gordon les llamara a casa de Andreas y les dijera que era seguro regresar.

 

—Claro, lo siento. Yo arreglaré esto, sí, sí… Mil disculpas, adiós —finalizó Simone la llamada antes de que ninguno de sus hijos pudiera haber llegado a ponerse de pie—. Bill, cariño… —Se dirigió a su hijo menor con la mandíbula encajada en su sitio—. ¿Podrías dejarme a solas con Tom?

 

Su tono de voz no revelaba mucho más allá de la dulzura habitual, pero sus ojos eran otro asunto por completo diferentes. En ellos relumbraba la furia que la estaba consumiendo y que amenazaba con ser peor que aquella vez en que se habían escapado sin su permiso para ir a un concierto en Berlín y un policía los había traído de vuelta a casa en la madrugada tras encontrarlos haciendo autostop.

 

—Pero… —Intentó Bill interceder por su gemelo, pero su madre lo puso una mano sobre el hombro y al instante lo hizo callar.

 

—A solas, he dicho. Ve con Andreas, toma un poco de dinero de mi bolso y vuelve… —Su progenitora rechinó los dientes, clavando sus ojos en Tom, quien para entonces tenía el mentón pegado al pecho, y cambiando de parecer—. Mejor mandaré a Gordon por ti cuando terminemos aquí. Tú sólo ve y diviértete.

 

Convencido de que lo mejor que podría hacer por Tom sería retirarse sin empeorar la rabia que ya consumía a su madre, Bill así lo hizo. No sin antes de abandonar la cocina, desearle a Tom buena suerte por medio del canal telepático.

 

Quizá Tom no lo escucharía, abrumado y hasta el cuello de problemas, pero Bill esperaba que las buenas intenciones sirvieran para algo. Por su bien, que así fuera.

 

 

 

—… ¡Porque aún no sé en qué demonios estabas pensando, Tom! —Fueron las palabras vociferadas a voz de cuello que recibieron a Bill y a Gordon muchas horas después. Andreas había tenido que ir al dentista ese día y a Bill no le había quedado de otra que regresar a casa mucho antes de lo que su madre esperaba.

 

—Tu hermano se metió en una grande esta vez —fue lo que dijo Gordon, colgando su chaqueta ligera sobre el perchero de la entrada y suspirando—. Pero no puedo juzgarlo. Yo habría hecho lo mismo.

 

—Ugh —fue la contestación de Bill, que sopesó la posibilidad de escabullirse escaleras arriba o quedarse arrellanado en un pequeño rincón escuchando hasta el final.

 

—¡Es prostitución!

 

—¡Sólo eran besos, mamá!

 

—¡La madre de Natalie Müller no está tan segura de eso! La chica insiste que le quitaste la virginidad, Tom.

 

—Pfff, sólo la toqué por encima del sostén. Si ella cree que eso es dejar de ser virgen, que la lleven con el doctor…

 

La crudeza de aquella conversación hizo que Bill tomara su decisión en un milisegundo: Mejor no escuchar nada. Por salud mental y porque no quería ponerse verde ahí mismo, mejor retirarse y dejar que su madre, cual olla de vapor, expulsara todo lo que llevaba en su interior antes de dictaminar castigo y dar por terminada su sesión maratónica de regaños.

 

Con pies de plomo, comenzó a subir la escalera…

 

 

 

—Dos semanas sin salir de casa, estoy castigado por el resto del verano, tengo que regresar el dinero hasta el último centavo y además disculparme con todas esas chicas y con sus padres, ugh—enumeró Tom la lista de condiciones que Simone le había impuesto para ‘recuperar su confianza’ tal como ella había dicho—. También van a vender la camioneta, así que… Al menos no tendremos tanta chatarra en el jardín trasero. Si al menos mamá se deshiciera del resto de sus porquerías.

 

Tendidos de lado a lado sobre la cama de Bill, las manos entrelazadas fuertemente y con el reloj marcado la hora pasada de medianoche, era extraño lo poco adormilados que se sentían. Ya fuera porque Tom hubiera sobrevivido al Apocalipsimone (como lo habían bautizado años atrás) con apenas marcas visibles (los traumas no contaban) o porque Bill, empático como siempre a las emociones de su gemelo, tampoco podía creer lo leve que había resultado su castigo.

 

—Al menos no se enteró de lo tuyo con Niels —intentó Bill consolarlo, haciéndole ver el lado positivo del asunto, si es que lo había. Hasta el momento su madre llevaba contadas veinte chicas con sus veinte pares de padres furiosos por todo el incidente, pero tanto él como Tom estaban seguros que el número era mucho mayor que ése y preferían que no aumentaran por culpa de alguna bocafloja.

 

—O de lo mío contigo—giró Tom el rostro para quedar con la nariz rozando la mejilla de su gemelo.

 

Bill se contuvo de rodar los ojos. —Te dije que era una pésima idea la de tu Sex Van.

 

—Mi Sex Van y tus cinco euros son los que nos trajeron juntos —le recordó Tom sin una pizca de malicia, sólo exponiendo los hechos—, eso no lo puedes negar.

 

—Y no es que me vaya a quejar… —Cerró Bill los ojos por inercia cuando la boca de Tom reclamó sus labios entre los suyos—. Pero ahora estás en graves problemas.

 

Tom soltó una risita. —¿Yo? Nah, ni de broma. Tom Kaulitz, rebelde sin causa. De todos modos ya me había cansado de mi negocio y del trato al cliente. De ahora en adelante, seré Rockstar a tiempo completo.

 

—Uh, s-suena bi-bien —tartamudeó Bill cuando la mano de su gemelo se deslizó por debajo de su camiseta y le acarició el vientre—. Es una pena lo del dinero…

 

—Supongo —bajó Tom por su cuerpo, deteniéndose sobre su ombligo y besándolo—, pero no me importa. Ya no queda tanto de cualquier modo.

 

—Mamá retendrá tu paga hasta que lo devuelvas todo —gimió Bill bajito cuando Tom lamió la piel de su cadera—. Cada centavo…

 

—¿Bill?

 

—¿Uh? —Con los oídos zumbando y una erección que amenazaba con hacer romper su cremallera, Bill apenas si hizo un ruido desde el fondo de su garganta.

 

—Cállate, intento ser sexy y tú lo arruinas hablando de castigos y deudas, sólo shhh por un rato, ¿sí? —Resopló Tom, sin tomarse la molestia en aflojar el botón o el cierre de los pantalones de su gemelo. En un movimiento ya los tenía bajando por las caderas de éste y con todo y ropa interior—. Además —agregó con picardía—, es gratis. Oferta especial.

 

—Tu Sex Van es ahora chatarra, no es ninguna oferta especial —se mordió Bill el labio inferior, avergonzado de que Tom pudiera verlo tan de cerca y a tanto detalle; los últimos días sus avances íntimos habían llegado más lejos que eso, pero siempre en la penumbra total, no con la lamparita de noche encendida como se encontraban justo en ese momento.

 

—Mmm —respondió Tom, besando una vez cada hueso prominente de su cadera y con una mano firme, sujetando su erección—. Es por eso que es especial: Sólo tú la tendrás de ahora en adelante.

 

—Toda una exclusiva —ironizó Bill, pero lo cierto es que el corazón amenazaba con salírsele por el pecho de la emoción. Pese a lo burdo, era lo más romántico que Tom le había dicho en toda la vida, y de momento, para tener trece años y a un mes de cumplir los catorce, estaba bien.

 

—Entonces… —Gimió alzando la pelvis en erráticos movimientos—. Quiero todo.

 

—¿Todo? —Arqueó Tom una ceja—. Creo que no sabes de qué hablas.

 

Bill lo sorprendió con una sonrisa traviesa.

 

La comprensión llegó a Tom como caída del cielo. —¿No hablarás de…? ¡Joder, tiene que ser una broma, es demasiado bueno! ¿O… Me estoy adelantando? —El mayor de los gemelos se abalanzó sobre Bill, devorándolo con besos ansiosos y plagados del ardor que llevaba por todo el cuerpo—. ¿Hablas de todo como, ya sabes, todo?

 

—Si te refieres a sexo —las mejillas de Bill se colorearon, pero por nada del mundo apartó sus ojos de los de Tom—, sí. Rotundo sí. Quiero hacerlo.

 

—¿Hoy? ¿Ahora mismo? —Incrédulo de su buena suerte tras un día de mierda, Tom apenas si daba crédito a lo que él creía escuchar—. Oh, di que sí, por favor.

 

—Sí —fue la respuesta contundente de Bill—. Quiero hacer el amor, no sólo sexo. ¿La tarifa de siempre?

 

Tom se rió. —¿Cinco euros? Ni en sueños. Ya te lo dije antes, para ti es gratis.

 

—¿Ah sí? —Se contoneó Bill contra su cuerpo, deslizando su erección entre las piernas de Tom y haciéndolo gemir—. ¿Es una oferta de sólo hoy, las primeras tres veces o…?

 

Tom lo hizo callar con un beso. —Para siempre. Es vitalicia. Velo como una membrecía de por vida. No puedes rechazarla.

 

Sonriendo a su vez, feliz de lo bien que todo había terminado entre ellos, Bill no lo hizo.

 

 

 

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