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4.- 4€ por una ‘promesa’.

 

Siete sesiones más en la Sex Van (una por cada día de la siguiente semana) y los bolsillos de Bill habían quedado vacíos por completo. Ni la polilla había perdurado. Pero para fortuna del menor de los gemelos, a Tom no parecía haberle importado eso en lo absoluto y con un desprendimiento impropio de él al tratarse de dinero de por medio, le había perdonado las deudas alegando que bien podría hacerle descuentos y ofertas si le parecía bien.

—Hey —lo saludó su gemelo a la mañana del octavo día, sorprendiéndolos a ambos con un beso en los labios que entró en la categoría de ‘arrebatador’ pese al aliento matutino.

Quizá lo más asombroso de todo había sido que había ocurrido en el baño… Mientras Bill estaba frente al retrete… Orinando… Nada nuevo entre ellos. El segundo piso de la casa les pertenecía por completo y era habitual para ambos entrar al baño sin importar qué estuviera haciendo el otro ahí, ya fuera desde lavarse los dientes, en la ducha o sentado ante el trono y con aspecto de estar expulsando al engendro de Satanás. Entre los gemelos Kaulitz, la intimidad no existía en lo absoluto. Y sin embargo…

—¡Tooom! —Exclamó Bill apenas su gemelo dejó de besarlo, en el proceso, por poco salpicando fuera del retrete y ocasionando un desastre—. ¿Eso vino a caso de qué o por qué?

—Cortesía de la casa —se encogió de hombros el mayor de los gemelos, restándole importancia sin más—. Un bonus para mi cliente favorito en todo el mundo.

—Uh… —Se quedó Bill sin qué decir o palabras en la mente. Los labios de Tom marcados sobre los suyos hacían estragos y su efecto podía durar hasta el infinito si lo permitía—. ¿Gracias, supongo?

—No hay por qué —le sonrió Tom y se dedicó a lavarse los dientes.

Finalizando con lo suyo y después de bajarle la cadena al escusado, Bill se sentó sobre el borde de la bañera, mirando a su gemelo lo más discretamente posible e intentando dilucidar si debía tomar aquel beso (el primero fuera de la Sex Van y sin dinero de por medio) como algo más de lo que era o sólo dejarlo correr.La segunda opción sonaba como la más viable a seguir; le ahorraba quebraderos de cabeza y trombosis fulminantes, pero también era el que más le rompía el corazón. Porque si Bill era honesto consigo mismo, y lo era como buen nacido de virgo, aquello había dado paso a más que sólo besarse y tontear con su gemelo. Incluía mariposas en el estómago, erecciones qué ocultar cada vez que su tiempo juntos se terminaba, y por supuesto, anhelo de más y más. Siempre más.

—Si me sigues mirando así, pensaré que hice algo mal —le dijo de pronto Tom, sacando a Bill de ensoñaciones y de paso haciendo que éste tuviera la certeza de que su gemelo le leía el pensamiento por la cara que ponía—. Bill, en serio, ¿estás bien?

El menor de los gemelos abrió la boca pero ningún sonido salió de su garganta.

Las cejas de Tom se fruncieron hasta casi tocarse en el centro de su frente. —¿Es por el beso? Te molestó, ¿verdad?

«Todo lo contrario», pensó Bill con acritud, bajando la vista hasta sus pies descalzos y flexionando los dedos en un ademán nervioso sobre el linóleo del baño.

—Uhm, no. Más bien… Es que quiero otro —se sorprendió a sí mismo diciendo—. —E-Es decir —tartamudeó—, si está bien por ti en dármelo.

Frente a él, su gemelo se arrodilló para quedar a su misma altura. —¿Seguro que es sólo eso? —El brillo travieso en los ojos de Tom estaba ahí, pero también había un pequeño empaño de preocupación que Bill no pudo dejar ir así como si nada.

Por el bien de ambos, mintió. —Por supuesto —dijo, un nudo en la garganta formándosele en el acto—. Tengo un par de monedas en mi alcancía y el resto te lo pagaré después.

—Ya te dije —buscó Tom sus manos y las entrelazó con las suyas—, eres mi cliente favorito. No tienes que pagar nada de aquí en adelante.

Y como si quisiera demostrar que así era y sería de ahora a partir de ese momento, Tom lo besó en los labios hasta que ambos necesitaron separarse por una bocanada de aire fresco.

De momento, entre ellos, todo estaba bien y en su sitio. No el habitual, pero bien, sólo bien, y era lo que contaba a fin de cuentas.

 

Por desgracia para Bill, la racha de buena suerte pareció terminar ese mismo día cuando frente a su puerta aparecieron dos chicas lindas preguntando por su gemelo. Las dos de un curso por encima del suyo y tan maquilladas que Bill estuvo tentado de sugerirles una audición al circo.

Más triste que cederles la pasada a su hogar, fue la sonrisa que Tom llevaba en labios mientras sujetaba a una chica a cada lado y las guiaba a ambas al jardín trasero, directo a la Sex Van. Con amargura consumiéndolo por dentro (¡celos, muchos celos! Bill estaba listo para admitirlo sin más ambages de su parte), el menor de los gemelos se quedó parado en el mismo sitio por espacio de unos minutos, indeciso entre subir a su habitación, tirarse sobre la cama y llorar, o ahorrarse los dos primeros pasos y sólo desmoronarse ahí mismo en el recibidor hasta que los ojos se le secaran.

—Ugh, soy patético —se dijo por lo bajo, convencido de una vez que era transparente al grado en que Andreas había visto la verdad escrita en todo su rostro antes que él mismo: Estaba celoso de esas chicas que pasaban tiempo con su gemelo. Mucho—. Es porque estoy enamorado de ese idiota —masculló apenas sin mover los labios, admitiendo una verdad para sí que dolía como el demonio, pero que al mismo tiempo era liberadora. Fuera la cara que eligiera de decir la verdad, ahí estaba.

Decidido que al menos podría intentar alejarse de todo (un esfuerzo inútil, lo sabía, pero preferible a quedarse ahí por más tiempo) optó por la opción más viable: Visitar a Andreas.

El resto, se dijo, caería bajo su propio peso.

 

El resto de los días de esa semana el panorama para Bill no mejoró ni por piedad celestial de ningún tipo.

Seguidas de aquellas dos chicas, esa misma tarde llegó otra y luego otra. Y al día siguiente cuatro más. Para el tercer día, sólo apareció una pero para el cuarto, dos chicos fueron los que perturbaron la quietud que parecía ya no pertenecer a esa casa desde que Tom había iniciado su ‘negocio’ con la ahora llamada Sex Van.

Y para mucho pesar de Bill, todos y cada uno de ellos obtuvieron lo que buscaban por el módico precio de cinco euros. Tom no hizo distinciones, del mismo modo en que durante aquellos días, Bill no obtuvo su turno y algo en su interior terminó por hacerse trizas y soltar las alarmas.

Por primera vez desde que el plan de empezar a formar parte de la clientela de Tom había pasado por su mente, apreció lo pésima idea que era. Más allá de ser incesto (eso en realidad no le importaba tanto) estaba el hecho de que así como la subida había sido alta, la caída sería estrepitosa. Porque Tom sólo veía el dinero de por medio, sin darse cuenta que con cada beso, con cada caricia, Bill se acercaba más y más a un precipicio escarpado que lo obligaría a saltar una vez todo llegara a su fin.

Tom no lo sabía, por supuesto, pero Bill sí y se maldecía a sí mismo por idiota. Por haber dado ese primer paso que quizá trastocaría su relación con Tom de una manera irreparable para ambos.

Simplemente, estaba perdido, esperando la señal que marcaba el inicio del final…

 

—Bill…

Tendido de costado y dándole la espalda a su gemelo, Bill consideró la idea de hacerse el dormido. Roncar para darle realismo a su farsa o hablar dormido, murmurar tonterías, lo que fuera estaría bien si eso implicaba que Tom lo dejaría en paz y les ahorraría a ambos la desdicha de hablar lo que desde días atrás les venía pesando a ambos como piedras sobre la espalda.

—Hey, sé que no estás dormido —se sentó Tom al borde de su cama, acariciando el brazo desnudo que sobresalía por encima de sus mantas—. Respiras diferente, es por eso que lo sé.

—¿Y no reconoces mi respiración de cuando no quiero hablar contigo? Porque sería útil para los dos —masculló Bill, girando sobre la cama y quedando recostado sobre su espalda con las manos entrelazadas sobre su estómago—. Olvídalo. ¿Qué quieres?

—Hablar —fue la sencilla respuesta de Tom, que se vio repelido al primer intento de establecer un contacto físico—. Vamos, Bill…

—No me toques con esas mismas manos con las que has tocado a toda esa gente… —Escupió Bill el veneno que amenazaba con derramarse en cualquier segundo.

En la semipenumbra de la habitación, el menor de los gemelos apreció el brillo inconfundible del piercing que Tom llevaba en el labio mientras éste lo jugueteaba, una señal inequívoca de lo nervioso que se encontraba.

—No a todo el mundo…

—¡Pero sí a muchas chicas! Incluso a Niels y a otros más… —Bill quiso sonar asqueado, pero aquello resultó con él a punto de romperse a llorar—. Yo también soy como todos ellos, ¿verdad? Pagando por tu compañía y obteniendo nada a cambio, sólo unos besos, a veces tus manos debajo de mi ropa pero nada más…

—Sabes que no es así —denegó Tom con la cabeza gacha—. No hay ni una pizca de verdad en lo que dices.

—No te creo, Tom —dictaminó Bill, las lágrimas rodando libres por la comisura de sus ojos hasta perderse entre el cabello—, pero no es tu culpa. Es mía, por ser un hipócrita.

—Cállate, Bill —ordenó Tom con voz ronca y contenida—, no tienes ni idea de lo que estás diciendo.

—¿Ah no? —Se incorporó Bill sobre sus codos, sin importarle el aspecto patético que seguro tenía en esos momentos—. Dime sólo una cosa, Tom, sólo una… ¿Por qué aceptaste? Entiendo que quizá pensaste ‘dinero es dinero sin importar de dónde viene’ o pudo ser un impulso, pero quiero oírlo de tu propia boca. ¿Por qué? Sólo responde eso.

—No sabes nada…

—¡Entonces dime, joder! ¡Si no sé nada entonces dímelo!—Estalló Bill, alzando la voz más de lo que era prudente. Su madre y Gordon se encontraban justo debajo de su dormitorio, y si bien solían dormir como piedras sin darse cuenta que a veces los gemelos escapaban ayudados por un árbol que crecía muy cerca de la casa, todo tenía su límite—. Hazlo y terminemos con esto de una vez antes de que… No importa.

—¿Qué Bill? —Lo atrapó Tom en un abrazo que le sacó el aire y le hizo doler las costillas.

—Duele, duele mucho —musitó Bill, obviando el hecho de que era su corazón el que dolía, no su cuerpo al verse comprimido. Aún así, Tom no cejó en su empeño.

—Lo sé —besó Tom su sien—, sé que duele. A mí también, Bill, a mí también.

—No es cierto, mentiroso —intentó Bill zafarse del agarre de su gemelo, pero sin mucho éxito. Sus fuerzas eran equilibradas, pero si uno se lo proponía, podía sobrepasar al otro. En este caso, era Tom quien se negaba a ceder, así como Bill estaba cansado de luchar—. Sólo terminemos con esto de una vez…

—Bill…

El menor de los gemelos se sorbió la nariz, temblando en cada célula de su ser. Estaba extenuado, poco le quedaba por decir o hacer, porque lo único que deseaba de todo corazón era hacerse un ovillo y llorar a moco tendido hasta que el mundo llegara a su fin.

—No hagas esto… —Le besó Tom los gruesos lagrimones que le corrían por las mejillas—. Y no llores más, luces horrible cuando lo haces. Y me haces sentir mal. No llores. Por favor.

—Idiota —masculló Bill, pese a todo bajando la guardia, dejándose envolver en la calidez que los brazos de su gemelo le proporcionaban y a las caricias que la mano de éste le prodigaba en la espalda y por debajo de la camiseta—. Eres un completo idiota.

—Hey, que somos gemelos —bromeó Tom—. Si yo soy un idiota, tú también lo eres. Idénticos, ¿recuerdas? Sin importar cuánto tinte para el cabello utilices o si te haces esos tatuajes que tanto quieres, tú y yo somos uno y así será hasta el último día de nuestras vidas.

Bill no dijo nada, en cambio, cerró los ojos por largos segundos antes de reunir el coraje necesario para por finiquitado todo lo que entro ellos había florecido durante las últimas dos semanas, regresar a lo de antes si es que aún se podía, y si no, usar ese mismo valor para soportar la avalancha de emociones que se le vendría encima y amenazaba con aplastarlo.

—Tomi…

—No lo haré más —dijo de pronto Tom, aprovechando la estupefacción de su gemelo para besarlo en los labios—. No más clientes, no más visitas, no más dinero fácil. Todo eso se acabó —volvió a unir sus bocas—, sólo te pido que me permitas seguir haciendo esto.

—¿No más Sex Van?

—No.

Como víctima pasiva de la gravedad, también de la presión que su gemelo ejercía sobre él, los dos cayeron sobre la cama, Tom sobre Bill, tal como éste lo deseaba desde mucho tiempo atrás sin siquiera saberlo.

—¿Pero el dinero…?

—No lo necesito —recorrió Tom con sus labios el cuello de Bill, haciendo que éste entrecerrara los ojos a causa de las oleadas de placer que lo embargaban—. Lo regalaré, lo donaré a un orfanato, lo gastaré en ti si eso es lo que quieres, pero déjame hacer esto por siempre contigo.

—¿Por siempre? ¿Estás seguro? —Inquirió Bill con el corazón repleto de alfileres; incluso cuando la felicidad lo desbordaba, su mente no olvidaba que la realidad también era necesaria—. Es mucho tiempo del que estamos hablamos aquí. Te aburrirás y entonces…

—No, jamás —succionó Tom el nacimiento de su clavícula, apartando la tela del pijama que vestía y marcando el camino entre besos y pequeños mordiscos—. Es un riesgo el que corremos los dos, ¿pero sabes? No imaginaría poder hacerlo con alguien más que contigo, y sé que para ti es igual…

—Lo es —sonrió Bill con el pecho ligero, una risa de niño en los labios que pronto terminarían turgentes y magullados; él lo sabía, de eso se encargaría Tom. Y por supuesto, él haría lo mismo, porque así era entre ellos. No existía otro camino por recorrer; eran sólo ellos tomados de la mano y dando pasos temerosos con terror a perder la ruta trazada, pero jamás asustados por la soledad.

Para eso se tenían el uno al otro; lo único que habían necesitado era recordarlo, porque muy dentro de sus almas, lo sabían.

Siempre había sido así y ahora el círculo al fin estaba completo. No quedaba duda alguna de ello.

 

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