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Perfumes y Armas por ItaDei_SasuNaru fan

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Abuelos.

 

 

—Una cosa más.

—Lo que usted diga, señora —respondió Fugaku sudando dentro de su traje.

—Podrías… ¿Podrías darle un beso a mi hijo, frente a mi?

Minato quedó congelado y pálido de la sorpresa. Fugaku se habría atragantado con su propia saliva de no ser porque supo guardar la compostura.

 

El moreno había planificado por su cuenta una cena donde sus suegros eran los invitados de honor, con la intención de notificarles que serían abuelos.

Cuando Minato se enteró de todo más tarde que temprano, por supuesto, le había recordado a Fugaku todo su árbol genealógico entre gritos mientras le maldecía toda la estirpe. Al final de cuentas, solo le quedó acceder a participar en la reunión que era inevitable y rezar a su dios personal para que todo saliera bien.

No obstante, dicha reunión estaba transcurriendo de una forma muy entretenida.

Luego de la cena, nuestra pareja había llevado al matrimonio Namikaze a la sala para tomar una taza de té o un vaso de vino, según fuera el caso.

—¿Hay algo de lo que quieran hablarnos, Minato? —preguntó el señor Namikaze.

A pesar de dirigirse a su hijo, su mirada rápidamente se deslizó hasta Fugaku, que tuvo que hacer gala de todo su coraje para hacer frente a los ojos que su rubio había heredado. No es que el Uchiha tuviera una mala relación con su suegro. En realidad, secretamente habían desarrollado una especie entendimiento sutil. Sin embargo, al moreno le daba la impresión de que ese hombre jamás lo perdonaría del todo por haberle arrebatado a su hijo.

El Uchiha tomó la mano de Minato entre la suya y, como agarrando valor, dijo:

—No señor, hay muchas cosas que debemos hablar.

Cuando el señor Namikaze se enteró de que le esperaban un(os) futuro(s) nieto(s), con un suave “thud” se había desmayado instantáneamente sobre el sofá. Su esposa, que conocía lo dramático e impresionable que podía ser su marido, simplemente corrió a abrazarlos. Entre risas, les reclamó que se habían tardado mucho.

Minato se sonrojó enfadado por los comentarios pícaros de su madre. Que si lo hacían, que cuando lo hacían, cuantos meses tenía y otras preguntas un poco indecorosas. Fugaku solo podía asentir aturdido a todo lo que ella les dijo. La señora Namikaze siempre había sido muy amigable con él.

«—Es encantador, Minato —había dicho cuando se conocieron por primera vez—. Me alegro de que tengas tan buen gusto.»

Desde entonces, ella siempre tenía dispuestos sus dos pulgares arriba o intercedía con su esposo cada vez que Fugaku lo necesitaba. Ahora, aquella mujer eufórica por la noticia, les había hecho la más extraña petición.

 

—¿Perdone? —dijo un Fugaku tartamudo.

—¿Por favor, si? —rogó la dama con las dos manos enlazadas frente a su pecho.

Aún demasiado abochornado como para hablar, Minato dejó que sus acciones hablaran por sí mismas. Jaló de la corbata a su moreno y juntó sus labios.

Fugaku quiso apartarse en seguida (¡ellalosestabaviendo!) pero no pudo hacerlo desde el instante en que sintió como el otro envolvía su cuello con los brazos y abría la boca.

Sin importar el momento o el lugar, Fugaku jamás le negaría un beso a ese rubio, así que olvidándose hasta de su suegro que recién iba despertando, tomó entre sus brazos el cuerpo de Minato para estrecharlo contra el suyo, percibiendo el cálido bultito que se apretaba entre sus cuerpos.

—No han perdido la pasión. Te lo dije —resonó la voz de la señora Namikaze.

Hizo que los tórtolos se separaran avergonzados.

Ella miraba a su esposo, que increíblemente, sonreía en forma extraña.

—Veo que mi hijo ha hecho una buena decisión… Ahora toma tu dinero —dijo el hombre sacando un billete de su cartera y tendiéndoselo a su esposa.

Resulta que ellos habían apostado a ver cuál sería la gran noticia que querían darles. La señora Namikaze acertó, tomó su dinero y se burló de su esposo cual niña pequeña.

Minato pensó que definitivamente nunca entendería a sus padres. Fugaku estaba más que feliz de que todo hubiera salido bien.

 

—Ahora solo hacen falta tus padres —dijo Minato al dejarse caer en el sillón de la sala, luego de despedir al viejo matrimonio.

Ambos vieron alejarse a la camioneta que llevaba a los padres de Minato al caer la noche.

—No es tan malo.

—Eso lo dices porque le encantas a mi mamá… No tengo ni idea de cómo reaccionará tu mamá, o tu papá.

—Mi madre… ¿Hablas de Izuna?

A Minato le resbaló un goterón por la cabeza ante la ingenuidad de su esposo y lo miró con reproche.

—Lo siento, pero tienes que admitir que a Madara e Izuna también les queda ese nombre. Y nadie más que Izuna para ser la mejor mamá gallina que conozco —se excusó el moreno entre risas.

En algún hotel cinco estrellas de Nueva York, Izuna estornudaba como loco.

 


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