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Habitación 318 por InuKidGakupo

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Notas del capitulo:

Hola! Bueno, primeramente PERDÓN por la enorme tardanza, tenía problemas de escritura, sentía que no lo estaba haciendo bien, ¡estaba en un bache! y tuve que superar muchas cosas y librar mi muro. Y aquí estoy! En este cap me emocioné mucho, sentí lo que escribía, y eso es lo más importante para mí, plasmar sentimientos y tratar de trasmitirlos! Ojalá lo haya logrado, Mas notitas al respecto al final, mientras tanto: el capítulo. Ojalá sea de su agrado!

Capítulo 2

¿Por qué la gente se une? ¿Quién dijo eso? ¿Alguien dijo antes qué significaba?

¿Alguien habló antes del sufrimiento?

¿Es realmente cierto?

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Me detuve fuera de la habitación, la cabeza me daba vueltas y sentí que no podía coordinar bien, si hubiera tenido un enfrentamiento en ese preciso momento, sin lugar a dudas habría muerto sin lograr siquiera defenderme. Pero no, no, no era nada de eso, justo ahora permanecía erguido frente a una pulgada de frío metal, tambaleándome en una pose vaga, en una pose que no demostraba nada más que simple ambigüedad, desgane, quizá hasta desinterés, ausencia absoluta.

La luz del sol se había marchado hacía unas horas, ¿cuántas? No lo sé, no podría decirlo, un cúmulo de minutos que no valía la pena contar, o considerar. Sabía que estaba ahí ahora, clavando mis ojos en la placa de la puerta, releyendo los números pintados en ella como el factor más atrayente y visual puesto sobre el planeta, sobre el mismo universo. Números, sí, tres números, una cifra sin significado concreto, un número de asignación como cualquiera, simple orden numérico establecido aleatoriamente de entre tantos y tantos.

Algo que era nada, nada para quién se parase enfrente y mirara, clavara los ojos sobre esa placa sin valor físico. Nada. No, no lo era, ni remotamente cerca a algún valor. Sólo nada. Sólo más metal. Sólo una forma de régimen y orden. Y sin embargo, de pie frente a ella me lo cuestionaba, me preguntaba, sino era nada, ¿Por qué entonces sentía que aquella placa pesaba más que cualquier cosa? ¿Por qué sentía que transmitía más de lo que era?

Qué tontería, que ridiculez considerar la placa más allá de lo que parecía. Más que un objeto. Pero, entonces, ¿Eran los números, cuya cantidad me tenía sin cuidado? ¿Era el valor numérico representativo? ¿Eran los colores dorados del fondo y el negro que resaltaba la silueta de cada uno de los dígitos en ella? ¿O era más? ¿O era la idea que golpeaba constante? ¿Era lo que había tras ella? ¿Era lo que esa placa simbolizaba? ¿Era que su valor iba más allá de lo físico o lo monetario?

 Sí, lo era, y quise tocarla por un segundo, quise asegurarme que esa placa estaba ahí y brillaba con el reflejo de la luz blanca del pasillo, que permanecía fría y que si se acercaba lo suficiente ilustraba mi propio rostro. Quería averiguar si seguía siendo real. Pero no, mis dedos no llegaron a ella, mi dañado equilibrio me impidió dar contra ella y resultó estar más lejos de lo que pensaba, golpeando mi mano en la superficie de la puerta, a una gran distancia de la placa.

Me recargué en la misma, dejando caer mi peso al frente y sintiendo la frescura de la pared y la puerta, sintiéndola agradable al contacto con mi enrojecido y caliente rostro. Cerré los ojos, sintiendo la pesadez en los parpados, característica de la borrachera, y disfruté la sensación de resguardo que la construcción me brindó de momento, deseando quedarme ahí un largo momento más, lo que quedara de la noche. Pero no, claro que no, mis parpados, gruesas cortinas pesadas volvieron a abrirse, luchando, deseando aún encontrarse con aquellos números, con aquella existencia, con alguna pista para saber que seguía vivo, que seguía existiendo, que no había desaparecido.

Necesitaba saber que no me lo estaba imaginado todo.

La mano derecha, con la que no me apoyaba sobre la pared, avanzó, lenta y desordenada hasta topar el borde de la placa, hasta rodear con las yemas los números y hacerme reconocerlos con seguir las siluetas de las hendiduras. Real. Seguía siendo real. Sí, la habitación con aquellos números sin significado seguían estando ahí, seguía expresándome más de lo que entendería cualquiera. Seguía siendo mi constante recordatorio de que la mierda seguía ahí, de que las sonrisas también seguían ahí, de que tenía que entrar una vez más y crear y comer más mierda o más risas.

Me despegué de la pared, palpando de nuevo sobre la grisácea superficie hasta dar con el pestillo, el cual sostuve largos segundos, considerando girarlo o no. Un segundo fue el que mi cerebro se molestó en considerar la hora y considerar a mi compañero de habitación, un segundo fue antes de recordarme a mí mismo que, desde hace ya un muy, muy largo tiempo éramos invisibles el uno para el otro, y que, aún más, esa era la segunda semana consecutiva llegando a la misma hora del mismo lugar.

Loco, estúpido y loco, quizá más de lo que hubiera estado nunca. Pero tuve miedo de entrar, dejando a un lado la hora y dejando a un lado la cantidad de alcohol que llevaba dentro. No quería entrar, porque tenía miedo a sentirme igual de equivocado que en las últimas semanas. Sí, equivocado, errado y perdido en pasos que antes eran certeros y reconocidos, que pensaba conocer de memoria. Y no, cada noche estaba más seguro de que estaba equivocado, que alguien cuya identidad desconocía había jugado conmigo y había movido esa placa a otro lugar, que había mudado mi cuarto a otro lado.

De ese modo me sentía, y por eso, estático frente a la entrada, lo consideré un segundo más. Igual que ayer, igual que antier e igual que el día anterior y el anterior. No estaba seguro si estaba en el lugar correcto, porque en definitiva, no lo parecía. Por eso esa extraña ambigüedad, por eso esa estupidez de querer mirar los números y leerlos una y mil veces, de sentirlos, de saberlos ahí, porque tontamente, creía estar equivocado.

Y no –era real, existía, pintaba, decía, dictaminaba– no, no estaba equivocado. El número de habitación trecientos dieciocho estaba ahí, frente a mis ojos. Y el interior también, y el silencio y la incomodidad y la estúpida mierda, también eran reales, también estaban ahí. El trecientos dieciocho, mi habitación desde hacía años, aquella cifra que tan común me parecía, que tan familiar era, que para mí significaba, al oírla, al presenciarla, saberme en mi hogar.

Pero ahora era esto, un desconocimiento, ¿Dónde estoy? Cuestionaba mi cabeza adolorida y anestesiada, ¿Dónde estoy? ¿Qué es este lugar? Pero no, no surgía respuesta, seguía estando ese espacio en blanco en donde nada encajaba. Ya no era mi hogar, ni mi cuarto, ni el espacio para dormir. No, ahora significa un espacio tortuoso y desconocido. La idea, estúpida y absurda, igual que cada una de las preguntas que saltaban a mi cabeza me daba nauseas, me hacía sentir más estúpido y frustrado de lo que ya me sentía.

¿Miedo? ¿Miedo de entrar? Qué patético, que idiotez. Y qué jodidamente verdadero. Y sí, tenía que hacerlo, porque yo no era cobarde, porque temer a un desconocimiento es un sentir inútil y estúpido, porque no podía negarme a algo en lo que ya vivía. Porque, sencillamente, a los pies de mi juicio y pensamiento, no había alguna razón para no entrar. No al menos una válida.

Sin más preámbulo, abrí la puerta, en donde la luz estaba apagada y el silencio se repartía en cada rincón de manera demencial, abrumadora, tanto que me dieron ganas de gritar y acabar con él, pues resultó más ruidoso y más ensordecedor que cualquier escándalo proferido que hubiese presenciado nunca. Pero mantuve el control, siendo así mi respiración agitada y mis movimientos torpes lo único que cortaba aquella tan ajena calma.

Llegué al borde de mi colchón, donde me acomodé y tranquilicé un momento, dejando viajar mi vista por la densa oscuridad que sólo me hacía pensar que había ya llegado a la nada misma, donde pertenecía. La nada, la invisibilidad y la inexistencia, ese círculo en donde ahora mismo me encontraba. Encajaba bien, sí, acoplaba conmigo y me hacía sentir que cada bocanada de aire que estaba tomando era un trozo de mí mismo, que así de unido estaba ahora con aquel vacío, que me consumía en él y él en mí.

Sin embargo, había algo que no se consumía con nosotros, conmigo y con aquella penumbra vacía y congelante. Una respiración, constante y pausada, calma, sonaba con  un perturbador ritmo secuencial, una melodía casi imperceptible, pero atrapante por lo maravilloso del mismo simplismo, por ser lo único rebosante y con significado dentro de esa habitación de paredes grises. 

Él, aquel que me había quitado significado, aquel que yo no entendía porque él no me entendía. Por qué significaba otra cosa, seguramente. Bardock dormía en su lecho, de esa forma despreocupada y perdida, desconectado del resto y de la realidad, vagando en su propio descanso y satisfacción, muy típico de él, cabe resaltar. No, él no encajaba en todo, él no se desvanecía en la situación, en el vacío, en el silencio y en la sombra. Él era, para mí, el punto, el error, la partitura de una cotidianidad que se volvió asfixiante cuando desapareció.

Hoy era el día número catorce en que aceptaba la invitación del resto del grupo y me machaba con ellos a embriagarme a alguna taberna perdida entre los suelos de Vegita. Habían pasado ya seis meses desde que descubrí aquella pista, desde que viajamos y peleamos solos los dos, del día en que Bardock había recibido aquel impacto por una tontería, por aquel descuido, por aquella causa carente de significado. Y en todo este tiempo, yo no podía hacer nada más que seguir desapareciendo.

Acepté irme con ellos, como antes, porque si no lo hacía seguramente me habría vuelto completamente loco ya, si soportaba tener que entrar a ese cuarto en completo silencio y con ese invisible filo subyugándome sencillamente no habría podido seguir. Y ahí, una vez más, tras mis parpados soñolientos que se cerraban buscando consuelo, miré de nuevo la placa que contemplaba momentos atrás. Y de nuevo me pareció falsa, de nuevo me pareció que me había equivocado y ahora mismo estaba metido en una cama que no era mía y que pronto su verdadero dueño vendría a reclamar.

Me dieron ganas de salir y verificar una vez más que estaba en la trecientos dieciocho, en la mía, en la nuestra.

-.-.-.-.-.-.-.-.-.-

–Trecientos dieciséis…– murmuró Bardock, pasando su vista por los miembros del equipo, deteniéndolos en la única mujer presente. –Tienes suerte… estarás sola – comentó, sonriendo ladinamente, recibiendo una expresión un tanto despectiva. –Esa es tuya, Seripa – la mencionada dejó ir una suave risa, levantando una ceja y mirando expectante a sus acompañantes.

– ¿Sola? ¡Bah! No me digas que por ser mujer la separaron del resto de nosotros, ¡Qué idiotez! – se quejó Toteppo, mirándola desdeñosamente.

–No lo creo, Seripa sabe cómo defenderse, fue sólo cuestión de suerte, además, nosotros no fuimos quien eligió la numeración ni el orden – Panppukin afinó la vista, mostrando molestia ante la interrupción y el comentario de su compañero, lanzando al mismo tiempo una amenaza implícita en sus palabras. Toteppo sacó aire por la nariz frustradamente, pero no dijo nada más, volviendo su atención a la hoja que Bardock mantenía en las manos.

–Trecientos diecisiete para Toteppo y Panppukin – leyó de nuevo el capitán, levantando su vista un momento a los mencionados, quienes se contemplaron también, con algo de recelo e incluso intriga, tal vez curiosidad disfrazada de algo cercano a rivalidad. –Y finalmente, la trecientos dieciocho para Tooma y para mí – agregó, frunciendo el ceño con decisión y apretando la hoja en la palma de su mano, pasando su mirada a través de su equipo, buscando quizá algún reproche o alguna opinión, pero todo asintieron de acuerdo.

–Bueno, ¿Por qué no vamos de una vez? – sugirió Tooma, mucho más animado que el resto de los involucrados.

Contagiados por su entusiasmo y curiosidad, asintieron y comenzaron a moverse, andando a través de esas instalaciones, revisando de tanto en tanto los números sobre las puertas que se marcaban en diminutas tapas de metal, adheridas a través de tornillos enroscados en la superficie de las puertas. Mientras más avanzaban, más iban asumiendo la idea de que, en definitiva, cada una de las habitaciones era igual, y era pequeña y gris, pero no les decepcionó en lo absoluto, después de todo, ellos eran guerreros y nimiedades como esas no les afectaban en lo más mínimo.

– ¿Qué? ¿Y por qué su habitación está arriba? – se quejó Panppukin, frente a su habitación, mirando unas escaleras de metal que conducían al siguiente piso, donde la numeración continuaba.

–Yo no hice el edificio, estúpido, no me preguntes – gruñó Bardock, cruzándose de brazos y mirando hacia afuera del pasillo, tratando de encontrar la razón por la cual la sucesión seguía en el segundo piso.

Una bodega parecía la responsable, utilizaba el espacio de tres habitaciones y habían decidido colocar los siguientes cuartos en el segundo piso, donde por supuesto había más y más. –No importa, no estamos lejos en realidad – comentó Tooma, con esa tranquilidad carente en todos los demás.

–Eso es cierto, a mí no me importa – Seripa se cruzó de brazos, manteniendo ese rostro desinteresado y mirando el segundo piso, donde, antes de la trecientos dieciocho, estaban colocadas habitaciones con numeraciones muy altas.

–Bueno, basta de esta mierda, iré a dar un vistazo – Toteppo sonrió, andando a su habitación, usando la llave que seguramente jamás volverían a usar.

Bardock asintió, mirando a Tooma un momento y haciéndole una señal con la cabeza, invitándolo a seguirlo. Tooma asintió y anduvo tras de su capitán, quién comenzó a andar escaleras arriba. Una vez frente a la habitación, Bardock sacó la llave –que era una tarjeta ID– insertándola en una ranura sobre la perilla, la cual dio acceso con un silbido suave y una cambiante luz verde. La puerta se abrió y Bardock entró primero, encendiendo la luz tras un toque a un dispositivo sobre la pared.

–Bueno, se ve mejor que mi casa en la ciudad – bromeó Bardock, cruzándose de brazos mientras tardaba unos segundos en pasar por todo el cuarto.

–Ja, ja, ja, hasta los baños se ven mejor que tu casa, Bardock – Tooma se burló, pasando por su lado y soltando más risas, ignorando la mirada con falsa molestia de Bardock.

–Muy gracioso, Tooma, pero al menos es mi casa y no mi rostro – la regresó, cruzándose de brazos y sonriendo victorioso.

–Ja, claro, tu rostro no luce como un baño sucio, más bien, yo diría que a trasero – Tooma estalló en carcajadas y Bardock luchó por no reír y mantenerse frío ante el comentario.

– ¡Bastardo! ¡Soy tu capitán ahora! – se quejó Bardock, mirando como Tooma se acostaba en una de las camas, la de la izquierda.

– ¡Vamos! No me digas que ahora la mierda no sólo será por fuera y te volverás un cretino líder también por dentro – Tooma lo miró, cruzando sus brazos bajo su cabeza.

–No digas estupideces – con molestia, Bardock le arrojó la bola de papel que había estado sosteniendo, atinándole perfectamente a Tooma justo en medio de los ojos.

– ¡Oye! Eso podría haberme matado – se burló, mientras tomaba el trozo de papel de su abdomen, en donde había rebotado. Lo sostuvo y estuvo a punto de lanzarlo de regreso, pero las letras llamaron su atención y se detuvo, frunciendo el ceño mientras desenrollaba la hoja. –“Toteppo y Tooma: habitación trecientos diecisiete” – leyó en voz alta, frunciendo aún más el ceño en confusión. –“Panppukin y Bardock: habitación trecientos dieciocho” – terminó de leer, escandalizándose y levantando la vista, clavándola en Bardock, quien ya estaba sentado en el borde de la otra cama, con una sonrisa cretina sobre los labios. –Bardock… tú… ¿Cambiaste las habitaciones?

– ¿A quién le importa? Nadie lo notará – respondió despreocupado, mirando a Tooma con convicción y aparente orgullo por sus actos.

– ¡Pero… ¿y si el teniente se da cuenta?! – Bardock bufó ante esas palabras, dejándose caer en el colchón y mirando detenidamente el techo.

–No digas idioteces, Tooma, ¿Acaso crees que ese imbécil se dará cuenta de que estamos cambiados? ¿Acaso piensas que se tomaría la molestia de averiguarlo o seguirnos? – negó, meneando sus pies con tranquilidad, aún pegados en la superficie del suelo. –Y si lo supiera, ¿Qué más da? ¿Piensas que diría algo? – giró la cabeza a un lado, moviendo el rostro para poder mirar fijamente a Tooma. – Sería absurdo, ¿Qué seguiría? ¿Qué cuente el número de zorras que nos follamos?

Ambos comenzaron a reír, y Tooma asintió al entender el punto, girando sus ojos al techo que tenía sobre él. –Eres un hijo de puta gigantesco, Bardock – comentó, provocando que el mencionado soltase una suave risa. –Pero…– Tooma se puso serio un momento, endureciendo su mirada mientras parecía considerar la situación. –Gracias.

Bardock quitó la sonrisa, extrañándose ante aquello y levantando una ceja en interrogante, alzando la mirada una vez más para observar a Tooma. – ¿Gracias? ¿De qué mierda hablas? – su irritación, característica básica en él, resonó, provocando risa en el otro, contrariamente a lo que esperaba.

–Porque no habría soportado compartir cuarto con alguien más – le miró, levantando las cejas en una simpática expresión.

– ¡Bah! Idiota, no creas que lo hice por ti – Bardock le restó importancia, odiando como cada día de su vida cualquier vínculo sentimental con cualquier organismo vivo, incluyéndose él mismo. –Simplemente creí que eras el indicado para este puesto, nadie más habría soportado estar aquí, alguien moriría, sin lugar a dudas – Tooma comenzó a reír, completamente convencido de lo que Bardock acababa de decir.

–Es verdad, no creo que nadie más pueda aguantarte… – se frenó en seco, considerando al mismo tiempo la idea. –Espera, no querrás decir que soy una especie de sirviente, ¿Cierto? – Bardock soltó una risa socarrona, un tanto sarcástica.

–Mierda, me descubriste. Eres el único idiota que aguantaría mis órdenes – se miraron una vez más, Bardock con tono amenazante y provocativo, y Tooma con incredulidad y burla.

–Vaya, capitán, la mierda ha pasado de tu rostro a tu cerebro – levantó las manos expresivo, dibujando una media sonrisa en sus labios un momento después. –Y dime, ¿Cuál es tu primer mandato, entonces? – Bardock retiró la vista, apretando los labios mientras un sonido pensativo salía desde su garganta.

–Pues… como soy el capitán, y también soy el dueño de este cuarto… – lo miró, con un rostro lleno de diversión que ya no podía disfrazar. –Quiero esa cama – dictaminó, señalando el catre en el que estaba Tooma.

– ¡No jodas! – Tooma negó, agitando las manos negativamente. – ¡Ya estoy aquí, no me harás levantarme! – siguió negando, aferrándose a la ligera sábana bajo él.

– ¡Es una orden grandísimo imbécil, no te lo estaba cuestionando! – Tooma negó con frenesí, riendo en el proceso.

– ¡Una mierda Bardock, yo la vi primero! – se aferró a esta, apretando los ojos, como si con esto la orden fuese a desaparecer.

– ¡Bien, si no quieres puedo ir por Panppukin! Tal vez sea mejor sirviente que tú – se levantó, haciendo alusión de salir de la habitación, pero Tooma saltó del colchón, estirándose sobre la superficie y logrando capturar el brazo de su compañero, frenándolo.

– ¡De acuerdo, de acuerdo! No me dejes…

-.-.-.-.-.-.-.-.-.-

Y no lo hizo. No me dejó, y claro que se quedó con la cama. En esa en la que ahora dormía, la que había tomado por capricho, por juego, y por seguir con este por los años. Por las risas y la amistad, por costumbre, por cotidianidad… porque es un cretino hijo de puta, ¡Nada más! Sí, lo era y lo es, y me jode que no lo parezca, me jode que tenga que pararme frente a la maldita puerta todos los días a asegurarme que no esté en el cuarto equivocado. Me jode la invisibilidad.

Pero, ¿Qué hacer? Si no soy más que una parte de la oscuridad y el silencio, parte de la cama o la pared, la gotera del baño, el suelo, la sábana. ¿Dónde estoy ahora? ¿Dónde, para él? Esa cuestión saltaba a mi mente casi tan seguido como todo lo demás, como la duda de la habitación, como la duda de la existencia, iba implícito en ello, ¿Dónde estaba yo? ¿En dónde él me veía?

¿Qué maldito caso tenía que hubiese cambiado las habitaciones hace unos años, entonces? Nada. Sin respuestas, sólo más vacío y el eco de dos respiraciones. Nada de conjeturas, nada de pensamientos acertados cuando la cabeza seguía girando demencialmente sobre mi cuello, cuando el panorama que me daba estaba distorsionado y lucía ajeno, extraño, amorfo, desconocido. Tal vez como yo, como él, y como la mierda de situación que apestaba un poco cada día más.

¿Era esta la habitación tres dieciocho? ¿Era, aquella arrinconada habitación en el segundo piso? ¿Lo era? Tal vez no, tal vez esta se había ido hacía ya un año tras un estúpido comentario, tras una desinformación, una falta de definición, un desconocimiento, una verdad sin significado. Y ahora, ese mismo ambiguo criterio me mantenía atrapado en una situación igual de incomprensible. Igual de carente de sentido y significado.

Sí, mi hogar había huido, y yo no podía hacer nada para detenerlo o hacerlo volver. Al menos así me parecía, al menos así sentía, no había modo de traer aquello de vuelta, aquella tranquilidad y comodidad, cotidianidad. ¿Por qué? ¿Cuál era la explicación que daba esta vez? ¿Qué era tan poderoso que me hacía perder cada atisbo de esperanza al respecto? Hubo respuesta a esa pregunta esta vez, la única respuesta que se pegaba a cada cuestión, a cada dificultad, a cada vez que tenía ánimos de entrar haciendo escándalo a la habitación como antes, algo que saltaba cuando tenía ganas de bromear o dirigirle la palabra. Lo que me cerraba la boca, lo que me sellaba, aislado, de la existencia.

Esa mirada. No había más.

Esos ojos que me miraron aquel día se repetían en mi cabeza, incalculables, profundos, ambiguos, cargados de ese algo que me dictaba correr lo más lejos posible, era esa mirada la que traía arrastrando desde seis meses atrás, y no se despegaba, y me agobiaba. La sensación que presionaba en el cuerpo se revivía, pedazo a pedazo, cada segundo, cada eterno momento en que respiraba cerca o lejos de él, y me hacía temblar y temer, y me hacía callar y no mirarlo de nuevo. Porque tenía miedo. Porque ese desconocimiento era grande y no podía luchar contra él, porque daba miedo tratar de darle forma, tratar de saber o darle significado.

Y así era, así me conectaba a un vacío irremediable, así me conformaba a esta nueva versión de mi estancia. Al silencio, al anonimato, a la insatisfacción, a la ambigüedad. Tenía miedo de abrir la boca, de preguntar y de saber. ¡Patrañas! Sin lugar a dudas, ¡Sólo estupideces podían saltar a mi mente en ese momento! ¡Definiciones absurdas que no valía la pena considerar! Por eso no lo hacía, por eso cada día me levantaba y fingía soledad, porque también era nadie ahora. Porque parecía estar a kilómetros de lo que fue un día mi habitación.

Por eso no miraba tampoco, porque no quería toparme con aquella siguiente pista.

Porque lo que descubrí en la primera, sin lugar a dudas, era un error.

Y no quería perder el control, liberar aquello que desconocía, aquello que susurraba un peligro latente. No quería saber, al menos, no aún.

[…]

Franjas de luces cruzaron a través del pasillo, purpuras, violetas y tonalidades más claras, brillantes al punto en que todas parecían blancas. No alumbraban demasiado, el pasillo permanecía en oscuridad absoluta, sólo se filtraban esas luces por las ranuras del techo, delgadas y continuas, repitiendo el mismo patrón de luces una y otra vez, llegando al purpura fuerte y desapareciendo, dejando el lugar en completas penumbras antes de volver a comenzar en tonos lilas.

Mi mirada iba al frente, fija en las figuras que se iban apareciendo conforme avanzábamos, definiciones que se repetían en patrones también, el sitio no parecía ser demasiado elaborado o detallado, eran sólo un grupo de paredes grises con líneas negras que remarcaban la forma ovalada del edificio. Nada relevante, nada que llamara mi atención lo suficiente, para ser honesto, sólo más grises paredes que se repetían cansadamente en nuestro andar. Sí, pero si había otra razón para mi marcada atención en ese momento, había un ligero punto más que me distraía a unos pasos delante de mí.

Apenas había dormido anoche, la resaca había sido insoportable y me costaba un infierno estar de pie y asistir a entrenamientos del planeta, pero mi cabeza estaba inquieta, y mis ojos se forzaban a mantenerse abiertos, a mirar en contra de mi voluntad. No había caso, no importara donde los moviera, donde los girara o clavara tratando de distraerlos en otra cosa, volvían, una y otra vez, al mismo punto. A esa espalda. A la peligrosidad de la que llevaba meses huyendo.

No, no era la primera vez que, bendecido o maldito por mi posición inferior en la formación del escuadrón, quedara detrás de mí capitán, y gracias a ello, en los últimos meses me había dedicado a observar con detenimiento su parte posterior. Su figura se movía frente a mí, con pasos lentos pero certeros, marcando su endemoniada y característica arrogancia, y yo lo seguía un poco atrás, mucho más discreto. Bardock, él y su imponente figura, su régimen, su absoluta presencia, llamaba, con locura, mis ojos, que absortos se movían estúpidamente aun cuando no quería hacerlo. Como todas las veces últimamente.

Lo sé, no había caso en hacerlo, y no quería saber más ni mirar más, pero era inútil. Privilegiado con el anonimato y el desconocimiento por parte de él estando a sus espaldas, podía pegar mis ojos en él, podía mandar yo mismo mensajes infinitos e indescifrables que jamás serían leídos, y yo no recibiría ninguno. Y así, sabiendo aquello, mi mente –controlando la voluntad de mis ojos– se aprovechaba de ello, y me hacía mirar, entendiendo que mirarlo así, de esa única manera, no afectaba, estaba a salvo. Y se sentía tan bien.

Lo era sí, sentía alguna clase de tranquilidad en aquel acto, lo había hecho en las misiones que habíamos enfrentado en estos meses, y resultaba, retorcidamente, reconfortarle. Pero, ahora, había algo un tanto diferente a las veces anteriores, esas jodidas veces que odiaba desde hacía tanto. Estábamos completamente solos. El resto del escuadrón había salido a un trabajo junto con unos generales, eran algunas cosas de aprovisionamiento que no iban con nosotros, que automáticamente descartaban nuestra participación. Y una vez más odie haberle tomado la razón a Bardock en muchas decisiones del pasado. Quizá seguirlo había sido un error en primer lugar.

Fuimos al entrenamiento, y, a pesar de que estuvimos separados todo el tiempo, mis pensamientos y mis ojos no paraban en otro sitio. Ilógicamente, iban incluso en contra del propio miedo. Y ahora, cruzando ese aparente interminable pasillo de luces cambiantes, me perdía en aquella persona, en aquella visión, en la anestesia y paz, y miedo y peligro. Y, agobiado por la tensión y la soledad, la cercanía y acompañamiento exclusivo, todas esas sensaciones que se generaban al verlo, se duplicaron. Sentí nervios asesinos, al verme despojado de mis colegas, andando sólo con aquel que había profesado ser mi amigo y ahora era el desconocido, las cosas no parecían estar yendo bien. Algo estaba mal, muy, muy mal.

Mi pecho se estremecía, mis puños se apretaban a mis costados e incluso mis pasos se volvían difíciles, flaqueaban con cada centímetro que los movía. No, se supone que no debería verlo, pero, irremediable e incomprensible como el resto, una parte de mí quería hacerlo. Y la mirada de aquella vez, la última vez que nos habíamos visto, se repetía incansable en mi cabeza al tiempo que seguía escudriñándolo, aumentando la tensión, ¿Qué era? ¿Qué malditos me embriagaba y me acosaba de esa manera? ¿Qué hacía que, al mirarlo ahora, comenzara a temblar así?

Deseo. Mi cabeza no sacaba esa palabra, ese descubrimiento, ¿Deseo? ¿En verdad era eso? No, no podía ser, no debía ser. Pero ahí estaba, mirando su nuca como un estúpido, siguiendo la línea de su cabello, de las puntas en todas direcciones, de ese movimiento que hacían las hebras negras frente a mí, balanceándose, brillando cada vez que las luces blancas alumbraban desde arriba y resaltaban el tono de su piel bronceado. Y mis manos, estúpidos y bailarines dedos inquietos se agitaban deseosos, pedían poder tocar, deseaban acercarse y entremeterse en aquellas mechas frente a mí.

Deseaban. Sí, lo hacían con voluntad propia, como mi nariz que aspiraba, tratando de recoger en el paso su esencia, que lo hacía en el cuartel, también, en la ducha, en el bar, y en cualquier lado, a cada momento. Lo hacían, como mi pecho apretado y agitado. Actuando solos. El aire comenzó a atorarse en mi garganta, y pronto, no satisfecho con todo, un suspiro se agazapó en mis pulmones, exteriorizándose. Estaba ahí, a pasos de mí, y al tiempo estaba en una lejanía incalculable. ¿Qué se suponía que hiciera? No lo sabía, y no saberlo me estaba haciendo perder la razón.

“Me estoy volviendo loco…” pensé, sintiendo mis manos sudar, sintiendo mis labios apretarse, como si con ello fuese también a frenar mis pensamientos. Y no. Y la jodida sensación subió a mis hombros, a mi cabeza… y también bajó hasta mi ropa interior. Excitación, eso siempre va unido al deseo. Claro que la idea me desconcertó, claro que el pánico saltó a mi mente y la sensación de huir se filtró a mi cabeza, y mis ojos, necios, aprovechando aquella oportunidad de mirarlo, por lo menos desde atrás, no respondieron como lo ordené. Se quedaron fijos. Se quedaron guardando, se quedaron embelesados ante el deseo que representaba acercar y tocar, a lo que representaba una estupidez, todo él.

Pero, de entre todo, me preocupaba más el hecho de que la idea no me pareciera desagradable.

Con un brusco movimiento de cabeza, negué, colocando sobre mi rostro una expresión furiosa y frustrada, reprimida ante los pensamientos que habían estado girando sobre mi cabeza. Para mi fortuna, el final del pasillo llegó, y con este la vela nocturna del planeta, acogiéndome de inmediato con suavidad, golpeándome con un suave y fino viento que llevaba consigo una frescura y particular tranquilidad, una que aspiré al fondo, hasta llenar mis pulmones una y otra vez, demencialmente.

Miré la espalda de Bardock, una vez más, apreciando ese perfil al que ya me estaba acostumbrando por ser su único disponible, al menos para mí. Aproveché, inútilmente, la vista que me dejaba aún de él, como cada oportunidad que tenía de mirarlo sin ser notado, tratando de llenar un vacío y un desconocimiento sin llegar a hacerlo ni remotamente. Pero hacerlo, colocarme tras él y clavarle la mirada todo el rato se sentía un poco menos mal, un poco menos pesado, me daba ligereza después de tanto tiempo sin cruzar palabra o compartir una mirada.

Sí, era agradable hacerlo, y me resultó suave de ver cuando su figura estuvo bajo el brillo de la noche, esa lluvia de sombras y luces plateadas que hacía resaltar cada forma de su fornida anatomía, esa, entallada en la armadura colorida que lo caracterizaba. Lo único malo de esa tranquilidad, de esa suavidad y especie de anestesia que imponía en mí cuando lo miraba, era que, cuando dejaba de hacerlo, me sumía en el más crudo de los infiernos.

Giró su rostro levemente, desde el frente, mirándome de reojo en su estancado andar, justo fuera del pasillo que conducía hasta las bases de entrenamiento de las que acabábamos de salir. Me observó de soslayo, unos segundos en los que aguanté la respiración, tragando discretamente. Él, con su eterno rostro fruncido, pareció considerar algo, como si estuviera a punto de soltar alguna clase de idea, pero no lo hizo, se quedó en su sitio, decorado por el velo nocturno. Luciendo, pareciendo algo puesto a propósito en el ambiente para adornar. Y yo debía huir, sí, por esa razón que afirmaba a diario al entrar a nuestra habitación, por no querer saber nada más. Pero, encismado, agobiado por la misma tensión del día, por la inquietud, me petrifiqué.

Encajó, y de pronto la tensión se fue un segundo, mis ojos y mi pensamiento se concentraron en mirarlo. Y en nada más. Me quedé en blanco, y como otras veces, dejé de ser consciente de las cosas que pasaban por mi cabeza. Me pregunté si era real, me cuestioné si la presión en mi pecho era otra de las tantas alucinaciones, o sí iba en serio. Llaméenme estúpido, ¡Joder, estaba seguro que lo era! Pero la escena, mirarlo ahí, me paralizó en todo sentido. Algo dentro de esa figura se volvió demencial en mi cabeza, entre los tonos resaltantes y combinados, sombreados y situados en el punto correcto. Lució, a mis ojos, como nada que jamás hubiese visto.

La cola se agitó tras de mí, emocionada, con voluntad. Un escalofrío me recorrió cuando la ventisca fresca y húmeda sacudió mi pelaje y cada vello sobre esta extremidad se erizó con vehemencia particular. Bardock lucía… ¿Bien? No, no, la palabra era corta, era extraña y no era apropiada, era burda a comparación del burbujeo en mi cabeza. Se veía perfecto. Las ideas, ese maldito tren frenético que no me dejaba ni en mis sueños, se estrelló, esparciendo su pútrido contenido en cada parte e mi cuerpo, en cada pedazo de mi piel. Palabras, palabras saltaron con desquicio una vez más, esas estúpidas ideas que me asaltaban cuando trataba de encontrar sentido a esto y no lo hacía, y me enredaban, y me confundían.

Tragué duro, y sentí mis labios temblar y apretarse, mis dientes morder mi labio inferior en un intento absurdo por distraer mis pensamientos, por contener. ¿Y lo lograba? No, no como quería, no como otras veces, no como en el último año, no en esta distancia, en este abismo oscuro que conducía al infierno. Metido en mi ensañamiento, contemplando de arriba abajo aquella frescura que sentía al poder ver más de él, un descubrimiento pasó por sobre mis ojos, reinando de un momento a otro, llamando mi atención y pegando mis ojos a ese punto.

La cicatriz. Aquella hendidura sobre su mejilla izquierda, de verdad estaba ahí. La cola a mis espaldas dejó de agitarse, cayendo, entristecida, apagada repentinamente con aquello. Bardock, oh, siempre has sido un completo necio, el cabeza dura más grande que conocía, un completo imbécil, no más. Había decidido no entrar a una cámara de recuperación por algo tan insignificante como eso, y ahora lo marcaba, y ahora lo llevaría consigo lo que le quedara de vida.

Habría reído sarcástico si las cosas estuviesen como antes, hubiese ido a su lado y pasado mi brazo sobre sus hombros, me habría reído de su estupidez, de su necedad y de la forma tan ridícula en la que había terminado con eso sobre la cara. Pero, maldición, la razón por la que ahora tenía aquello en la cara apareció de nuevo, y me golpeó como balde de agua fría. Claro, esa estúpida razón.

Mis ojos se apartaron de esta, bajando al suelo, pegándose y marcando sobre ellos el brillo de algo cercano al dolor, a la sensación de culpa. Era ridículo, lo sé, sentirme arrepentido por ser parte de la causa de aquella herida era absurdo considerando la situación en la que habíamos estado, pero lo sentí, y lo sentí no exactamente porque Bardock fuese a lucir esa cicatriz en su rostro siendo tan joven, lo sentí porque era el constante recordatorio de aquello. De lo inexplicable, de la partitura de esta situación, de lo que agravó, de lo que conllevó a una completa distancia y anti-armonía.

Pero por sobre todo, era el recordatorio de aquella tan temida verdad.

Con los ojos en el piso, tratando de negarme a mí mismo que la perfección se encontraba a pasos de mí, que aquel punto en donde mi cuerpo gritaba moverse y cada extremidad de mí se balanceaba tentativa, decidí alejarme e irme. Si hubiese dado un paso más, estoy seguro que habría hecho alguna clase de cosa estúpida sin razón o conocimiento. Me estaba volviendo un completo loco. Era Bardock de quien hablaba, un hombre, mi amigo. ¿Qué demonios era eso?

¿Qué era, estúpido corazón?

¿Por qué demonios amenazabas con dejar de latir? ¡¿Por qué diablos no había respuestas?! Agitando la cabeza, permaneciendo mis oscuros orbes afilados en el grisáceo del asfalto, di un paso hacia atrás, contrario a todas las demás fuerzas que tiraban al frente, que gritaban en extraños idiomas, desconocidos para mi racionalidad. Los silencié; los ignoré, en realidad, porque el estúpido tren desparramado contra el piso de mi mente ensuciaba con su presencia cada pensamiento.

De reojo, observé como Bardock se daba la vuelta, como me pintaba su anatomía de frente, como mostraba curiosidad o incluso sorpresa en sus ojos, que se fijaban en mí. Pero no, el día de hoy había sido largo, y por la resaca y el ejercicio seguro que estaba cansado, seguro que mi mente, abrumada y necesitada de dormir, estaba poniendo cosas e ideas donde no las había. Así que no me permití mirarlo, ni nada más, sólo había un espacio para salir corriendo, escapar de esa presión, de nuevo.

–Me iré de juerga, nos vemos después – hablé, y agradecí que mi voz no sonara temblorosa como se sentía el resto de mi cuerpo.

Luego caminé en otra dirección, contraria al cuartel, contraria a él. Y luego, perdidizo en las calles de la ciudad, corrí, y lo hice con fuerza, y apreté los ojos mientras lo hacía, conociendo y teniendo en la memoria cada uno de los pasajes de toda la ciudad. Corrí, corrí como si detrás de mí alguien fuese a matarme, cómo si la vida dependiera de mi huida, y tal vez lo hacía, porque tal vez en realidad algo me iba siguiendo, algo que quizá no era tangible, ni visible, ni conocido.

Pero sí era completamente real.

El aire se me acabó, y no porque hubiese corrido, ni porque ya estuviese fuera de la ciudad y hubiese pasado ya todos los bares mucha distancia atrás. Estaba sin aire porque, aquello, fuera lo que fuere, me estaba presionando el cuello. Porque no podía huir, porque aquello estaba pegado a mí y no podía despegarlo con sólo salir corriendo. Estaba implícito en mi cuerpo. El deseo no se puede abandonar en una esquina, como si nada.

Con algo de resignación, necesitando tomar aire, me desplomé en el suelo, tallando mi rostro mientras imploraba a mi mente regresar algo de cordura, algo de raciocinio, alguna buena idea después de tan abrumadora escena, locos pensamientos y tremenda tonta y absurda huida. Levanté el rostro en dirección al cielo, encontrando el firmamento lleno de estrellas resplandecientes en lo alto, luciendo profundo y basto, infinito y lejano, hermoso. Casi perfecto. Como él.

Perfecto.

La palabra se repitió en mi mente, sorprendiéndome cuando reaccioné mi propio pensamiento. Sostuve mis sienes, masajeándolas, como tratando de procesar lo que acababa de pasar, una de entre todas las ridículas ideas que me habían cruzado apenas unos momentos. “¿Perfecto?” Era un demente, oficialmente lo era. ¿Quién, en su sano juicio, consideraría la idea de alguna clase de perfección en Bardock? ¡¿De verdad había pensado semejante tontería?! No lo podía creer, ¿Qué diablos pasaba por mi mente? ¿De qué se trataba toda esa mierda retorcida? ¡¿Qué jodidos estaba pasando?!

Tomando una bocanada de aire, tratando de tranquilizarme, mi mente se esforzó por darle un orden al cúmulo de ideas que gritaban al mismo tiempo y no era capaz de atender a cada una. Era un caos, y mis manos aún se sentían temblorosas, como si me hubiese librado de la misma muerte en un instante. Quizá había tomado el pretexto de la juerga para escapar, pero justo ahí, contemplando el cielo nocturno y escuchando aún en mis oídos el fuerte bombeo de mi corazón, sabía que necesitaba una botella… o diez, si se podía.

[…]

Una más corrió a través de mi garganta, y pasó desapercibida para mí ya entumecido cuerpo, que no resintió la cantidad ni la potencia del alcohol que llevaba bebiendo. Sacudí mi tarro vacío al sujeto tras la barra, quien, iluminado por las pocas velas del lugar, me asintió y se aproximó, atendiendo de inmediato mi petición, dejando al borde una nueva bebida. Mis dedos rodearon el tarro, tambaleándolo unos momentos entre mis dedos, en un acto pensativo.

Tenía ganas de beber, estaba enloquecido por embriagarme al límite, como las otras noches… no, no, aún más, ¡Mucho, mucho más! Quería borrarme la conciencia y las sensaciones a base de alcohol, quería borrarme a mí mismo con ello. Apreté suavemente el contenedor, colocando el borde de madera sobre mis labios y bebiendo largamente, suprimiendo un leve gesto al percibir un ardor en la boca del estómago, uno que se apaciguó cuando llegué al fondo de la bebida, anestesiado, como mis extremidades y mi racionalidad, un poco cada vez más.

Sin control sobre mi mano y mis acciones, azoté la taza sobre la superficie de la barra, agitándola y percibiendo el siseo que realizaba la fricción entre las dos superficies, perdiéndome en él unos momentos. Mi vista se puso difusa, confusa, miraba pero las imágenes me parecían cada segundo más irreales, sobrepuestas en lados incoherentes, con movimientos oscilantes que aturdían y mareaban. Estaba cerca de mi límite, lo sabía, estaba a nada de perder la conciencia, de todo en lo absoluto. Y agradecí esa bendita función del alcohol. Como nunca antes.

Dejé ir un suspiro, cansado y frustrado. Ahí, sentado en solitario sobre un alto banco de madera, pude admitirlo, para mi propio fuero interno: me estaba hartando. Estaba harto de todo, sí, lo había remarcado con terquedad los últimos meses, por la soledad y la distancia, pero había otro punto doliente y fundamental que no me dejaba en paz, ni ahí, con más de tres litros de la bebida más embriagante en Vegita: me estaba hartando y cansado de contenerme.

Claro que el silencio era doloroso, claro que la idea de no tener a Bardock todo el tiempo para charlar y bromear era una patada en los huevos, que creerme perdido todas las noches, sintiéndome equivocado en mi propia habitación, era una situación desgastante. Pero contenerse, para un saiyajin, para cualquier maldito ser sobre el basto universo, es la peor tortura posible. Y me estaba cansado, y sentía que explotaría en cualquier maldito segundo.

Rememoré, con congoja, el saber del desconocimiento, palabra que había girado tan recurrentemente en mi cabeza que ahora mencionarme me provocaba una sensación vomitiva por lo repetitiva que resultaba, pero encajaba más que cualquier otra, sin duda. Sí, el desconocimiento me jodía a diario con ímpetu, sin descanso, porque yo tenía que contenerlo con cada onza de fuerza que poseía. Y contener en el interior lo incomprensible es una mierda.

Tenía ganas de gritar, había veces en las que entraba y mi vista, de reojo, topaba a Bardock recostado sobre su catre, fijo en el techo, con una tranquilidad envidiable, una que yo sentía irrecuperable. Y verlo así de calmado ante la mierda me producía unas enormes ganas de golpearlo, de saltarle encima y destrozarle la cara a golpes, de gritarle… sin ninguna razón. Otras veces, más frecuentes y también más estúpidas, tenía ganas de tirarle de los cabellos, tenía ganas de azotarlo contra alguna pared, y aplastarlo. Aplastarlo con la fuerza de mi cuerpo, con la fuerza de mis brazos y comprimirlo en un gesto poco común, entrelazarlo con violencia y no soltarlo.

Pero, dentro de esas dos cosas, había una que rozaba lo sinsentido, lo abstracto y extraño, lo peligroso que hacía botar mi corazón con arrebato. Algunas veces, mirando su espalda de piel bronceada frente a mí, su torso desnudo paseándose en el cuarto, sus piernas dobladas en el borde de su cama, su cola ondeándose antes de entrar al cuarto de baño, me daban ganas de seguirlo. Me daban ganas de ir tras él y adentrarme con él en la ducha, y estúpidamente se unían sin control las dos ideas, formando una mucho más elaborada: sentía deseos de golpearlo con violencia y al mismo tiempo apretarlo contra mi cuerpo protectoramente, me daban ganas de tocarlo, con cada pate de mi cuerpo, cada pate de su cuerpo. Me invadía de ganas de poseerlo.

Sí, quería tomarlo de todas las formas posibles, quería enfurecerme con él y denotarle de algún modo mi posición, mi participación en él. Quería marcarlo, y que no lo olvidara. Quería que entendiera que, de alguna manera, le resultaría imposible alejarse de mí, así como si nada, con facilidad.

Y no podía. No podía ni golpearlo, ni abrazarlo, ni tampoco poseerlo. Y lo suprimía, y lo contenía con una fuerza de la que no me creí capaz. Pero, con tanto, con el peso que aumentaba considerablemente cada día y se seguía sumando sobre mi espalda, me resultaba más difícil de sobrellevar. Quería gritar y explotar, y dejar de retener, quería dejarlo ir todo. Quería dejar de contenerme. Deseaba rendirme ante lo inevitable, ante lo sucesivo, ante las acciones que conducirían mis irracionales actos, ya no soportaría mucho tiempo más dentro de mí toda esa mierda.

Levanté la mano, haciendo otra seña al encargado de la taberna, indicado que llenara mi vaso una vez más. Aún no era suficiente alcohol, aún estaba pensando mucho. Y estupideces, por si fuera poco. La bebida en tonos rosados apareció frente a mí, algún número finito de Parfum, la bebida más fuerte en Vegita, y no daba el efecto de perdición que buscaba, me comenzaba a dar la impresión de que, contrariamente a lo que buscaba, el alcohol no me haría olvidar, sino, recordar y sentir con mucha más libertad, sin inhibiciones. Algo que tenía miedo de sólo considerar.

Moví mis labios, apretándolos y probándolos con la punta de la lengua. Sabían agrios, estaban resecos y partidos, además de muy entumecidos. ¿Sería acaso buena idea seguir bebiendo sin control? ¿Valdría la pena? ¿Serviría de algo? Sabía que no, y al saberlo supe también que a cada segundo enloquecía más. ¿Yo, considerando la ingesta de alcohol de una manera pensante y racional? ¡Qué estúpido! ¿Desde cuándo me importaba si el tomar me traería beneficio alguno? ¡Jamás lo había siquiera considerado, porque a nadie le importaba! Y saber que ahora me cuestionaba el seguir tomando o no, me confirmaba el gran daño sobre mi cabeza.

Solté el tarro sobre la barra, con un desinterés repentino, clavando mi vista en la nada, contemplando algún punto en la pared con insistencia. ¿Qué? ¿Por qué? Si no había respuestas pronto tendría alguien que recoger mis sesos, que saldrían huyendo después de un tiempo, cansadas de tanto pensar, de tanto cuestionar y dar vueltas. Y de no obtener nada. La mente se hacía un embrollo, con ideas tangibles y dolorosas que perturbaban mi ahora sensible y frágil mente alcoholizada, que hablaba honesta, como cualquier borracho, como otras veces que he visto saltar de bocas de hombres y mujeres sus más oscuros secretos o penas, tratando de liberarse, admitiendo su tormento a alguien, exteriorizándose de la única forma en la que podrían hacerlo: borrachos.

Y ahora, yo, quién solía beber y reír, y escuchar y bromear, me había convertido en uno más, ahora mismo, en la voz interna, en aquella dualidad existente en cada uno de nosotros, dicho con mi propia voz, era testigo de un lamento, de una historia que pedía surgir, materializarse de algún modo. Incluso si sólo era en el propio desvarío de mi cabeza. Necesitaba soltarlo, y fui voz y oídos, y, ebrio como estaba, deje hablar a una voz que pedía ser escuchada muchos meses atrás.

“De verdad, de verdad lo deseo…”

La voz susurró, con tono cansado y fatigado, rendido, pero al mismo tiempo sonaba implorante, necesitado, ansioso. Era verdad, esa sensación incomprensible que recorría mi interior era deseo, quería ponerlo a mi merced y tragarlo completo, quería profanar su ser, quería someterlo una noche mientras dormía, subir en él y desnudarlo, mirarlo y sentirlo para mí. Quería follármelo, ¡Eso!, ¡Quería asfixiarme en su piel, probarla y morderla hasta que me hartara!, sentirlo una maldita ramera, estaba deseoso porque mi piel, completamente hirviente y vibrante, tocara la suya y saciara con un adictivo y repetitivo frote sobre la suya. Embestidas salvajes, quería verlo contorsionarse, perdiendo la respiración, apretando los ojos, apretándose alrededor de mí.

Un escalofrío detuvo mi tren de ideas, y sentí mi cuerpo caliente, más aún de lo que yo lo sentía momentos atrás a causa del alcohol. Mis mejillas ardían, lo hacían de tal forma que me hacían lagrimear por la potencia. Tomé aire con la boca, sintiéndolo frío a comparación conmigo, pues mi piel ya comenzaba a sudar. La sensación de escalofríos se repitió en mi cuerpo, logrando que notara entonces mi excitación.

Estaba duro, tenía una erección que palpitaba y se hinchaba dentro de mis pantalones, apretándose contra la licra, tirando una dentro de la otra. Sentí la urgencia de llevar mi mano a mi miembro, pero me recordé a mí mismo donde estaba, y lo más importante, la razón por la que estaba sucediendo. “¿Qué demonios…?” Mi mente se aturdió, ¿Con imaginar tan poco me había puesto así de cachondo? ¡Joder! Sentía que un pequeño roce me haría venirme y dejar mi lefa en el piso de ese lugar.

Maldito seas Bardock, tú y tus caderas contorneándose y agitándose con violencia en mi cabeza. “En mis dos cabezas.” Otro escalofrío ante el pensamiento, otra reprenda por parte de esa mitad de la dualidad, esa que peleaba por la negación y el desconocimiento. Qué pensamientos tan suaves y superficiales, y que malditas ganas tenía de masturbarme ahí mismo y terminar de una vez, desahogar esa presión que me agobiaba. Qué ganas de ir corriendo al cuarto y cumplir lo que acababa de imaginar. Llegar, sin ruidos, meterme bajo la misma sábana, estando ya completamente desnudo, sentir su asfixiante calor atrapado en la cobija y la almohada, sentir también el calor de su aliento golpeando mi piel, erizándola, quería apretarlo, golpearlo, sentirlo luchar y ceder. Acabar sobre él.

¡Una mierda! Un poco más y terminaba. Sacudí la cabeza, pensando seriamente si debía tomar un poco más, incitando un poco por las dos partes de mí: quizá, muy ebrio, perdería el conocimiento y dejaría de pensar idioteces… o quizá me armaría del suficiente valor e iría a tratar de cumplir mi cometido. Pero no, no hice ninguno de los dos, no me decidí a que alguno de los dos se cumpliera. Deseaba igualmente ambos, deseaba dejar de reprimirme, pero también deseaba que lo que sentía y pensaba no fuera más que una absurdez, una mentira. Porque sin duda, era estúpido. Es decir, Bardock era otro hombre.

Y no, no cabía en mi cabeza la posibilidad de que yo fuera un rarito que caminaba hacia atrás. No, ¡Con un demonio que no! Yo mismo acabaría con mi vida de ser así… pero, ¿Entonces que era? ¿Era uno que daba un paso al frente y otro atrás? ¡Joder, no, eso no era más que una estupidez y una calamidad! No me gustaban los hombres, nunca antes, y por mis huevos que no lo harían ahora.

Con el ceño fruncido en determinación, seguridad y molestia, me decidí a probarme. Con discreción, miré a uno de mis costados, encontrando un grupo de hombres que charlaban con tranquilidad, y tras una mirada fugaz, los consideré a todos. “No, ninguno me parece agradable o apetecible.” Concluí, apartando la vista un momento, regresándola cuando un miembro más apareció, mucho más joven y viril que los demás. Con presura y rapidez recorrí su cuerpo, fingiendo mirar mi bebida un momento después, balanceándola entre mis dedos.

Podría decir que era atractivo, tenía buen rostro y un cuerpo trabajado. Pero no, nada, al detallarlo, estaba un tanto exagerado de algunas partes, “…además Bardock tiene un mejor rostro y porte.” Otra lucha interna tuvo lugar ante esa interrupción, ante la bruta sinceridad que la mente poseía cuando estaba alcoholizada, esa fusión extraña cuando la mente hablaba con algo más dentro de nosotros. Con algo que también tenía voz pero como raza teníamos que ignorar. Pero como hablaba, y participaba.

Ese mismo pensamiento me llevó a una idea, y entendí una clara verdad: No, no me gustaban los hombres, ni nada, yo no caminaba hacia atrás. Yo deseaba a Bardock, y a nadie más. Sí, era eso, me gustaban las mujeres y siempre lo harían, pero de entre todo, deseaba poseer a Bardock, sin mayor problema más allá.

Convencido de ello, me animé un poco, sintiendo una renovada ligereza, un poco de tranquilidad desde que había descubierto el deseo implícito en mí. Desearlo era un problema, sí, pero era mucho menor que caminar hacia atrás y querer follarme a todos los machos de Vegita, ¡Eso sería una maldita porquería! Me gustaban las mujeres, y lo deseaba sólo a él, punto.

Quizá, desde mi perspectiva mareada y pensativa, aturdida por mucho y sincera como nunca, tuvo sentido que lo deseara, tal vez lo había hecho siempre pero no lo había notado, era mi amigo, y eso de algún modo me llevó a querer poseerlo. Quizá fue mucha cercanía la que un día me hizo anhelar un poco más de ella. Pero ahí, nada más. Era un ansia que se apaciguaría, sin duda. Sólo debía contenerme un poco más, y sencillamente, el deseo que, quería pensar, radicaba más en un anhelo superficial y no trascendental, terminaría por desaparecer.

El pensamiento de horas atrás vino a mi mente, aquel “perfecto” aterrizó a mi cabeza y se cuestionó, se puso en tela de juicio su mera existencia sobre mi cabeza. Y sí, Bardock se veía perfecto en aquel momento, con el juego de luces sobre sí, con su porte y aplomo. Pero aquella idea seguro que no era otra cosa más que una más de las ramas derivadas del mismo deseo. Este era tanto, que me estaba haciendo idealizarlo, ¡Más de lo que ya lo había hecho toda mi maldita vida! Admiraba a mi capitán, y también estimaba a mi amigo, quería follármelo en el fondo, sí, pero todo era una cortina de humo que pronto desaparecería.

O eso quería pensar.

No hubo tiempo de más reflexiones o consideraciones, una mano se posó sobre mi hombro y me sobresalté, girando a mi lado izquierdo con velocidad, donde una delgada mujer de largo cabello me veía con intriga y curiosidad, formando una media sonrisa en sus labios delgados y rosas. Me miró a lo largo una vez, fijándose en mis ojos y mirándome sugestivamente, sin soltar el agarre que tenía sobre mi persona.

–Vaya, es la primera vez que te veo sin el resto de tu escuadrón – habló la mujer, y yo fruncí el ceño, escudriñándola, tratando de reconocerla, pues actuaba como si me conociera. Al percatarse de mi gesto, comenzó a reír, extrañamente divertida. –No, no me conoces… – negó brevemente, pegándose más a mí, con descaro y desfachatez. –Soy Braica, y tú eres, Tooma, ¿No es así? 

No hacía falta que midiera su energía, era una clase baja, su nombre me lo dijo todo, era la hermana de Niono, uno de los capitanes más reconocidos, lideraba un escuadrón de clase baja con bastante éxito. Por su delgadez y altura casi pensé que era más joven, pero debía ser por lo menos diez años mayor que yo. Seguro que era débil, por desgracia para el capitán Niono los miembros de su familia eran en su mayoría mujeres, bastante débiles. Su esposa era una curandera en el pueblo, y sus dos hijas, según había oído, a pesar de estar ya en el entrenamiento del ejército, estaban muy por debajo de la media. Seguro que esta mujer Braica también lo era, había oído de ella por las veces que el general Parragos se había puesto a hablar de las mujeres con las que se había acostado. Buena en la cama, eso recordaba sobre ella.

–Vaya, parece que sabes de mí – comenté, relajándome un poco, girándome levemente en su dirección, llevado mis ojos a mi pelvis para asegurarme que no hubiese rastro visual de mi anterior erección.

–Claro que lo he hecho, ¿Cómo no verte? Luces muy bien – esa mujer quería sexo en ese momento, lo sabía, y le habría ahorrado un rollo enorme si simplemente la hubiese halado a mí en confirmación, pero quería escuchar que más tenía para decir. –Además, tu escuadrón es famoso, son bastante fuertes ¿no? – Mi sonrisa ladina se cayó con eso, yéndose directo al caño.

Tenía que hablar de mi escuadrón, tenía que recordarme todas esas cosas abrumadoras. Tenía que volverme a traer a Bardock a la cabeza. Las ganas de hacer cualquier cosa se me quitaron de inmediato, pero, antes de decirle que tenía que retirarme, rechazando su oferta con amabilidad, una idea –o más bien un desafío–, corrió en mi cabeza. Esa era la oportunidad perfecta de demostrarme a mí mismo mi hombría, de sacar esas estúpidas dudas, de irme con esa mujer y saber que, en efecto, mi deseo por Bardock era como cualquier otro que sentía por una ramera un momento, uno que se desvanecía sin ningún interés luego de vario tiempo o de poseerla una sola vez.

–Oye, ¿Qué te parece si vamos a otro lado? – la mujer asintió y sonrió de inmediato, haciéndome una seña con la cabeza para que comenzara a seguirla. Pagando la cuenta obedecí, pegando una sonrisa en los labios, seguro de que las cosas eran como yo las creía. Con suerte, también pasaría un buen rato.

[…]

Soltó un gemido, apretando sus brazos delgados alrededor de mi cuello y tirando de él, besándome con ahínco una vez que bajé lo suficiente. El ritmo de mis caderas no disminuyó, la penetraba con algo de violencia y también con algo de torpeza víctima de mi aún alcoholizado cuerpo, que mareado actuaba por instinto. Pero por su rostro, parecía que de algún modo estaba haciendo un buen trabajo.

Me separé de ella, recargando los codos en la superficie del catre, ese que pertenecía a ella, en la habitación de su hogar en la zona de clase baja, donde me había llevado para fornicar. Buena elección, en realidad, pues yo había planeado llevármela afuera de la ciudad para tirármela en el árido del desierto. Así que, por mucho, esa cama estaba mejor. En realidad me había convencido la única idea de saber que su hermano Niono ni vivía con ella, seguro que él me mataría sin pensárselo ni un momento.

La miré fijamente, observé sus facciones retorcerse en placer, contemplando sus dientes apretados y sus ojos entreabiertos, mirándome con lascivia, sudando debajo de mí en una lucha erótica, lujuriosa por sentir más, y por hacer sentir más. Se notaba que realmente estaba disfrutando. Y eso, en cualquier instancia, para cualquiera, habría sido una escena digna de admirar, una situación que enorgullecería a cualquier macho, vanidoso por sus acciones sexuales, pero, más que nada, contemplar a una mujer así por ti, era una imagen y una idea excitante, desbordante, debía ser lo más sensual en la mente de cualquiera: la contemplación del cuerpo desnudo de una hembra que se retorcía de placer y gemía por y para ti.

Pero no. Pero no hubo reacción. Y la excitación del principio, la emoción y la impresión que se genera momentos antes del acto sexual, se desvanecía. Y no pude creerlo, y sentí incluso una especie de aburrimiento, una presura por terminar e irme porque me estaba cansando, y no hablo físicamente, sino que la situación sencillamente dejó de ser atractiva. Solté un par de maldiciones mentales, parpadeando repetidas veces mientras trataba de enfocarme en la mujer y hacer volver a mí la excitación, no sólo la física, sino la excitación mental, esa que te mantenía ahí producto de tus pensamientos y tu propia masturbación mental, no sólo por las reacciones del cuerpo.

Algo iba mal, mi pene sentía excitación, claro, y el cosquilleo así como el roce gustaba, pero, no sentía a la mujer, no como individuo, de pronto, locamente, me sentí solo, como si en un momento me sintiera como estar dándome sencillo placer con mi mano, nada más. No había calor, ni nada. Sólo el frote sin sentido, agotador y absurdo.

Negué con fuerza, tratando de enfocarme de nuevo en mis acciones. ¿Era de nuevo el alcohol? ¿Era una vez más la honestidad bruta de mi cabeza? ¿O era que estaba tan ebrio que no sentía apropiadamente las cosas y me hacía sentirme ajeno y solitario? Obviamente y como últimamente me pasaba, no hubo respuestas. Pero, fuera lo que fuere, debía concentrarme, debía disfrutar el momento. Y más que nada, tenía que demostrarme y confirmar.

Apreté los ojos, hundiéndome en la penumbra tras mis parados, sosteniéndome con uno solo de mis brazos mientras con el otro me permitía viajar a través del cuerpo femenino. Acaricie su rostro, su cuello, sus hombros, su cintura y masajeé indecente sus senos, haciéndolos rebotar entre mis dedos con suaves caricias.

Había veces, lejanas veces donde la locura de la juventud plena reinaba en mi vida, en donde encontrarme a solas con una ramera era la situación más emocionante y excitante, era nuevo en todo y verlas y sentirlas era una travesía, un oasis, temblaba todo mi cuerpo y mis manos nerviosas apenas sabían lo que hacían. Eso había quedado atrás, hacia unos  cinco o seis años. Desde ese entonces los encuentros casuales con cualquier mujer eran un desquite corporal, una satisfacción, el des-estrés y diversión necesaria de vez en cuando.

Resultaba atractivo de considerar luego de saber que el cuerpo tenía necesidades, y acudía a ellas, ya sin la emoción de aquellas primeras veces, pero si con la suficiente insatisfacción física que me hacía llegar hasta la intervención de sus cuerpos. Sí, el sexo siempre había simbolizado nada para mí, sólo otra necesidad, algo que se podía cumplir con cualquiera, nada más allá que un folleto satisfactorio de una noche. Irrelevante, en pocas palabras. Lo sabía, siempre había resultado así de simple, sin embargo, esta vez lucía un poco más apagado que de costumbre, lucía más ajeno, incluso, tenía la sensación que algo cercano a la culpa me subyugaba, y volvía esta situación nula de complacencia. Sentía que no estaba valiendo la pena.

Sentía que estaba con la persona equivocada.

Apreté más los parpados, haciéndome ver difusas luces en mi penumbra, producto del fuerte acto, tratando de inhibir las ideas que seguían colándose en mis pensamientos y armando conjeturas y sensaciones que me distraían de mi cometido. ¿Persona equivocada?, ¿Qué se suponía que significaba eso?, ¿Qué, cuándo no había tenido importancia saber algo sobre las que estuvieron debajo de mí antes?, ¿Qué hacía diferente esto, esta vez?

Mis movimientos se detuvieron en seco, y abrí los ojos con algo de sorpresa, encontrando el rostro de la mujer decepcionado por detenerme en pleno acto sexual, pero una idea cruzó en mí, y pasé saliva duramente para tratar de disolver la presión en el pecho que me presionó. Esta era la primera vez que tenía sexo con alguien desde hacía ya un medio año, desde aquel maldito descubrimiento. Desde que supe que peligrosamente podía estar deseando a un hombre.

Ella susurró, suplicante, que continuara, dejando ir obscenidades con el afán de calentarme. Obedecí, más por el deseo propio de negar realidades que por obedecerla o desear sinceramente cumplir alguna de las locas cosas que dijo, moviéndome dentro de su cuerpo, tratando de recuperar el ritmo anterior. La mujer, descolocada y urgida como parecía, volvió a desesperarse y revolverse debajo de mí, buscando satisfacción mutua.

Yo negué para mis adentros, la enésima vez que lo hacía ese día, tratando de suprimir una verdad –otra de tantas– que se asomaba. Sí, jamás había considerado lo suficiente el sexo, porque, dentro de este, de la pasión y las noches plateadas, los rasguños y besos y caricias, siempre había algo que faltaba. Cuando terminaba, cuando tenía suficiente, siempre salía corriendo, sin escuchar más, sin considerar un poco lo que aquellas mujeres susurraban o suplicaban. No, lo que yo quería lo había obtenido, ellas, todas y cada una, no eran más que carne para mí, nada más. No tenían significado en lo absoluto.

Cada vez, salía presuroso y alegre por la recarga de placer sexual que había conseguido, y con desesperación buscaba a Bardock, para contarle como había ido, para ir y bromear y charlar y divertirnos, para hacer que la noche valiera completamente la pena. Para sentirnos totalmente satisfechos…, plenos. Y ahora no podía salir corriendo y buscarlo, no podía ir y bromear y completar esta noche con él. No, lo que estaba haciendo no tenía significado. ¡Y odié con cada maldita parte de mi ser que ni siquiera el sexo tuviera sentido sin que Bardock interviniera de alguna manera!

Dependía de él, dependía de él tanto como lo deseaba, con la imperiosa fuerza con la que también me contenía. Necesitaba a mi amigo o me volvería loco. Necesitaba follármelo también, calmar mi sed de tenerlo para después poder continuar con mi vida normal, para poder ir a los comedores y tragar a grandes bocados, escupiendo alguna miga que diera contra el rostro de él y fuese la primer causa del día para que me golpeara, para poder ir a los bares que tanto extrañaba y charlar de todo y nada, de bromear y apostar, quería poder elegir una zorra para él y él una para mí, perdernos unas horas y luego reunirnos para exagerar todo lo que habíamos hecho. Quería poder ser libre otra vez.

Pero era tan complicado, y sabía que follármelo era una posibilidad nula, lo que me llevaba a seguir conteniéndome con fuerza hasta que todo esto se pasara y pudiera todo volver a la normalidad. Mientras tanto, sólo podía tener ese sexo frío y escabroso que no podía compartir con alguien al final del día, ¿Qué caso tenía entonces? Ninguno, pero no era como que pudiera hacer algo o mucho más al respecto. Me quedaba esperar, nada más.

Traté de relajarme, intentando esquivar pensamientos tontos, silenciarlos para terminar de una vez y poder ir a la habitación a dormir. Pensé, entonces, en tratar de excitar mi mente, de traer sensaciones a mi cabeza para alentar y mejorar la situación, para hacer mí disfrute más pleno y satisfactorio. Encerrándome en la oscuridad tras mis parpados, mi mente comenzó a acarrear imágenes, sensaciones y sonidos a mi cabeza.

Un par de ojos, negros y poderosos, fijos en mí, intimidantes, tan potentes que eran capaces de entumecer mi cuerpo, petrificarme. Mi pecho se apretó en algo cercano a la emoción, mientras una silueta se pintaba bajo el juicio de mi mente. Un torso, torneado, bronceado, ondulado por cada uno de los músculos en él, y una mano, gran mano, masajeándolos, incitándome, marcando senderos desde los pectorales hasta la pelvis, apretando con insistencia, deteniéndose en el borde de una licra negra, donde volvía a subir, torturándome de algún modo retorcido donde mi imaginación quería llegar más allá.

De entre el pecho, que subía y bajaba en una respiración agitada, gotas de sudor corrían, salvajes, hirvientes, casi humeaban en la piel que pedía a gritos ser tocada. La figura se movió de lugar, y pronto la silueta que apreciaba estaba de espaldas a mí, mostrando hendiduras en todo lo largo, aquellas pertenecientes a las siluetas del cuerpo y de la musculatura, una cintura resultante, ancha, pero delineada bajo una espalda trabajada y gruesa. Y quise rodear desde atrás, quería perder mis manos y sentir con las yemas cada borde estampado en su piel.

Bardock, joder, comencé a ver su propia bronceada piel, aún de espaldas, debajo de mí, con la cara sobre el colchón, levantando las caderas, que pegaba a mí con énfasis, contra mi erección palpitante, pidiéndome, apretando las sábanas mientras se seguía ofreciendo como una prostituta barata, con el rostro sonrojado, con un gruñido gutural cargado de salvajismo. ¡Joder! Estaba más excitando que nunca, comencé a embestir –en mi vida real– con renovada fiereza, pero ni los gritos descolocados de la mujer me sacaron de mi ensoñación.

Observé aquel rostro, el de mi retorcida imaginación, y mordí mi labio inferior cuando noté su boca, entre abierta y húmeda, temblorosa entre los susurros animales que profesaba, frunciendo el ceño mientras seguía luciendo como un animal. Lo tomé de las piernas, masajeando, tomando sus tobillos mientras abría su compás bruscamente. Necesité –en mi loca cabeza– hundir mi nariz en su cabello revuelto, y olerlo. ¡Estaba a punto de venirme! No soportaba ya tanta excitación, ¡Estaba al límite!

Cercano a él, noté su cicatriz, la cual quise tocar, pero Bardock pareció ganarme el gesto, y, revolviéndose debajo de mí hasta estar frente a frente, posó su mano sobre mi mejilla izquierda, acariciando suavemente, ese lugar donde él tenía la cicatriz, la perpetuidad, el recuerdo. Y quise borrársela, lo deseé realmente. Sujeté su muñeca, mirándolo fijamente. Pareció alterarse, dijo algo, pero no le entendí, y lo repitió una vez más, con más fuerza, y luego otra, y otra.

– ¡Suéltame ya! – la voz tronó en la realidad, y finalmente salí de mi alucine, parpadeando un par de veces, centrando a la mujer que se revolvía –esta vez agresivamente– debajo de mí. – ¡Suéltame, bruto, me lastimas! – pidió de nuevo, y yo fruncí un poco, interrogante, pues estaba completamente detenido.

Tardé unos momentos en darme cuenta que ella luchaba contra una de mis manos, la cual apretaba fuertemente la muñeca de ella, donde su brazo permanecía suspendido en su posición, con su mano aún sobre mi mejilla izquierda. La solté de inmediato al darme cuenta de ello, retirando mis manos e incorporándome sobre la cama. Ella cubrió su mano rápidamente, pero noté con claridad el enrojecimiento en la zona que –al parecer– había presionado como un demente.

Apenado, bajé de la cama, no me había dado cuenta que la caricia en mi mejilla había sido cierta, y que también había sido cierta mi acción de detener la caricia, con mucho más salvajismo de lo que había proyectado. Ella me miró, bastante irritada, y yo no pude seguir encarándola. No sólo porque hubiese lastimado su brazo, sino, más avergonzado que nada, caía en cuenta que había pensado cínicamente en Bardock para concentrarme, ¡Había pensado en él tirándomela a ella!

¡Todo parecía un poco más estúpido a cada momento!

Con miedo, de absolutamente todo, recogí mis cosas y me puse lo básico para no ir desnudo, saliendo de inmediato por una de las ventanas sin siquiera decirle una palabra a la mujer. Estaba más preocupado por el hecho de que fantaseaba abiertamente con mi capitán, y que su simple presencia me produjera tanto. Pero era claro, lo deseaba, algo como eso, –dentro de toda la mierda que todo significaba– incluso hasta podría considerarse “normal”. Con esa idea en mente, tratando de mentalizarme de que no era más que un deseo vano y sin fundamentos, banal y sin más repercusiones, me dirigí al cuartel para tratar de dormir, ignorando con toda mi fuerza la excitación que aún no se esfumaba.

Pero, dentro de esa idea ¿Qué tan equivocado podría estar?

[…]

Avancé en el pasillo, la luz brillante del sol golpeaba en su punto máximo, filtrándose por los ventanales a lo largo de todo el lugar, ventanales que daban vista completa al patio central de la base. Mi vista, distraída y levemente aburrida, se perdía en los individuos que permanecían fuera, algunos niños entrenando arduamente, en esos nuevos sistemas de enseñanza que habían implementado luego del trato con el Gran Freezer, esos tan extremos que muy pocos sobrevivían, tan pocos que el número de saiyajins no parecía aumentar en lo absoluto, todos moríamos por todos lados casi a diario, pronto, seguro que no quedaría nadie.

Reí brevemente ante mi propio pensamiento, “Desaparecer, sí, claro, como si fuese a suceder”. Los saiyajins éramos muy poderosos, casi inmortales, algo como esa idea no era más que una muy loca tontería. Negué con discreción, observando de nuevo a los niños, recordándome a mí mismo en las bases de entrenamiento de aquel entonces, en el lodo bajo nuestros pies y nuestras peleas intensas, nuestra falta de alimento, deshidratación y mal descanso que había momentos en los que delirábamos sobre el suelo. Pero no todo era tan malo, los entrenamientos no eran lejos de la ciudad, y casi todos los días podíamos volver a nuestras casas.

Los niños de ahora, con esos nuevos entrenamientos, permanecían casi todo el tiempo fuera del planeta, aunque, tal vez, si lo decía el Gran Freezer, ese nuevo entrenamiento debía ser certero. Seguro que las nuevas generaciones saldrían más y más fuertes, pronto, sin duda, los saiyajins nos posicionaríamos en la punta del universo, esos niños debían ser mejor que nosotros.

Mi ceño se frunció en molestia, sin darme cuenta, me había recordado yo mismo una idea vaga y no tan lejana, un recuerdo desagradable, no por lo dicho, sino por lo consecuente a eso. A mi cabeza, la escena que viví con Bardock hacía un año, se arrastró con poderío predominante, pasándome las imágenes y la conversación de nuevo por las narices, de forma tortuosa, desagradable inclusive.

“¿Hijos? No creo que eso sea para mí, ¿sabes?

“¿No? ¿Y qué es…?”

“…no lo sé, ¿Qué es para ti?”

“…estar contigo”

¿Estar contigo?, ¿En serio había dicho eso? ¡Qué idiotez! Lo había dicho sin pensarlo o considerarlo, las palabras habían saltado de mi cabeza a mis labios, sin precaución, sin razonar, sin reparar en ellas por la simple razón de que no hacía falta. Bardock y yo habíamos vivido libres, tan libres y tan sinceros el uno con el otro que no hacía falta mentir o aparentar. Por eso lo dije, por eso, sencillamente, me pareció natural, sólo continuaba con la línea de conversación.

Y sin embargo, muy lejano a lo que me pareció en ese momento, ahora lucía más importante. Ahora lo era. Ahora, quizá ahondando más en el trasfondo, en la transmisión implícita, aquel mensaje sin prejuicios que se escapó de entre mis labios, sé que no fue cualquier cosa, que las repercusiones generadas me lo dictaban y confirmaban ahora.

Distraídamente, sin prestar atención alrededor, topé contra las escaleras metálicas del primer edificio, partiendo desde el final del pasillo de la primera planta y trepando hasta aquel arrinconado cuarto en el segundo piso. Parpadeando un par de veces, comencé a subir, haciendo vibrar la estructura de metal con los pesados pasos que profesaba en mi trayecto, silenciándolos una vez que estuve en el pequeño tramo de pasillo antes de la puerta de grueso material.

El número trecientos dieciocho brilló, deteniendo su resplandor en una de las orillas, remarcándome su presencia, su existencia. Sonreí absurdamente ante aquella idea, esta vez, sin una gota de alcohol sobre mi cuerpo, no hacía falta que me detuviera tanto tiempo a contemplarla, estaba seguro que era el lugar correcto. Dejando ir un leve suspiro, me encaminé hasta la puerta, la cual siempre permanecía abierta desde que llegamos a este lugar y la abrimos por primera vez. No era como si nos importara verdaderamente una completa privacidad, y tampoco era como si a alguien le importase algo que pudiese haber adentro.

Giré la perilla, mirando de reojo ese insistente y eterno foco verde que indicaba la falta de seguridad, atravesando el umbral y mirando el cuarto con ojos pasivos, largándolo en lo ancho y alto. Hacía mucho tiempo que no veía la habitación iluminada por la luz natural del sol, inundándose con esta cálida brillantez a través de unos reducidos cuadrados tragaluces que había en la pared de la derecha, contraria a las camas pegadas del otro lado. Respiré hondo, una vez adentro, sintiendo entrar en mis pulmones el aroma tan familiar, y tan venenoso, al mismo tiempo.

Cerré la puerta tras de mí, recargándome en esta con ligereza, sin saber realmente que hacía ahí. Bardock había salido con el general Parragos y su hijo, el capitán Paragus, con quienes últimamente salía a los bares cercanos o alguna misión sin mucho significado. Sabía que no llegaría hasta bien entrada la noche, así que ahí estaba yo, tratando de escapar de pensamientos agobiadores, y, cual delincuente, volviendo como estúpido al nido de los problemas, a la escena del crimen. Mi propia escena del crimen, en donde yo mismo había terminado con lo que nos unía. Recibiendo de golpe cada tormentoso sentimiento y cada indecente pregunta.

Me sentía triste, vacío, hundido hasta el cuello en todo eso, sin escapatoria, y necesité de ese lugar, necesité sentirme y fingir un momento que no pasaba nada. Pero ahí estaba, invisible y latente, martirizando, persiguiéndome en mi perpetua huida, pegado a mí. Aspiré, con esa irracionalidad, percibiendo aquel aroma de hebras negras en todo el cuarto, adictivo y doloroso. Repasando aquellas palabras, aquel “…estar contigo” infinito en las paredes de mi mente, sabiendo que faltaba algo más. El significado tras todo eso, el significado de la presión en mi cuerpo y el temblor de mis manos, la humedad en mis ojos que ya se profesaba con el simple hecho de estar ahí y dejarme ir en esa soledad.

Noté, viajando mi mirada a través de las paredes grises que nada transmitían, buscando un algo, una huella que me dijera un poco más que sólo nada y vacío, un objeto verde resaltando entre tantos tonos monocromáticos, llamando mi atención de inmediato. Caminé, casi como poseído, casi como un zombi hasta donde aquello se encontraba: el muy tonto había dejado su scouter una vez más. Sonreí ante una fila de recuerdos compartidos, en donde Bardock tendía a restar importancia a ese objeto y lo abandonaba casi en todos lados. No habíamos crecido dependiendo de él como ahora, el rastreador resultaba un objeto fácil de abandonar si no estábamos en una situación lo suficientemente importante.

Sin borrar la sonrisa de mi rostro, me senté en la orilla de su cama, levantando el pequeño objeto verde entre mis dedos, depositándolo sobre mi mano, mientras lo observaba y una sonrisa más grande se profesaba en mis labios. Miré, con una especie de sinceridad y congoja, quizá melancolía, ese objeto, como si significara demasiado, como la placa de la puerta, pero con un toque más especial, acompañado con una presión en el pecho que me hizo largar un suspiro, tratando de liberar un poco de la presión que embargaba mi cuerpo.

Había una sensación extraña que me agobiaba en estos días, luego de mi encuentro con aquella mujer: después de meditar, después de un año desde aquella conversación extraña; seis meses de incertidumbre y molestia ante la irritación que nos enredaba, descubrí una señal, y ahora seis meses después de esta y tres días más luego de haberme follado a una hembra pensando descaradamente en él, entendí la insinuación, la semilla de aquella conversación. Abrí una tenebrosa puerta.

Es decir, antes de aquella sensación de descubrimiento, él y yo nos teníamos una especie de estima amistosa sin trascendencia, no significamos nada más para el otro, compañeros y amigos, nada más, porque sencillamente nunca habíamos llegado a considerar o imaginar que algo podría ir más de sólo eso. Pero, luego de pensar un poco en el futuro, luego de meditar levemente el rumbo de nuestra vida, caíamos en cuenta de que, sin llegarlo a sospechar, éramos realmente importantes el uno para el otro, nos dimos cuenta que habíamos vivido en una dependencia hasta el momento, y que no nos podríamos concebir sin el otro en algún punto.

Y esa fue la puerta que abrí, sin darme cuenta, destapé la situación que siempre había estado ahí y nos habíamos dedicado a ignorarla, a reconocerla como tal. Y recolectando todos esos puntos, mi cabeza hacía una cuestión respecto a mi descubrimiento, ¿Realmente era esto nada más que deseo? ¿Era que quería fornicar con él para saciar una enfermiza fantasía producto de nuestra amistad? ¿Era eso? ¿En verdad?

No estaba seguro de ello, ahora mismo, con esa sonrisa tonta y triste en los labios, sosteniendo aquel rastreador entre mis dedos –que sin control realizaban cortas caricias profundas en la superficie–, tuve la sensación de que no era así. Tuve la sensación de que había estado queriendo negarme estos últimos seis meses.

Había dicho que lo deseaba, sí, como a una ramera, como a una mujer de un encuentro que me encandila con su voluptuosidad, que en un momento se me pasaría sencillamente. Y ahora, mirando mi vista nublada por una humedad que brotaba entre mis parados, supe que estaba equivocado. Supe que no era verdad, supe que jamás, nunca, un simple deseo te puede llevar a un extremo tan oscuro y enfermizo como en el que estaba.

Las lágrimas cayeron de mis ojos, partiendo a lo largo mis mejillas, terminando en el dorso de mi mano que aún dedicaba caricias a un trozo de plástico, como si aquel plástico fuese el mismo dueño. Sollocé, con discreción, sin poder evitarlo, mi mentón tembló, mis dientes se apretaron y la salada solución que salía de mis ojos se intensificó.

No, uno no sufre nunca por un deseo de placer, uno que cualquiera podría llenar. Uno no experimenta ese sufrimiento por algo tan simple como eso. –…estar contigo – repetí aquella afirmación, aquella que fue la llave para abrir esto donde ahora estaba, la oscuridad del rechazo prematuro.

Mi voz tembló, y el nudo en mi garganta creció, encaminando la desolación y soledad de los últimos meses. Y ahí, sin desearlo, dejando caer más lágrimas descontroladas que mojaban la piel de mis manos y el cristal verde que sostenía, entendí aquella otra pista, el complemento, la unión para la formación de la idea completa y compleja. No era sólo deseo.

Cubriendo mi rostro con una mano, avergonzado y dolorido, apreté los ojos, dejando ir más llanto, permitiéndome soltarlo finalmente, de golpe. Y, como el idiota que era, llevé el scouter que sostenía con mi otra mano a mi rostro, restregándolo levemente contra mi mejilla, como una caricia que necesitaba, con el afán de no sentirlo tan lejos, en alguna especie de cercanía, en un acto patético, sí, pero doloroso, al mismo tiempo que reconfortante… con la misma fuerza que vacío. Y mi mente, mi sentidos y mi razón, finalmente se sinceraron.

Y estaba dicho.

Y no había vuelta atrás.

Y al fin, hubo respuestas.

–Soy un estúpido…

Notas finales:

Bueno, he aquí el fin del cap 2 parte 1. Si alguien de aquí ha leído mis obras anteriores, notarán que esto lleva totalmente implícito mi estilo y ese algo que me persigue xD Admito que al escribir el prólogo y el cap 1 no estaba en mi punto, no estaba pensando bien y me salieron forzados, les faltaba un no-sé-qué, así que, motivada por sus lindas palabras en los comentarios, supe que no podía seguir escribiendo de ese modo, sin estar satisfecha con ello, y más que nada, sin dar una historia decente y digna  para ustedes mis lectores.

Por eso me di a la tarea de pausar y pensar y analizar qué era lo que me faltaba, lo que no me llenaba, qué era lo que no estaba haciendo bien. Y Bingo! (como diría mi sensual Vegeta T.T) encontré la falla mientras releía algunas cosas mías y releyendo algunos de mis libros favoritos. ¡La intensidad y la pasión! Claro que faltaban y eran claves, pero hubo algo por ahí que me animó mucho y me hizo sentir otra vez xD

En fin, había pensado en cambiar y reescribir el capítulo 1, pero, releyéndolo, pensé que tal vez no era necesario, ¿Para qué marcarlo con un aire pensativo, depresivo y oscuro (tinte propio de mis locos y fantasiosos fics) en ese momento? No, no había caso en reescribirlo. Es decir, Tooma, en ese momento, no sabía que pasaba, para él, su amigo estaba enojado con él sin razón, y ya. Por tanto no había caso en divagar o profundizar en ello. Sí, tal vez hubo temas que debían ser mencionadas en el 1, pero ya las incluí levemente en el 2, y las iré plasmando poco a poco (ni siquiera había mencionado la dichosa habitación 318 en el 1 xD) Así que lo dejé como estaba, sólo incluí una pequeña parte al principio como en este cap.

Una de esas frases locas que saltan antes de que comience el capítulo con ideas extrañas que al final se entrelazan al tema a tratar en ese cap (amo esas pequeñas partes al principio xD si algunos me conocen de otras historias, sabrán que las incluyo casi en todos mis fics) Y bueno, ya me pasé de hablar y divagar, prometo no volverlo a hacer en las notas, pero, oigan, ese es mi secreto: ¡yo siempre divago!

Sin más, muchísimas gracias a Dayari, veku089 y Diosadelamuerte, por sus comentarios! Gracias miles me ayudaron mucho! Nos vemos en el siguiente que espero sea pronto! Un saludo, besos y abrazos psicológicos, suerte! *3*


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