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EL MAL CAMINO por Galev

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Notas del capitulo:

Primero que nada una disculpa por la larga espera. Ojalá no haya sido muy tedioso.  :(

Segundo, pues corregir que me equivoqué en el orden de los capítulos que venían, les dije que seguía uno que se llama "la casa de los locos (madhouse)" pero no es así, olvidé que seguía este capitulo y luego otro y luego madhouse.

En tercer lugar, quería agradecer por todos los reviews enviados, algunos de felicitación, otros de critica. Agradezco a todos por igual porque todos me hacen crecer como autora, gracias, gracias y más gracias!

 

Sin más preámbulos, los invito de la manera más atenta a leer este capítulo nuevo titulado: "esqueleto en el tejado"

 

Capítulo XXIV: Esqueleto en el tejado

 

—¿Cómo podría entrar?—se preguntó Galen pensativo—. Sería cuestión de ir un día en que sea seguro que no haya nadie, ¿verdad? tal vez de noche… tú podrías ayudarme con eso, ¿no? Digo, tú has de tener más experiencia que yo en este tipo de cosas.

 

—¿Sigues con eso?—Rommel sonó ligeramente fastidiado—. Güey, ya te dije que sólo fue un sueño.

 

—¡Y yo a ti que no lo fue! Fue un recuerdo en un sueño.

 

—¡Fue un sueño! no te vas a meter en una casa ajena porque te pronto te sientes pinche Indiana Jones o una mamada así. Ya déjalo morir, Galen.

 

Éste último lució sorprendido, exaltándose al momento de proferir alzando la voz:

 

—¿Cuál Indiana Jones? ¿Por qué dejarlo morir? ¡Yo sólo te estoy intentando ayudar! ¡Ahora resulta que eres un santo que no harías algo así!

 

Su amigo se levantó de la cama de un brinco entonces, mostrándole de inmediato las palmas de sus manos mientras le decía, frunciendo el ceño contrariado:

—¡Hey, cámara! No es para que te pongas así. Ya no te esponjes.

 

—No estoy enojado.

 

—Ay sí, ¿y porque estás contento levantaste la voz?

 

—No levanté la voz—rebatió el chico, haciendo evidente el hecho de que trataba de convencerse a sí mismo de lo que acababa de decir.

 

—Güey—su amigo se sujetó las sienes, tomándose un instante para pensar bien sus siguientes palabras—. Mira, la neta entiendo que andes de genio. Digo, lo de tu tía y todo ese pedo que traes. Y luego aparte que ya hace hambre… Porque pos uno cuando trae hambre se pone de malas, ¿eda’? —Esperó un poco por una respuesta, aunque al no obtenerla continuó—. Bueno, al menos yo sí traigo hambre. ¿Cómo ves si vamos por algo de tragar? y pss ya llenando la tripa pss podemos discutir esto más tranquilos.

 

Él echó hacia afuera con poca fuerza el aire que quedaba dentro de sus pulmones, mirando a donde Rommel lo observaba con una expresión serena en el rostro. Sabía lo que éste pretendía —obviamente que se olvidara del asunto sin necesidad de volver a tener otra pelea—, era algo que lo molestaba, aunque al mismo tiempo, coincidía con él en desear evitar más roces. Por lo que, después de pensarlo un poco, terminó por darle la razón.

 

*

 

No estaba muy entusiasmado. Rommel le había comentado que lo llevaría a comer el mejor pay de la ciudad. Lo cual habría estado bien de no ser por el lugar al cual arribaron, que resultó ser la tiendita de la esquina de la Francisco I. Madero, a una cuadra de la vecindad. Sí, la misma tiendita donde no mucho tiempo atrás un gótico le había cerrado la cortina de metal en la cara.

El toldo desteñido de la Coca-cola como una gran naranja partida a la mitad bajo los rayos del sol, pareció darles la bienvenida antes de entrar.

Apenas traspasaron la puerta, un olor nostálgico, como aguardando desde un siglo atrás, inundó sus fosas nasales. Era el característico aroma de la piel apergaminada de los ajos y las cebollas; chiles secos y frutas —entre el que destacaba el de las guayabas maduras— que yacían en los estantes detrás del enrejado mostrador, donde, por cierto, también se encontraban, al igual que la vez pasada, la anciana que tejía a gancho y el oscuro joven que la acompañaba.

 

—Mmm… Ahí está ese tipo otra vez—masculló Galen en voz baja, con algo de enfado.

 

—¿Lo conoces?

 

—Cómo olvidarlo. Me cerró la cortina en la cara un día que vine a comprarle pan—dijo.

 

Pero a Rommel poco o nada pareció haberle importado su respuesta, ya que enseguida se dirigió hacía el sujeto para saludarlo, haciéndole señas con la mano para que él también se acercara.

 

—Oh, mira, pero si eres tú Lobo—dijo el tipo con el mismo rostro impávido y voz aguada que Galen recordaba— ¿A qué debo el honor de tu visita?

 

—Pos nada. Mira, te presento a mi compa—respondió, apuntando hacia Galen con el dedo pulgar.

 

—Mucho gusto, mi nombre es Galen Hunter—dijo él atentamente extendiendo una mano a través de la reja.

 

Sin embargo, el otro se tomó su tiempo para contemplar en silencio su gesto, antes de estrecharla débilmente con su mano izquierda.

 

—Soy Mario—se presentó mientras lo hacía. A la vez que Galen reparaba por sí mismo en varios detalles.

El primero, aunque quizá no el más perturbador, era que la piel de “Mario” estaba helada en un grado enfermizo. Y el segundo —el segundo le provocó un escalofrío desagradable que recorrió por su espina dorsal— era querer averiguar el por qué teniendo ambas manos aparentemente sanas, Mario había decidido optar saludarlo con su izquierda.

Pero entonces, y como si hubiese sido capaz de leerle la mente, el antedicho agregó, con el mismo tono muerto de siempre—: Disculpa que use esta mano, pero digamos que mi mano derecha últimamente se está… comportando un poco... extraño.

 

Eso era todo. Galen tragó saliva con notoria incomodidad al tiempo que repentinas ganas de irse corriendo de ahí lo habían asaltado. Y probablemente lo habría hecho de no ser porque, en ese mismo instante, Rommel soltó una carcajada.

 

—Ay, pinchi Mario, siempre tienes algo bien pinchi raro que decir, ¿eda’?

 

—… Supongo que es lo único que me deja a cambio sufrir de los demoníacos estragos de una mente inquieta…

 

—Mira güey, la neta no planeaba quitarte el tiempo—Igual que como con Galen, Rommel pasó por alto el comentario—. Vine para saludarte y pss para ver si no tenías un poco del pay chingón.

 

El rostro de Mario pareció ensombrecerse un poco. Aunque Galen no estuvo muy seguro de haber visto bien, ya que el cambio fue tan sutil que bien pudo haberse tratado de un fallo de percepción. No obstante, supuso que no había sido un error cuando le escuchó decir su respuesta, en un volumen un poco más bajo, aunque con el mismo tono estoico e imperturbable de siempre.

—Lobo, tú más que nadie sabe que el pay no ha sido hecho para cualquiera

 

Y comprendió que era obvio que no había sido por Rommel por quien Mario había dicho eso, sino por él. Sintió hervir la sangre al repasar en la mente que el tipo le había querido insinuar a su amigo que él no era lo suficientemente digno para comer de su pay.

 

«¡Pero qué estupidez!», el pensamiento le cruzó por la cabeza mientras le atisbaba con una chispa de odio en la mirada.

 

—¿Qué te pasa? ¿Quién te crees que eres?—le cuestionó sin poder reprimir más el coraje que tenía guardado contra él desde la primera vez que lo vio—¿Tienes algo en contra mío? ¿Eh? 

 

Rommel solamente lo había volteado a mirar con su ceño fruncido habitual, mientras que Mario, cuya única reacción había sido parpadear, respondió:

 

—No entiendo.

 

—Hace tiempo vine a esta tienda. Había una señora gorda que quería pay delante de mí en la fila. Insistió mucho pero tú le dijiste que nunca habían vendido pay. Y después de veinte minutos, se fue, y cuando por fin me tocaba a mí, sólo cerraste la cortina diciendo que ya habían cerrado.

 

—Nunca le venderé pay a la señora del pay—aseguró Mario sin pensarlo—. A ti no te recuerdo. Suelo entrar en un estado de profunda meditación poniendo mi mente en blanco cuando viene la señora del pay. Su presencia me deja mentalmente agotado…

 

Mario le explicó —mientras Rommel se llevaba una mano a la boca bostezando— que la señora del pay poseía una de las vibras más caóticas que jamás había experimentado en su vida. Según él, se había percatado que su sola presencia auguraba terribles acontecimientos a quienes tenían la desgracia de estar cerca de ella. Por esa razón, después de que la señora del pay abandonó la tienda aquel día, él decidió cerrar apresuradamente, tratando de evitar cualquier posible desastre que pudiera dar lugar dentro de la tienda. Aunque aparentemente, eso no evitó que varios frascos de mermelada se le hubieran caído al piso más tarde cuando se hallaba haciendo el inventario.

 

Al final de su explicación, Galen se había quedado sin palabras. En parte porque no tenía idea de cómo se suponía que debía reaccionar ante tal razonamiento, aunque también debido a que de alguna manera su enojo pareció haberse mitigado. Sus sentimientos por Mario ya habían dejado de ser de coraje y no entendía muy bien por qué, pero en ese momento experimentó una pequeña chispa de simpatía hacia él. Tal vez era que ambos tenían al menos algo simple en común, y eso era que ambos odiaban a la señora del pay.

 

—Bueno, iré a por eso—habló Mario nuevamente, girando su cuerpo automáticamente, sin esperar contestación, sólo para desaparecer lentamente por una puerta que se encontraba a un costado de los anaqueles.

 

Fue en ese momento que Rommel aprovechó acercándose a su oreja para susurrarle despacio—: Chido, güey, creo que le caíste bien a Mario.

 

—¿Ah, sí?—él parpadeo desconcertado, mirando a su amigo asentir. No esperaba escuchar eso. Lo único que él había hecho había sido enojarse con el tipo, y éste no había denotado nada en su rostro que no fuera indiferencia.

 

Al poco rato, lo miraron regresar con un refractario entre sus manos huesudas, que contenía un pay de aspecto delicioso el cual colocó sobre el mostrador. Luego, abrió un empaque con platos desechables y partiendo un par de rebanadas, las colocó en dos de ellos.

 

—¿Y cuánto va a ser?—preguntó Galen recibiendo los platos, aunque casi dejándolos caer al piso cuando Mario respondió—: Son cincuenta por cada uno.

 

—Anótalos a mi cuenta—le dijo Rommel arrebatándole un plato con aires de superioridad.

 

—De acuerdo—Mario entonces abrió lo que parecía ser un cajón bajo el mostrador, para sacar un papel rectangular y una pluma que dejó sobre el mismo—. Fírmame pues este pagaré.

 

Galen y Rommel se quedaron mirando seriamente por un momento.

 

—Mandé imprimir cien—continuó el joven—todos dicen pay y están a tu nombre, sólo necesitan tu firma.

 

—Está bien—Rommel tomó el pagaré y la pluma y, luego de pasar sus ojos por el papel, garabateó algo en él.

Cuando se lo devolvió, ambos pudieron notar como el gótico alzaba lentamente una ceja, suspendiéndola alto en su frente, para posteriormente bajarla del mismo modo.

 

—Puedes quedarte con él, pensándolo bien—dijo poco después, a la vez que Galen, quien no había podido evitarlo, soltó una risilla al leer en la línea punteada “tus nalgas wey”, aunque de inmediato dejó de hacerlo cuando volvió a mirar el rostro inexpresivo, casi cadavérico, de Mario.

 

—Bueno güey, sale pues—dijo su amigo poco después a modo de despedida, llevándose una gran porción de pay a la boca—. Fuga, Galen.

 

—Espera—lo detuvo Mario—. Hoy vamos a hacer una fiesta en mi casa como a las ocho, por si quieres venir.

 

—Ah, órale.

 

—Y supongo que tú también estás invitado—dijo al tiempo que volteaba a mirar a Galen con el cuello muy tieso, mientras éste último volvía a sentir como por todo el cuerpo le recorría un frío estremecimiento.

 

—¿Quiénes van a ir?—le preguntó Rommel.

 

—Ikis y los demás de siempre, creo. Aparte de la gente que ellos inviten… Espero que no sean drogadictos de nuevo…

 

—Ah, ta’ bueno. Ahí te caemos al rato pues—dijo el chico con naturalidad, sin percatarse de la mirada azorada que los ojos azules de su acompañante acababan de dirigirle.

 

Y sin más que decir, luego de eso, simplemente salieron de allí, donde los ásperos rayos del sol se desparramaban alrededor de la sombra anaranjada del toldo de la coca.

Para Galen, aquella visita había representado un evento estrambótico. Mario tenía quizá un conjunto de muchas cosas que eran capaces de ponerle los pelos de punta. Tal como lo había pensado la primera vez que se topó con él, parecía un esperpento salido de alguna película de terror antigua. No podía imaginarse qué clase de fiesta podría organizar, aunque —para ser sinceros— ello se debía en parte a que ni siquiera podía imaginar fiestas de adolescentes…

Hacía demasiado tiempo que no era invitado a una fiesta en general —tal así el hecho que en la última a la que asistió recordaba que había habido un payaso y una piñata— y estaría mintiendo si dijera que la idea de ir a la fiesta de Mario no lo emocionó; sin embargo, al mismo tiempo pensar en una casa llena de drogadictos y Mario no acababa de hacer “clic” dentro de su cabeza.

 

—Ni siquiera has probado tu rebanada—la voz de su amigo se encargó de cortar el hilo de sus pensamientos.

 

—Oh, es verdad—miró hacia abajo, a su plato que albergaba todavía integra la delicada pieza de pay.

Era un pay de queso que tenía una apariencia muy tersa y esponjosa. Arriba estaba decorado con una especie de jalea de frutos rojos y pedazos grandes de zarzamora, así como unos sutiles botones de crema chantilly. En realidad no lucía nada especial, parecía un pay de queso casero cualquiera; por ello, cuando partió un trozo con el patético tenedor de plástico y le dio el primer bocado, quedó prácticamente pasmado.

Nunca había probado algo así. Podía sentir como el queso crema se derretía en su boca, dejándole un gusto de vainilla fina y ralladura de naranja. Y un dulzor suave que contrastaba placenteramente con la acidez y esencia de las frutas de arriba. Era increíble.    

 

—Bueno, pues ya probaste el pay chingón, ¿qué tal?

 

—Bastante rico—contestó sin ápice de duda. Provocando que Rommel adornara sus labios con una bonita sonrisa. Pero él no fue capaz de devolverle la sonrisa. No después de que un cosquilleo en su estómago que dio la impresión de extenderse hacia su cerebro hiciera que éste, como siguiendo un juego soez de su subconsciente, le proyectara nuevamente la imagen del cuerpo sin ropa del chico con una nitidez sobrenatural, dejándolo completamente incapaz de mirarlo inclusive a la cara.

 

«Y sin embargo fue su culpa—lo defendió su voz interna—. Sí, es como si él hubiera querido que lo vieras así ¿Qué si fantaseas un poco con él? Rommel lo hizo a propósito»

 

—No, no es cierto—se halló diciendo en voz alta.

 

—¿Qué?

 

—Nada. Que me acordé que le dijiste a Mario que hoy iríamos a su fiesta—mintió hábilmente.

 

—Ah, sí. ¿Vamos o qué?

 

—No lo sé.

 

—¿Por?

 

—No, no sé.

 

Obviamente lo sabía. Había al menos dos motivos. Su tía enferma era uno de ellos. ¿No actuaría como un patán si se iba a una fiesta mientras que ella estaba así? Por otro lado estaban los drogadictos… Si la compañía de Mario lo ponía nervioso ¿cómo sería ya rodeado por todos sus amigos?... No era exactamente un secreto que prácticamente toda la gente, con excepción de Rommel aparentemente, le causaba cierto grado de ansiedad…

 

—Las fiestas de Mario el Darketo hasta eso sí se ponen chidas, güey. Son medio famosillas. Sus compas tienen la banda de los ‘Monstruos Reales’ y tocan en sus pedas—hizo una pausa y agregó—. Además, no te creas que van drogadictos; eso lo dijo el Mario por mamón. Irá uno que otro marihuano, pero hasta ahí. No importa, güey. Ya pedo ya ni sientes el olor.

 

—Ehhh… No lo sé. No creo que sea mi ambiente, digo, ni siquiera tomo…

 

—Ay, no mames, güey. Pss con más razón debes ir. Te has estado perdiendo de lo mero bueno de la vida, cabrón.

 

—No sé. Mi tía está enferma y…

 

—¿Y eso qué? —exclamó su amigo con un tono que denotaba que llevaba las de ganar—, la fiesta es en la noche. No te vas a quedar a dormir en el hospital. ¿En qué le va a ayudar a tu tía que no vayas a una fiesta?

 

«Touché»

 

—Supongo que tendría que avisarle a mi mamá—masculló por fin, rindiéndose ante su argumento. 

 

Dio la impresión de que a Rommel le agradaron aquellas palabras pues tardó en dejar de sonreír y a Galen eso le gusto.

Pensaba que estaba bien. No había nada de malo en divertirse por primera vez como un chico de su edad. O al menos de eso quería convencerse, pues todavía había algo que lo molestaba. Por dentro crecía en él un miedo indeseable; algo muy complejo, que ni siquiera podía él mismo comprender del todo.

Aquel temor se le acurrucó en la garganta desde que miró a Rommel en la fuente de helado, besando a la “señorita azul eléctrico”, y justo cuando pensaba que había desaparecido, volvió a manifestarse una vez más en presencia de Mario. Tenía que ver con el fuerte y estrecho vínculo que había forjado con Rommel. En algún momento él, Galen se había convertido sin saberlo en lo más aferrado a la palabra “dependiente” de su amigo; de su compañía y seguridad; de su humor bobo, pero por encima de todo lo demás, de esa creencia ciega y añorada que le hacía sentir que la relación entre ambos era, para ambos, especial. Una relación que involucraba un sentimiento tal que otra persona no sería capaz de ocupar nunca el puesto vacío de uno o de otro.

 

Por supuesto, una idea como esa no era algo que pensara conscientemente, ya que de hacerlo, él mismo la habría tachado de patética y egoísta. Era quizá aquella la misma sensación que habría experimentado —de tener vida— un oso de peluche en una juguetería, mirando tristemente su época dorada siendo remplazada rápidamente por los juguetes a control remoto, desde la caja del 75% de descuento. Devaluado, empolvado y despreciado, sólo observando como los demás volaban, hasta que un día sin más, un milagro parece ocurrir. Un niño andrajoso y con la carita llena de tierra lo sostiene entre sus manos y sonríe llevándolo consigo. Para el oso, ese niño se convierte en su salvador y su vida, una vida que puede continuar mientras que él no lo bote… Y sabe que irremediablemente ese día arribará. Sabe que un día lo dejará olvidado detrás de la cama o de algún mueble acumulando el tiempo... Y mientras tanto, tiene miedo, y su miedo lo hace sentir celoso «¿celoso?» Sí, celoso, de cuando alguien más llega y se lo lleva para jugar con él, porque en ese momento piensa que quizá no lo volverá a ver nunca…

 

Pero Galen entendía que no era la “señorita cabellos color chíngame la vista” ni Mario “el vampiro Nosferatu” quien se llevaría a Rommel lejos suyo, sino que él se iría por su propio pie si las cosas no se resolvían. Para este punto cualquier solución mágica y descabellada tenía cabida. Con tal de no perder a su niño, ese viejo y despreciado oso de felpa; esa pobre y solitaria alma frágil podía ser capaz de creer en el genio de la botella, y desenterrar esos escurridizos trozos de su padre que —tal vez— aun moraban dormidos tras una pared de caoba en el estudio de la lujosa casa de Cumbres. Sólo era cuestión de creer y no perder la cordura en el intento. Aunque lo de la cordura era de esas cosas más fáciles de decir que de hacer.

 

*

 

La tarde era aun de un terso azul celeste cuando los jóvenes se dirigieron al Hospital Universitario. El solemne edificio se alzaba a lo alto con la misma dignidad solemne con la que un hombre anciano mantiene su casa inalterada por los últimos setenta años. Una autentica porción de historia. Un magnifico sobreviviente de la devaluación de 1994. Aunque también, un sitio deprimente lleno de reminiscencias de otros tiempos, ecos de vida y muerte coexistiendo a tal grado que a cualquiera le parecería abrumador.

Ese tipo de cosas no pasan desapercibidas, ni siquiera para una persona simple, como Rommel, a quien Galen no logró hacerle cruzar por la puerta una vez se hallaron frente a las instalaciones. Realmente no es como si no se hubiera esperado algo así de él. El hecho de que él detestaba los hospitales no era una novedad. Tal vez debido a eso muchas de sus víctimas eran doctores o a lo mejor era otra cosa. No importaba. El resultado era a final de cuentas el mismo. Rommel no lo acompañó adentro a pedirle permiso a su madre para ir a la fiesta. En vez de eso sólo se limitó a encontrar un sitio lejos de las puertas de cristal que rezaban la palabra “URGENICIAS”  en ellas mientras lo esperaba.

 

Y ya que él no era una persona, por lo general, muy paciente, “esperar” a Galen afuera del hospital, rápidamente se transformó en dar unas cuantas vueltas completas alrededor del edificio, que compartía instalaciones en determinadas secciones con la mismísima Facultad de Medicina. Otro lugar, el cual, quizá estaría de más mencionar que lucía bastante viejo.

 

En medio de la explanada de ésta última había una estatua extraña de color acero con parches de óxido que venía a representar una hélice de ADN, o una serpiente —no sabía bien y, a decir verdad, suponía que ni siquiera los propios estudiantes tenían idea—; a un lado se erigían unos arcos de concreto cubiertos por algunas especies de enredaderas un poco secas y flores de buganvilia; detrás de ellos se extendía una altísima pared descascarada que en amplias extensiones dejaba ver su esqueleto de ladrillo sucio. A un metro del piso se aferraba de ella una larga escalera de metal que subía en línea recta hasta el techo, donde terminaba.

 

Al observarla por un momento, esa simpleza fue capaz de despertar en él un viejo instinto nostálgico. Hacía tiempo ya que no irrumpía por los tejados. Desde muy pequeño le había encontrado el gusto a la sensación de estar en las alturas, brincando de techo en techo, como un gato callejero. Había encontrado en esa escalera, que recorría la pared como una serpiente plateada, una tentación visceral que no pudo —o más bien rehusó— resistir. Por lo que terminó subiendo ágilmente para explorar un poco.

 

Cuando Galen salió del hospital, un rato después, lo desconcertó no ver a su amigo por ninguna parte. Comenzó a búscalo por las inmediaciones del inmueble hasta que, como último recurso, se animó a entrar a la Facultad de Medicina. Para su sorpresa, no había recién ingresado cuando le pareció escuchar su voz llamándolo. Sonaba como un “pss, pss, Galen”. Aunque él no lograba verlo. Y nuevamente la voz le habló “¡pss, pss!, ¡Acá arriba, pendejo!”

 

—¿Qué estás haciendo allí? — exclamó confundido al voltear hacia arriba, encontrándolo sobre la orilla del edificio de unos dos pisos de altura.

 

—Ah, ya ves, está chido. Súbete, hay una escalera por allá—respondió el aludido apuntando en dirección a la vieja pared donde estaba ésta.

 

Al principio Galen no estaba muy convencido de subir o no, aunque finalmente, luego de unos segundos de rebatirse internamente, pensó que a lo mejor podría ser divertido. Y ya estando arriba le preguntó:

 

—¿Y qué es lo chido?

 

—Ah sí, por acá tienen unos huesos. Mira, ven—Rommel entonces se alejó unos cuantos pasos de él para ágilmente saltar desde la orilla del otro lado del tejado, hacia el alfeizar de una ventana abierta por donde rápidamente se coló. Y Galen lo siguió.

Se acercó cuidadosamente hacia el borde, observando con cautela el trecho que separaba ambos edificios; desde ahí hasta la ventana habría una distancia de poco más de un metro. No era un tramo muy largo, sin embargo, a una altura de aproximadamente seis metros del suelo, esa corta distancia parecía alargarse tres veces. Sintió un poco de vértigo de tan solo mirar hacia abajo, pero, tragando saliva, se animó a hacerlo, tomando en cuenta la manera fácil en la que Rommel lo había hecho ver ya.

Dio un paso hacia atrás tomando impulso y entonces saltó.

 

Sus pies se mantuvieron suspendidos sobre el vacío hasta que sus zapatos tocaron el filo de la ventana. Por un momento se sintió embriagado por un ameno sentimiento de triunfo que duró menos de un segundo. Parecía haberse olvidado que la Facultad de Medicina era una construcción vieja; tendría probablemente más de sesenta años sin restauración alguna, por lo que no sería raro que una porción de su estructura pudiera desprenderse sin previo aviso, tal como la cornisa del gran ventanal ubicado en el tercer piso, a un lado del Centro de Investigación Biomédico, parte del Hospital Universitario, donde Galen —tal vez por mala suerte— acababa de postrar sus pies.

Sin quererlo, había quedado a la merced del todo o nada. La consecuencia inflexible de haber desafiado a la muerte con un viejo y despostillado cuchillo de palo. Sólo dos opciones existían: precipitaba irremediablemente al vacío tocando el suelo con una aceleración tal que tendría suerte si sobrevivía luego de una intervención de urgencias, o bien, lograba sujetarse de algo; cualquier cosa, esperando que esto no cediera también, cobrándole una falsa esperanza.

Porque no era igual una caída de tres metros, en la cual, terminaría lesionado y quizá con una fractura extendida a lo largo de todo el fémur o húmero, a una de seis o más metros. Un impacto así mata a la gente o la deja cuadripléjica, pero dando gracias al señor de estar todavía con vida —si es que a algo así puede todavía considerársele vida—. Desde luego hay también quienes saben caer y sus lesiones no son tan graves, pero esa no era la situación del muchacho.

 

Él sólo extendió los brazos hacia el frío vacío frente a él, sintiendo al mismo tiempo un viento cálido acariciándole las mejillas. Su cuerpo cayendo apoyado en la nada. Como en cámara lenta. Una descarga helada en sus entrañas. Cayendo. Cayendo con la misma gravedad que afecta a las rocas y a las plumas.

 

«En cuidados intensivos hay un chico que se aventó del trampolín más alto de la alberca de la deportiva—recordó a su madre contarles a él y a su hermano en una de esas tardes de verano—… Cayó en la orilla de cabeza y se rompió las vértebras cervicales. Si sobrevive, su familia tendrá que cambiarle el pañal todos los días…»

 

«Cambiarle el pañal todos los días… el pañal»

 

Deseó que al tocar el piso, sólo muriera y punto.

La declaración acababa de cruzarle por la mente una décima de segundo antes de que —quizá como el capricho de un Dios negado a complacerle cualquier insignificancia— sintiera que su mano extendida había logrado aferrarse a algo, o mejor dicho, a alguien. A otra mano, una mano de piel áspera, abisagrada a un antebrazo y a un bíceps fuerte; que fue capaz de sostenerlo.

Sus manos se fundieron con urgencia, y el pecho de Galen golpeó contra lo que quedaba del alfeizar, quedando colgado de Rommel, hasta que éste, cogiendo la fuerza de sus costados y probablemente de una corriente de adrenalina que bombeaba furiosamente su corazón, lo jaló con todo lo que tenía hasta que la mitad de su cuerpo cruzó por el gran ventanal. El resto lo hizo él mismo, empujado por su instinto de supervivencia. Primero subió una pierna y luego la otra, dejándose caer finalmente en la seguridad del suelo firme sobre el cual enroscó su cuerpo adquiriendo rápidamente una posición fetal.  

 

—¿Galen? ¿Galen, estás bien?—oyó la voz de Rommel apenas como un ruido de fondo, sintiendo como sus brazos lo habían alcanzado a rodear estrechándolo con fuerza. Y aunque la respuesta ‘sí’ se formó en su mente de inmediato, de sus labios no salió palabra alguna. Estaba tan asustado que no pudo emitir ni un solo sonido por un rato—tranquilo, tranquilo—le susurró al oído.

A Galen le pareció muy peculiar la forma en que su amigo le comenzó a acariciar el cabello con suavidad. Era algo que ya había hecho antes, pero la nueva forma de hacerlo era bastante más suave, bastante más amorosa. Sus dedos acariciaban su cabeza como siguiendo el son de su respiración alebrestada.

—Tranquilo—repitió, descansando la cara contra los cortos cabellos rubios de la nuca de Galen, dando un suspiro de alivio—, tranquilo—tenía un volumen de voz tan bajo que sonó como si se estuviera dirigiendo a sí mismo. Tal vez de verdad así era.

 

Galen incorporó su cuerpo sólo un poco, nada más para recargarse sobre el pecho de Rommel. Pudiendo escuchar a través de su carne el bombear furioso de su corazón, como una canción de cuna, la cual tenía la facultad de calmarlo. Sin pensarlo, él también lo rodeó con sus brazos, abarcando por completo su torso ancho, tocando por accidente sus omoplatos que sobresalían de su camiseta.

Comprendió que él no había sido el único que se había llevado un susto de muerte en aquella mórbida experiencia. Rommel también se había descolocado con todo eso. Se notaba en la forma en que sin reparos no había dejado de acariciarlo pese a que el tiempo transcurría, haciendo que la sensación de caer para Galen se degradara en una simple y llana pesadilla de la que acababa de despertar; cobrando cada vez menos realismo a diferencia del contacto con Rommel, el cual se volvía más y más consistente.

 

—¿Estás bien? —le preguntó de nuevo, haciéndole un poco de cosquillas en el ángulo del cuello con su aliento.

 

—Sí—contestó él con voz queda.

 

Empezaba a tomar consciencia de la posición en la que estaban. Él casi con el cuerpo entero en el piso abrazado de Rommel, quien sentado a un lado suyo le aferraba la espalda con su mano izquierda, mientras lo seguía acicalando lentamente con la otra. Eso lo hacía sentirse realmente bien, pero lo avergonzaba a la par. Le provocaba culpabilidad que su cercanía despertara en él sensaciones tan agradables y que su cuerpo pareciera agradecerle cada roce de sus manos. Su propia mente estaba disponiendo todo de sí para traicionarlo, hasta que, sin poder ser capaz de soportarlo, reaccionó, alejándose de su amigo hábilmente mientras se ponía de pie, dirigiéndole una vaga mirada desde arriba para decir:    

 

—Bueno y ¿dónde están esos huesos que dices?

 

Rommel por su lado tardó un poco más en reaccionar, lanzándole una mirada contrariada, parpadeando un par de veces antes de, con una voz llena de duda, responder:

—Pues vamos, pero ¿de verdad no te pasó nada?

 

—No, estoy bien—dijo Galen, como si acabase de soplar el mal rato anterior, que voló como las semillas de un botón de diente de león.

 

—Ya—asintió su amigo levantándose del piso de un brinco—. Es por acá, sígueme.

 

El lugar donde fueron a caer resultó ser la parte lateral de un salón ubicado en el tercer piso del ala norte de la facultad, la cual por alguna razón se encontraba separada del resto del aula por una media pared, desde la que se extendía una escalinata en la que cada peldaño albergaba una hilera de bancas, apuntado de forma organizada hacia un descolorido pizarrón rectangular al frente.

 

—“Estreptococo alfa hemolítico” —alcanzó a leer unas palabras escritas en la pizarra, preguntándose a qué se referían al tanto que se encargaba de cruzar por la misma puerta por la que Rommel un instante antes.

 

Pasando la puerta había un largo y angosto pasillo que se extendía de lado a lado, y frente a ellos una serie de ventanas con vista al ala sur. Rommel se había parado en la punta de sus pies para asomarse a través del cristal.

 

—Ahí abajo, mira—le indicó.

 

Galen hizo lo mismo apoyándose en el borde de la ventana para mirar.

 

Desde ahí se veía el techo del auditorio de un color terracota, ensuciado por un par de hierbajos secos y un aparato de aire lavado; aunque por mucho, lo que más resaltaban eran unas piezas blanquecinas que se hayan descansando descaradamente entre este y los rayos diurnos.

Pese a la distancia fue capaz de identificar de qué se trataba, y era que, en efecto, Rommel estaba en lo correcto, eran unos huesos; un esqueleto completo para ser exactos, lo supo por la forma en la que estaban acomodados todos los restos, dándole forma al cuerpo.

 

—¿Por qué tendrán eso allí? —se preguntó el trigueño.

 

—Pues, según lo que me ha contado un médico que conozco, los estudiantes usan esqueletos para aprenderse los huesos. Los sacan del panteón municipal y los tienen que lavar. Me imagino que tienen ese secando.

 

—¿O sea que es un esqueleto de gente de deveras?

 

—Sí—respondió él muy seguro, viendo todavía aquel montón de huesos fijamente, que desde lejos trazaba una silueta perturbadoramente humana. Tanto era así, que Galen no pudo evitar pensar que, en esa posición en la que estaba aquello, parecía una persona desparramada sobre el techo.

 

—Desde aquí se me figura como una persona que se cayó y…—comenzó a decir Rommel, haciendo evidente que él no había sido el único que había reparado en eso, pero como dándose cuenta al último momento que había cometido un error, calló sin ser capaz de terminar.

 

—¿Qué se cayó allí y que nadie nunca lo encontró jamás? —Galen pretendió terminar la frase por él.

 

—Iba a decir que se hizo caca, pero sí—respondió su amigo sin mucha energía.

 

—Como yo hace rato…

 

Un silencio espeso se vertió entre ambos, llenándolos de una sensación opresiva en el pecho, que permaneció, como el viento que hacia vibrar la superficie de vidrio de las ventanas, moviendo las copas de los árboles de afuera.

 

—Por un momento pensé que me iba a quedar paralítico—le confesó poniendo una sonrisa avergonzada—. Pero no, creo que hasta eso tengo suerte. Parece que esta cosa si funciona—añadió, sacándose del bolsillo de su pantalón la carta de Shiryu, para observarla con agrado.    

 

—¿De dónde sacaste eso?—le preguntó Rommel sorprendido.

 

—Por ahí, por ahí—respondió escuetamente—. Es mi trébol de cuatro hojas.

 

Al escucharlo, Rommel torció un poco los labios, echando la vista hacia abajo como adentrándose en sus propios pensamientos. Abrió la boca para decir algo pero se contuvo; aunque por fin, después de unos instantes, dirigiéndole una mirada intensa le dijo sin titubear:

—No fue suerte. Lo que pasa es que yo nunca voy a dejarte caer.

 

Aquellas palabras lograron provocar en su receptor un profuso sonrojo que le coloreó el rostro. Y antes de que si quiera tuviera la oportunidad de contestar algo, Rommel continuó, con una voz imperativa:

 

—¡Si, tal vez me preocupo demasiado por ti! ¡Qué sé yo! ¡Pero no quiero que te pase nada nunca! ¡Es por eso que no quiero que entres a la casa esa que dices!—su rostro ya se había ensombrecido también por un marcado rubor, que intentó ocultar desviando los ojos. Metió una mano a su bolsillo buscando insistentemente su cajetilla de cigarros, pero como recordando súbitamente que se había deshecho de ella, desistió.

 

—Pero… ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?

 

—¡Pues todo!

 

—¿Cómo?

 

—Pues todo, güey ¿Sabes lo que es todo? Pss todo. Mira, imagínate qué hubiera pasado si te caías. Pss te desmadrabas, güey, y ahí quedaba todo, ¿eda? Ahora imagínate que entremos a la casa esa y suene una alarma pinchurrienta, y nos agarre la tira y luego nos lleven a una correccional. ¿Ya te imaginastes? Bueno, ahora piénsale ¿qué crees que pasaría contigo y conmigo?

 

—Pues…—balbuceó, antes de ser interrumpido nuevamente.

 

—A mí no me pasaría nada. Es más, yo creo que hasta me estarían haciendo un favor. Piénsale, me darían de tragar, tendría un lugar dónde dormir y a lo mejor hasta escuela. ¿Pero y tú, güey? Jodido de por vida na’más por querer pasarte de vergas. No güey, mejor no buscarle ruido al chicharrón.

 

—… Sí, creo que entiendo lo que quieres decir—Galen vio hacia abajo, hacia los huesos y después todavía más abajo, muy desanimado, clavando la vista en sus zapatos—. Pero tampoco quiero que te vayas.

 

—Ya, güey. La neta ni pa’ qué te dije. Ni siquiera es seguro si me voy a ir o no. Además ya me dio pendiente dejarte solo—admitió—, ya vi que estás bien zonzo. Ni saltar de un techo puedes así bien.

 

—¡Qué te pasa!—exclamó el rubio enfadándose.

 

—¿Qué? ¡Sí es cierto!—dijo componiendo una sonrisa—¡Anda! ¿Qué harías sin mí?

 

Galen sólo rodó los ojos.

 

Notas finales:

Bueno, eso es todo :) espero les haya gustado !

Aguardaré con muchas ansias sus criticas y comentarios :D

Hasta el proximo martes elegido :D

Felices pascuas !


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