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Mutti por Marbius

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Las amantes

 

 

 

—… Respiración de boca a boca –escuchó Gustav entre las brumas de la inconsciencia.

 

—Fue culpa del puré de papa. Gustav tenía razón cuando dijo que predecía el futuro…

 

El baterista intentó hablar, venciendo la sequedad en la boca al balbucear algo. Realmente, algo. Luchando contra la pesadez en sus parpados que al parecer se negaban a abrirse, apenas si articuló un gutural sonido que para nada eran palabras.

 

—¿Y si lo recostamos en el sillón? –Sugirió alguien. Gustav quiso darle la razón; la espalda lo mataba, suponía él, porque estaba tirado en el frío suelo del recibidor. Esperaba no haberse golpeado mucho en la caída, más por temores del bebé que llevaba en su vientre que por sí mismo.

 

—Idiota, Gus ha de pesar una tonelada.

 

El rubio gruñó desde el fondo de su garganta y el ruido inconexo de voces que le llegaban se silenció.

 

—¿Acaba de hablar o fue un gas? –Preguntó una voz, que Gustav reconoció como la de Tom.

 

—Gus, ¿Gus? ¿Me escuchas? –Una mano fría le tocó en la frente y por el tacto la reconoció como la de Georg—. ¿Te duele algo?

 

—To-Todo –balbuceó Gustav con un hilo de voz.

 

Abrió los ojos a la realidad, un cuadro que no era para nada halagüeño. Rodeándolo como si fuera un cadáver en el cajón de la funeraria, portando los mismos rostros tristes, todos lo contemplaban con congoja. Georg le sujetaba las manos con las suyas y temblaba como una hoja de papel al viento; Bill parecía contenerse para no llorar mientras que las facciones de Tom lucían desencajadas en el esfuerzo de no hacer lo mismo que su gemelo. A un lado de ellos, Bushido cargaba a Gweny y a Ginny, que ocultaban sus caritas en el cuello de éste, que apenas podía consolarlas.

 

—Tengo sed –murmuró Gustav volviendo a cerrar los ojos, mareado por la luz, el ruido y el mundo a su alrededor que no cesaba de dar vueltas.

 

—Yo voy –se apresuró Tom, dispuesto a alejarse de aquella situación a como diera lugar. Quería a Gustav como a pocos amigos, pero verlo pálido como un muerto y tendido en el suelo, laxo, casi sin vida, era algo que no podía soportar un segundo más.

 

—Gus, ¿qué fue lo que pasó? Nos diste un susto tremendo –lo abrazó Georg, logrando que se sentara con la espalda apoyada en la pared—. Si esto es por lo de la boda, aún estamos a tiempo de…

 

—¡No! –Replicó Gustav con atropello—. No, no fue nada. Ya me siento bien, ya…

 

—Creo que deberías hacerle caso, cariño –intervino Melissa.

 

Gustav se volteó a verla con cara de sorpresa. Al instante sus ojos se posaron en Clarissa, que parada a su lado, se tornaba de un bochornoso color bermellón.

 

—Ustedes dos… Trastabilló con las palabras. El último recuerdo que tenía consigo antes de haberse desmayado era el haberlas visto besándose en el pórtico de su casa. Lo demás era una negrura absoluta—. No lo puedo ni creer… —Murmuró para sí con asombro.

 

—¿Me perdí de algo? De qué habla Gus? –Cuestionó Georg al recibir el vaso de agua que Tom le extendía y colocarlo con cuidado en los labios de Gustav, que bebió con avidez.

 

—Verás cariño –se disculpó Melissa de antemano con su hijo—, es posible que hayamos sido Clarissa y yo las causantes de este, uhm, penoso accidente. Lo sentimos mucho, Gusti querido –se inclinó la mujer al tomar la mano de su yerno y darle un apretón reconfortante—. No era nuestra intención que lo descubrieras así o que pasara de este modo.

 

—Exacto –prosiguió Clarissa—. Lo sentimos mucho en verdad.

 

—Creo que hay algo que no entendemos –dijo Bill con dificultad.

 

—Voy a llevar a las niñas a que vean televisión, se zafó Bushido con presteza, viendo las nubes de tormenta que se avecinaban y decidiendo que ningún chisme valía tanto la pena como para enfrentar la rabia de Gustav o la de Georg.

 

—Alguien me explica qué demonios pasa aquí, por favor –exigió Georg con los dientes apretados, aún sosteniendo la mano de Gustav entre las suyas, haciéndolo estremecerse cuando la firmeza de su agarre fue la necesaria para lastimarlo.

 

—Oh, creo que oigo mi programa favorito, ven Tomi –dio un paso atrás Bill, tomando a su gemelo del brazo y arrastrándolo consigo—. Si nos disculpan.

 

—Bill, podrías decirle a Anis que regrese. Es un asunto familiar –lo detuvo Clarissa con una sonrisa vacilante—. Es necesario que él esté aquí para que todos podamos hablar.

 

El menor de los gemelos asintió con la boca entreabierta, sólo deseando huir, al mismo tiempo preocupado de cuál sería el mencionado asunto que requería a Bushido en escena. Llevando a Tom de la mano, no podía sino barajar todas las posibilidades, cada una más irrisoria que la anterior, antes de rendirse. Fuera cual fuera el asunto a tratar, no dudaba que los gritos de alguien le dirían que era.

 

 

 

—¿Y bien? –Bushido se sentó en la mesa de la cocina de brazos cruzados y con el aspecto desinteresado que lo caracterizaba. Aquel asunto, pensaba él, no le incumbía en lo mínimo. Su madre llevaba su propia vida y para bien o para mal, él respetaba cada una de sus decisiones como la mujer madura que era y que lo había sacado adelante cuando su padre los había dejado tantos años atrás. No veía motivos entonces para tener que escuchar lo que creía que no era su derecho saber.

 

La tensión en la cocina se podía palpar en cada rincón. Los preparativos de la comida que Gustav había planeado con tanto anhelo para sus suegras, olvidado ya. Los cinco sentados en la mesa, mirándose los unos a los otros porque el tema a tratar al parecer era tan grave como para ponerlos a callar.

 

—Uhm, bueno… —Carraspeó Melissa—. Antes que nada, Georg, no te alteres. Hazlo por mí.

 

—Mamá –frunció el ceño el bajista al tiempo que desviaba los ojos de los de su progenitora—. No me voy a volver loco si es lo que crees.

 

—Créeme que sí lo vas a hacer –dijo Gustav entre dientes, apartándose la bolsa de verduras congeladas que sostenía a un costado de su cabeza, justo en el punto donde un ofensivo chichón amenazaba con salir, para clavar sus ojos en los de Melissa—. Adelante.

 

—El que Gusti se haya desmayado es nuestra culpa, lo sentimos mucho –habló Clarissa.

 

—¿Acaso lo empujaron o qué? Porque si es así… –Georg bufó—. No entiendo nada de lo que está pasando.

 

—Oh cariño –lo tomó de la mano su madre—, sé que eres un poco homofóbico, pero quiero que entiendas la situación antes de dar una opinión.

 

—¡No soy homofóbico! –Estalló el bajista. Soltó una carcajada—. ¿Cómo voy a serlo si en menos de dos días me caso con un hombre? Por favor, no seas ridícula, mamá.

 

—La verdad es que sí –intervino Bushido—. Hey, no me mires así. Si no lo fueras, muchas cosas no habrían pasado. Y por cosas –apuntó al cuarto de la televisión, donde se escuchaban las risas de Bill y Tom en compañía de las hijas de Gustav—, me refiero a dos niñas de seis años.

 

—Es un caso diferentes –se ruborizó Georg—. Me tomó un poco aceptar que me sentía atraído por Gustav, pero ya es cosa del pasado. Muy diferente a ser homofóbico.

 

—Quizá fue una palabra un poco fuerte –se explicó Melissa—. Lo que quise decir es que te cuesta un poco aceptarlo. Los cambios –se explicó con soltura—. Nunca los has tomado muy bien. Cuando tu padre y yo nos separamos…

 

—Por favor, no esa vieja historia –se presionó Georg el tabique nasal—. Lo admito, lo extrañaba mucho, como cualquier niño que se pronto se siente solo, pero no digas que por eso que tengo problemas con la sexualidad de los demás, por favor.

 

—Lo que digo es que te cuestan los cambios…

 

—Mamá, al grano –enfatizó el bajista su punto—. Soy un hombre adulto que tiene su propia familia. Escúpelo, puedo soportarlo.

 

—Ok –se adelantó Clarissa. Poniendo su mano encima de la de Melissa, que estaba en el centro de la mesa, lo dijo—. Estamos juntas. Las dos.

 

—Eso veo –dijo Georg sin entender.

 

—No, juntas como ‘juntas’ –le aclaró Gustav remarcando la palabra con un tono especial. Al ver que Georg no captaba, suspiró—. Como pareja. Cuando abrí la puerta las encontré, pues, besándose.

 

—No en la mejilla, precisamente –explicó Melissa con una sonrisa tímida, antes de voltear el rostro y darle un beso casto en los labios a su amante—. Estamos enamoradas. Tenemos una relación seria desde hace años y queríamos que ustedes lo supieran primero.

 

—Vaya bomba –cortó la tensión Bushido al descruzarse de brazos y dedicarle gesto comprensivo  su madre—. No voy a mentir diciendo que lo esperaba, pero bueno, ¿felicitaciones? ¿Qué se dice en estos casos? –Bromeó con ligereza—. ¿Y cómo fue? ¿Una mañana te levantaste pensando que ibas a ser lesbiana y ¡boom! lo eras o qué? –Se rió de su propia broma.

 

A Georg la boca se le abrió hasta lo que su quijada soportaba. ¿Acababa de oír bien? ¿Su madre estaba en una relación de años con Clarissa? ¿Qué mundo bizarro era ése o en que dimensión alterna vivía que no recordaba algo como eso jamás? Más importante que nada, ¡¿años?! ¿Cuánto tiempo tenía todo sucediendo en sus narices y él sin darse cuenta? Le parecían una broma muy cruel.

 

—Georg –le sacudió Gustav por el hombro, alarmado de su repentina palidez—, ¿estás bien?

 

El bajista se cubrió el rostro con ambas manos, no sabiendo si era por una repentina humillación que el ser hijo de una lesbiana ya no tan de clóset le daba, la vergüenza de no poder tomarlo como el hijo maduro y no homofóbico que estaba en una relación homosexual por su cuenta o la confusión que todo dando vueltas en su cabeza le producía. —¿Q-Qué? –Atinó a preguntar al comenzar a llorar.

 

“Genial, mierda”, pensó con miseria al inclinarse sobre el hombro de Gustav y romper a llorar como un niño.

 

—Fuera… Musitó con la voz temblorosa.

 

A sabiendas de que Georg no era el que mejor tomaba las noticias, fueran buenas o malas, Bushido, Melissa y Clarissa, salieron de la cocina en silencio.

 

 

 

—Sigo sin poderlo creer, ¿sabes? Porque todo fue tan, no sé… ¿Repentino? Nunca lo hubiera sospechado –admitió Georg aquella noche, de frente a Gustav, lo más cerca posible, considerando que entre él y su futuro esposo en menos de cuarenta y ocho horas, descansaba el enorme vientre de éste.

 

—Lo sé –lo intentó reconfortar Gustav, pero lo cierto era que sus palabras estaban vacías.

 

No podía dejar de ser honesto consigo mismo y admitir que en el pasado había visto pequeñas pistas, indicios de lo que podía ser la verdad. Como aquella vez en el segundo cumpleaños de las gemelas, cuando las dos mujeres llegaron tarde con aspecto de haber corrido un maratón. Su pretexto había sido un neumático desinflado que ellas mismas habían cambiado.

 

Bajo la nueva luz de la verdad, aquello no era sino una excusa muy burda que asemejaba a una carcajada en sus rostros por no ver la imagen que en verdad se escondía detrás.

 

—Es que es tan… raro. Ellas dos juntas hacen que Bushido y yo seamos hermanastros. Oh Diosss –siseó hundiendo el rostro en la almohada—. Ahora las niñas son mis sobrinas.

 

—Son tus hijas, Georg –le besó Gustav la frente al bajista—. Lo son tanto como lo eran ayer, hoy y seguirán siendo mañana. No exageres.

 

—Pero…

 

—No hay peros –se mostró recio el baterista a seguir—. Si ellas dos están juntas, es su decisión. Son mujeres adultas que respetaron nuestra decisión de estar juntos y nosotros haremos lo mismo por ellas. Es lo justo, ¿no? –Extendió una mano para acariciar la mejilla de Georg, que en la semi penumbra de su habitación, resplandecía con más lágrimas—. No llores…

 

—No lo puedo evitar –dijo Georg con la voz de un niño perdido—. Mi mamá es lesbiana y yo… —Tragó saliva con ahogo—. No veo nada de malo en eso, es sólo que… me cuesta mucho… No lo puedo creer. Ella estuvo todo este tiempo… mintiéndome y… Y… —Gustav se dejó abrazar por el bajista, que rompió a llorar en su cuello desconsolado.

 

—¿Recuerdas cuando decidimos estar juntos, que me dijiste que no podías prometerme que todo estaría bien, pero que intentarías que lo estuviera mientras permaneciéramos juntos? –Georg asintió—. Te digo lo mismo ahora. Esto no es nada por lo que debas llorar. Tu mamá es feliz.

 

—Lo sé, lo sé… —Las manos de Georg rodearon a Gustav por la espalda—. No quiero que mi madre esté sola el resto de su vida. Quiero que sea feliz con Clarissa como yo lo soy contigo.

 

—Ella lo es –afirmó el baterista—. ¿Viste como se miraban? Si eso no es amor, pfff, no sé qué lo será. Además –le recordó—, ellas vinieron a decírtelo. Quieren que seas parte de la vida que comparten juntos. Dales la oportunidad, ¿ok?

 

Georg soltó un quejido. Cuando Gustav lo decía así, sonaba tan idílico, tan romántico… Demasiado perfecto para encajar en la realidad que él veía.

 

Aunque lo cierto era que su madre era feliz. El divorcio entre sus padres no había sido uno sencillo y pese a que en tiempo presente Robert les daba ocasionales visitas, no era precisamente la relación más dulce del mundo. No aceptar la decisión de su madre en torno a mantener una relación con Clarissa era egoísta de su parte. Muy, muy egoísta.

 

—Ok –cedió al fin—. Voy a hacerte caso y dejar que esto no me moleste.

 

—Ése es el hombre que amo –manifestó Gustav, sintiendo como los dedos de los pies se le estremecían de placer al rodar sobre su espalda y permitir que Georg lo besara con pasión.

 

 

 

Tarde aquella noche, con Gustav dormido a un lado suyo llevando en su rostro una mueca de dolor a causa del dolor de espalda que el bebé le producía, Georg yacía con ambas manos entrelazadas sobre el estómago pensando. ¿En qué? En todo y nada. Ni él mismo lo sabía.

 

Contar ovejas le producía dolor de cabeza, así que en lugar de eso había optado por recrear el día en su cabeza. No muy buena idea de su parte, lo admitía, para conciliar el sueño. Se sentía sumamente incómodo con la perspectiva de que su madre, la mujer que cuando se caía desinfectaba sus heridas y le besaba la zona dañada, la misma que le horneaba cada año un pastel por su cumpleaños, era también una mujer que llevaba al parecer, una activa vida sexual.

 

Agregando el hecho de que era lésbica, sumando puntos con que lo hiciera nada más y nada menos con la madre de Bushido…

 

Repentinamente acalorado, Georg se apartó las mantas de encima junto con una pierna de Gustav lo más delicadamente posible y enfiló fuera de la habitación en búsqueda de un poco de pan y un vaso de leche tibia que lo pusiera en el país de los sueños.

 

Una vez en la cocina, se dio cuenta que su deseo ni iba a poder ser complacido, pues las luces encendidas y las voces susurrantes de Bushido y de Clarissa charlando animadamente como si no fuera medianoche, lo hacían correr en dirección contraria. En algún momento podría volver a verlos en el rostro sin sentir dolor de estómago, pero de momento, prefería no tener que pasar por la experiencia.

 

Con cuidado para no ser descubierto, volvió a subir las escaleras. A falta de leche tibia, tendría que conformarse con un poco de televisión o quizá un par de páginas de alguno de los libros de Gustav. Entre más interesante los clasificara el baterista, más rápido pondrían a Georg a dormir.

 

Sumido en sus pensamientos, apenas si se percató de que la luz del baño estaba encendida. Por desgracia suya, sí fue muy consciente cuando la puerta se abrió y su madre salió de ella llevando consigo su bata de dormir puesta y las manos húmedas luego de habérselas lavado.

 

Congelado en su sitio, carraspeó antes de hablar. –Uhm, buenas noches –dio un paso en dirección a su dormitorio sólo para encontrarse sujeto del brazo con una fuerza que no creía capaz de salir de una mujer que tenía casi cincuenta años.

 

—Georg… —Ella se estremeció en su lugar—. ¿Estás molesto conmigo?

 

El tono con el que lo dijo, uno que investía los papeles entre los dos, que borraba la diferencia de edad y el lazo sanguíneo que los unía, le rompió el corazón al bajista.

 

Asqueado de sí mismo por ser tan ciego a los sentimientos de los demás, tiró de Melissa hasta tenerla rodeada con ambos brazos, preguntándose a dónde había ido el tiempo en el que ella aún era más alta que él. En tiempo presente, la sobrepasaba por una cabeza y su cuerpo otrora imponente, ahora sólo parecía tan pequeño y frágil. Georg no dudaba que si quería, podía alzarla sin ningún esfuerzo.

 

—Sé que puede costarte aceptarlo, así que-

 

—Un poco, sí –se ahogó Georg con las lágrimas, maldiciendo ser tan sensible; desventajas de haber sido criado por su madre y las tres hermanas solteronas de ésta—, pero está bien. Si es lo que te hace feliz, si realmente lo deseas, yo te voy a apoyar.

 

—¿Y si ella me lastima patearás su trasero, uh? –Melissa rodeó la cintura de su hijo—. Siento hacerlo tan difícil para ti, pero fueron tantos años sola y ahora que tengo a alguien, quiero compartirlo contigo. Tú sabes que siempre pensé en ti primero, pero ahora es mi turno de ser feliz.

 

—Oh, mamá –Georg enrojeció hasta la raíz del cabello—. ¿Entonces estamos bien tú y yo?

 

—Digamos que sí –afirmó la mujer al separarse de Georg y pellizcarle las mejillas—. Mañana –agregó al ver el rostro de desconcierto de su hijo— hay mucho por hacer.

 

—Ajá, dile eso a Gus –se dejó inclinar el bajista y besar en la frente—. No deja de hablar dormido y dar órdenes a los meseros.

 

—Pobres. De antemano –rió Melissa—. Mi pequeño bebé es todo un hombre.

 

—Mmmammmaaa –gruñó Georg—. Espera a que me case. Entonces ya no seré tu bebito.

 

—No, serás mi hombrecito –lo besó por última vez Clarissa, esta vez en la nariz—. Trata de dormir. Mañana hay mucho por hacer antes del gran día.

 

Georg rodó los ojos. ‘El gran día’ sonaba a título de película de terror. Luego de lo vivido en las últimas doce horas apenas si creía posible que más problemas se pudieran avecinar, pero consciente de que era su familia de la que hablaba, se tragó sus palabras.

 

De vuelta en su cama, se abrazó a Gustav antes de caer dormido.

 

Confiaba en cielos azules para el día siguiente.

 

 

 

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