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EL MAL CAMINO por Galev

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Notas del capitulo:

Hola!!

Aquí con un nuevo capítulo después de siglos!

Chale, que les puedo decir, ahorita me sucedió lo mismo que el capítulo pasado. 

Había escrito una odisea sobre que los amo a todos, que sus reviews me llenan de alegría y motivación. Que sus palabras me alientan a continuar, que amé los reviews de Tlatoani. Pero que no sólo sus reviews sino los de todos. Que incluso los lectores fantasma me alegran el día con su estadística de lectura.

Todo eso había quedado super padre en la nota que Amor Yaoi me hizo perder cuando le di en subir el capítulo y me puso que me había sacado de mi cuenta! :'(

Perdón chicos (as), se arruinó. Pero esa era la intención, que los quiero mucho y les agradezco todo su apoyo como no se imaginan.

 

 

 

Capítulo XXXVIII: Sócrates y Platón


 


La ciudad se coloreó de un tono plomizo a medida que el sol descendía del cielo, dejando una estela de nubes plumbago y rojizas. A mitad de la cuadra, una iglesia solemne dejó salir a la gente que, con la bendición final del padre, terminó de escuchar la misa. Afuera, mujeres y niños indígenas los esperaban ansiosos, sentados en las escaleras, con las manos extendidas para pedir limosna.


En la acera, una señora vendía tamales, cuyas vaporeras de acero mantenía montadas sobre un triciclo de carga amarillo. Y a unos cuantos metros, un señor en un carrito vendía vasitos con elote. Con una cuchara honda tomaba de una olla grande los granos cocidos de elote blanco y les escurría el agua caliente.  La mamá de Galen siempre y sin excepción hacía el mismo comentario cuando miraba a la gente que preparaba comida en la calle. “A saber si se lavarán las manos”, decía. Si tan supiera que era lo que Rommel y él siempre compraban en la alameda y en la plaza de armas, le daría un infarto y después lo obligaría a tomarse un desparasitante, pensó Galen riendo para sus adentros.


Su tía, su mamá y él habían ido a misa para pedir a Dios por su hermano Aarón, quien estaba de viaje. Ellas habían pedido que volviera sano y salvo, mientras que Galen había orado para que, por favor, no lo hiciera. Ya para esas alturas, su mamá parecía sospechar –por fin— que su hijo el mayor tenía, además de su obvia rebeldía de adolescente, algo muy turbio que ocultar, aunque no estaba dispuesta a expresarlo abiertamente.


Lo cierto era que, muy dentro de sí, a Galen le agradaba escuchar a su madre hablar mal de su hermano. Era un pequeño gusto culposo que le daba una sensación de triunfo sobre él. Oírla decir que Aarón era un malagradecido y que él era un buen muchacho, ya que no la hacía preocuparse a propósito, le endulzaba el alma. Quizá la situación no se había presentado de la forma en que Galen hubiera preferido, pero esas muestras de reciente favoritismo hacia él por parte de su madre lo cargaban de un sentimiento muy grato. Por primera vez desde que su padre se marchó, su mamá le hacía sentir que estaba orgullosa de él y que lo necesitaba. 


Justamente en ese momento, caminando de regreso a su casa, su mamá estaba diciendo que Galen era un muchacho que jamás le había dado problemas. Que siempre hacía sus tareas y que en la escuela le iba muy bien. Algo con lo que su tía concordó, y dijo que Galen era no sólo muy aplicado en la escuela, sino también muy buen niño, ya que era muy educado y considerado con los demás. A lo que el mencionado, sonrojándose ligeramente, les pidió que se detuvieran, soltando una risita avergonzada, ya que realmente sí lo estaban abochornando.   


De repente, su mamá se quedó callada.


Estaba mirando hacia la plaza de armas. Galen y su tía rápidamente siguieron con los ojos hacia donde ella tenía la vista clavada. Y entonces notaron qué fue lo que la había desconcentrado.


En una banca de la plaza, bajo un árbol grande, había un par de muchachos sentados. Los dos eran varones y tenían entrelazadas las manos. Luego, uno de ellos recargó su cabeza sobre el hombro del otro, quien hizo un ademán de querer besarlo, conteniéndose, como recordando que estaban en público.


Galen miró la escena y luego a su madre, cuya comisura de su boca se torció rápidamente en una mueca de desagrado.


—Ay, ¿ya vieron?—la escuchó decir.


—Sí, ay, Dios mío, estos muchachos, pero que poca vergüenza—dijo su tía, haciendo un gesto de desaprobación con la cabeza—. Y luego frente a la Parroquia de Nuestra Señora del Carmen.


—Sí, que poco respeto. Ay, no. Guácala y fuchi. Que feo, la verdad. Yo nunca he entendido a esos.


Aquellas palabras. Aquellas muecas de repulsión. Hicieron que el corazón de Galen se recogiera en un puño. Por un momento su respiración también se detuvo. ¿Qué pasaría si su mamá y su tía se enteraran de lo que Rommel y él tenían? ¿Las palabras y los gestos de asco serían para ellos?


Luego de unos segundos de quedar prácticamente congelado, Galen reaccionó. Sentía que la piel de su rostro se había puesto fría y pálida, a diferencia de unos instantes atrás, cuando estaba acalorada debido a los halagos de su familia. Pero se obligó a fingir que aquello no lo mortificaba en absoluto, y decir de manera bromista:


—¿Y qué harías si te saliera un hijo así, mamá?


Su mamá lo volteó a ver entonces con un impacto tal como si acabara de mirar al diablo. Sus ojos semejaron un par de tomates saltones. Y Galen tuvo que contener el impulso de tragar saliva, obligándose a mantener su actuación.


—Ay, no, ¡ni lo mande Dios!—exclamó—. Eso ya sería el colmo, ¡el colmo de todos los males! Si uno de ustedes me sale así. No, la verdad no sé qué haría. Me volvería loca. Ya no podría con mi alma. ¡Ya no podría!


—Ay, Fátima, pero que fatalista. Ya cálmate. Galen sólo está jugando, ¿verdad, mijo?—Adelita le dio a su mamá unas palmaditas en la espalda.


—… Obvio, sólo era una broma—dijo el muchacho, fingiendo la sonrisa que adornaba su rostro.


Su mamá relajó un poco su expresión.


—Lo sé, lo sé. Es sólo que me quedé pensando qué pasaría si de verdad uno de ustedes me resultara así. Y no, que feo. No me quiero ni imaginar.


—Además, esos muchachos dañan su alma, ¿sabes? Dice en la biblia, en el Levítico que “Si alguno se ayuntare con varón como con mujer, abominación hicieron; ambos han de ser muertos; sobre ellos será su sangre”.


—Y también sería un desperdicio. Que mis hijos tan apuestos, anduvieran con esas cochinadas. Yo quiero que se casen y me den nietecitos.


—Sí, sí, ya entendí—dijo Galen, tratando de esconder su nerviosismo con impaciencia—. ¿Podemos ya dejar eso e irnos a casa?


Su mamá y tía sonrieron. Ambas asintieron y poniéndose en marcha dejaron atrás el tema. Desconociendo que para Galen, aquella cuestión, lejos de haber sido zanjada en ese momento, había quedado abierta en su mente, como una herida con la que tenía que continuar andando.


 


*


 


El azar. Tirar una moneda. Esperar cara o cruz. Ni las cartas ni los dados le interesaban demasiado.


Entre la media oscuridad de la noche naciente, el cigarrillo se consumía solo en su mano, despidiendo una tira de encaje de humo blanco. Su espalda despreocupadamente recargada sobre el cofre de un precioso auto negro, que brillaba cual diamante bajo el velo púrpura y carmín de las luces de neón, en el estacionamiento de un gran casino.


Fichas rojas y negras. Dinero perdido o ganado. Para él era daba lo mismo.


Su semblante parecía sosegado, más su mente palpaba el éxtasis. Su mirada parecía distraída, más realmente acechaba como un guepardo esperando la señal de ataque.


La mano que sostenía el cigarro no dejaba de temblarle como si tuviera frío. La saliva se le acumulaba en la boca y tenía que tragarla.


Quizá no estaba en ese momento en la ciudad donde vivía. Pero sin importar a donde fuera, él mantenía siempre el mismo modus operandi.


El primer paso. Encontrar el lugar.


Siempre que llegaba a una ciudad nueva dedicaba tiempo a buscar un buen casino. Era lo que su padre hacía. Él nunca jugaba en cualquier sitio. Primero los evaluaba. Si llegaba a la conclusión de que la casa tenía arreglado el Blackjack, descartaba el lugar. Era minucioso, así como ahora él lo era.


El segundo paso. Encontrarlo a él.


Su padre era escurridizo. Cuando desaparecía era complicado encontrarlo de nuevo. Por fortuna, para ello contaba él con un as bajo su manga. Era infalible. Lamentablemente, siempre que lo utilizaba sentía que el cerebro le estallaría dentro del cráneo, y los ojos se le botarían de las cuencas, por la presión. Pero sin duda aquello era mejor que una brújula, o magia. Aquello era como un superpoder.


Un hombre de pronto cruzó frente a él, dejando una estela de colonia tras de sí.


Con sus ojos lo siguió discretamente.


Era un hombre rubio. Sus ojos eran color verde. Su nariz era algo prominente. Tenía una barba recortada pulcramente contorneando su quijada.


«¿Es ese papá?», preguntó en su mente.


Su mano comenzó a temblar un poco más, desprendiendo la ceniza que había quedado colgando del cigarrillo. Esto debido a que, súbitamente, había comenzado a sentirse invadir por una horrenda opresión en el cráneo. Tan malo era aquello, que inclusive le hacía escuchar un borboteo, como el de agua hirviendo en una tetera, pero dentro de sus oídos, y un silbido agudo y molesto de fondo, que cada vez era más fuerte.


La vena de su hueso temporal había comenzado a palpitarle, y en cada palpitación un latigazo de dolor se esparcía a través de sus terminaciones nerviosas, dispersándose por toda su cabeza.  El dolor llegó a ser lo suficientemente intenso para obligarlo a entrecerrar los ojos. Y tuvo que controlarse a sí mismo para no doblarse y mantener una aparente calma, pese a que la situación cada vez se tornaba más y más incómoda.


Y de pronto, tal como llegó, todo aquello se esfumó.


El dolor. La presión en la cabeza. El silbido en los oídos. Todo se había ido.


«¿Aquel era papá?», volvió a preguntar en su mente.


Y estaba convencido de que esta vez la pregunta sería respondida.


Después de que el dolor de cabeza lo abandonara, pudo ver por el rabillo del ojo que había alguien a su lado. Además, podía sentir una respiración honda y áspera acariciándole la mejilla. Quien se encontraba a su lado sin duda se hallaba demasiado cerca. Sin embargo, quizá, como leyéndole el pensamiento, de inmediato se alejó lo suficiente para su comodidad.


Con sigilo, el joven volteó a mirarlo. Lo primero con lo que se toparon sus ojos fue con un par de pezuñas correosas de color negro firmemente plantadas en el suelo, las cuales se continuaban con un cuerpo oscuro y robusto, cuadrúpedo, bestial.


Frente a él, no había una persona, sino un cerdo. Un enorme e imponente cerdo. Con la piel de un color rojo chamuscado.


Sus ojos eran como dos canicas blanquecinas, con neblina en las pupilas. Y su boca abierta protruía una larga lengua cerúlea y babosa.   


La imagen de ese putrefacto a la vez que espeluznante animal habría horrorizado a cualquiera, pero no a él. Él, en cambio, lucía impávido, pues lo estaba esperando.


Si haber visto la imagen del cerdo era ya por sí misma lo suficientemente perturbadora, era inenarrable lo pavoroso que resultaba escucharlo tratar de articular palabras, a través de esa garganta brutal. Al principio, más que una voz parecía el chillido infernal de dos engranes mal aceitados restregándose entre sí, pero después la voz brotó más clara, adquiriendo el tono de un hombre adulto.


«No—dijo—. No es él»


«Allá atrás», señaló otra voz que provino del lado contrario a la primera.


Esta nueva voz era diferente a la anterior, ya que poseía el timbre de un niño pequeño. Sin embargo, cuando el joven giró un poco su cabeza para mirar en la dirección que provenía, se encontró con otro de estos horribles cerdos oscuros y de ojos muertos, que con la trompa apuntaba hacia un hombre que acababa de aparcar y bajar de su automóvil.


El joven lo miró colocar la alarma y dirigirse directamente hacia la puerta del casino sin mirar su alrededor. Entonces preguntó en su mente nuevamente:


«¿Ese es papá?»


Los cerdos se sumergieron en el silencio por un momento, como deliberando. Mientras tanto, las luces de neón prendían y apagaban. Primero de color púrpura y luego rojo. Siguiendo sus halos brillantes había unas polillas revoloteando cerca.


Entonces el cerdo con la voz de hombre adulto habló tan inefablemente, tal como si acabara de emitir un veredicto.


«Él es», dijo


 


*


 


Cuando era niño se sentía solo.


Se preguntaba si existía alguien que mirara la vida de la forma en que él lo hacía, más no encontraba ningún indicio de ello.


Se sentía incomprendido. No entendía por qué la gente reía tan fuerte en ocasiones, o por qué sufrían. No entendía lo que les causaba repulsión, o lo que les atemorizaba. Para las personas, las emociones parecían tener todo un espectro de colores, como el arcoíris. Pero para él, aquello era más bien como una escala de grises.


Sus padres nunca miraron en su comportamiento algo preocupante. Pensaban que tenían un niño inteligente y ello lo hacía actuar con seriedad, como lo haría un adulto.


A sus cuatro años Aarón había llegado a la conclusión de que la vida era aburridísima. Todos los días sabían a lo mismo. Sonaba el despertador y su mamá iba a levantarlo. Le daba un desayuno mientras calentaba la mamila de su hermano bebé. Luego su padre lo llevaba a la escuela. Ahí todos los niños reían y gritaban demasiado fuerte, tanto que era molesto. Las maestras les hablaban a él y a sus compañeros como si fueran tontos. Después tenía que hacer dibujos. Los demás niños se peleaban por las crayolas más coloridas, mientras que a él no le importaba colorear con los crayones que nadie quería, el negro o el café. Así que, si tenía que colorear un pájaro, café. Si tenía que colorear una casa, café. Si tenía que colorear una manzana, café. La maestra siempre le hacía la misma observación de tratar de utilizar más colores, misma que él ignoraba. Entonces su papá iba por él. En la casa comían los cuatro. Bebé Galen a veces regurgitaba su leche. Era desagradable. Si comía todos los vegetales su mamá le daba permiso de mirar la televisión. Llegada la noche iba a dormir, y a la mañana siguiente todo el ciclo volvía a repetirse.


Monotonía. Color café. Emociones en escala de grises. Su corazón nunca había latido con fuerza. O al menos nunca lo había hecho, hasta ese día…


Su padre había ido a recogerlo al jardín de niños. Había estacionado su automóvil a unas dos cuadras de la escuela debido a lo tumultuosa que se tornaba la entrada del colegio a la hora de la salida de los niños. Y de camino al auto un olor nauseabundo se escabulló hacia sus fosas nasales. Era un aroma peor que el que surgió de un paquete de salchichas que su madre olvidó en el refrigerador durante semanas. El aroma provenía de algo que había en la banqueta, pero este algo no era un paquete de salchichas olvidado. Se trataba de una masa pequeña, aplastada y peluda. Al principio Aarón pensó que se trataba de un gatito, pero no era así. Al mirarlo bien, notó que se trataba de un perro, o lo que quedaba de él.   


Fue en ese momento que por vez primera su corazón comenzó a latir con premura desbordado de impresión por lo que veían sus ojos. Se había topado con la mitad del cadáver de un perro. La mitad delantera, cabía agregar. El animal estaba en una posición echada, con sus patitas dobladas en la acera, como reposando, y con un semblante apacible en sus ojos podridos. Quitando el hecho de que estaba más tieso que una tabla, no tenía la mitad de su cuerpo y en realidad se encontraba descomponiéndose, parecía feliz, tanto que en cualquier momento se levantaría y jugaría con él. Aquello le resultó fascinante.


Desde luego, ya que su padre no compartió su sentir con respecto al animal en putrefacción, apenas se percató de que ahí estaba, jaló del brazo de su hijo para protegerlo de la nefasta imagen. Además de que le ordenó no mirar. No obstante, al niño no le hizo falta más tiempo del que ya había tenido para guardar aquello en su memoria, como algo muy muy preciado. Y de camino a casa, no desaprovechó la oportunidad para preguntar detalles sobre lo que acababa de mirar.


Desde entonces, cada vez que salía a la calle con sus padres iba atento al piso, buscando algún animalillo muerto. Casi siempre encontraba aves. Una vez encontró una paloma aplastada contra el pavimento, con los sesos rosáceos que efervescían de su cabeza, como la cobertura de un pastelillo. Ahora entendía lo que la maestra del jardín de niños quería decirle con que había muchos más colores que el café.


Y de hecho, justamente sus dibujos comenzaron a ser un poco diferentes a partir de ese momento. Unos días después de haber mirado a la paloma aplastada, había tratado de reproducir la imagen con sus crayolas, y esta vez agregó color. Puso mucho esmero en pintar, tal como lo recordaba, esos sesos que brotaban de la cabeza con una crayola rosa chillón, y agregó además unos toques con rojo. Esperaba que la maestra al ver que había obedecido a su consejo de agregar más colores se sintiera satisfecha, pero no fue así. Su padre tampoco lució contento por su nuevo estilo.


La maestra le pidió a su padre quedarse a charlar después de que terminaron las clases. Entonces comenzó el interrogatorio.


«¿Por qué dibujaste esto, Aarón?», preguntó su papá sosteniendo el trozo de papel en la mano. Lucía serio.


El niño desvió la mirada, pensativo. Se preguntaba si había hecho algo malo.


«Me gustaron los colores», dijo escuetamente, ante lo cual su padre relajó la expresión dura que tenía en su rostro momentos antes.


Para el hombre, la respuesta había resultado —como cabría esperar de un niño de su edad— demasiado ingenua. De forma que le hizo suponer que todo ese asunto rayaba en la exageración.


Bruscamente dobló la hoja de papel entre sus manos. Y a manera de zanjar el tema le dijo sencillamente:


«No vuelvas a dibujar cosas así, ¿de acuerdo?»  


«De acuerdo», respondió Aarón sin emoción.


La situación vivida le había hecho comprender dos cosas cruciales.


La primera, que era un problema que él no entendiera cómo pensaban los demás, y la segunda –y quizá más importante— que no sólo los otros tampoco lo entendían a él, sino que también lo juzgaban, y esto podía llegar a meterlo en aprietos.


Entendió que las cosas que le provocaban ese raro sentimiento de fascinación se encontraban detrás de un umbral al que la gente llamaba de varias formas, desde asqueroso, desagradable, hasta escalofriante, incluso diabólico. No importaba en realidad de qué manera le llamaran, porque todo eso significaba que era “malo”.


Percatarse de eso lo obligó a ser cada vez más cauteloso con aquello que mostraba de sí mismo a los demás. A perfeccionar una técnica de “camuflaje” que le permitió encajar con los otros niños y hacer muchos amigos. Pero sobre todo, a gozar de los pequeños placeres “malos” en solitario.


Eso último le resultaba en ocasiones frustrante. Creía que era injusto que los niños de su salón tuvieran el «derecho» de disfrutar de lo que les gustaba abiertamente, mientras que él tenía que ocultarse y fingir que le gustaba lo mismo que a los otros. Eso le provocaba el deseo de infringirles daño, ya él también anhelaba compartir sus gustos “malos” con alguien.


Sin embargo, después de no mucho su deseo se convirtió en realidad.


Ocurrió un día que hacía calor. La maestra les había encomendado realizar unas sumas muy simples en silencio, y uno de sus compañeros lo estaba llamando insistentemente ya que pretendía copiar sus resultados. Apenas él giró su cabeza para susurrarle que guardara silencio, la maestra —la cual aparentemente se encontraba molesta desde antes— le ordenó que saliera del aula, indicándole que el resto de la hora clase debía de permanecer de pie frente a un poste metálico que había en la explanada de la escuela sin moverse.


En un principio acatar la orden fue sencillo, ya que el área se encontraba en el alcance de la sombra que proyectaban los salones. Sin embargo, después de un rato, aquella sombra que lo cobijaba comenzó a retroceder, dejándolo desprotegido, bajo los rayos del sol, que se sentían intensos, pese a ser todavía temprano.


Lentamente los minutos fueron transcurriendo. Estar parado solo ahí era aburrido y su cabeza se sentía cada vez más caliente. Además, le había dado sed.


Los bebederos se encontraban solo a unos cuantos pasos de distancia, pero se percató que la maestra le lanzaba miradas cada cierto tiempo, lista para reprenderlo si se movía, por lo que decidió no ir.


En su mente, Aarón había puesto en tela de duda la inteligencia de la maestra, quien parecía haber pasado completamente por alto que fue su compañero quien había hablado en primer lugar. Pensó que debía de ser tonta como un pájaro. Y esa suposición le recordó la paloma con la cabeza aplastada. Se preguntó entonces cómo se miraría la maestra con el cráneo aplastado de esa forma. ¿Los sesos serían del mismo color? Le habían entrado ganas de averiguarlo.


Después de un poco más de tiempo, sintió que su cabeza hervía, cual agua dejada al fuego en una olla de presión, y su corazón empezó a palpitar aceleradamente. Aunque no era cosa de ningún sentimiento, sino del calor. De haber podido mirar su rostro en ese momento lo habría visto enrojecido y chorreando sudor.


Miró los bebederos con inclusive más anhelo. Una de las llaves estaba mal cerrada, por lo que se distinguía un pequeño chorro de agua cristalina brotando de ella. Desperdiciándose. En ese momento Aarón quiso más que nunca correr hacia allí y beber como desquiciado.


Había comenzado a sentir que algo no iba bien con él. Tenía la sensación de que se desvanecía y su visión se nublaba…


Entonces escuchó una voz que le habló.


«Hola», dijo animosamente. Sonaba como la vocecita de otro niño de su edad, por lo pensó que se trataba de uno de sus compañeros que había pedido permiso para ir al baño.


«Hola», respondió Aarón, a quien sus padres le habían enseñado, por sobre todas las cosas, a ser cortés.   


«¿Quieres jugar?», preguntó la voz.


«No puedo. Estoy castigado»


«Ah… ¿Y por qué estás castigado?»


«Porque…», Aarón, volteó hacia el lugar de donde creía que el otro niño le hablaba, quedándose congelado a media frase, al ver que no había nadie.


¿Había imaginado al otro niño?


«¿Por qué te castigó la maestra?»


Escuchar nuevamente la voz lo sobrecogió. Ahora se oyó del lado opuesto a donde había estado la primera vez.


¿Qué era eso?


Aarón volteó nuevamente a donde la voz parecía provenir, topándose con nadie nuevamente.


«¿Por qué te castigó la maestra?», preguntó esta vez una segunda voz, que lo tomó por sorpresa, ya que no era un niño quien habló ahora, sino un hombre adulto. Se parecía, a decir verdad, a la voz de su papá, aunque era más grave...


Un sentimiento extraño lo abordó en ese instante. Y los cabellos de su nuca se erizaron producto de la fuerte tensión que le ocasionó girar su cabeza hacia enfrente y toparte directamente con lo que en realidad estaba ahí.


No era un niño pequeño ni un hombre adulto… Eran dos cerdos gigantescos, mucho más altos que él… Sus pieles parecían quemadas, como la carne puesta en el asador… Sus cabezas… Parecían las cabezas cercenadas de cerdo que había mirado en el supermercado con su mamá hacia no muchos días atrás…


«¿Quiénes son?», preguntó el niño, tras recomponerse de la impresión inicial.


«Tus amigos», dijo el cerdo con voz de hombre adulto.


La voz grave había hecho que Aarón retrocediera inconscientemente, topándose con el poste caliente en su espalda.


«Lo asustaste con tu horrible voz. Déjame hablar a mí», le dijo el cerdo con voz de niño al otro. Reprendiéndolo de manera que a Aarón le pareció cómica.


«Él es Sócrates y yo soy Platón. Los dos queremos ser tus amigos»


«Yo me llamo Aarón», dijo el niño tímidamente.


«Lo sabemos—dijo emocionado Platón— ¡Tu nombre termina igual que el mío!»


«¿Cómo supieron mi nombre?», preguntó Aarón con suspicacia.


«Nos los dijo un pajarito», respondió Sócrates inexpresivamente, con ese tono adulto.


«Un pajarito que tenía algo en su cabeza… Parecía como crema de pastel, pero era su propio cerebro. Era el mejor pájaro del mundo, ¿verdad, Sócrates?», rió Platón efusivamente, a lo cual el otro sólo asintió.


Aarón los observó por un momento, y entonces sonrió.


«Recuerdo ese pájaro… Pero conmigo no habló», dijo.


«No habla mucho. Tú sabes, no está muy bien del cerebro», exclamó Platón.


Aquello había hecho a Aarón reír a carcajadas pese al dolor de cabeza.


Poco después la maestra le ordenó entrar nuevamente al salón. Y, para su desánimo, tanto Sócrates como Platón permanecieron afuera. Quizá era lo mejor, estaba seguro de que tanto a sus compañeros como a la maestra les parecerían horribles y buscarían una manera de deshacerse de ellos.


Afortunadamente, volvió a verlos de nuevo más pronto de lo que esperaba.


*


 


Aarón no volvió a sentirse tan solo después del día en que encontró a sus nuevos amigos. Sócrates, él y Platón se volvieron rápidamente muy cercanos. El único problema radicaba en que se había percatado que sólo podía mirarlos los días en que su cabeza le dolía, lo cual era inconveniente, porque había más días en que no los miraba que cuando sí lo hacía. Fuera de eso la situación era quizá demasiado buena. Por ejemplo, podía charlar con Sócrates y Platón de manera silenciosa en su mente, por medio de telepatía, por lo que nadie se inmiscuía en sus conversaciones. Además, muchas veces ellos lo aconsejaban sobre qué sería lo más apropiado de hacer o decir ante determinada circunstancia. Pero quizá lo más fascinante que podían hacer sus amigos era que conocían ciertas cosas que resultarían imposibles de saber de otra forma. 


Así fue que cuando tenía ocho años Sócrates le dijo que debía estudiar el capítulo tres de historia de México, lo cual fue una excelente recomendación ya que al día siguiente la maestra llegó aplicándoles una evaluación sorpresa que sólo Aarón aprobó.


Otro día, Platón le dijo que podía no hacer la tarea de matemáticas y no habría ningún problema  ya que el maestro faltaría y voilà, al día siguiente, después de que todos sus compañeros desesperadamente habían estado copiando los ejercicios que les encargaron, él tranquilamente escuchó lo que ya sabía, que el maestro no se presentaría debido a que estaba enfermo.


Y de la misma forma, la madrugada después de la fiesta para recibir el año nuevo 1991, a sus diez años, Sócrates y Platón también le revelaron algo más.


Su padre tenía un pequeño e interesante secreto.


Mientras que todos dormían rendidos como sacos de patatas, los murmullos de los cerdos no le permitieron a Aarón conciliar el sueño. Lo incitaban a levantarse de la cama y a caminar por el pasillo.


Al principio aquello le molestó al niño, ya que tenía sueño, y la llegada de sus amigos le había provocado dolor de cabeza. Pero decidió atender a sus peticiones para que le permitieran descansar después de ir a donde deseaban.


Las voces lo condujeron al estudio de su padre, el cual se encontraba cerrado…


Pese a estar adormilado antes de abrir la puerta Aarón dudó un poco. Su padre les había dicho a él y a Galen que no debían entrar ahí y no le resultaba fácil desobedecerlo.


Sin embargo, tampoco era sencillo ignorar la insistencia de Sócrates y Platón. Fue de esa forma que supo que su padre tenía una pequeña mina de oro tras la pared de su estudio, resguardando objetos valiosos en finas vitrinas. En ese mismo lugar su padre guardaba un sinnúmero de revistas y casetes beta y VHS.


Las revistas llamaron su atención. Tenían portadas coloridas y chicas en bikini. Al hojear una se topó con mujeres desnudas. Las había en todo tipo de posiciones comprometedoras. Sabía que lo que estaba mirando era pornografía. Después de todo, sus amigos de aquella época ya comenzaban a hablar sobre sexo. Decían fantasear con meter su pene en una vagina de verdad. Por un momento imaginó a su padre tocándose mientras miraba a estas mujeres. Pero aquello, como cosa peculiar, lejos de hacerlo sentir incómodo, le había provocado cierta calidez en su entrepierna.


En una de las páginas de la revista, una de las chicas estaba lamiendo el sexo de un hombre. Ello le hizo morderse los labios. Comenzaba a sentir calor en las mejillas. Imaginó a su padre nuevamente, desnudo. Lo imaginó tocando su miembro con su mano. Él quería hacer lo mismo que la chica en la foto. ¿Qué estaba pensando? Eso había logrado hacerlo sentir extraño inclusive a él.


«Tranquilo, no es algo por lo que debas sentir vergüenza», dijo Platón a su espalda. La situación le había hecho olvidar que ahí estaba, por lo que se sobresaltó al escucharlo, haciendo que por accidente dejara caer la revista.


Al mirar hacia abajo, Aarón se percató de un sobre amarillo que sobresalía de entre las páginas. Lo tomó por curiosidad. Tenía el logotipo de Kodak, por lo que intuyó que adentro tenía fotografías y no se equivocó. Más no eran las fotografías que esperaba encontrar. La primera foto que miró, una vez que sacó un fajo de ellas, fue una de su padre abrazando a una mujer rubia de cabello corto y ojos azules. Sus labios rojos tenían el aspecto de una cereza brillante.


A medida que pasaba las fotografías estas iban revelando más detalles acerca de su relación. En varias de estas fotos su padre y esta mujer estaban besándose. En una, incluso, ella estaba sobre una cama, sin nada que cubriera sus pechos blancos y pezones rosados. Aparentemente su padre y esta mujer tenían una aventura a espaldas de su madre. El hecho de que su madre estuviera siendo engañada no le provocaba ningún sentimiento. Aun así, en aquellas imágenes encontró rápidamente algo que no le gustaba. Era la mujer. La mujer le recordaba mucho a Galen.   

Notas finales:

Aquí termina.

En este y el sig. capítulo se develaran los secretos de Aarón y la razón por la que detesta a Galen con todo su ser.

Espero el capítulo no los haya hecho vomitar demasiado (Por lo del incesto padre-hijo que estuvo muy heavy) :T

 


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