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Canción de cuna por Love_Triangle

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El hibisco, símbolo de belleza usado para honrar a los antepasados. La magnolia, que en China significaba nobleza de espíritu y pureza. Orquídeas blancas, pureza en el amor. Crisantemos, la sabiduría. Rosas, amor e inocencia. Claveles, admiración hacia un difunto y todo lo que fue en vida. Gladiolos, sinceridad, fuerza, honor, recuerdos y cariño. Violetas, luto.

Desde hacía cuatro meses, no había día en el que no llegasen flores a la mansión. Algunas por encargo directo de mi padre, otras nos las regalaban y otras las compraban los propios sirvientes. Sirvientes que eran también los encargados de colocarlas en los aposentos de mamá y padre y de cambiarles el agua cada mañana.

Padre no permitía que ni una sola de las más de tres mil flores que decoraban la habitación y alrededores, se marchitase. De hecho, su obsesión era tal que había contratado a nuevos sirvientes para que sustituyesen en sus quehaceres a los que más confianza le inspiraban, los cuales ahora no tenían otro trabajo más que cuidar de las flores y encargarse de que estuviesen perfectas. Incluso los jardineros habían sido obligados a podar mis flores favoritas y plantar en su lugar más violetas, justo al lado de los rosales que tanto le gustaban a mamá. Bueno… O por lo menos cuando todavía salía de la mansión, hecho que no ocurría desde que las flores comenzaron a llegar.

La música había sido prohibida hasta nueva orden. Nadie, ni siquiera yo, estaba autorizado siquiera a tararear dentro de la mansión, de hacerlo, tendríamos que atenernos a las más duras consecuencias.

Tampoco se me permitía ver a mamá, ella había sido recluida en su habitación y sólo los sirvientes que contasen con el permiso especial de padre podían visitarla. Además de padre y los médicos que venían a examinarla a casa, obviamente.

Mi corazón se desgarraba cada vez que, como un cachorrito al que no le dejan entrar en la habitación del bebé, pasaba por delante de aquella puerta, ahora decorada con cientos de flores, y simplemente esperaba a que alguien saliera de ella para poder preguntarle qué ocurría adentro y si mamá estaba bien. Pregunta a la que todos me respondían con un: «Sí, no se preocupe señorito ¿Hoy no tiene entrenamiento?».

Padre intentaba alejarme de la mansión y de aquella habitación como si fuese un infectado por la peste negra. Había llegado incluso a descubrir que era él el que estaba detrás de misteriosos “eventos” fantasma que tenían lugar en el instituto, para los cuales me pedían ayuda y luego no se volvía a saber de ellos. Como entrenamientos especiales inexistentes de los que solo se me avisaba a mí “por error” o ayudar al capitán del equipo de baloncesto con la organización de un partido también inexistente. Todo con el único objetivo de mantenerme lejos de la mansión el máximo tiempo posible, aunque tuviese que pagar a aliados para conseguirlo.

—    Señorito Di rigo…

—    ¡Dime! —exclamé saltando del sofá y dejando al instante la información que Samguk me había enviado acerca de nuestros próximos rivales. En aquellos momentos mi mente sólo quería saber acerca de mamá, todo lo demás podía desaparecer de mi cabeza.

—    La señora… La señora quiere verle. No sé si llamar al señor Di rigo para advertirle, tenemos órdenes estrictas de no dejarle entrar en la habitación.

—    Por favor, Inés… No le diga nada a mi padre, llevo casi dos meses sin ver mamá y ambos estamos en la misma mansión. Apiádese de mí.

—    Pienso en usted, señorito. Pero necesito el dinero… No puedo arriesgarme a que me despidan como a otros.

—    ¿Padre ha despedido sirvientes?

—    Sí, a los que no tenían estudios. Y ha contratado a una chica que ha hecho la carrera de enfermería y a un hombre mayor que estudió biología. Temo que mi puesto de trabajo se vea perjudicado, ya que yo estudié artes y no puedo ayudar a la señora.

—    Inés, te doy mi palabra de que no perderás el trabajo, mamá tampoco lo permitirá. Ella se hará cargo de lo que ocurra. Por favor, permíteme verla.

—    De acuerdo, pero debe ser advertido. Su madre… Bueno, puede que su estado físico le sorprenda, realmente es impactante al verlo por primera vez. Pero por favor, no haga mención de ello, la señora siempre se ha cuidado mucho y verse así es más duro para ella que para todos nosotros.

—    ¡Muchísimas gracias, Inés!

Estreché a la gobernanta de las doncellas entre mis brazos con cariño. Padre decía que debía de saber mantener la distancia con el servicio, pero Inés había sido mi madre cuando mamá estaba indispuesta o trabajando. Ella era la que se había ocupado de mí cuando era niño y no tenía a Gabi cerca para decirme lo que era una buena y una mala idea, como salir de la cama a las tres de la mañana para ir a aporrear el teclado del piano aprovechando que todos dormían y nadie me detendría. Obviamente nunca salió bien.

De la habitación de mamá emanaba un suave y embriagador perfume, la concentración masiva de flores había hecho que el aire fuese casi irrespirable y finalmente los ramos y guirnaldas habían sido distribuidos por toda la mansión y los jardines, haciendo que el aire de todas y cada una de las habitaciones tuviese el toque justo de perfume como para ser agradable y no marear a nadie. Reparé en las rosas que había en uno de los jarrones que adornaban ambos lados de la puerta de la habitación, eran de diferentes colores y las blancas reinaban en aquella perfecta armonía. Perfecta armonía que decidí romper extrayendo una de las rosas rojas para llevársela a mamá, me gustaba que fuese tan sencilla para ciertas cosas. No le gustaban los regalos caros, ni las flores exóticas, ni los restaurantes pijos a la hora de ser agasajada, prefería la sencillez de una rosa, una tarjeta hecha a mano y una comida preparada con cariño. Y no es que fuese de familia pobre originalmente, en absoluto, por eso me gustaba tanto. Porque ella había sido la chica rica a la que padre había tenido que conquistar con tan solo cinco euros de paga mensual. Por ello era tan especial, ella era la que me había enseñado a vivir y a tratar a los demás como iguales, porque la riqueza no te hacía importante, sólo caprichoso y ella no quería que yo fuese así. De hecho, excepto Gabi y Samguk, nadie en el instituto sabía que yo era de alta cuna y ellos se sentían tan a gusto conmigo que rápidamente lo olvidaban.

Coloqué mi mano sobre la manilla de la puerta, sintiendo cómo mi corazón, nervioso, palpitaba acelerado haciendo que pudiese sentirlo al oprimir la palma de mi mano contra el cobre del que estaba hecho la manilla.

Empujé la puerta con delicadeza, evitando llevarme aquella sorpresa de la que Inés me había hablado, de golpe. No terminé de abrirla, ya que el temor me impidió hacerlo, preferí entornarla y dejar el suficiente espacio como para que cualquiera pudiese entrar y salir sin necesidad de que la abriese por completo. Las dos doncellas que había dentro se hicieron señas entre ellas y tras despedirse de mi madre con una reverencia, abandonaron la habitación, no sin antes despedirse de mí también, por supuesto.

La imagen que vi a continuación fue la más terrorífica que he visto desde que tengo uso de razón y será una imagen que me llevaré a la tumba. Porque a día de hoy, tras muchos años de que esto ocurriese, en mi mente sigue guardada, como si la hubiese visto hacía escasos minutos.

La larga, voluminosa, brillante y ondulada melena de mamá había desaparecido, siendo sustituida por un cabello sin vida que caía sobre sus hombros, apagado y encrespado. Se le había ido cayendo a puñados hasta perder todo su volumen y no ser más que una fina de capa de pelo que ocultaba su cuero cabelludo en algunas zonas, dejando calvas en otras. De niño me gustaba deslizar mis dedos a través de sus rizos, pero si en aquellos momentos lo intentaba, podría asegurar sin miedo a equivocarme que su pelo se quedaría entre mis dedos.

El dulce y vivaracho brillo que caracterizaba su mirada también se había apagado, ya no parecía la mujer feliz y risueña que conocía. Si miraba a sus ojos, estos parecían estar a punto de cerrarse en cualquier momento, no por cansancio o molestia, sino porque su cuerpo parecía haber perdido toda su energía y con la poca que conservaba intentaba hacer que se mantuviesen abiertos.

Una de las cosas en las que más me parecía a mi madre era en el color de piel, ambos gozábamos de una tez morena independientemente de la estación del año, lo que era envidia de muchos. Pero en aquella habitación yo era el único que moreno. No, ni siquiera moreno, era el único que tenía un tono de piel humano. A ella, la enfermedad y la incapacidad de poder salir a la calle para poder ser acariciada por la luz del sol, la habían consumido, arrebatándole su hermoso moreno y dotándola de una tez amarillenta parecida a la de un cadáver putrefacto que se estaba deshaciendo.

Un cadáver… Me pregunto si lo que tenía delante era realmente un cadáver o directamente un esqueleto que se había disfrazado con el recuerdo de lo que una vez fue la piel de mi madre. Porque en aquel cuerpo, al cual los músculos parecían haber abandonado, la piel vestía al sistema óseo dejando que las cuencas de los ojos fuesen tan sumamente visibles que las pronunciadas ojeras pasasen desapercibidas. ¿Qué debía hacer? No quería abrazarla, en aquel estado cualquier mínima presión sobre su cuerpo podría firmar su sentencia de muerte. Y si era el ángel de la muerte el que en aquellos momentos custodiaba a mi madre, no quería provocar que hiciese que su último suspiro fuese entre mis brazos.

—    Virtuoso… —susurró en un tono de voz casi inaudible.

Sus cuerdas vocales también parecían estar preparadas para vibrar por última vez. Aquella voz cansada y triste no era la de una persona que estuviese pasando por un mal momento, era la de una persona que se moría. Y nadie había sido lo suficientemente valiente y humano como para decírmelo, no había podido disfrutar de mamá en sus últimos meses de vida por puro egoísmo de padre, que había preferido esperar a mostrarme un cadáver agonizante para darme la noticia. Noticia que ni siquiera él había sido lo suficientemente hombre como para darme ¿No había tantas cosas que los hombres debían hacer? ¿Mostrar un mínimo de humanidad no era una de ellas?

—    Mamá…

Sacando fuerzas de donde obviamente no las había, decidió gastar su energía esbozando su bella sonrisa de siempre. No diré que era forzada, porque no lo era, ella quería sonreír. Pero no quería sonreír porque estuviese feliz o contenta, quería sonreírme a mí, solo porque era yo y era el único motivo que le quedaba para querer hacerlo, no quería que mi último recuerdo fuese uno tan deprimente en el que ni siquiera podía sonreír a su amado y preciado hijo, el mayor de todos sus tesoros y la mejor de todas sus obras. Un joven virtuoso al que el hada de la música había criado y enseñado a ser lo que era.

—    Ven, déjame abrazarte como cuando eras pequeño.

Mi juicio me decía que le preguntase si estaba segura, no parecía poder aguantar mi peso sobre su regazo en ese estado y no quería dañarla, pero mi corazón me imponía que no la entristeciese y que simplemente cumpliese el que podía ser su último deseo. Algo tan simple y tan tierno como volver a tenerme entre sus brazos.

Me senté junto a ella con cuidado de no lastimarla y me dejé llevar por sus brazos, que me recibieron una vez más y guiaron a mi espalda hasta su pecho. Giré la cabeza para poder ver su hermoso rostro, que pese a estar casi muerto, seguía siendo hermoso. Ella besó mi mejilla repetidas veces y utilizó sus dedos para hacerme cosquillas en el estómago, tal y como hacía con Gabi y conmigo cuando éramos niños, solo que a mí me lo hacía con todo el amor de su corazón y el cariño que solo una madre puede tener por su hijo. Sonreí con tristeza y besé su mejilla tal y como lo había hecho ella conmigo, solo que en vez de acompañarlos con unas suaves cosquillas, los acompañé con un cálido y desesperado abrazo que hizo que mi coraza de chico fuerte se viniese abajo.

Con el rostro todavía hundido en su cuello, dejé que mi alma se desgarrase al entender que mi madre se iba a ir para siempre, la iba a perder, lo sabía y no podía hacer absolutamente nada. Lloré, se suponía que debía de ser fuerte delante de ella y delante de todos, porque era un hombre y eso debían de hacer los hombres. Pero era mentira, mamá siempre me había dicho que ignorase las tonterías de padre y que fuese yo mismo, porque ella me quería así y yo era así, especial, cariñoso y demasiado sensible.

—    No te vayas, por favor. No me dejes. Tenemos mucho dinero, podemos buscar ayuda en otro país si es necesario. No te mueras, mamá. No desaparezcas, te quiero, te quiero, te quiero mucho… No te vayas.

—    Cariño…

—    Me tienes que terminar de enseñar a tocar el piano, todavía no lo hago como tú. Y tienes que hacerle preguntas incómodas a mi pareja, que todavía no tengo. Tienes que venir a verme jugar la final. Tienes que insistirme para que llame a Gabi cuando nos enfadamos. Y hacer que padre y yo no seamos tan diferente. Y llevarme a Italia a conocer Roma y dónde creciste. Tienes que conocer a mis hijos y contarles anécdotas de cuando era pequeño y la liaba cuando pretenda ser un padre perfecto. Tienes que hacer muchas cosas que me prometiste que harías.

Noté cómo el hombro de mi camisa se humedecía y el cuerpo de mamá temblaba bajo mis brazos al mismo tiempo que me estrechaba todavía más contra él, intentando ahogar su llanto en mi hombro y pedirme perdón. Disculparse por no poder seguir, por haber caído ante la enfermedad, por haber perdido todas sus fuerzas, por no poder seguir a mi lado, por abandonarme demasiado pronto, por no ir a estar conmigo en los momentos más importantes de mi vida, por no ir a estar en mi próximo cumpleaños. Por no estar, simple y llanamente. Su tiempo en este mundo se estaba terminando y no sabía cómo pedirme perdón por ello.

—    Riccardo…

No fui capaz de contestar, mi cuerpo estaba demasiado ocupado en dejar salir todo el dolor, miedo y desesperación que mi alma y mi cerebro eran incapaces de sobrellevar. Mi nariz se enrojecía y atascaba haciéndome más difícil respirar, mi boca se encargaba de ello al mismo tiempo que intentaba acallar el dolor que mis cuerdas vocales querían convertir en sonido. No podía hablar ni pensar, solo abrazarla y encomendarme a lo divino para que aquel cruel destino no se cumpliese. Ni ese día ni nunca, porque con ella se iría también parte de mi vida.

—    E-Escúchame, cariño... No puedo pedirte que no llores porque no puedo quitarte el gran corazón que tienes y hacer que deje de sentir. Te he fallado como madre, Riccardo. Mi cuerpo no me va a permitir quedarme contigo mucho más tiempo. No sé cómo hacer que me perdones por no poder seguir viéndote crecer y seguir viendo esa sonrisa tuya. No tengo derecho a pedirte nada, teniendo en cuenta que te estoy abandonando cuando aún me necesitas, pero voy a permitirme ser egoísta y pedirte una última cosa antes de irme. Prométeme que seguirás tu vida, que seguirás tocando el piano, que esa sonrisa tan bonita que tienes no se va a borrar jamás de tu rostro y que saldrás adelante. Si es cierto eso de que podré verte desde donde sea que esté, no quiero verte sufrir. Prométemelo, Riccardo.

Asentí todavía abrazado a ella, aunque no sabía cómo pretendía que siguiese siendo feliz después de aquello, una parte de mí se iría para siempre con ella de eso no había duda.

—    Cuida de papá por mí ¿Vale? Y nunca pierdas a Gabi, por favor. Sois un equipo, deja que sea él quien te lleve de nuevo hasta la felicidad cuando yo no esté.

—    ¿V-Vas a despedirte de él?

—    Espero poder hacerlo.

—    Mamá, por favor… No te vayas ¿Seguro que no hay ninguna cura posible?

—    No, cariño. Lo siento mucho, tu padre se puso como loco. Pero los médicos no tienen la culpa, es mi cuerpo el que está mal.

—    ¿Quieres que toque para ti? Como siempre…

—    Por favor, no quiero irme de este mundo sin oír tu música una última vez.

Toqué hasta altas horas de la noche. Por primera vez no me hizo falta mirar las partituras, mis manos sabían adónde tenían que ir y qué tecla presionar en cada momento. Aquella noche hice magia por primera vez, mi música plasmó todos mis sentimientos y se los hizo llegar a mi madre, a los sirvientes, a padre y al mundo entero. Por primera vez era yo el que acariciaba las teclas y hacía que aquel piano, el cual hasta aquel día sólo había hecho música los sentimientos de mi madre, me reconociese a mí como su pianista. Como un caballo que pierde a su jinete y acepta por primera vez que otra persona le monte. El hada de la música había dejado paso a su sucesor, aquel piano sería su último regalo para mí antes de desaparecer para siempre.

No fue hasta altas horas de la madrugada que paré de tocar, mamá se había ido mientras lo hacía. No me había aplaudido al terminar, me había dado las gracias por aquel concierto de una forma mucho más significativa y especial. Se había ido, pero había dejado su sonrisa plasmada en su rostro para toda la eternidad.


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