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Canción de cuna por Love_Triangle

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La gélida brisa característica del invierno me dio la bienvenida de nuevo a aquel inhóspito lugar donde el tiempo y la vida parecían haber desaparecido, dejando tan solo presente el eterno recuerdo de lo que una vez fue. Una imagen borrosa del cadáver de un paisaje que poco a poco se iba convirtiendo en el cementerio de su propio cuerpo. Un lugar donde hasta el sol temía llegar.

Volvía a tener mis dulces y tiernos cuatro años, así como la inocencia que me obligaba a caminar por aquel sitio sin temor a lo desconocido, pese a que mi adolescente alma notaba la presencia de algo maligno rodeándome. Algo que se escondía tras los árboles, tras el edificio fútbol, tras el propio instituto… Algo que hacía que el aire se sintiese cargado pese a que el viento se esforzaba por disipar toda sensación ajena al frío de él.

Pero aún así, ataviado únicamente con mis diminutas zapatillas de chow chow, las mismas que había llevado el día en el que conocí a Gabi, y con la que parecía ser mi cálida bata pero que al fijarme advertía que era la típica de hospital, caminaba tranquilamente por el pasillo de piedra que, como tantas otras mañanas, me daba la bienvenida al Raimon.

Sólo que en aquella ocasión no había nadie que me acompañase, sólo el viento, el muerto zumbido de las hojas de los árboles y el chirrido que el metal oxidado emitía al friccionar contra sí mismo. Las puertas del instituto estaban abiertas de par en par, así como las de las aulas, el edificio fútbol y los almacenes. No había ya obstáculo alguno que me impidiese campar a mis anchas por aquel Raimon fantasma, sin embargo… El viento, el gemido de los árboles y el chirrido incesante del metal apremiaban a mis pequeñas piernecitas a darse prisa, no debía de hacer esperar a la única persona que me aguardaba en aquel cementerio de lo que una vez había sido.

“¿Tienes frío? Aquí no queda nada, sólo la frialdad” murmuró el viento entrecortadamente antes de hacerse visible gracias a los pequeños fragmentos de nieve que llevaba consigo, adelantándome y siendo mi guía hasta el interior del edificio fútbol, donde la persona que esperaba mi llegada se encontraba.

La pesada puerta de hierro se cerró tras de mí, rompiendo aquella fantasmal armonía que hasta entonces había reinado con un impactante estruendo que obligó a callar al viento y a los árboles, habiendo conseguido que en aquel lugar se hiciese un sepulcral silencio de no haber sido porque el chirrido metálico continuaba manifiesto en el recinto. Siendo este mi nuevo y único guía y el que llevó a mi frágil y nuevamente diminuto ser hasta lo que antaño había sido el campo de entrenamiento del club de fútbol, ahora fantasmal. Y también hubiese estado abandonado de no ser por la única presencia de un columpio individual en su centro y, sobre él, un niño de mi misma edad que gastaba el tiempo ya muerto balanceándose de adelante hacia atrás, mimetizándose con la soledad y el abandono que reinaba en lo que había sido el Raimon.

—    ¡Hola, Gabi! —exclamó mi emocionado yo infantil al reconocer tan familiares cabellos.

El niño de diminutas coletas detuvo el columpio de forma casi inhumana, como si el simple hecho de acariciar el aire con sus pies hubiese valido para matar también el movimiento de aquel juguete que, ahora, vivía sobre las desgastadas marcas centrales del campo, las cuales daban la impresión de no haber sido retocadas en años… Casi en décadas.

Troté felizmente hacia el infante de apagadas coletas rosadas, las cuales mantenía cubiertas de polvo como si de un muñeco viejo y abandonado se tratase, el cual llevaba mucho tiempo perdido en algún rincón de una habitación poco frecuentada y no había podido hacer mucho más que rezar por mantenerse íntegro aunque débil, sucio y fantasmagórico, perdiendo toda esperanza de volver a disfrutar de sus días de esplendor si es que alguna vez tuvo.

—    ¿Y el equipo? —pregunté, utilizando mis recuerdos y consciencia adolescentes pese a estar atrapado en mi yo de cuatro años.

—    Todos se han ido. —murmuró el pequeño Gabi, todavía sentado en el columpio y con la cabeza gacha, observando sus desgastadas y rotas botitas de deporte de forma casi aterrorizada, como si hubiese estado evitando el ser consciente del estado de su uniforme.

—    ¿Por qué? Tenemos que entrenar para la final.

—    Nadie quiere jugar contigo. Todos se han marchado —repitió.

—    ¿Por qué?

La sonrisa del pequeño Gabi moribundo se desvaneció y levantó su vacía mirada para observarme con aquellos opacos ojos, carentes del reflejo de sentimiento alguno, sin brillo, sin emoción… Sin vida. Como si su magnífico océano ocular se hubiese convertido en una masa azul inamovible que un agujero negro trataba de tragar pesadamente. Incluso su dulce sonrisa habitual había sido sustituida por un apenas perceptible movimiento de labios que plasmaba en su rostro una sonrisa cansada y forzada que apenas trataba de disimular, como si no le importase en lo más mínimo si me daba cuenta o no del completo hastío que sentía al hablar conmigo, aunque físicamente no fuese más que un niño inocente y… Bajo toda esa capa de muerte y abandono que le cubría, dulce.

—    Colúmpiame, por favor. —ordenó de forma fría y muerta, haciendo caso omiso de mi pregunta, como si no le apeteciese responderme o ni siquiera me hubiese escuchado. En su lugar prefirió anteponer su propia necesidad de poner en marcha el columpio una vez más.

Apenado por la imagen de Gabi y la falta de vida que no sólo sus ojos y su voz, sino todo su cuerpo mostraban, decidí obedecerle sin rechistar y situarme tras él para comenzar a empujar el columpio en el cual estaba sentado. Columpio que no necesitaba apenas que ejerciese fuerza sobre él para volver a tomar velocidad y llevar a Gabi cada vez más lejos, hasta el punto de que llegó un momento en el que su figura se fundía con la del sol y dejaba de verle. De pronto las cadenas de aquel instrumento parecían haber aumentado su longitud de forma totalmente imposible, pero sin embargo a ninguno de los dos parecía importarle.

—    ¡Más alto, Riccardo! ¡Quiero llegar más alto!

—    Es que el sol no me deja verte bien. —me quejé colocando mi brazo derecho sobre mi cabeza tratando de visualizar la imagen de amigo, el cual parecía haberse quedado prendido en el sol, cuya silueta parecía aumentar al igual que lo hacía la longitud de las cadenas del columpio—. ¡No te veo!

—    ¿No me ves? Yo a ti tampoco te voy a ver.

—    ¿De qué hablas? Gabi… ¿Dónde estás?

—    En la final. —afirmó con su recuperada voz de adolescente—. ¿Y tú? ¿Tú dónde estás?

—    Estoy aquí, contigo.

—    No, no estás conmigo, Riccardo. Estás solo.

—    No… —murmuré. —Yo no estoy solo.

—    Todos te han dejado, todos han preferido irse a entrenar que quedarse contigo en el hospital. Incluso hospitalizado sigues dando problemas, por tu culpa se nos ha dificultado la final. Eres despreciable, sólo piensas en ti.

—    No es mi culpa que me lesionase. —me defendí todavía utilizando la chillona e infantil voz de niño de cuatro años, que me hacía quedar como lo que era, un bebé llorón incapaz de excusarse.

—    ¡¿También le vas a echar la culpa a otro de ser un mal jugador?!

—    No. —sollocé mirando hacia el sol, esperando que en algún momento el columpio bajase y Gabi volviese a mi lado.

—    Por eso todos te hemos dejado. Nos equivocamos contigo, no vales como capitán, ni como jugador, ni como amigo, ni como nada… Y para menos que valdrás el día de la final, nosotros estaremos en el campo.

—    ¿Y yo?

El Gabi que tan bien conocía volvió a materializarse frente a mí, esta vez perfectamente limpio y deslumbrante y con su uniforme íntegro y pulcro, casi como si fuese nuevo. Sonrió con dulzura y cogió en brazos a mi pequeño ser, con tanta delicadeza y cariño que casi pareciera que no habíamos tenido la conversación que acabábamos de tener, hecho que me infundió temor y desconfianza. Pero cuando traté de zafarme de su agarre él besó mi mejilla con todo el amor y la sinceridad de siempre, antes de estrecharme en sus brazos y dejar que descansase mi pequeña cabecita sobre su pecho, justo donde debía de estar el corazón. Cuyos latidos no era capaz de sentir.

—    ¿Gabi? ¡¿Qué le pasa a tu corazón?!

—    Nada, cariño.

—    No te late.

Gabi rio con naturalidad y una alegría que más que pretender calmarme, parecía tener como objetivo aterrorizarme todavía más.

—    ¿Gabi?

—    Tranquilo, pronto el tuyo tampoco latirá.

—    ¡¿Por qué dices eso?! —sollocé.

—    Porque el partido ha terminado para ti, ángel de la música. —Sentenció justo antes de arrojarme a un agujero que, de la nada, había aparecido en mitad del campo, el cual parecía ser un pozo sin fondo que cada vez me alejaba más y más de la superficie. Hasta que el agujero por el cual Gabi me observaba apenas se convirtió en un punto de luz lejano, pues la más profunda de las oscuridades estaba tirando de mi cuerpo con el fin de devorarlo por completo y ni yo ni nadie podía hacer ya nada por impedirlo. El destino había sido escrito.

—    ¡GABIIIIIIII!

Y todo… Se volvió negro.

*****

Desperté presa del pánico, gritando, llorando, hiperventilando… Volviendo una vez más a la vida en contra de mi voluntad. A decir verdad, no podía saber a ciencia cierta cuál era el verdadero motivo por el que, desde hacía dos semanas, me despertaba siempre de aquella manera, empapado en sudor y con la vida anhelando y suplicando abandonar mi cuerpo de una vez por todas, harta de la tortura que a ambos nos suponía “regresar”. Había una mínima posibilidad de que el motivo de aquellos despertares fuesen las numerosas pesadillas que me castigaban cada vez que mis ojos decidían cerrarse y mi consciencia apagarse, pero no nos engañemos, ese no era el motivo. De serlo, el primer pensamiento que me recibiese al abrir los párpados no sería: “Me quiero ir, que alguien me ayude a hacerlo, no quiero sufrir. Estoy cansado”

—    ¿Riccardo? ¡¿Te encuentras bien?! —preguntó alarmado el entrenador Evans, levantándose de su silla rápidamente y acudiendo en mi ayuda de forma casi inmediata. Colocando sus anchas manos sobre mis hombros tratando de estabilizarme y de que mi mente volviese a tomar el control de mi cuerpo.

—    Estoy bien… Estoy bien, ha sido una pesadilla sin importancia, lo siento. —mentí llevándome una mano al pecho intentando comprobar, aunque esto fuese absurdo, si seguía latiendo.

“No, no estás bien”

—    Vuelve a recostarte, no debes esforzarte. No querrás forzar la pierna sin querer.

—    Lo siento, entrenador.

—    ¿Te encuentras mejor?, ¿te duele?

—    No… No la siento, es como si estuviese muerta.

“Algo es algo”

—    Bueno, la enfermera dijo que eso era normal. Ahora lo único que debes de hacer es mantenerla en absoluto reposo y estar tranquilo.

—    Entrenador… Perdóneme.

—    ¿Por qué? —preguntó con su radiante y eterna sonrisa plasmada, una vez más, en sus labios. Admiraba a ese hombre, siempre sonriendo y feliz pasase lo que pasase, sabiendo sobrellevar los problemas con la misma positividad que siempre le había caracterizado y sin jamás sucumbir ante ellos. Siendo nuestro principal punto de apoyo y nuestro gran ejemplo a seguir.

“El entrenador Evans también se decepcionaría si supiera todo lo que oculta tu sonrisa. Todos se irán de tu lado tarde o temprano, incluso él”

—    Por haberme lesionado… No podré jugar la final, he dejado al equipo tirado.

—    ¿Y?

—    ¿Y?

—    Sí. ¿Y qué pasa?, no recuerdo haberte visto causarte una lesión a propósito.

—    Pero…

—    Tranquilo, Riccardo. El equipo ganará la final…

Fue en aquel momento cuando mi mente volvió a desconectarse, seguía mirando al entrenador Evans, continuaba sonriéndole como todo respuesta, seguía respirando… Pero yo ya no estaba allí, sino que, una vez más, había vuelto a encerrarme en el rincón más profundo de mi mente, un lugar al cual las palabras de los demás no llegaban y donde podía pensar por mí mismo sin verme condicionado.

El mismo espacio que tantas veces había utilizado durante los partidos para analizar la situación con frialdad y poder así pensar una estrategia que nos llevase a la victoria, pero que ahora se había transformado en el rincón en el cual habitaba la parte más oscura de mi personalidad y de mi mentalidad, la cual llevaba meses expandiéndose. Concretamente desde el día en el que mi madre falleció, desde aquel entonces había estado enriqueciéndose con todos los pequeños y grandes detalles que, mientras ella vivió, no supe apreciar.

Detalles como que era la peor de las desgracias que a mi padre le había ocurrido y que por esa misma razón había decidido venderme al primero que pasase, sin consultarlo ni dudarlo, simplemente plantándose en el orfanato y firmando los papeles pertinentes como quien firma una postal de navidad. Detalles como que era un maldito niñato rico que no sabía hacer absolutamente nada de provecho o básico y que tan pronto fuese adoptado, la familia en cuestión advertiría que su nuevo hijo tenía menos utilidad que un jarrón roto. Detalles como que asumía tantas responsabilidades para compensar todo aquello para lo que no valía y, irónicamente, estas responsabilidades me sobrepasaban. Detalles como que había sido un principiante el que había tenido que llegar el Raimon y abrirme los ojos para que ayudase al equipo y al mundo del fútbol… Si hubiese sido por mí, todos seguirían sufriendo por culpa del sector quinto. Era una decepción para el equipo, para padre… Y ahora que les había dejado colgados en la final más importante de los tiempos, también lo era para el entrenador, en eso se traducían sus palabras.

“Sólo vales para llorar, tienes el mismo valor que un niño de un año al cual hay que vigilar las veinticuatro horas del día para que sobreviva hasta el siguiente. Inútil…”

—    Creo que Arion podría ser un buen capitán en tu ausencia.

—    Sí.

“Arion tiene que arreglar todo lo que tú has estropeado, otra vez. Samguk, Doug, Subaru y Gabi se equivocaron contigo, no vales para ser capitán ni para nada… Qué vergüenza”

—    No te parece mal que nombre a un nuevo capitán, ¿verdad?

“¿Vas a llorar?”

—    No.

—    Sólo queremos lo mejor para el equipo.

“Lo mejor para el equipo no eres tú, lo mejor para el equipo es que no estés en él”

—    Sí.

—    Bueno… Tengo que comunicárselo a los chicos, tenemos que empezar a entrenar ya mismo. —sonrió emocionado.

“Ya he perdido suficiente tiempo contigo”

—    Sí.

—    Descansa, ¿vale? Intenta dormirte de nuevo si puedes.

“Muérete, Riccardo. ¿Puedes hacer eso al menos?”

—    Sí.

—    Me alegro… Bueno, nos alegramos muchísimo de que estés bien, dentro de lo que había podido ser, claro. Jude y Celia me contaron por teléfono lo que pasó y me temí lo peor. Pero por suerte todo ha quedado en un susto, un susto de los gordos, pero un susto. No te vengas abajo, Riccardo. Pronto volverás.

“Es un discurso hecho, no iba a decir lo contrario ni a marcharse sin decirte nada sobre tu accidente. Se llama educación”

—    Sí…

—    No han dejado pasar a nadie que no fuese familia o profesores, avisaré a Gabi y a los demás de tu situación para que estén tranquilos. Sobre todo Gabi, lo pasó muy mal cuando le hicieron irse sin verte.

“Gabi… ¡Gabi! Si supiese lo que realmente sientes por él no se preocuparía tanto, huiría de ti”

—    Sí…

—    Bueno, mejórate ¡Y no le digas a nadie que me has visto! Quiero darles una sorpresa.

“No la líes otra vez, Riccardo”

El entrenador Evans revolvió mi flequillo con alegría antes de recoger sus cosas del sillón en el que había estado sentado hasta entonces y dirigirse hacia la salida de la habitación que me había sido asignada. Su felicidad, alegría y emoción le impedían ver lo que estaba ocurriendo, tras mucho tiempo sin dar señales de vida era lógico que lo que ahora más quisiese fuese ver al equipo y contarles lo que había estado haciendo, emocionarlos, animarlos todavía más para la final, preparar grandes planes para el futuro… Planes de los cuales yo no formaría parte, porque oficialmente ya no era un jugador del Raimon, era un parapléjico inútil que había dejado tirado al equipo en el peor momento posible y con el que ya no se podía contar para nada visto lo visto. No les culpaba… Yo tampoco confiaba en mí.

El entrenador desapareció tras el umbral de la puerta sin haber siquiera reparado en mi ausencia y si reparó en ella, no le dio la más mínima importancia. No era más que otro de los dramas de niño llorón ¿Por qué habría que darle importancia? Ya no tenía sentido hacerme la pelota, ya había demostrado que lo poco que sabía o creía hacer bien, jugar al fútbol, en realidad era mentira… Me había vuelto a lesionar y a desmayar, como cada vez que tenía que jugar un partido verdaderamente importante, como había hecho durante el partido contra los caballeros templarios.

“Fracaso tras fracaso… No valgo para nada, ¡Para nada!”

“¿A qué esperas pues? El block de notas está en el cajón, ya sabes lo que tienes que hacer”

*****

Prometí que cuidaría de padre, que sería el hijo perfecto, que tocaría el piano para calmar los corazones de quienes me escuchasen, tal y como tú hacías, que nunca dejaría a Gabi, que seguiría adelante, que sería feliz, que continuaría haciendo lo que tanto me gusta. Siento ser una nueva decepción.

El invierno ha llegado para mí. No puedo continuar, mamá. Las cadenas que me ataban a la vida eran fuertes, pero sólo me queda una y pronto se habrá ido.

¿Sabes? Me han operado, no voy a poder jugar la final y ya no soy capitán ¡Soy todo un campeón! ¿Eh? Nunca debí de haber aceptado la capitanía del equipo, fue una locura y no he dado más que problemas. De no haber sido por Arion, todavía seguiría animando al equipo a cumplir las órdenes del sector quinto. Yo sólo valgo para eso, para seguir órdenes perfectamente dadas y explicadas. Parece que si el virtuoso no se ciñe al pentagrama no sabe tocar la melodía… Realmente no sé por qué estoy intentando hacerme el gracioso si estoy mojando el papel con lágrimas.

La enfermera me ha preguntado por las heridas de mi cuerpo y le he dicho que es por culpa de los entrenamientos y de Libretto y Cleft, no quiero meter a papá en problemas. Además, pronto me perderá de vista y no quiero que para el poco tiempo que nos queda juntos tenga percances. Puede que hayas visto cómo ha sido nuestra relación después de que te fueras, perdóname… No he sabido llevarlo tan bien como tú, pero tampoco es que sea culpa suya ¿No crees? A decir verdad sí que soy un inútil, es comprensible que teniendo a un parásito viviendo en tu casa pierdas los nervios.

Estoy deseando volver a casa, voy a terminar con la magia y volver a verte. En mi corazón sé que puedo irme, que al final encontraré algo de paz interior, pero hay alguien que todavía me ata a este mundo, no quiero irme sin haberle compensado por todo lo que ha sufrido por mi culpa, por eso no quiero hacerlo de sopetón. Así que he decidido que cada día cortaré ocho de las cuerdas del piano, así nadie podrá estropear nuestro recuerdo y perturbar nuestra magia. Cuando dentro de exactamente veintiocho días corte la última... Bueno...

Tú sólo mándame un ángel para ayudarme ¿Vale? Tengo tantas ganas de verte de nuevo, ha pasado tanto tiempo… Estaremos juntos otra vez.

Te quiero.

Riccardo.


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