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Dieciocho por Vampire White Du Schiffer

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Notas del capitulo:

Resumen hasta la fecha, Dino cuentacuentos escapó con ayuda de Mukuro hacia quién sabe dónde, así que Mukuro asumió la tarea de dormir a Hibari con historias, mientras, el límite entre ellas y su propia narración se pierde. Un ejército se aproxima, y hay pendiente una fotografía.

La marcha soviética. O de cómo una bandera cae.

Es hora de que le sea sincero, lo deseo. Como nunca había ansiado codiciosamente a una persona; está de más determinar cuán es alto su egocentrismo y cuánto espero que me aplaste sin que quede nada digno de reconocerse, de esa forma tan lógica como cuando uno se enamora.

Pero no me malinterprete, no se aventure a pensar que ya lo amo, pues no es así, en primer plano viene a usted una urgente dependencia que culmina al amanecer, en cuanto se marcha y me recuerda que soy prisionero deseoso de su cuerpo y nada más. Los breves acercamientos que me permite no bastan, ni lo harán nunca.

Así como nunca cambiará la reticencia que tengo hacia el afamado hechicero que ha tenido bien a incluir en la nómina fantasmagórica del palacio, las noches con él aquí se hacen insoportables. Su carácter agrío y sardónico me sobrepasa.

Recuerdo el beso que me dejo darle en la frente, entra en la categoría de romances (no, por provenir de Roma) infructuosos y dignos de historias diabéticas. He llegado a creer que el amor a primera vista surge del principio idealista de esta persona es digna de enamorarme, y listo. Así que usted es digno de ser amado por mí, así como toda su magnificencia es capaz de torcerme, darme la vuelta y dar piruetas en medio del circo que ha orquestado mi atrevida apuesta sobre querer salvar un reino insalvable; y esta pequeña parte de confesión la han hecho y dicho muchos antes de mí, ¿cómo decirlo? Otros ya han caído y han abandonado la bandera de la patria en medio del lodo y la sangre por menos que unas cuantas monedas de plata, y algunos más mueren bajo ella, mientras yo soy de los que prefieren dar discursos que después puedan quedar enterrados bajo espesas nubes de polvo, de las cenizas desmemoriadas de los siglos por venir…

—Dino-sama, es momento de partir –dijo la jovencita con una voz diminuta y modales cautos.

—Lo sé –respondió dejando la pluma a un costado de las hojas que hasta antes de ser interrumpido había estado volcando su corazón entero, con sangre en lugar de tinta. La signó, dejando una simple D. en la parte inferior, dobló cuidadosamente las hojas y dejó caer el lacre sobre el sobre, dejando caer un sello sin escudo de ninguna familia.

—La carta aún no está completa –observó la niña.

—Tampoco la misión –respondió y la miró a los ojos, volviéndolos después a la fotografía que permanecía fiel y serena sobre la mesa, siempre muy cerca de él –, me pregunto si mi padre aprobaría mis acciones.

La chica permaneció quieta, en el marco de la puerta, sin agregar comentario, sólo apreciando la figura cansada de un rubio todavía prendado de un joven rey que nunca había confiado en él.

Dino guardó el último recuerdo de su familia, la historia sería quien juzgara su actuar, así que si un día volvía encontrarse con su padre… o con el otro hombre de la fotografía, no dudaría en dejar correr su ira y reclamarles a ambos por dejarlo abandonado… y a Hibari en el trono.

Fue entonces que con una nota al reverso de la fotografía, envió la carta.

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Cuando el príncipe despertó, al mirarse al espejo que estaba junto a su cama se dio cuenta de la mala noche que pasó, sombras bajo sus grisáceos ojos.

Dove sei? –preguntó al homólogo del espejo. Empezó a odiarse, la singularidad de su carácter comenzaba a cobrarle la mora.

—Su majestad –irrumpió Yamamoto.

—¿Qué diablos quieres?

—La armería está dispuesta, los concejales exigen verlo. La armada enemiga se avista a pocos días de distancia, ¿cuál será su decisión?

—Nada.

—¿Qué? –preguntó con sorpresa –. Usted es el rey de la montaña, concientice eso.

—No eres más que un simple lacayo que… -el simple lacayo lo acorraló, le tomó de las manos y enfrentó con enojo.

—Quizá no sea más que otro esclavo bajo sus órdenes, pero tenga presente que incluso sé pender una espada sobre la cabeza de un rey.

—Wo, un perro sarnoso que pretende morder la mano de quien lo alimenta.

—Si el amo duda, el perro se vuelve loco –lo soltó lentamente –, no me cansé de decirle el error que constituía confiar en un extranjero como aquél –mordió, refiriéndose a Dino o a Mukuro, para el caso daba lo mismo –su plan era hacerle perder el tiempo.

—Si sigues creyendo que el reinado me importa, te recomiendo que vayas dejando tus referencias con otros empleadores.

—No puede darle la espalda a su gente.

—Ella ya me la ha dado, cuando los necesité… -apretó la quijada –, cuando se les requirió apoyo prefirieron refugiarse en la comodidad de sus casas, en la hegemónica mediocridad de sus almas campesinas y dejaron al antiguo rey morir solo, bajo la daga de un soldado de pacotilla, tal y como cuentan los libros de historia, el pueblo que mi padre tanto decía amar, sólo busca tranquilidad aunque en el cielo fuera sólo nubes negras

—El pesimismo no gana guerras.

—Seguramente muchos como tú preferirían un rey loco

Usted ya está loco, y es por culpa de ése impertinente. Estaré afuera, no importa cuánto tenga que esperar –hizo una corta reverencia y se marchó.

 

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Extendió la mano hasta que la bandeja repleta de malvaviscos blancos llegó a sus finos y asesinos dedos, estaba relajándose antes de poner manos a la obra sobre la indómita tarea que venía, después de todo conquistar tierras nuevas suponía esfuerzo y sobre todo dinero, aunque por esta parte no estaba preocupado, tenía al mejor General del mundo pudiera conocer, un ejecutor muy hábil que se había encargado de poner en cintura y correcto orden su reinado para que ningún ser se librara de pagar impuestos que componían el erario, además de que sus carniceros y hambrientos soldados marchaban por la razón que siempre mueve a los codiciosos: el motín de guerra; podían quemar, ultrajar, matar, robar lo que les viniera en gana, esa era su recompensa por vender sus almas al diablo de cabellera blanca.

Le gustaba la guerra, está por demás especificar el corazón sádico con el que la naturaleza lo había dotado, porque podía obtener más.

—Dicen que el hombre más rico no es aquél que más tiene, sino el que menos desea –se echó a reír, devorando el blanco manjar relleno de piña que inmediatamente le recordó algo, preciso, a alguien –, ha llegado la hora de dirigir las tropas –se estiró –, me da algo de pena dejar semejante paraíso –dijo con resignación.

—Piense que después gobernará desde las nubes –dijo su General.

—Tal y como un dios merece.

Aún con el diablo dentro, el Rey recibía los rayos benevolentes del sol, permanecía en el balcón.

—Creo que ha llegado la hora de intervenir en esta hilarante historia, fufu, ¿no suena divertido, Colonnello-chan?

—Sí, Rey Byakuran –inclinaba la cabeza y sonreía con afabilidad —Estoy ansiándolo.

 

 

 

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Antes de salir de la habitación, Hibird con su trino le hizo saber que había llegado debajo algo debajo de la ventana.

Sus ojos se toparon primero con la carta, y cuando repararon en la fotografía, la imagen pudo todavía más que la leyenda escrita por Dino.

Estos dos hombres decidieron el destino de la Montaña, tu padre y el mío, tal parece… que es tu turno de elegir, rey.

Yo, al igual que mi padre, te obedeceré.

En ese momento Hibari levantó la mirada, el ocaso estaba sobre el paraje, se apresuró. La guerra ya había esperado bastante. Yamamoto, que fumaba sin control en cuanto vio el paso decidido del monarca, sonrió y fue tras él.

DÉCIMO SEGUNDO CUENTO.

«Cuando nació, su madre, la Luna le dijo claramente, Hijo mío, enamorarte no podrás, porque al amar te alimentarás, y eso te causará más dolor que el de permanecer solo en la eternidad.

«Y como chiquillo ingenuo, no lo creyó. Hasta que llegó la primera vez que sintió la necesidad de querer, y ser querido. Bajo la luz de su padre, el Sol, podía caminar sobre dos varoniles piernas, pero su madre era menos condescendiente y le obligaba a ser animal, para aprender el orden de las cosas.

«La promesa radicaba en verse todas las tardes, cuando el sol estaba preparándose para ser relevado, sobre la colina donde el árbol blanco mantenía los brazos hacia el cielo. Acobijados por la sola reminiscencia de sus manos entrelazadas, mirando el horizonte, sin nada que pensar más que en ese instante, el breve espacio, en el que podían existir uno para el otro.

«No había ocasión en la que ambos no escapasen, fue por ese compromiso tan puro que ambos pudieron convertirse en personas confiables, pero sujetas, por tácito y oculto acuerdo, entre ellos con un lazo mucho más fuerte que el hilo rojo que destinados tiene a otros. Podrían jurar que vivir en lugares diferentes, en épocas distintas, no marcaría ninguna diferencia. Ellos dos nacieron para prometerse y cumplirse.

—No me importaría morir por ti –le dijo el hombre al hijo del Sol.

—Sigues sin saber qué decir –no lo miró a los ojos, sólo lo sujetó con fuerza. Sabían que de esperar hasta que la luna llegara al cénit de la noche sería imposible estar juntos, era de esa manera en que sólo podían sentirse sin verse, solo ese instante en que noche y día pelean hasta que uno cede.

—Todas las noches muero.

—Y revivo en las mañanas para volverte a tocar –agregó.

«Pero es verdad universal que los hijos de los hombres nacen y mueren bajo un suspiro de los grandes astros. El hijo del Sol sintió envejecer la mano que amaba sostener, cada día que se convertía en semana, semana en mes, mes en año, años en décadas. Pero el trino de su risa era lo que mantenía vivo el fervor y la pasión de ese amor.

«Estaba destinado a morir.

—Sabes que el momento llegará, ahora o quizá mañana, ¿qué esperas? –inquirió el hombre, con una sonrisa amarga.

«Fue en ese instante en que decidió el hijo eterno ser visible para el hombre y fue, justo así, cuando el último aliento del hombre ascendió al cielo; el cuerpo fue devorado, la carne arrancada por los colmillos y la boca bebió la sangre.

«El Sol no quiso ver a su hijo igual que él, tomó el alma del hombre y la convirtió en estrella, para que, aunque solo fuera un instante, todos los días en los que el ocaso gobierna efímeramente sobre la colina del árbol blanco, pudieran verse el uno al otro, sin condenarse a muerte. En el instante en que los rayos de luna y del sol se abrazan.

 

«Un tigre blanco, que a la luz de la luna absorbe la vida del amor.»

Notas finales:

Los amo, a quienes quiera que estén allí, leyendóme. Ando de ridícula, mucho amor, amor, amor, amor~.

Próxima actualización, sino, pueden asesinarme en el sentido florido de la palabra: el 16/marzo/2015.


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