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Canción de cuna por Love_Triangle

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Todos tenemos un límite, una fina y delgada línea que separa el: «Me está costando callarme» del «Hasta aquí hemos llegado». Y todos sabemos que una vez cruzada esa línea no hay vuelta atrás, todos nuestros estribos son perdidos y dejamos de darle la espalda al problema para mirarle directamente a los ojos de forma fulminante y atacarle con todas nuestras fuerzas. Es una una batalla en la que o nos libramos de él o él se libra de nosotros, sin términos medios.

Pero para sortear el llegar a tales situaciones y evitar males mayores, tenemos la suerte de que, a diferencia del resto de animales, los humanos somos conscientes de cuando nos estamos aproximando al límite de lo que podemos o no soportar y somos capaces de reaccionar a tiempo.

Algunos se evaden haciendo actividad física, yo me incluía en ese grupo también pero desde que el sector quinto apareció ya no es lo mismo. No, de hecho, ahora mismo el fútbol me frustra más de lo que puedo soportar, pero sigo jugando a él porque lo amo, lo amo demasiado como para dejarlo y… Aunque sean la gran minoría, los partidos que podemos jugar con libertad compensan todo lo anterior.

Pero no, definitivamente el fútbol, tal y como estaba, no me relajaba en lo más mínimo, todo lo contrario. Mi forma de evadirme, la que realmente me ayudaba a poner orden entre mis sentimientos y pensamientos, era la música.

Desde que era niño la música clásica, y en especial la del piano, habían sido los culpables de mantenerme en un estado de calma tan sumamente placentero que, a día de hoy, era completamente incapaz de dormir sin música sonando de fondo. Todavía recordaba los momentos en los que la música había sido clave en mi vida aunque no le hubiese prestado su debida atención.

Como cuando éramos pequeños y Gabi y yo nos quedábamos a dormir en la casa del amigo de turno. Recordaba perfectamente la chillona vocecilla de niño pequeño que Gabi tenía, diciéndome: «¿Te has acordado de meter el mp3 y los cascos?» mientras revisaba la mochila que llevaría junto a mí para asegurarse de que, llegado el momento, pudiese ponerme los cascos y dormirme acunado por las dulces melodías que mamá me había metido dentro de aquel aparatito del cual no me despegaba.

O cuando era todavía un bebé y la caja de música que me habían puesto junto a la cuna se había estropeado, obligando a mamá a desvelarse varias veces durante la noche para cogerme en brazos y llevarme a la sala del piano, donde tocaba para mí y me cantaba hasta que volvía a dormirme entre sus brazos, complacido por el cambio de música y la hermosa canción de cuna.

Pero ahora que el fútbol ya no me llenaba como antes y que mamá faltaba, poco a poco estaban intentando quitarme la música también. Y sin forma de calmarme ni de evadirme… La llegada al límite y la caída al abismo eran inminentes.

*****

Una vez más, la mansión Di rigo era envuelta y acariciada por una melodía incorpórea que pese a no poder hablar ni tocar, como lo que comúnmente entendemos por hablar y tocar,  sí que podía introducirse en el pecho de las personas a las que llegaba a alcanzar y transmitirle los sentimientos que emanaban de ella.

Y precisamente por aquella razón, todos habrían notado el abismal cambio de aquella música con respecto a la que yo solía tocar. Era la misma melodía de otras muchas veces, sí. Pero había cambiado de escala completamente a propósito para poder entregarle a aquella melodía una parte de mi dolor y así conseguir que aquella música, aunque fuese de forma casi imperceptible, pudiese llevarse algo de mi sufrimiento. Se suponía que eso hacían los músicos, poner sus sentimientos en sus composiciones. Pues bien, no todos los sentimientos son buenos ni todas las melodías alegres.

Padre había contratado a un profesor de piano para que pudiese continuar con mi aprendizaje. Lo había hecho a modo de disculpa por la paliza del otro día, pero si hubiese pensado tal solo un poco, se habría dado cuenta que un profesor de piano era lo peor que podía darme en aquellos momentos.

Mamá me había enseñado a tocar personalmente. Durante seis años, todas las tardes en las que no tenía entrenamiento ni ella trabajo, nos habíamos encerrado en la sala del piano y mamá me había ido guiando en el hermoso arte del piano. Muchos dicen que los virtuosos poseen un talento natural para la música, pero si me preguntan a mí… Sin duda diría que con mi madre como maestra cualquiera podía ser un virtuoso. Ella me había enseñado todo lo que sabía, a reconocer las notas tan solo con oírlas y sin necesidad de mirar el teclado, a desconectar totalmente del mundo mientras tocaba, a hacerme uno con mi música y a componer de forma espontánea, simplemente dejándome llevar por lo que sentía y seleccionando las notas en el orden que mejor los representaban a cada momento. Ella me había hecho un virtuoso, sin su ayuda, todavía estaría memorizando el teclado. Esa era una de las pocas cosas de las que podía estar completamente seguro.

Pero aquel día, observado por aquel hombre al que debía llamar profesor, sentía que el piano no respondía a mí. Era como un ser vivo, como una mascota que sabía cuando quería y cuando no quería ser acariciada. Y sabía que no quería ser tocado como lo estaba siendo, de forma forzada y por dedos temblorosos e indecisos que tendían a equivocarse de tecla.

No podía… Aquel no era yo. No podía dejarme llevar, ni tocar como me gustaría. Aquel profesor no había sido advertido de lo que me había ocurrido ni había sido puesto en situación, no era culpa suya. Pero aquella música era completamente artificial, mamá siempre me preguntaba qué quería tocar antes de empezar las lecciones. Y, al final de la tarde, me descubría a mí mismo tocando lo que sería el inicio de una de las mágicas melodías que hacían que de todo aquel que las escuchase emanasen cálidos y hermosos sentimientos.

Pero aquella no era una de esas tardes. El profesor me había traído una nueva carpeta llena de partituras, las cuales llevaban escritas famosas canciones de piano que todos conocíamos pero cuyos nombres sólo sabíamos los verdaderos aficionados a la música clásica. Aquellas melodías no me transmitían nada, eran simples formas de practicar escalas y canciones complejas que ya sabía tocar con maestría. Era una tarde completamente perdida, pero la sufrí como si me estuviesen pidiendo que tocase el violín en vez del piano. Mis manos se deslizaban por las teclas con desconfianza, cometiendo estúpidos fallos de principiante que el profesor apuntaba en su libreta como “puntos que mejorar”. Me estaba insultando a mí mismo no tocando como sabía, pero es que no quería tocar, no aquella música, no con un profesor, no ahora…

La música era el bien más preciado que mi madre me había regalado y que en vida habíamos compartido. Para mí la música era magia, no técnica. Aquel tipo de clases me estaban consumiendo, no me dejaban plasmar mis sentimientos ni innovar o experimentar con las teclas, me limitaban a seguir patrones que simplemente no quería seguir y que no me aportaban nada.

—    Nos vemos dentro de dos días, señorito Di rigo. Siga practicando.

—    Sí. —murmuré.

Mientras el profesor recogía sus cosas, continué tocando aquella melodía que madre me había enseñado, pero en una escala que hacía que sonase mucho más deprimente de lo que originalmente era. Necesitaba liberarme, aquella era la melodía más difícil que conocía y por lo tanto requería toda mi atención, lo que era perfecto para evadirme. El profesor se despidió de mí con un leve movimiento de cabeza, a lo que respondí con un simple asentimiento sin dejar de aporrear las teclas como si ellas tuviesen la culpa de algo, con razón me equivocaba en algunas notas, pero es que me encontraba en tal estado de nervios que si no hacía algo como aquello terminaría por explotar.

Escuché cómo la puerta principal se cerraba, se había ido, por fin…

«Se acabó»

Presioné con violencia todas las teclas que me fueron posibles, dando por finalizado el concierto con aquel sonido que, desde luego mejor que ningún otro, reflejaba lo que realmente estaba sintiendo en aquellos momentos.

No me hizo falta más que apoyar mi frente sobre el borde de la zona del atril para que toda aquella frustración, todo aquel dolor, todos aquellos sentimientos dañinos en general… Fluyesen con libertad. Convirtiéndose en lágrimas que salpicarían las teclas del piano sucesivamente tras resbalar por mis mejillas como si de un simple tobogán se tratasen.

Me sentía solo, muy solo. La mansión se había ido convirtiendo progresivamente en una cárcel que amenazaba con asfixiarme en cualquier momento. Ya no había más música que la que yo hacía, ya no estaba mamá, ya no podía venir Gabi, los sirvientes tenían demasiado trabajo que hacer como para permitirse el lujo de descansar para estar conmigo, padre parecía fingir que no vivíamos en la misma casa y mi horario se había visto más apretado que nunca debido a las nuevas clases de piano.

Me faltaba el aire, me estaba muriendo en la monotonía de aquella casa, casa que conocía de memoria y que ni siquiera podía explorar para matar el tiempo. El fútbol estaba completamente controlado y tampoco podía disfrutar de él. ¿En qué momento me volví prisionero de mi propia vida? Instituto, entrenamiento, partidos y clases de piano se sucedían para privarme de casi todo el tiempo libre que un adolescente normal debería de tener ¿Cuánto hacía que no quedaba con Gabi durante las tardes? ¿Cuánto hacía que no elegía mi propia ropa? ¿Cuándo había sido la última vez que había ido al cine? Sin mamá, mi vida parecía haberse caído a un hoyo, un hoyo redondo en el que no podía hacer más que dar vueltas y dejar que los días se sucediesen de forma monótona.

«Me quedo sin aire… Tengo que romper con esto, no puedo más… Mamá, no puedo. Ayúdame»

—    ¿Señorito Di rigo?

Levanté la cabeza con velocidad y me puse en pie, dándole la espalda a la puerta mientras me recuperaba y secaba mis lágrimas de forma disimulada para no tener que responder preguntas. Otra cosa que me mataba, no podía pagar con los sirvientes mi dolor, pero también me consumía el no poder pedir que me dejasen tranquilo sin que una marabunta de médicos irrumpiesen en mi cuarto para comprobar que todo iba bien.

—    Pase. —Declaré intentando que mi voz no sonase rota.

—    Aquí tiene el paquete que solicitó ¿Se lo dejo sobre la mesa?

—    Por favor.

—    No quiero ser entrometida, señorito. Pero… ¿Su padre sabe que se medica?

—    No me estoy medicando, es que no tenía otra bolsa a mano que la de la farmacia para meter el paquete—mentí.

—    Oh, por un momento temimos que le pasase algo. Siento mi indiscreción. Vuelvo al trabajo, señorito. Que pase buena tarde.

—    Igualmente.

La doncella se retiró, no sin antes hacer una reverencia, a la que una vez más respondí con un asentimiento de cabeza. En cuanto desapareció tras el umbral de la puerta y la cerró tras de sí, me abalancé sobre el paquete como si de un ave rapaz que ha visto a su presa me tratase. Saqué un cúter de uno de los cajones de mi escritorio y, rápidamente, corté la cinta adhesiva, de forma tan temeraria que a punto estuve de cortarme un dedo en el proceso.

Me había tomado la molestia de salir de la ciudad para poder comprar aquellas pastillas. Había sido durante una tarde en la que supuestamente había tenido entrenamiento especial, pero era mentira, era una excusa para poder salir de la mansión y coger un tren para salir de la ciudad sin levantar sospechas. No quería que ninguna farmacia de la ciudad pudiese darle el chivatazo a mi padre. Y aunque no deberían de venderles fármacos a menores, lo cierto era que chantajeando al farmacéutico con algo más de dinero había logrado cumplir con mi objetivo y obtener el medicamento.

En cuanto al dinero... Lo había llevado en efectivo para que no apareciese la compra en el registro de la tarjeta de crédito, alegando que lo necesitaba para contribuir a pagar una nueva portería para el club, ya que nos habíamos cargado una de las que había. Obviamente una vil mentira para que padre me dejase sacar dinero sin levantar sospechas, no sin antes protestar y quejarse, claro.

Les había pedido a los sirvientes que me guardasen el paquete y me lo diesen al final de la tarde, cuando el profesor se hubiese marchado. Pero había olvidado sacarlo de la bolsita de la farmacia y, pese a que lo había metido dentro de una cajita de cartón y la había sellado con cinta adhesiva para evitar que alguien que no fuese yo supiese lo que era, obviamente había dado el cante.

Abrí la caja de pastillas tras echar el pestillo, nadie podía enterarse de que aquellas pastillas estaban en mi poder, absolutamente nadie. Ni siquiera Gabi, me mataría si se enterase. Pero había llegado a mi límite, necesitaba una nueva vía de escape y… Aunque fuese algo drástica, aquella era la mejor.

Me había estado informando acerca de aquellas pastillas y había descubierto que eran las mejores para combatir la enfermedad para la que eran, pero yo no las quería para nada de eso. ¿Para qué, entonces? Bueno… Al parecer, si se combinaban con grandes cantidades de alcohol, algo nada recomendable con ningún fármaco, podían hacer un efecto parecido al de las drogas, ya que los componentes químicos de las pastillas reaccionaban al alcohol de esa forma.

«Solo una vez… Necesito desconectar. Solo por hoy…»

Extraje tres de las pastillas de su envoltorio y saqué una pequeña botella de tequila del interior del piano. Había sido el único sitio donde sabía que los sirvientes no mirarían al limpiar. Por suerte había sido capaz de colocarla de tal forma que el instrumento continuase tocando como de costumbre, sin presionar ninguna de las cuerdas.

«Uno… Dos… Y…»

Introduje las pastillas en mi boca y bebí hasta que el cuerpo me indicó que era imposible que pudiese seguir haciéndolo. Cerré la botella, no sin antes evitar vomitar a causa de las náuseas, y la volví a esconder dentro del piano. Era asqueroso, sumamente asqueroso, y dejaba un terrible ardor en la garganta, pero si funcionaba habría valido la pena.

Oculté las pastillas junto a la botella y me tumbé sobre uno de los sofás que había frente al piano. Nunca había bebido y me acababa de tragar del tirón casi media botella de tequila, que aunque era pequeña, para mí seguía siendo demasiado. En cualquier momento el alcohol comenzaría a hacer efecto y no quería comenzar a deambular borracho por la mansión, no era ese mi objetivo. Tenía que evadirme y para ello, lo mejor sería dormir y esperar a que las pastillas hiciesen efecto.

«Lo siento…»

Y con ese último pensamiento, me dejé caer en los brazos de Morfeo.

*****

—    Riccardo, cielo. Si duermes hasta tarde luego no podrás dormir durante la noche.

—    Mmm…

—    Vamos… No seas vago, cariño. Arriba.

Sentí cómo unos cálidos dedos acariciaban mi mejilla con suavidad para después deslizarse hasta mi cabello y enredar uno de mis rizos en su dedo índice. Era una sensación de paz y seguridad que me hacía recordar mi niñez, cuando dormía sobre el sofá de la habitación del piano y los sirvientes venían a despertarme cuando llegaba la hora de la merienda. Me sentía bien… No me quería mover, por primera vez desde hacía meses estaba en paz.

—    Príncipe.

—    Mamá…

—    ¿Qué, cariño?

Comencé a abrir los ojos con pereza tras sentir como sus dulces y delicados labios se posaban sobre mi mejilla y la besaban con toda la ternura y el amor que solo una madre podía transmitir en un solo beso. Sonreí todavía adormilado, a lo que ella me respondió devolviéndome la sonrisa y presionando la punta de mi nariz delicadamente con su dedo índice.

—    Cuánto has crecido, Riccardo.

—    Si sólo hace dos meses que te fuiste… Estoy igual.

—    No, cariño. Estás acostumbrado a verte día a día, pero para mí has crecido mucho.

—    Estás muy guapa. —suspiré.

Estaba bien, estaba perfectamente. Tan guapa como siempre, como el ángel que era. Ataviada con su vestido favorito, blanco que se iba convirtiendo en azul hasta los bordes. Volvía a tener su voluminosa y brillante melena castaña y ondulada que caía sobre sus hombros y espalda con la misma gracia de siempre. Y su piel… Volvía a recuperar su color moreno natural, revistiendo lo que era el cuerpo de mi madre, no su esqueleto como lo había estado haciendo antes de morir.

Me vi reflejado es sus ojos, que volvían a brillar con la llama de la vida refulgiendo en ellos en todo su esplendor, haciendo que sus hermosos orbes castaños fuesen tan brillantes como dos espejos en los que podía verme sin dificultad.

—    Te he estado escuchando tocar, estoy muy orgullosa de ti.

—    Gracias… Mamá.

Sentí cómo mis ojos se iban poniendo vidriosos a medida que iba analizando a mi madre con la mirada. Estaba allí, estaba conmigo, podía sentirla, podía oírla, me estaba acariciando y besando de nuevo. No podía estar muerta, porque estaba delante de mí y estaba más sana que nunca.

Limpió una de mis lágrimas con su dedo índice antes de que cayese al vacío y besó mi frente con ternura, al tiempo que acariciaba mi brazo con su mano de forma cariñosa.

—    ¿Por qué lloras, virtuoso?

—    Te he… Te he echado mucho de menos.

—    Pero estoy aquí, contigo.

—    Padre dice que cuanto antes te olvide mejor, pero… ¡Tiene que verte! Tienes que decirle que estás bien. La mansión se ha convertido en un infierno desde que no estás. —sollocé.

—    Riccardo… ¿Quieres venir conmigo? Siento que has sufrido mucho en este tiempo.

Asentí.

—    Entonces levántate, aprisa, te llevaré a un lugar que te encantará.

—    ¡Espera! ¿Puedo invitar a Gabi a venir con nosotros?

—    Claro, mi vida. Te espero.

Me incorporé y busqué mi teléfono móvil entre mis bolsillos, todavía adormilado. Gabi tenía que saber la noticia, quizás pudiera irme a vivir con mamá y tendría que advertirle de ello. No quería que se asustase si me iba a buscar a la mansión o iba a visitarme y no me encontraba. Además, mamá siempre decía que si nos íbamos a ir a algún sitio era bueno que alguien lo supiera por si nos pasaba algo. Pero… ¡A lo mejor podía venirse con nosotros durante un tiempo! ¡A él también le gustaría ver a mamá!

¡Hola! Soy Gabi, en estos momentos seguramente estoy haciendo algo súper guay y no te puedo atender. Deja tu mensaje después de oír la señal y te llamaré… ¡Ñah!

—    Gabi… Me voy a ir con mamá. Te iba a pedir que vinieses, pero veo que estás ocupado. Bueno, perdona si no te cojo las llamadas, es que no estoy ¡Adiós! ¡Te quiero mucho!

—    ¿Vamos, cariño?

—    ¡Sí!

Cogí la mano de mi madre y, como un niño pequeño, tuve la necesidad de abrazarme a ella antes de salir del cuarto. Podía volver a sentir sus abrazos, sus besos, podía volver a oírle. Mamá estaba conmigo, podía sentir cómo toda la calidez y la parte de mi vida que se habían ido con ella regresaban cuando me recibía entre sus brazos de nuevo. Podía escuchar su corazón palpitar por debajo de su vestido, de su piel...

—    Mamá… ¿Podemos quedarnos así un rato?

—    Por supuesto, virtuoso.

La magia de mamá hizo que el tiempo que pasaba dentro de la habitación y el que pasaba fuera de ella se distorsionase. Dándonos más tiempo para nosotros, para abrazarnos, para que me besase mientras yo me desahogaba entre sus brazos, para sentir su cuerpo, su aroma, su voz, sus caricias, su corazón…

El tiempo seguía pasando sí, pero había dejado de importarme. Acunado por los brazos de mi madre y deleitado por las melodías que tarareaba al tiempo que acariciaba mi cabello con una de sus manos, olvidé que el mundo seguía existiendo. Estaba con mi mamá, nada ni nadie era más importante que eso. Mamá había venido a salvarme, a evitar que me ahogase tal y como lo estaba haciendo desde hacía meses. Las ondas de su cabello eran las olas del mar que ahora me acunaban con cariño, sin intentar hacerme daño y sus brazos eran mi bote salvavidas. Estaba a salvo si ella estaba conmigo.

—    Riccardo, te está sonando el móvil.

—    Da igual.

—    Están llamando a la puerta.

—    Mamá, no me importa.

—    Están golpeando la puerta.

—    ¡Mamá!

—    Riccardo… Riccardo, ábreme ¡Riccardo, por Dios! ¡Abre la puerta! ¡RICCARDO! ¡RICCARDO!

—    ¿Q-Qué dices, mamá?

—    ¡RICCARDO!

—    Mamá, me estás asustando.

Elevé la cabeza sólo para encontrarme con que mamá estaba llorando, estaba sufriendo mientras me abrazaba cada vez con más fuerza, como si temiese que fuese a desvanecer en cualquier momento.

—    ¿M-Mamá? —murmuré dando un paso atrás atemorizado.

—    Riccardo, no puedes… Por favor… Ri… ¡RICCARDOOOOOOO!

*****

Desperté envuelto en sudor y lágrimas, mirando a todos lados con terror, buscando algo que no estaba. Había sido un sueño, un simple y condenado sueño, pero había sido maravilloso. Quizás por eso me había despertado llorando, porque pese a que en mi cerebro creía que lo que veía era real, mi cuerpo sabía que no era nada más que una ilusión creada por los deseos de mi subconsciente. Mamá estaba muerta, no iba a volver y nada más que los sueños podían hacerme volver a verla, pero aún así, era sumamente doloroso. Nadie me la podía devolver y lo que en un momento me hace feliz, minutos más tarde me deja caer desde el cielo al suelo y darme de bruces con la realidad… Realidad de la que mamá ya no formaba parte.

—    ¡RICCARDO! Abre la puer… P-Por favor… Ri…

«¿Gabi?»

Eso había salido en mi sueño, alguien estaba aporreando la puerta e intentando llamar mi atención de forma desesperada, eso mismo era lo que me había devuelto a la realidad y lo que había hecho que la ilusión que representaba a mi madre se hubiese visto notoriamente alterada.

¿Pero qué hacía allí Gabi? Se suponía que no vendría a la mansión a no ser que yo le avisase de que padre no estaba en casa ¿Y por qué lloraba? ¿Había pasado algo?

Intenté ponerme en pie, notando por primera vez que no estaba en el lugar en el que me había dormido y que mi visión era incapaz de enfocarse en lo que me rodeaba, por no hablar del dolor de cabeza que acribillaba mi mente.

—    Riccardo… Ábreme, por dios te lo pido… No… No me hagas esto… Por favor…

Su voz se había convertido en un hilo casi imperceptible y sus golpes eran cada vez más débiles. Se estaba viniendo abajo y notaba la dificultad que sentía al articular las palabras, hasta que finalmente no le quedaron fuerzas. Pude oír cómo un llanto, fruto de un dolor desgarrador atravesaba la puerta para llegar hasta mí.

«Gabi, no llores. Estoy aquí»

—    S-Señorito García, el mayordomo ya viene con la caja de herramientas.

No contestó, su estado no se lo permitía.

«Tengo que ir con él»

Pese a todas las dificultades que mi estado me puso, conseguí ponerme en pie y dejarme caer sobre la pared, lo que se convertiría en mi punto de apoyo para arrastrarme hasta la puerta de forma lenta pero eficaz. Tanteé durante unos segundos con el pestillo de la puerta, segundos que fueron percibidos como horas en las que era incapaz de desbloquearla y por lo tanto de ir junto a mi mejor amigo, el cual podía seguir escuchando llorar desconsoladamente al otro lado de la puerta mientras que una doncella le dedicaba palabras de apoyo.

«Vamos…»

Finalmente conseguí mover el pestillo y abrir la puerta. Solo para encontrarme con una escena que, desde luego, no quería ver.

Gabi estaba arrodillado en el suelo, abrazado a una de las doncellas sobre cuyo hombro había estado dejándose llevar por el terror que acongojaba su corazón, pero ahora me miraba a mí, como si de una aparición fantasmal me tratase. Me di cuenta de que todo el servicio estaba allí también, mirándome de la misma forma.

Pero a ellos no les di importancia, lo verdaderamente importante era Gabi, cuyos preciosos ojos, que normalmente brillaban como el sol que ilumina el océano, se habían vuelto casi opacos, enmarcados por unos ojos oculares completamente teñidos de rojo y unos párpados notoriamente hinchados a causa de la humedad que también se veía reflejada en sus mejillas. Sólo dos preguntas se me venían a la cabeza, una: ¿Cuánto tiempo había estado llorando? Y dos: ¿Por qué? ¿A qué venía todo aquello?

Me arrodillé junto a mi amigo, que me seguía mirando como si me hubiese vuelto de color verde. Quería recogerle entre mis brazos y que me explicase lo que había pasado mientras era yo el que, por una vez, se encargaba de calmarle y de que volviese a sonreír. Fuese cual fuese, me encargaría de solucionar el problema que le había hecho ponerse así, como que me llamo Riccardo Di rigo.

—    ¡¿Tú estás loco?!

Me sorprendió que, en lugar del abrazo que me habría esperado que me diese, lo primero que recibiese por parte de Gabi fuese una sonora bofetada que a punto estuvo de desestabilizarme y hacerme caer hacia un lado. Gabi nunca me había puesto una mano encima, jamás, además de que ni siquiera era propio de él. Fue una situación tan inesperada y sorprendente que no tuve más reacción que la de llevarme una mano a la mejilla golpeada y quedarme mirándole fijamente, a la espera de una explicación para semejante arrebato.

—    ¡¿A-A QUÉ VINO ESE MENSAJE?!

—    ¿Q-Qué?

—    Joder… Riccardo… Qué susto… Maldita sea…

Trató de limpiarse las lágrimas que volvían a emanar de sus ojos con las mangas de su jersey, pero una vez más, el llanto le venció y no pudo más que dejarse llevar y desahogar todos esos sentimientos que parecían chocarse en su interior.

—    Gabi… No entiendo…

—    Habla del mensaje que le dejó, señorito. Nos temimos lo peor, la policía y la ambulancia vienen hacia aquí.

—    ¿Pero de qué habláis? Gabi… No te he llamado en todo el día.

—    ¡¿Cómo que no?!

Extrajo su teléfono móvil de uno de los bolsillos de su pantalón y, todavía teniendo que limpiarse alguna lágrima de vez en cuando para poder ver, buscó la prueba de que lo que decía era cierto. Tendiéndome su móvil una vez localizada. Me sorprendió descubrir que mi propia voz, condicionada a causa del llanto que yo mismo había desatado, era lo que salía del aparato.

—    Gabi… Me voy a ir con mamá. Te iba a pedir que vinieses, pero veo que estás ocupado. Bueno, perdona si no te cojo las llamadas, es que no estoy ¡Adiós! ¡Te quiero mucho!

—    P-Pero eso…

Enseguida mi cerebro encontró a las culpables de todo aquel escándalo: Las pastillas. Maldita sea… No me había dormido ni había soñado nada, había alucinado. Por eso al despertar no estaba en el mismo sitio que cuando me tumbé a descansar. Había sido un imbécil ¡Un completo y maldito imbécil! Había conseguido justo el efecto contrario al que buscaba, no me había evadido lo más mínimo, sino que había exteriorizado el infierno que estaba viviendo haciendo que las personas a las que amaba se viesen involucradas y sufriesen por mí. Era una mierda de amigo… Y un maldito egoísta.

—    Gabi… Perdóname… Lo siento muchísimo. S-Soy… —sollocé.

«Te necesito. Por favor, ayúdame. Antes de que termine conmigo mismo»


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