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Canción de cuna por Love_Triangle

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Era un día más claro de lo normal. La ventana de la habitación se había ido convirtiendo en un foco de luz natural a lo largo de la mañana, tan potente que había terminado por inundarlo todo, sumiendo a la monotonía de la deprimente, aunque lujosa, habitación de hospital bajo un manto de luz que transmitía paz y calidez a cuantos la habitaban.

Era mediodía, uno de los momentos de mayor bullicio dentro de un hospital, cuando los enfermeros iban de acá para allá transportando carros repletos de bandejas que contenían, o que en algún momento contuvieron, el alimento de los internos.

Como paciente prioritario que era, era uno de los primeros en ser servido. Injusto, pero obligatorio por el simple hecho de haber nacido en el seno de la familia Di rigo.

Hacía ya unos minutos que el enfermero me había entregado mi bandeja y el aroma de la sopa se entrelazaba con el de mi pelo, el cual destilaban un aroma a jabón que desde hacía una escasa media hora. No me gustaba especialmente bañarme en un hospital, no soportaba tener la necesidad de que un desconocido me desnudase y se quedase a mi lado hasta el fin del baño, aguardando para ayudarme a realizar las acciones más básicas, como si una pierna recién operada me inutilizase por completo.

Mis familiares me observaban con ternura mientras que masticaba pequeños trozos de pan, al tiempo que una de mis tías italianas colocaba, con delicadeza, algunos de mis rizos tras una de mis orejas, procurando que no manchase mis cabellos con la comida. Todos eran testigos de cada uno de nuestros movimientos, especialmente de los míos.

Grandes empresarios, fiscales… Los poderosos miembros de la familia Di rigo observaban, se aseguraban de que su pequeño, su eslabón más débil, se alimentase y se recuperase de forma progresiva y adecuada. Ninguno de ellos volvería a centrarse en su trabajo hasta que su cría estuviese sana.

Era lo lógico después de todo. Exceptuando al hombre que se casó con la hija, hermana, prima, etc… De aquellas personas, todos los miembros de la familia de mi madre querían y propiciaban que sus integrantes tuviesen todo lo que necesitaban. Por ello habían venido a por mí, porque sabían que les necesitaba.

—    ¿Te gusta, Riccardo?

—    Sí, gracias. Está bien para ser comida de hospital—. Sonreí mientras que introducía en mi boca una nueva cucharada de sopa.

—    ¿Quieres que te traigamos algo de la cafetería?

—    No, estoy bien. Siento que hayáis tenido que venir desde Italia por mí.

—    Mio caro… En eso se basa nuestra familia, el dinero es inútil si no podemos utilizarlo para ayudarnos.

Aquel era el primero de los valores que se habían perdido en la mansión, pero no quería volver a pensar en ella ni en todo el dolor que se ocultaba tras sus paredes. No ahora que estaba a un paso de irme a Italia con mi familia, ahora que padre ya no era un problema para mí.

La calidez de la luz era prácticamente palpable, acariciaba mi piel con una intensidad tal que podía sentir cómo poco a poco empezaba a molestarme, abrasaba mi brazo como si estuviese siendo sometido al sol y el ambiente desértico, en nada parecido al de Japón.

Acaricié mi brazo tratando de regresarlo a su temperatura habitual sin prestarle demasiada atención. Había terminado la comida, aunque no recordaba haberme comido la manzana que tenía como postre, tampoco el pan… Ni siquiera recordaba haberme bebido el agua, pero sin embargo allí estaban los restos de dichos alimentos. Migas de pan, zumo de manzana, gotas de agua que resbalaban por el vidrio del vaso… Mi mente no tenía recuerdos del momento en el cual los había ingerido, pero la realidad no mentía, lo había hecho.

Con timidez, y haciendo uso de mi mejor italiano, pedí una botella de agua a las personas que me rodeaban. Uno de los hombres se ofreció a bajar a la cafetería y comprarme una personalmente, mientras que una de las mujeres le detuvo creyendo recordar que había introducido una en su bolso antes de subir a mi habitación.

El hombre que se había ofrecido a comprarme el agua se alejó de la puerta acompañado de otro que hasta entonces se había mantenido parcialmente fuera del cuarto. Pude distinguir, por el rabillo del ojo, cómo algo de tonos rosados que flotaba por el aire desaparecía tras el marco de la puerta, pero no fui capaz de identificar de qué se trataba, el hombre me había impedido ver más allá.

—    ¿Cuándo nos vamos a Italia? — Murmuré.

—    Cuando termines el agua—. Respondió mi tía, la cual no se había separado de mí ni un solo segundo.

La observé dubitativo, como si no hubiese entendido bien su perfecto italiano, obviando por completo el hecho de que no me habían dado agua alguna que pudiese terminar.

—    ¿La puedo guardar para cuando vuelva de Rusia?

—    No, mio caro. Tienes que beberla dentro de media hora, nuestro vuelo sale dentro de treinta minutos.

—    Pero entonces no me da tiempo a ir a Rusia y volver.

—    No importa, Gabi ya se ha ido.

—    ¿A Rusia?

—    Sí, tu tío se despidió por ti. Tranquilo, cariño, todo ha terminado, nos iremos a Italia y ya no habrá nada que te una a Japón ni a Rusia.

—    ¡Pero yo quiero estar unido a Rusia! Gabi me va a llevar.

—    Mira, ese es el avión de Gabi.

Mi tía señaló al gran ventanal que estaba filtrando aquella luz digna del desierto. Intenté mirar a lo que me intentaba mostrar, pero la luz me impedía abrir los ojos como de costumbre, ni siquiera colocando mi mano sobre mi frente a modo de visera.

La luz desapareció de repente, un avión había tapado al sol y ahora lo que se veía al otro lado de la ventana era uno de los ventanales del avión, tras el cual Gabi me saludaba feliz. Solo que realmente no me estaba saludando, se estaba despidiendo de mí. Sonreía, sus ojos brillantes me decían: “Lo conseguiste”.

*****

Me desperté envuelto en un sudor frío que hacía que las múltiples mantas con las que Gabi me había arropado pareciesen no tener función alguna. Miré a mi alrededor esperando ver algo, pero obviamente la oscuridad no me lo permitía. Era como estar solo.

—    ¡Gabi! ¡GABI! —. Grité al no escuchar su respiración a mi alrededor, aunque tan pronto como sentí su mano acariciando la mía advertí que era mi propia respiración agitada la que me impedía escuchar la suya, calmada y regular hasta hacía breves instantes.

—    Estoy aquí…—. Murmuró esforzándose por volver de entre los brazos de Morfeo.

Observé cómo su figura se movía en la oscuridad tratando de incorporarse y de encontrar el interruptor de la lámpara de noche que tenía en su mesilla. El sonido que emanaba del roce de las sábanas y las mantas me hizo saber que, antes de que le despertase de forma tan violenta, se encontraba tranquilamente arropado, disfrutando del calor que las mantas le aportaban, cómodo sobre su colchón y su almohada… Y por mi culpa había tenido que abandonar aquella gratificante sensación.

—    ¿Una pesadilla?—. Habló, esta vez de forma más clara, mientras que se colocaba frente a mí, arrodillándose sobre las mantas. —¿Me la cuentas?

Asentí, elevando las mantas sobre mi cuerpo para indicarle que volviese adentro, no quería que se enfriase por mi culpa.

—    ¿Qué pasó?—. Preguntó ya totalmente espabilado mientras que acariciaba mi brazo. No le veía en la oscuridad, pero sabía que se encontraba muy cerca de mí, tanto que de haber estado estirando su otro brazo me habría acogido en sus brazos.

—    Soñé que la familia de mi madre me libraba de padre y me llevaba a Italia para estar a salvo… Pero no me despedí de ti y te fuiste a Rusia sin mí…

Escuché cómo la angelical risa de Gabi inundaba el corto espacio que había entre nosotros y, posteriormente, me acogió por fin entre sus brazos.

—    ¿Eso es todo?

—    S-Sí… Lo siento, fue un sueño absurdo.

—    No lo fue si te afectó—. Puntualizó. Juraría que su voz se había vuelto seria de repente, pero pronto lo disimuló. —¿Tienes miedo de que te deje en Tierra firme?

“Tengo miedo de que me dejes antes de que yo lo deje todo”

—    Más o menos… El sueño fue algo extraño, no tenía sentido.

—    No, tendría que pasar algo muy malo para que no pudieses venir conmigo a Rusia.

Aquella declaración me congeló, el recuerdo de la carta que le escribí a mamá, las cuerdas que ya habían sido cortadas, la decisión… Todas las horas que había gastado en pensar un cómo y un cuando. Las múltiples cartas de despedida que había empezado a escribir para Gabi y que nunca había podido terminar, porque no sabía cómo decirle que, cuando leyese esa carta, yo ya no estaría, que me iría de su vida, que le dejaría. Sabía que a la larga lo superaría, pero me costaba imaginarme la primera semana tras mi muerte… Todo seguiría siendo igual, las vidas de todos continuarían, nadie alteraría su rutina, no me dedicarían un día de pésame. Quizás algún periódico cubriese la noticia y la prensa acosase a mi padre, al entrenador y al equipo por un tiempo…

Podía imaginarme las preguntas que les harían: “¿Sabía usted las intenciones del señorito Di rigo?”, “¿Les dejó alguna carta?”, “¿Cuándo fue la última vez que le vio con vida?”, “¿Cuáles fueron las últimas palabras que le dedicó?”

Y entre toda esa basura, había una imagen que se repetía una y otra vez en mi mente, como una pesadilla que me acosaba estando despierto. Veía a Gabi, en la puerta de su casa, con la mirada perdida mientras que miles de micrófonos, cámaras y periodistas reclamaban su atención. Visualizaba a sus padres tratando de meterlo dentro de la casa, gritándoles a los indeseados visitantes que les dejasen en paz, que no responderían más preguntas… Y entonces Gabi lloraría, sufriría por mi culpa y se culparía a sí mismo no solo por no haberse dado cuenta, sino por no haber sido capaz de impedirlo.

¿Qué podía decirle en la carta? ¿Qué no me odiase? ¿Qué no fue culpa suya? ¿Qué le quería? ¿Qué podía hacer para reunir los trozos del corazón de Gabi incluso antes de que este se quebrase?

—    Debo irme—. Murmuré sintiendo cómo las lágrimas amenazaban con salir. No me refería a lo que Gabi entendería, pero esa era la pura realidad. Quería irme, quería ir a la mansión y cortar las cuerdas que no había podido cortar estando en casa de Gabriel. Quería irme a un lugar donde no fuese una molestia para nadie…

—    Nos iremos juntos, te lo he prometido. Además, ya hemos comprado los billetes. ¡A no ser que el aeropuerto desaparezca de aquí al verano nos iremos a Rusia! No te preocupes por eso.

Debía recordar dejar todo atado antes de marcharme, quería agradecerle a Gabi todo lo que había hecho por mí y, una vez muerto, sólo se me ocurría una cosa. Le compensaría, dejaría una nota firmada en la que le legaría toda la herencia que mi madre me había dejado tras su muerte, no sería la fortuna de los Di rigo en su totalidad, pero sí más del setenta y cinco por ciento de esta. Entonces sólo tendría que dejar que sus padres la aceptasen.

Dejaría el futuro atado, Gabi sería rico y feliz, tendría todo lo que quisiese y su vida daría un giro de ciento ochenta grados. Podría viajar, permitirse el estudiar en las mejores escuelas y universidades… Incluso, si así lo deseaba, podría dejar de estudiar nada más terminar la preparatoria, la fortuna que recibiría le haría totalmente opcional el trabajar. A él y a varias generaciones futuras.

Antes de quedarme dormido, me pregunté si Gabi querría tener hijos. Y de así ser… ¿Con quién?

*****

Durante las mañanas, el padre de Gabi le llevaba personalmente hasta el instituto y a la salida le recogía. Odiaba ser consciente de que por mi culpa y por miedo a que padre hiciese algo en contra nuestra, la familia García hubiese tenido que extremar las precauciones. Yo no salía de la casa y Gabi no podía hacerlo solo, me gustaría poder decir que los García exageraban… Pero no lo hacían.

—    ¡Ya estoy! Tengo que explicarte lengua, matemáticas y Filosofía.

—    Bueno, hoy ha sido menos—. Sonreí recibiendo a mi amigo sentado en su propia cama.

—    He tomado notas de todo, pero si no consigo que lo entiendas me dijeron los profesores que no te preocupes, antes de los exámenes te quieren dar clases particulares para asegurarse de que no bajes las notas.

—    Muchas gracias, Gabi.

Observé cómo mi ángel descargaba de libros su mochila y revisaba todas y cada una de las libretas, calculando mentalmente cuanto tiempo le llevaría explicármelo y si era necesario sobrecargarme con tanta información o por el contrario podíamos ir poco a poco.

Gabi nunca había sido la clase de alumno que tomaba más notas de las necesarias en clase, pero desde que se había convertido en mi profesor particular sus libretas se habían convertido en prácticamente libros de texto, en especial la de matemáticas que a veces parecía tener más letras que números. Aquella era una de las pocas cosas que no me importaba que hiciese, pues en los resultados de sus exámenes estaba la prueba de que, gracias a su mayor atención, mejores esquemas y las clases que me daba (las cuales le valían para repasar), sus notas habían subido entre uno y dos puntos.

—    ¿Te has bañado ya?—. Preguntó de forma distraída mientras ordenaba sus apuntes.

—    No…

Me daba vergüenza, me daba mucha vergüenza decirle que no cada vez que me preguntaba si me había dado un baño. Me gustaría ser capaz de asearme solo, pero pese a la gran mejoría que había sufrido mi pierna, todavía necesitaba que alguien me ayudase a desvestirme y a volver a colocarme después la escayola. Podía moverme con la ayuda de las muletas, pero los médicos me habían dicho que hasta dentro de dos semanas no tratase de volver a apoyar la pierna en el suelo.

—    ¡Entonces al baño! ¿Quieres que te lleve?

—    ¡No! Puedo usar las muletas.

—    Sabes que no me molesta llevarte a caballito—. Me recordó acercándome las muletas y ayudándome a ponerme en pie.

—    Gabi, me siento muy inútil estando todo el día en una cama o un sofá, déjame al menos moverme solo.

—    Vale, voy a prepararnos la bañera. Como te escacharres la próxima vez te llevo de nuevo como a una princesa—. Bromeó.

—    No, eso no va a volver a pasar. Fue humillante—. Reí comenzando a caminar tras él.

—    ¡No lo fue!

Me senté sobre la tapa del inodoro, dejando las muletas a un lado mientras que comenzaba a quitarme las prendas para las cuales no necesitaba ayuda. Gabi se inclinó sobre la bañera tras cerrar la puerta y comenzó a manipular los grifos del agua fría y caliente tratando de llegar a una temperatura adecuada.

—    ¿Quieres burbujas?

—    No hace falta.

—    ¿Y los patitos que usábamos de pequeños?—. Me vaciló mientras terminaba de comprobar la temperatura.

—    Mejor el elefantito—. Le chinché.

—    Ese bicho no vive en esta casa desde hace años, me lo cargué con seis.

—    ¡Fue un asesinato!

—    No, fue una muerte en misteriosas circunstancias—. Rió.

Cuando éramos niños y me quedaba a dormir en casa de Gabi, nos bañábamos con un elefante de goma que, cuando lo estrujábamos bajo el agua, provocaba que del agua saliesen múltiples burbujas. Era un juego inocente hasta que un día la madre de Gabi decidió colocarlo detrás de uno de nosotros, normalmente su hijo, y tras presionarlo exclamaba: “¡¿Te tiraste un pedete?!” A Gabi no le hacía ninguna gracia cuando le tocaba el turno de ser el pedorro, pero a mí me divertía tanto como si me lo hacían a mí como si no.

—    Dentro de poco ya vas a poder apoyar el pie—. Afirmó tras retirar la escayola y examinar mi pierna.

—    ¿Tú crees? Yo no soy muy optimista…

—    La primera vez que te quité la escayola tuviste que agarrar mi brazo para soportar el dolor, pero ya ni te inmutas, eso es una mejora.

Con su ayuda, finalmente terminé de sentarme en la bañera, me sentía como un niño pequeño el cual tenía que esperar sentado a que le bañasen. Solo que, lejos de lo que habría esperado, Gabi nunca llegó a entregarme el mango de la ducha para que pudiese comenzar a asearme por mí mismo, sino que, tras unos breves minutos de espera, descubrí que sus intenciones eran otras.

—    Toma, tu esponja—. Indicó, tratando de quitarle importancia al hecho de que se había metido en la bañera junto a mí y actuando de la forma más natural del mundo, como si a nuestra edad siguiese siendo normal bañarnos juntos.

Me descubrí a mí mismo flexionando mi pierna sana para tratar de tapar mi hombría, avergonzado.

—    ¿Qué?—. Preguntó inocentemente al advertir mi estupor mientras que él colocaba el champú, el acondicionador y el gel entre ambos. De nuevo, como si fuese de lo más normal entre nosotros.

—    ¡Estoy desnudo, Gabriel!

—    Ya… Y yo—. Sus ojos no reflejaban picardía alguna, parecía que realmente lo estaba haciendo sin deseo de molestarme ni bromear, simplemente queriendo tomar un inocente baño.

—    Yo… Me baño solo…

—    ¿Quieres que me vaya?

No le iba a echar de su bañera.

—    No…

—    Vale.

Se encogió de hombros, como si la conversación que acabábamos de mantener hubiese sido de lo más absurda y, sin pudor alguno, comenzó a asearse sin prestarme demasiada atención, concentrándose en su baño y, tras unos segundos, comenzando a tararear como si hubiese olvidado que yo seguía allí.

Imité su actitud, tratando de actuar como si aquella repentina situación fuese habitual. Gabi no se fijaba en mí y eso propició que el pudor no tardase en abandonarme, permitiéndome bañarme como lo hubiese hecho en completa intimidad.

Pero… Había momentos en los que, de vez en cuando, me sorprendía y reprendía a mí mismo, pues mis ojos no podían evitar dejar de prestarle atención a mis miembros y el jabón que los cubría y volaba disimuladamente lejos de allí. Comenzando por admirar las gotas de agua que, mezcladas con el gel corporal, se deslizaban sobre la espalda de Gabi, sobre su suave piel… Utilizando la línea de esta como un tobogán que les dejaba caer justo entre sus…

Cuando me quise dar cuenta, Gabi también me observaba.


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