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Sangre Azul por Rosapetrea

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Notas del fanfic:

¡Sangre azul regresa a la red!

Notas del capitulo:

Versión 2.0

Fran estaba acostumbrado a las largas estancias en el espacio. Había pasado parte de su adolescencia formándose en la Estación Espacial Nacional Nubla, y más tarde, cuando su solicitud para entrar en el cuerpo especial de cosmonautas fue aceptada, se acostumbró a pasar más tiempo en las opresivas estaciones cilíndricas que bajo el extenso cielo azul de la tierra. Para él, el ruido del tráfico, los rayos del sol y la caricia de la brisa húmeda de la mañana eran cosas lejanas, incluso de dudosa credibilidad. No había más verdad que esa oscuridad insondable que asomaba desde su ventana, nada más sólido que las placas de titanio reforzado que formaban cada pasillo estanco, ni nada más tranquilizador que el silencioso paseo en la ingravidez de la sala de controles. Y precisamente por eso se encontraba inquieto en ese momento.

No viajaba en un instrumento creado por la mente del hombre. No se movía en el cercano espacio que fluía en torno al Sistema Solar, ni en la proximidad de ninguna estrella observada desde los magníficos telescopios del ser humano. Estaba navegando en medio de lo desconocido, con una tecnología que no alcanzaba a entender y en dirección a un lugar que ni siquiera la mente podía llegar a imaginar.

Cuando la humanidad encontró a los hirge, la primera raza extraterrestre de la que habían tenido constancia, se había sentido abrumada y aterrorizada, pero al final había obrado bien. En aquel momento, bajo la amenaza de los liscuanos, la alianza con el Imperio no sólo había significado un gran salto en el campo de la investigación astrofísica y tecnológica, sino la victoria en el Conflicto de Alfa Centauri y la seguridad de que la Vía Láctea, en toda su cambiante amplitud, pertenecía al ser humano. Ahora, tras haber roto toda relación diplomática con sus antiguos aliados, podían estar a las puertas de una tragedia de consecuencias mundiales o ante una victoria en la política intergaláctica que propulsaría al planeta Tierra a la cumbre de la influencia universal. Todo dependía de ese viaje y de las negociaciones que pretendían mantener con la especie que poblaba la misteriosa y cerrada galaxia de Yldium.

El Imperio Hirge rara vez había aportado información sobre los yldianos. Los humanos sabían que era la segunda especie inteligente más parecida físicamente a ellos, lo cual no revelaba mucho si se tenía en cuenta que las tres especies restantes de cuya existencia se tenía constancia guardaban más parentesco genético con un monstruo lovecraftiano que con ninguna otra especie terrícola, a ojos de Fran. Todos sus conocimientos se limitaban a confirmar que los yldianos, al igual que los hirge, se comunicaban mediante un lenguaje articulado, andaban erguidos y tenían dedo oponible. El primer dato lo habían deducido cuando recibieron el mensaje de confirmación del Rey Supremo, señor de Yldium. Aunque los chips de idioma que habían heredado de los hirge superponía la traducción en la mente del oyente, Fran, que había escuchado la grabación una docena de veces, había llegado a captar el tono suave y melodioso del Sumo Benigno Supremo, quien actuaba como voz del Rey Supremo. El resto de la información también había sido deducción empírica: después de pasar siete semanas en el espacio, caminando por pasillos diseñados por otra especie, durmiendo en camas pensadas para otros hombres y comiendo en mesas dirigidas a otra sociedad, uno no podía más que sacar conclusiones sobre sus futuros anfitriones.

La primera gran obviedad fue que a los yldianos les gustaba viajar con espacio y comodidad, desplazándose sobre sus piernas —fuera cual fuese el número de estas que cada espécimen tuviera—, puesto que la gravedad artificial había sido programada en toda la nave sin importar las proezas de ingeniería que hubieran hecho falta. Entre los humanos tal cosa sólo estaba obligado por ley en travesías de más de nueve meses, por lo que antes, cuando las relaciones con los hirge aún estaban en buen estado, incluso los organismos públicos preferían contratar naves pilotadas por hirges, que tenían núcleos gravitacionales, a fletar vehículos propios. Ahora estaban sufriendo las consecuencias de esas medidas con la carencia de una flota bélica básica.

En segundo lugar, Fran fue consciente del gusto de los yldianos por las superficies oscuras, los murales recargados y las bóvedas elevadas, muy elevadas. El exceso de decoración era tal que el comandante había empezado a sustituir el nombre que el gobierno internacional le había dado a la nave, Yldii, por el de Országház. El término se popularizó cuando el resto de la tripulación llevada por la curiosidad buscó en la base de datos la imagen del interior del parlamento de Budapest. Así fue como del latino Yldii, el palacio espacial en miniatura pasó a llamarse Orsa-gaas, que era todo lo bien que una persona no familiarizada con el húngaro podía pronunciar el término.

Por último, tanto Fran como el resto de los hombres de la nave tuvieron sus sospechas de que la anatomía yldiana iba a ser bastante similar a la humana tras ver los colosos antropomórficos que eran representados en lo alto de todas las estancias. Había monstruos de cuerpos musculosos y largos imposibles retorciéndose entre la compleja red de ondeantes cintas que cubrían los techos; había hombres con senos femeninos, picos de garzas y colas de leopardo riendo sobre los pedestales que nacían de las grandes columnas, pero lo más inquietante era ese ser siempre representado en una de las esquinas de todos los dormitorios, esculpido en una piedra negra tan pulida que su brillo parecía húmedo. Indudablemente la criatura llevaba una máscara cubriéndole el rostro, una máscara que le confería rasgos finos pero grotescos, con ojos pequeños, pómulos salientes y una delicada boca de corazón que se arrugaba a medias entre un beso y una burla. Su cuerpo se mantenía en una postura exagerada, cruzando brazos y piernas, alzando un muslo, doblando una muñeca, y dejando que esa extensa cola serpenteara por su delgado cuerpo, cubriendo partes innobles y jugando a enredarse entre sus miembros. Tantas figuras y tantos días a solas con ellas en el espacio hicieron que la imaginación de los hombres se disparara y hubiera ya apuestas con descripciones muy detalladas sobre sus anfitriones o incluso dibujos con apuntes anatómicos creados por gente que en opinión de Fran, tenían más tiempo libre del que merecía.

Shawn Panfil, el único de los voluntarios con un doctorado en etnología que había superado las pruebas físicas y psicológicas, aprovechaba cada conversación de pasillo para promocionar su teoría de que los titanes zoomórficos de las paredes eran representaciones alegóricas de virtudes apreciadas por los yldianos o, también, dioses venerados, en cuyo caso el parecido físico entre ambas especies podría ser una ventaja.

—El hecho de que su arte ensalce el cuerpo humano, o más o menos humano, demuestra que sienten admiración por esta distribución concreta de dos brazos, dos piernas y caminar erguido —le había dicho a Fran la segunda noche de viaje, tirando del hombro de su uniforme mientras se inclinaba contra él para asegurarse de que no se escapaba como el resto de los comensales—. No todas las sociedades han tenido dioses semejantes a ellos, pero normalmente cuanto más avanzada es la cultura, menos parecido tienen con la vegetación y la fauna y más se acerca al pueblo que lo adora. Quizás los yldianos se sientan deslumbrado por el poderío del Imperio Hirge y por ello su concepción divina es una mezcla entre un hirgue y un animal, o, lo más seguro, ellos se parecen a nosotros e idealizan sus formas, haciéndolas más altas y con características sobrenaturales, como los picos y las colas. Al fin y al cabo un dios tiene que ser superior a su creyente.

El resto de la noche había estado hablándole sobre los mayas, los incas, Egipto, los noruegos y Grecia. Había sido una noche entretenida, aunque a veces el afán educativo de Panfil había hecho que Fran lamentara que no hubiera ni una botella de alcohol en la nave, para alegrarle el monólogo. Se había marchado convencido de que el hombre tenía tanta razón como dificultad para comprender cuándo sus oyentes desean irse a la cama, y en los días siguientes su insistencia había sido tal que, sólo para molestarle, Fran había apoyado cualquier otra teoría por extravagante que fuera siempre y cuando contradijera al doctor.

Joseph Philpotts, otro de los cuatro tenientes a bordo de la Orsa-gaas, creía que los yldianos debían ser criaturas que rondaran los tres metros de altura, de músculos pétreos y pieles tan oscuras como las del teniente Okoro, y extraños gustos culinarios. Fran incluso le escuchó contarle un par de veces a los soldados más amantes del terror que los yldianos tenían tres bocas, cada una dentro de la anterior, y que la usaban para cazar a distancia a sus presas, lanzándolas sobre estas cuando se daban a la fuga igual que si fueran una especie de sapo gigante. También especuló sobre sus habilidades de levitación, pero más o menos al final de la segunda semana de viaje descartó esta idea en favor a la preferencia por reptar por las paredes y los techos, siempre acechando a humanos descuidados. Gracias a sus cuentos, el soldado Perkins, que seguramente tenía trofeos de bellas artes escondidos en su casa de la tierra, esbozó un par de ilustraciones en las que los yldianos se veían como un cruce entre aquel viejo personaje de cómic, Venom, y una de las fantasías cinematográficas que triunfaron en el siglo pasado, Alien.

Pero la teoría favorita de Fran era con diferencia la del capitán Gonzáles, por imaginativa. Su superior disfrutaba ampliando la idea y contándola antes o después de las reuniones del mando, y como se solía sentar cerca de él, podía presenciar desde un privilegiado primer asiento las capacidades de improvisación que tenía el argentino. Nicolás Gonzáles tenía fijación por la fantasía más pura, por lo que su versión de los habitantes de Yldium era una mezcla entre alto elfo nórdico y un ente feérico. Todo ellos cantaban con voz clara junto a arpas de oro e hidromiel galáctica, sus largos cabellos ondeaban con vida propia en torno a sus cuerpos sin necesidad de brisa y tenían capacidades especiales para sentir las emociones ajenas y calmarlas con un solo roce de sus manos. En sí sus teorías no eran excesivamente descabelladas. Si los hirge podían entrar en la mente de las personas, ¿por qué un yldiano no iba a poder ser un émpata natural? Sin embargo con el paso de las reuniones y los días su sociedad ideal de seres perfectos terminó siendo un reflejo del imperio hirge, sólo que en vez de estar poblado únicamente por hombres guerreros, en su caso se componía por mujeres dulces y amantes de los paseos plácidos y los encuentros a la luz de la luna con extranjeros.

El capitán Gonzáles no fue el único al que la soledad en el espacio afectó. Todos los seleccionados para aquella misión habían pasado al menos un par de semanas en el espacio en algún momento de su carrera. Sabían lo que era el estar lejos de sus familias y de la actualidad terrícola. No les molestaba el estar privados de las noticias diarias, los cotilleos de famosas, el progreso de los conflictos internacionales o las disputas entre primos y vecinos. A diario hacían su rutina básica, que consistía en algo de ejercicio físico, algo de ejercicio intelectual y mucha socialización con sus compañeros. Sin embargo seguía habiendo algo que faltaba y no se podía remediar: las mujeres. No había ni una sola mujer en ese primer viaje a Yldium, lo cual había convertido a ese nutrido grupo de hombres duros en una piara de jactanciosos galanes las primeras semanas de travesía, presumiendo de proezas en materia del corazón que habrían dejado mudo del asombro al mismo don Juan Tenorio. No obstante, cerca ya del día duodécimo de viaje algunos sólo podía lloriquear sobre las añoradas amigas o novias que habían dejado en la tierra, rememorando aquella vez que le dio palmaditas en la espalda tras un examen fallido o cuando lo fue a buscar al trasbordador espacial para celebrar con unas copas el final de una misión desagradable. No todos aireaban sus males de amores con facilidad, pero las fotos de mujeres sonrientes en taquillas, baños y dormitorios se habían multiplicado, y no era raro que en el comedor terminara circulando alguna tableta con la imagen de una chica alegre bloqueada en su pantalla. El asunto se había vuelto escabroso cuando Fran constató que la mayoría de los soldados, lejos de recurrir a una respuesta inculcada tras siglos de tradición y hacer una observación sobre el tamaño de los pechos de la señorita, ponían una mueca amable y daban su aprobación al desafortunado compañero, animándolo en su depresión.

Fran era de los pocos a los que la homogeneidad masculina en la nave no le había afectado en el plano sentimental. A él lo único que le irritaba era saber que Lucía Doñanueva, la más reputada experta en mecánica virtual, se había quedado en la Tierra a ayudar en las investigaciones para saber cómo funcionaba la nave yldiana. La mujer era un genio y haberla tenido abordo habría sido consolador. Había sido gracias a su rapidez de pensamiento por lo que se había solucionado la crisis del Voyageur sin ninguna pérdida humana, y su actuación en los proyectos Sombrero Solar y Makarónia me tyrí le habían valido el premio Dédalo, uno de los más reputados y con mayor cuantía de la actualidad. Sin embargo ni ella ni ninguna otra mujer habían entrado en las listas de voluntarios que se habían cerrado hacía ya más de un año y medio, cuando la misión New friend —nombre ridículo, si le preguntaban a Fran— seguía sin estar confirmada.

Esa era la realidad en la tierra. Después del escándalo de Tabachueca y el cierre del último centro de crianza, la sociedad terrícola estaba en estado de alerta, viviendo crisis de ansiedad, brotes de paranoia que azotaban pequeños pueblos y grandes ciudades, y presenciando el nacimiento de nuevos partidos políticos y líderes ideológicos que condenaban a los hirge y todo lo que tuviera que ver con ellos. Las mujeres, por supuesto, eran las principales víctimas de sus campañas, convirtiéndolas en mártires y advirtiéndoles que ellas eran el preciado trofeo que el imperio hirge estaba buscando. El mundo había retrocedido quinientos años para volver a confinar a las princesas en sus altas torres y enviar partidas de caballeros en busca de la espada que pudiera acabar con el terrorífico dragón, y en el proceso impedían que las mujeres tuvieran algún papel importante en el hito histórico que significaría entablar relaciones diplomáticas con una nueva cultura.

Fran lo lamentaba por ellas, pero lo que más lamentaba era el que estuvieran al borde de una guerra porque un pequeño sector político, adscritos en su mayoría a la sección conservadora o religiosa, hubieran condenado durante años las colaboraciones con los hirge para ayudarles con su tragedia reproductiva. La humanidad sólo tenía que enviar información genética de mujeres, nada más, y a cambio los hirge les habían ayudado a fundar y mantener la primera colonia en el espacio, Edén, así como habían compartido conocimientos avanzados de astrofísica y neurobiología, entre otras cosas. Sin embargo estaba el escándalo de Tabachueca, que no tenía perdón ninguno, y ese frágil castillo de naipes que habían sido las relaciones intergalácticas con el Imperio se había desmoronado ante el horror de la opinión pública y la rápida acción de los principales detractores de los hirge. Nadie podía perdonar Tabachueca y lo que ahí había ocurrido. Fueron once mujeres, once vidas, y sus agresores eran hirge. No. Nadie olvidaría nunca Tabachueca, ni siquiera Fran, que aunque en secreto estaba en contra de la ruptura de las relaciones diplomáticas, sentía hervir la sangre con tan siquiera escuchar el nombre de aquel centro de crianza destinado a la seguridad de las humanas, no a su trata.

Cuando las Naciones Unidas emitió las bases del contrato como voluntario para viajar a Yldium, muy pocas personas se extrañaron de que una de las clausulas exigiera no tener capacidades reproductivas femeninas. En teoría cualquier persona que hubiera pasado por una operación de cambio de sexo, estuviera en la menopausia o fuera estéril podría haberse inscrito en las listas de selección, pero si lo hicieron, ninguna pasó las rigurosas pruebas. Fran tampoco vio a nadie del género femenino durante las pruebas físicas en la tierra o en el espacio, aunque sí que coincidió con muchas seleccionadoras, psicólogas, científicas y otras mujeres en esos catorce meses de incertidumbre, en los que se siguieron entrenando y preparando sin saber si su mensaje había llegado a la lejana y desconocida galaxia de Yldium y aún menos si su petición de embajada sería aceptada.

Ahora, cincuenta y seis días después de que comenzara su travesía, era cada vez más consciente de la diferencia de viajar entre hombres y mujeres a estar rodeado de absoluta y plena masculinidad. Se suponía que aquello debía ser sencillo para alguien como él, que no sentía atracción por el sexo opuesto, pero si alguien había supuesto eso, suponía muy mal. No sentir deseo sexual no implicaba despreciar su compañía, y tanta monotonía, tantos hombres siempre diciendo las mismas palabras, maldiciendo a las mismas horas y escupiendo en los mismos lugares le comenzaba a cansar. Al principio había dado por supuesto que ocurriría lo mismo que pasaba en todos los viajes largos. Siempre terminaba dando con un hombre —alto, bajo, calvo, con barriga o sin ella— que despertaba en él algún interés, a veces sentimental y otras veces sólo físico. Amenizaban el trayecto compartiendo experiencias pasadas y algún momento de intimidad y luego se olvidaban del otro hasta que volvían a coincidir, si es que coincidían. Pocos días más tarde de zarpar se dio cuenta de que el estrés al que estaba sometido y los miedos que todos intentaban acallar con respecto a su destino o la posibilidad de ser interceptados por una nave hirge en el camino, hacía que hubiera perdido el interés en nada que no fuera la misión, asegurarse de que comprendían perfectamente las indicaciones del piloto virtual de abordo —indicaciones traducidas por el chip idiomático—, y que la comida y el oxígeno era suficiente para el tiempo que habían estimado.

Se suponía tardarían siete semanas en llegar a la Lirdem, la estación comercial intergaláctica yldiana que el Soberano Supremo había destinado para el encuentro. El piloto virtual les había anunciado por los altavoces estratégicamente ubicados en algún lugar que ningún humano había llegado a descubrir, que en tres horas llegarían a su destino, sin embargo ningún radar había avisado de la proximidad de un objeto tan grande como debía ser una estación espacial. Tanto Fran como el resto de la tripulación estaban tensos y a la espera. Si los Yldianos habían errado la ruta por un par de kilómetros podrían morir en medio del espacio sin que nadie supiera qué había sido de ellos. En esas situaciones incluso un par de metros resultaban vitales.

El puente de mando era una habitación circular en el corazón mismo de la nave, una distribución que ya había visto en transportes hirge, sin embargo su mobiliario y decoración era muy distintos. Predominaban las paredes lisas e iluminadas con una luz oscura, casi negra, que cambiaba por una tonalidad muy cercana al celeste cuando mostraban los datos de navegación, absolutamente incompresibles para quien no supiera leer yldiano. El piso era brillante y cargado de motivos lacados que a simple vista podrían parecer repeticiones, pero cuando uno se detenía a observarlos, cosa que había hecho la mayoría de los que trabajaban en esa zona, descubría que no había dos baldosas similares, y el único objeto con el que se podía interactuar era un pilar bajo en el centro de la estancia en torno al cual había una docena de peanas. Les había costado descubrir que las peanas eran las posiciones en donde debían situarse para dar las órdenes al piloto y que dependiendo de si se colocaban más cerca o más lejos, más a un lado o a otro, sus palabras serían obedecidas de inmediato o rechazadas por no tener la categoría necesaria. En las últimas siete semanas no habían tenido necesidad de debatir demasiado con el ordenador de abordo, por lo cual tampoco estaban muy seguros de cuáles eran las peanas más importantes, y a excepción de un momento de tensión en el que el radar detectó la cercanía de un objeto dirigiéndose a ellos —un meteorito de nivel tres—, no habían tenido que usar el pilar, que terminó siendo el sistema manual de la nave.

Hacía siete horas que había comenzado la cuenta atrás. Fran estaba en su horario de descanso. Se suponía que debía regresar a sus habitaciones para reponer fuerzas pero le era imposible salir de la habitación. Se había colocado cerca de una de las paredes llena de información incomprensible, junto a los otros tres tenientes, y observaba la tensión de todos los hombres de la sala, la mayoría demasiado confusos para hacer otra cosa que fruncir el entrecejo y retirarse el sudor de la frente. El aire era frío en la estancia, como en el resto de la Orsa-gaas, pero eso no les impedía sentir los calores de la angustia. El comandante Juhász había ordenado varias veces que le consiguieran referencias visuales del exterior sin ningún éxito. El piloto o bien no tenía esa opción o no comprendía la orden. La cuenta atrás continuaba descendiendo en la pared que había a la espalda del comandante. Nadie la comprendía, pero cada segundo la imagen cambiaba por completo, mostrando lo que debía ser un número nuevo. El asunto era gracioso, porque la nave había registrado la unidad de medida temporal humana antes de partir, pero el ingeniero que la diseñó debió pensar que los humanos además de chips idiomáticos tenían lentillas traductoras de lenguaje escrito, porque no había forma de que la nave accediera a aprender la representación numérica terrícola. La consecuencia era un clima de tensión generalizado en el que las órdenes cada vez se hacían más ásperas y los hombres tendían a equivocarse con mayor frecuencia, viéndose obligados a reiniciar procesos que ya tenían avanzados en sus pantallas holográficas individuales.

—Es posible que los yldianos no dependan de los ojos tanto como nosotros —le susurró el teniente Stafford a su compañero, el teniente Okoro.

Fran ladeó la cabeza, no muy convencido de que tuviera razón, pero no intervino en la conversación.

—Si son los bichos que “alegran” nuestras habitaciones, tienen dos ojos, dos manos y dos piernas, además de garras, colas y picos, cuando no hocicos de lobos —le respondió el oficial nigeriano también en un susurro. No querían molestar con su charla a algún superior.

—Pero es posible que se guíen más por el oído que por los ojos, como los murciélagos, que también tienen ojos pero para lo que les sirve, es como si no los tuvieran. ¿Has visto las estatuas? ¿Te has fijado en sus orejas? Son redondas, raras. Seguro que las tienen más desarrolladas que nosotros. Quizás puedan escuchar a alguien acercarse desde la distancia, como los perros. ¿Lo has pensado? A ver quién se tira un pedo cerca de ellos.

Okoro le lanzó una mirada seca al otro hombre, coincidiendo sus ojos con los de Fran un segundo antes de volver a mirar al frente. Stafford no volvió a hablar.

A varios metros de ellos, el comandante rugió una maldición en húngaro. Se giró hacia uno de los técnicos y le ordenó que dejara lo que estaba haciendo para encargarse de conseguir sonsacarle a la máquina la posición de los objetos más próximos y su composición aproximada. Fue entonces cuando las luces se atenuaron, descendiendo lentamente hasta casi quedar en la oscuridad antes de volver a su intensidad inicial. Todos miraron hacia el techo, buscando algo que explicara lo que acababa de pasar, e intercambiaron miradas.

—Faltan tres horas y catorce minutos para llegar al punto de destino —les advirtió la siempre amable voz de la Orsa-gaas—. El primer paquete digital de bienvenida ha sido interceptado, ¿desea su eminencia abrirlo en este momento?

János Juhász se tomó un segundo para pasarse ambas manos por la coronilla y suspirar lentamente antes de dirigirse a su peana habitual y responder afirmativamente.

—El benignísmo tutor Mizjel Sierradivina —continuó la máquina—, señor de las llaves de la Séptima Casa y bienamado de Tirilia, les manda sus más afectuosos saludos y espera que el viaje haya sido de su agrado. Asimismo les adjunta una relación con los enviados de los príncipes de los Cuadrantes Superiores e Inferiores de Yldium que se han desplazado deseosos de darles la bienvenida a tan importantes huéspedes. En los atajos de búsqueda rápida están los seis enviados del Soberano Supremo, el vizcaudillo Jumel Yuner…

La grabación continuaba dando diversos nombres mientras uno de los técnicos los apuntaba rápidamente en un papel. Todos escuchaban en silencio intentando dar con un detalle, una palabra o una referencia que pudiera aportarles más información sobre sus anfitriones, pero a excepción de la elaborada despedida, en la cual se especificaba que el sistema tractor de la estación Lirdem se encargaría de las maniobras de acercamiento y aterrizaje, no hubo nada de interés.

—El mensaje finaliza en este punto, su eminencia. ¿Desea volver a escucharlo? —preguntó el piloto virtual.

—No hará falta —El comandante hizo ademán de bajar de su peana cuando la voz suave volvió a sonar.

—Hay tres documentos nuevos en la bandeja de recepción, los tres procedentes de la Estación Comercial Lirdem y sellados bajo la insignia del Soberano Supremo, uno de ellos con prioridad de apertura IF. Su nombre es «Licencia de aterrizaje». Estoy obligado por la tercera ley de Obediencia Comercial a abrirlo y compilarlo junto al resto de protocolos. Los otros dos documentos tienen prioridad de apertura azul y se llaman «Relación de pasajeros narsianos de categoría 1 y 2» e «Información visual del destino». ¿Desea abrir alguno?

Al comandante le faltó tiempo para responder.

—Abra la información visual.

De inmediato la pared en donde estaba situado Fran y los otros tenientes dejó de mostrar la secuencia de galimatías extraterrestres. Los hombres se apartaron unos pasos, intentando no tropezar con nadie y sin perder de vista esa zona de la estancia. Como habían esperado, una pantalla holográfica se alzó, muy similar a los puestos individuales en los que trabajaban los técnicos pero cuatro veces más grande. A pesar de que la luz que arrojaban las rejillas del techo era fría, acercándose al verdemar, las imágenes que aparecieron delante de sus ojos tenían un color tan vivido que si hubiera sido una película con movimiento, podrían haber creído que los yldianos poseían la inexistente técnica de teletransportación.

Algunos hombres se sonrieron, carraspearon o rieron por lo bajo, sintiendo exactamente lo mismo que estaba sintiendo Fran. Aquello parecía una presentación fotográfica común y corriente. Varias fotos apareciendo en la pantalla para desaparecer a los pocos segundos y dar paso a otra. Sólo mostraba pasillos vacíos, jardines llenos de plantas exóticas pero verdes, escalinatas interminables, dormitorios muy similares a los que habían ocupado durante las últimas semanas y más paredes, más habitaciones, más lujo y estatuas desnudas en cada rincón. Algunas voces habían comenzado a alzarse entre los cuchicheos y las bromas discretas sobre el tamaño de las columnas cuando aparecieron los yldianos. La primera imagen fue muy distante, insuficiente para apreciar ningún detalle. Había una estancia enorme y la captura se había realizado desde un lugar en lo alto, posiblemente por una cámara de seguridad, si es que tenían de eso. A lo lejos se podía ver varias figuras espigadas y cubiertas por telas de todos los colores, brillantes y llamativas. Aparentemente llevaban sombreros de extrañas formas, verdes, azules y rosas, nada que entrara en la categoría de discreto.

En la segunda imagen había más personas y estaba más cerca, pero seguía sin apreciarse bien la fisonomía de los yldianos. Era seguro que no tenían picos en el rostro, ni hocicos salientes. Sus ropas estaban compuestos por muchas telas distintas, tenían mucho vuelo, con pantalones muy anchos o faldas amplias, y de sus cuellos salían haces de luces o les colgaban todo tipos de metales de los hombros, el cuello, los antebrazos o las cinturas. Había elegancia en las formas pero, en opinión de Fran, muy mal gusto a la hora de elegir el color de sus tocados o de lo que fuera que ocultara sus rostros, dándole una tonalidad azul debajo de los hilos dorados.

La tercera imagen hizo que el hombre que estaba a su izquierda se atragantara y él mismo tuvo que controlarse para que no se le notara la sorpresa. Los yldianos tenían la piel azul, azul cielo, pero los rasgos de su rostro eran muy similares a los humanos, con ojos almendrados, narices ganchudas, rectas o respingonas, y bocas sonrientes. Lo que había confundido con un sombrero o un tocado no era más que su cabello, largo, brillante y colocado en formas sorprendentes. En el rostro de algunos se apreciaban tatuajes o pinturas. Había dos hombres con sutiles signos de vejez. Destacaban sus ojeras hinchadas con unos puntos brillantes bajo los ojos. Otro tenía algo escrito en su mejilla y, unas fotos más adelante, un hombre que se reía mientras sostenía una taza sin asas mostraba un tatuaje que le cubría la mitad del rostro entre espirales y signos ondulantes.

Cuando el piloto terminó de mostrar las setenta y siete fotografías, el capitán Gonzáles le pidió al comandante que volviera a repetir la presentación y que se la mostrara al resto de tripulantes, especialmente a los embajadores. Durante las tres horas que siguieron, el puente de mando recibió a una buena cantidad de curiosos que hacían cola en la entrada, esperando su turno. Fran no se alejó mucho del lugar, disfrutando de cada reposición e intentando absorber toda la información nueva que recibía, buscando en los márgenes, en los rostros de los yldianos en segundo plano o en la forma con la que se vestían. Esa especie desconocida se le antojaba fascinante.

 

Notas finales:

La próxima actualización el jueves 18.

A los que leyeron la primera versión de esta historia: ¿Qué les ha parecido? ¿Era preferible la otra? ¿Se está haciendo aburrido que no entremos en materia rápidamente? Quería presentar un poquito a Fran antes de ir a saco con su aventura. En la otra versión me pareció que apenas se entraba en su mente, y ahora sabemos un poco más de por qué los humanos viajan a Yldium, aunque siempre con su nota de misterio. No vamos a contar cincuenta años de historia galáctica en un párrafo como si nada.

¡Nos leemos y, como siempre, gracias por sus apuntes y comentarios sobre la historia!

Recuerden que pueden ver imagenes de la historia y seguir todo lo referente a Sangre azul en la web: mundoshabitados.wordpress.com


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