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Canción de cuna por Love_Triangle

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Mi madre falleció llevándose la alegría de la mansión consigo y dejando tras de sí un manto de desolación que poco a poco terminaría con todo lo bueno que entre aquellas paredes alguna vez existió. Aquel lugar había terminado su transformación, apenas reconocía ya al que había sido mi hogar, pues este ya no era el sitio donde me había criado, donde había crecido… Aquel edificio que alguna vez llamé casa se había convertido en una cárcel que pretendía congelar el tiempo al igual que el recuerdo de mi madre. Sumiéndonos a todos, trabajadores y propietarios, en una monotonía asfixiante que había terminado por quebrarse.

La bomba había terminado la cuenta atrás y simplemente había explotado, arrasando con todo y con todos sin importarle las consecuencias. Yo había sido la bomba, que tras un año y tantos meses aguantando, soportando todo aquello que ocurriese y agachando la cabeza para no crear más problemas, finalmente… Había sobrepasado el límite.

Me había acostumbrado a esconderme en mi cuarto cuando escuchaba la voz de padre en el primer piso, a fingir dormir cuando sentía que no venía contento, a dejar de tocar inmediatamente aunque estuviese al borde de sufrir una crisis de ansiedad, a saltarme comidas por no molestarle en el comedor y que no viese cómo los sirvientes me subían una bandeja. Y desde la operación, ni siquiera me había atrevido a llamar a Gabi para que viniese a visitarme, aún a sabiendas de que padre no estaba en casa y de que podríamos pasar una bonita tarde “Riccabi”, realmente lo necesitaba, pero me negaba a arriesgarme a que padre regresase antes de tiempo y arremetiese contra mi mejor amigo.

Nadie más que yo debía de soportar su ira. Por ello llevaba prácticamente dos semanas postrado en la cama completamente solo, levantándome de vez en cuando para dar vueltas por la habitación con las muletas o ir al baño. A veces también trataba de bañarme solo, pero desde que una vez resbalé, y por poco no me rompí la mandíbula contra el borde de la bañera, una sirvienta se encargaba también de eso, de mi inutilidad.

Aquel día en concreto, toda aquella situación, todo aquel sometimiento… Hizo que la burbuja en la cual me había aislado del mundo explotase y que todo por fin saliese. Padre podía hacerme y decirme lo que quisiese, podía pegarme, podía gritarme, podía insultarme, humillarme, denigrarme… No me importaba, llevaba tanto tiempo soportándolo que se había convertido en una relación padre e hijo normal para mí. Pero, había una cosa por la que ni él ni nadie podía pasar por encima y esa era mi madre.

Era un pacto que padre y yo teníamos sin siquiera haber tenido que hablarlo. Si quedaba algo en lo que estuviésemos de acuerdo, eso era que mamá había sido y seguiría siendo la mujer más importante de nuestras vidas y a la que ambos seguíamos mando aún tras su muerte, aunque cada uno a su manera. Yo la seguía visitando en el cementerio, hablando con su lápida como si fuese ella y llevándole flores o incluso tarjetas escritas por mí. Para padre todo lo que yo hacía era una chorrada, pues él creía firmemente que en el momento en el que uno muere simplemente desaparece, ni nos observa, ni siente, ni absolutamente nada, por ello su funeral no había significado nada para él. Reconocía que en el fondo tenía razón, pero el cementerio era el lugar donde más cerca la sentía, quizás porque sabía que su cuerpo… O lo que quedaba de él, estaba allí.

Pero padre había roto nuestro pacto y durante una de sus habituales palizas, la cual había comenzado como siempre por un estúpido motivo como en este caso lo había sido el no haber conseguido que el médico me quitase la escayola antes de tiempo, padre se dejó llevar por la ira acumulada y, como todos los padres hacen realmente, comenzó a enlazar esa reprimenda con otra y otra y otra… Hasta que perdió de vista el objetivo inicial de la riña y esta se convirtió en una mera forma de desahogarse conmigo, de apalizarme de nuevo para liberar a su propio cuerpo de la tensión acumulada a lo largo del día y, al final, sentirse como si hubiese salido de un spa. Poco o nada le importaba que relativamente me hubiesen acabado de operar y que no pudiese caminar correctamente.

Ese era el habitual fin de sus palizas, pero hoy… Hoy no había terminado como debería de haberlo hecho.

En una de sus muchas quejas, padre hizo un desafortunado comentario acerca de mamá, sacándola en la conversación y resucitando su recuerdo para únicamente echarle la culpa de haberme parido, criado y de haberme convertido en el motivo de todos sus problemas. Siendo este el detonante para que, por primera vez en la vida, le devolviese los golpes y los gritos que él me daba casi a diario, llegando incluso a quitarle el cinturón con el que hería mi espalda y, fuera de mí, tratar de alcanzar su rostro de forma desesperada, fallando estrepitosamente al intentarlo debido al ataque de nervios que estaba sufriendo.

Padre no tardó apenas treinta segundos en reaccionar y, con la regla de metal de su estudio, golpearme por primera vez el rostro sin miedo a dejarme heridas que todos podrían ver y que serían imposibles de disimular. Agarrando mi cabello con fuerza para inmovilizar mi cabeza sobre su escritorio y, aprovechando que con la escayola no podría huir y que mis muletas estaban lejos de mí, golpearme hasta tal punto que de veras llegué a pensar que me mataría cegado por la ira.

Por primera vez habían pasado muchas cosas ese día. Por primera vez padre había nombrado a mamá, por primera vez me había violentado, por primera vez padre me había pegado en el rostro, por primera vez estuve en verdadero riesgo de morir, por primera vez un sirviente había intercedido entre mi padre y yo para evitar que la contienda continuase, por primera vez me había escapado de casa, por primera vez padre había enviado a los sirvientes a buscarme, por primera vez montamos un escándalo a nivel público. Y lo que es peor, por primera vez… Tuve miedo de morir.

No quería hacerlo de repente, definitivamente no quería. Pasé tanto miedo que durante el apaleamiento, antes que en mi propia vida, pensé en que quería ver a Gabi antes de irme, en que todavía no había escrito la carta de despedida para él, en que no quería abandonar el mundo sin darle la explicación que se merecía… También había pensado en que le quería, mucho. Y en que querría haberme materializado a su lado para huir de padre, pero en ningún otro lugar. No quería haberme materializado en una comisaría, en el hospital, en otra ciudad, en Italia… No, justo al lado de Gabi, eso habría querido de haber sido posible.

Los gritos de los sirvientes llamándome por mi nombre, mi nombre completo, o simplemente llamándome señorito, se oían por prácticamente todas las calles que conectaban con la de la mansión.

Obviamente desangrándome, con una pierna operada, muletas y un ojo lloroso que apenas podía ver debido a la hinchazón de toda la zona en general… Muy lejos no había podido llegar durante mi huida. Simplemente había logrado salir de la mansión y de su inmenso jardín para esconderme entre los matorrales que decoraban la verja del jardín de una de las casas vecinas, también perteneciente a una familia pudiente.

Podía sentir cómo mi camisa se humedecía a medida que me la ponía y entraba en contacto con las heridas abiertas que tenía en la espalda, las cuales escocían al sentir el roce de la prenda, pero no podía ir semidesnudo por las calles. Todavía quedaba un buen trecho, por no decir varios kilómetros, hasta la casa de Gabi.

Era plenamente consciente de mi estado y de que en el momento en el que alguien me viese así por la calle, llamaría a la policía, a la ambulancia y prácticamente movilizarían a Japón entero para ayudarme, pero no quería eso… Quería irme a casa de Gabi. No para asustarle o preocuparle, aunque irremediablemente lo haría, sólo para… Verle, sí. Llevaba semanas sin verle, ni siquiera habíamos podido compartir en persona la emoción por su victoria en la final del camino imperial. Me había perdido tantas cosas importantes…

La sangre que se deslizaba por mi cabeza y rostro había comenzado a salpicar, desde hacía ya bastante tiempo, las hojas de los matorrales entre los cuales había encontrado la forma de esconderme, llevando incluso una de mis muletas conmigo pues no me había dado tiempo de recoger la otra, eso también me dificultaría la caminata de algún modo.

—    Señorito Di rigo…

Una de las doncellas finalmente dio con mi paradero, lo cierto es que para estar buscando a un adolescente cojo que se desangraba, les había llevado más de lo esperado. Pero finalmente alguien lo había logrado, padre se aseguraría de darle una paga extra para que de ahora en adelante se encargase de ser su topo infiltrado. Era lo malo de haber despedido a los sirvientes de siempre.

Escondí mi rostro entre mis brazos al tiempo que bajaba la cabeza para que fuese quien fuese no pudiese espantarse del estado actual de mi rostro. No es que me hubiese parado a mirarme en el espejo durante la fuga, pero por la cantidad de sangre que resbalaba por mi mejilla y la hinchazón que sentía, obviamente no debía de ser agradable de ver. Incluso en aquel momento me preocupaba más el susto que la doncella pudiese llevarse que las heridas todavía abiertas que había en mi cuerpo.

—    Señorito Di rigo…—. Repitió, esta vez posando una de sus manos sobre mi rodilla derecha y agachándose junto a mí para poder verme mejor, cosa que no debía de hacer.

—    No me mires—. Advertí tras escupir, irremediablemente sobre mí mismo, un poco de sangre que se me había metido en la boca debido a los múltiples cortes que tenía en el labio.

—    Necesita salir a la luz para que pueda ayudarle.

—    ¿Para qué?, ¿para que padre me encuentre y siga con la paliza? Prefiero desangrarme aquí, si no le importa.

—    Señorito, no diga tonterías, por favor. Déjeme curarle las heridas. Vuelva a casa y enciérrese en su cuarto. Su padre está hablando con uno de sus amigos por teléfono y no le molestará por lo que queda de día. Esté tranquilo, señorito.

—    No… No quiero entrar. Me da igual que se haya encerrado en el despacho, no quiero entrar en la mansión otra vez.

—    Señorito… El botiquín está en la mansión, si le curo aquí todos los que pasen le verán. Le prometo que ya no hay peligro.

—    Quiero a Gabi…—murmuré.

—    ¿Disculpe?

—    Quiero ir a la casa de los García—. Afirmé tratando de hacerme entender pese a la voz que poco a poco se me quebraba.

—    Pero la casa del señorito García está lejos de aquí, no podrá llegar a pie e ir en uno de los coches de la familia es imposible con su padre en la casa.

—    Llame a un taxi, por favor. Tengo dinero en mi cuarto, dentro del balón de fútbol hecho de barro, debajo de él hay una pequeña tapa por la que sacar su contenido.

—    Señorito…

—    Por favor…—me rompí no pudiendo soportarlo por más tiempo. —Sólo quiero ir a casa de los García. No voy a denunciar a padre, no quiero problemas… Déjame ver a mi amigo, por favor… No puedo más, Anne. No puedo...

Noté como la doncella miraba a su alrededor, seguramente temiendo que sus compañeros o su propio jefe estuviesen viendo o escuchando la conversación que estábamos manteniendo.

Los sirvientes no eran malos, pero necesitaban el trabajo, todos ellos. Padre se había asegurado de que así fuese para poder exigirles todo lo que se le viniese en gana sin temor a que abandonasen su puesto o llamasen a la policía, ya que aunque lo hiciesen de forma anónima estarían firmando su finiquito. No sería la primera vez que ocurre algo y, ante la duda de quién fue, padre despide a todos los sirvientes de la mansión. Esa era otra de las novedades que habían sucedido a la muerte de mamá, padre aprovechaba el paro y la abismal cantidad de personas que querían trabajar para nosotros, para contratar y despedir gente como quien come y compra caramelos. Le daba completamente igual si las personas despedidas tenían familia o problemas de algún tipo, mientras a él no le afectase despediría a quien le viniese en gana. Por ello, entendía que los sirvientes no supiesen qué hacer ante aquellas situaciones y, lejos de guardarles rencor, los protegía como ellos a mí cuando padre no estaba cerca.

—    Señorito… Su padre verá al taxi llegar, estamos frente a la mansión.

—    Necesito ir con Gabi… Por favor, lo necesito… Déjame irme.

—    Señorito…

—    Por favor…—balbuceé tratando por todos los medios de que mi voz siguiese llegando hasta la doncella de forma nítida y clara pese a haberme derrumbado hacía ya bastante tiempo.

—    Tranquilícese, por favor. Verá a su amigo, pero necesito que se calme.

No fui capaz de responder, simplemente asentí mientras cogía una de las manos de la doncella con fuerza, suplicándole mediante meros gestos que no me abandonase, que no me engañase, que no me llevase de nuevo junto a padre, que me ayudase… Sabía perfectamente lo que quería, pero el terror me paralizaba y me impedía continuar solo. Le necesitaba Había cumplido mi objetivo y había conseguido salir de la mansión, pero era imposible que pudiese llegar a casa de Gabi por mi propio pie. Necesitaba que alguien me llevase o acabaría en cualquier sitio menos en el que deseaba estar. Por ello, en aquellos momentos no podía hacer otra cosa más que dejarme llevar por el pánico, ceder ante el miedo que me provocaba todo a mi alrededor. Todo era superior a mí, más grande, más poderoso y más importante. La reacción de Gabi al verme, la decisión de la doncella, la voluntad de padre… Todo, todo pesaba sobre mis hombros pues todos estaban metidos en aquella situación por mi culpa, pero poco les quedaba ya de tormento. Las cuerdas habían comenzado a ser cortadas, mi vida se terminaba poco a poco y, cuando se cortase la última cuerda del piano, todo terminaría por fin.

—    Llamaré a mi hermana para que le lleve en su coche, ¿de acuerdo? Pero debe de prometerme que irá al hospital o… Lo que sea, pero júreme que volverá con las heridas tratadas.

—    Te lo juro por mi madre—. Murmuré y, si lo hacía, era porque cumpliría esa promesa. Pasase lo que pasase.

Un escaso cuarto de hora fue lo que la hermana de Anne tardó en arribar con su coche frente al jardín de la casa vecina y unos escasos veinte minutos los que tardó en llevarme a casa de Gabi.

*****

La casa de los García… En aquellos momentos era el único sitio al cual de verdad sentía que podía llamar hogar. Pequeño, modesto, familiar y perfecto. A veces Gabi venía a la mansión y dejaba caer comentarios como: “Tu casa es impresionante”, “Si yo tuviera todo este espacio haría…”, “Lo que daría por tener…”, “Si yo tuviese esta casa me pasaría todo el día en…”. Nunca me había gustado presumir de mi capacidad económica ni de todos los bienes que estaban a mi disposición, pero, sobre todo, no me gustaba hablar de mi casa en sí.

Todos los que la visitaban quedaban fascinados ante su grandeza, su tamaño, la careza de sus adornos y detalles, el espacio… Muchas veces había tratado este tema con Gabi y, aunque le había costado, había conseguido entender mi punto. Incluso compartirlo, eso era si cabe lo que más feliz me hacía.

Yo siempre había dicho que preferiría tener la casa de cualquiera de mis compañeros antes que la mía, cosa que pocos comprenden. Gabi finalmente lo hizo y aprendió a valorar todas las cosas que él tenía y yo no, que, aunque no lo parezca, eran demasiadas.

Los García comían en la misma mesa, utilizaban esos momentos para compartir anécdotas, preocupaciones, etc… En los que padres e hijo eran partícipes. Los Di rigo no eran así, a veces comía con mamá, otras con padre, otras con ambos… Pero lo normal para mí era comer solo. Y cuando lo hacía acompañado, tenía que acatar serias normas de protocolo que me excluían de cosas de las cuales a Gabi sus padres hacían partícipe.

Resumidamente, el hogar de los García era para mí como un templo que alababa la naturalidad y la integridad de una familia, mientras que mi casa… Bueno, mi antiguo hogar, no era más que una cárcel grande y bonita en la que todos nos movíamos de forma automática.

De hecho, éramos tan automáticos que desde niño me había resultado extraño ver como Gabi y otros niños de mi edad se emocionaban al recibir regalos que, de hacérmelos a mí, serían recibidos como un simple y vulgar: “Ah… Gracias”. Eso también me gustaba de Gabi, su tierna humildad y ese brillo emocionado que aparecía en sus ojos por cada pequeño detalle, como si conservase a su niño interior rigurosamente protegido en algún lugar de su ser. Él me había enseñado a ser así también, Gabi y mamá habían sido el motivo por el cual no me había convertido en otro muñeco viviente, me habían ayudado a conservar la humanidad que, de haber vivido por aquel entonces como ahora lo hacía, sin duda habría perdido.

Recuerdo que padre se enfadó conmigo cuando en mi sexto cumpleaños mamá y él me regalaron una consola que, de entre los niños de mi clase y mis amigos, casi nadie se podía permitir. La recibí como quien recibe un paquete de chicles.

Pero cuando Gabi me entregó una pequeña tarjeta echa por él, que apenas sabíamos leer con claridad y cometíamos terribles errores escribiendo, y, con su entrecortada voz de niño pequeño que se esforzaba por transmitir en palabras orales lo que allí había escrito, me la leyó… Recuerdo que me emocioné ante la simple ternura que me transmitía el hecho de que mi mejor amigo se estuviese esforzando tanto, agobiándose cada vez que se equivocaba en una sílaba y su madre le corregía, por hacerme feliz.

Esa pequeña tarjeta plagada de errores por doquier, esa concentración en su mirada al observar las letras que él mismo había escrito con la mejor letra que le había salido y ese ambiente en el que los demás niños adinerados, que ni siquiera eran amigos míos, le miraban de forma extraña debido a su imagen y a su “incultura”. Todos aquellos factores hicieron que, por primera vez desde que tenía memoria, sintiese aquel deseo desenfrenado de protegerle, de mantenerle a salvo dentro de una burbuja en la que nadie podría dañarle, que sintiese ganas de romper toda clase de protocolo y echar a todos aquellos niñatos pijos de mi casa, coger a Gabi de la mano y llevármelo a mi cuarto a jugar, nosotros solos y sin problemas de ningún tipo. Sin niños que reclamasen mi atención como si fuesen mis gatos ni niñatos que tirasen de las coletas de mi mejor amigo.

Aquel día sentí que mis sentimientos se esclarecían y que mi corazón y mi mente se ponían por primera vez de acuerdo: Quería a Gabi, muchísimo. Y me emocionaba y dolía por igual que se expusiese así para leerme su tarjeta. Sin importarle nada más que leérmela y no equivocarse e ignorando a todos los que, al igual que yo, le observaban. Quería irme con él y que me leyese esa pequeña carta a mí, que no hubiese nadie más cerca. Quería proteger su ilusión y que nadie le dañase o humillase por el simple hecho de querer hacerle sentir ridículo por haberme leído aquella bonita tarjeta. Porque como alguno de los miserables hijos de los amigos de padre, se atreviese a hacer un simple comentario que pudiese romper la ilusión de Gabi y aguar el momento… El heredero de la fortuna de los Di rigo podría ser llamado muchas cosas… Pero ninguna de ellas sería señorito.

Aquel detalle me había importado muchísimo más que lo que para mí había sido “una mera consola nueva”, por eso admiraba tanto a Gabi, porque él tenía la suerte de poder recibir prácticamente cada regalo que se le hiciese como yo recibí su tarjeta de cumpleaños.

Y por todo aquello y mucho más, cuando presioné el timbre del hogar de los García sentí que por primera vez en todo el mes estaba llamando a mi casa. Que aunque no lo fuese realmente, era mucho más de lo que la mansión podría volver a ser. Al igual que la mujer que me abrió su puerta era para mí mucho más familiar de lo que mi propio padre, mi sangre, lo podría ser jamás.

—    ¡Dios mío, cariño! ¡¿Qué te han hecho?!

Las manos de la señora García, tal y como las de mi verdadera madre habrían hecho, no tardaron en socorrerme. Una acariciando mi mejilla sana con delicadeza mientras que, casi al instante, la otra cogía una de las mías y me guiaba hacia el interior de la casa sin siquiera dudar, quería protegerme. Y mi cuerpo no tuvo reparo en dejarse guiar por su cariño y en, según su quebrada voz y sus temblorosas manos me indicaban, efectuar los movimientos necesarios para que pudiese atenderme como quería y como, sobre todo, yo necesitaba.

Permitió que dejase caer mi cabeza sobre su hombro, acomodándome cariñosamente y sintiendo por primera vez en todo el día que estaba a salvo. A salvo abrazando a la segunda persona que más me quería en el mundo y la cual, por desgracia, no compartía nada conmigo más que el amor por su hijo. A salvo… Sabiendo que allí estaba completamente protegido y que podía llorar sobre su hombro hasta que simplemente me quedase sin lágrimas. Sintiendo cómo su corazón latía frenético dudando entre si llamar a la policía o al hospital, pero aún así siendo consciente de que lo que necesitaba en aquellos momentos no era que curasen las heridas físicas.

Su abrazo… Sólo quería que me dejase seguir abrazándola y que me dejase llorar, algo por lo cual en la mansión era castigado pero que allí se me permitía hacer con libertad… Allí era realmente yo y podía permitirme el rendirme, el declarar que no aguantaba más y… Simplemente dejarme caer, a sabiendas de que alguien me recogería antes de que fuese demasiado tarde y me dejaría descansar sobre sus brazos hasta que volviese a recuperar las fuerzas que mi vida real me arrebataba violentamente a cada segundo.

Las ocho cuerdas de ese día habían sido cortadas tan pronto como me había despertado, pero entre los brazos de la señora García sentía que podía continuar. Sólo si me salvaba del barco que mi mamá, con su desaparición, había condenado al hundimiento.

—    No me saques de tu casa… Te lo suplico—. sollocé todavía abrazado a ella. Pidiéndole que no me llevase al hospital, pues no quería problemas. Pero, sobre todo, implorándole que me protegiese y que no me dejase salir del único lugar en el que estaba bien.

Allí fuera todo era más grande que yo y, en aquel pequeño refugio, sentía que la diminuta cadena que todavía me unía a la vida era más fuerte que nunca. Fuera se rompería con la misma facilidad con la que las cuerdas del piano lo hacían a cada día que pasaba.


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