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El Perfecto por AkiraHilar

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«Como en todo, nunca hay fines completamente benévolos cuando el poder y la avaricia están manejando los eventos del reino. De la misma manera en que la iglesia se siente amenazada por los cátaros, la corona siente lo mismos de la nobleza que los protege. Han encontrado maneras de cercarnos, y se han aprovechado de ellas.
 
Afortunadamente, no hay nada que me ate a estas tierras más que los bienes que mi padre nos heredó. Nada importa mientras ellos estén conmigo.»

 
Cinco monedas de plata, licor y pan. Todo estaba servido sobre el escritorio en esa noche donde el viento golpeaba contra la madera y hacía rechinar las ventanas. Habría una tormenta en poco, Aspros adivinó mientras mantenía el papel en sus manos. Era el testimonio de uno de los nobles, antiguo enemigo de su padre, hablando en contra de ellos y pidiendo, bajo la misericordia de la iglesia, que se comprobara la pureza de sus actos.
 
—Sabes, mi señor, ¿lo que ocurre con los que la iglesia acusa de herejes? No importa si ya sus huesos descansan bajo la tierra, son aún así quemados sobre la hoguera. —Mordisqueó el pan, con una sonrisa siniestra marcada en su rostro sucio por la tierra del viaje—. Y no solo eso, la iglesia y la corona decomisan sus bienes. Muy apropiado de su parte, ¿no?
 
—Una manera legal de matar y robar. —Admitió mientras movía su daga contra la carta que el mismo Degel había escrito para el obispado, dando fe del testimonio que había escuchado en medio de una confesión—. ¿Crees que sea el único?
 
—Lo dudo. Pero no se esperará a averiguarlo, ¿o sí?
 
Obviamente no. Aspros golpeó con la punta de su daga la carta sobre la madera, donde yacía el sello violado del manuscrito. Lo miró con odio, calculando sus acciones próximas. No había tiempo para detenerse a ubicar a los culpables, si una carta como esa había llegado antes, seguramente no tendría tiempo suficiente para limpiar su nombre.
 
Se levantó de su asiento y echó sus brazos hacia atrás, meditando sobre sus opciones. Manigoldo, el hombre que había llevado la información, se entretenía llevándose todo el licor a su garganta sin siquiera saborearlo.
 
No había opciones. Solo tenía unas noches más.
 
Dando la orden de abandonar su casa y aumentando la cuota a ocho monedas para garantizar su silencio, dejó a Manigoldo partir y se encaminó con pasos apresurados hasta el pasillo que llevaba a la habitación de Asmita. Tomó una de las lámparas que estaban en el comedor para poder llegar hasta la puerta y sin anunciarse, entró golpeando la madera con su puño derecho.
 
Asmita se levantó, casi de inmediato al escuchar el ruido. La madera de la ventana golpeaba contra el marco, produciendo un ruido sordo que seguramente no le estaba permitiendo dormir.
 
Aspros lo miró desde su lugar, impávido mientras la luz de su lámpara apenas alcanzaba los pies de Asmita cubierto contra el frío. Levantó un poco la lámpara para poder dibujar las líneas de su semblante contrariado.
 
—Soy yo. —Anunció y se acercó hacia él, dejando que sus botas golpeara contra la madera. Asmita no hizo más que seguir el movimiento de sus pasos mientras se enderezaba en la cama—. No estabas durmiendo.
 
—La tormenta no es un buen presagio —murmuró inclinando su rostro hacia donde provenía el ruido del viento.
 
—Ciertamente no lo es, he recibido noticias y he decidido qué hacer con ellas.
 
Debió admitir que la atención de Asmita se volcó de inmediato a él cuando escuchó sus palabras. El entrecejo se forzó más y hasta podía adivinar la intranquilidad tras su silencio. Aspros solo podía verlo y pensar que no iba a permitir que ni la corona ni la iglesia se saliera con la suya. Ni mucho menos que Asmita lo hiciera.
 
Así tuviera que manipular lo que fuera necesario.
 
Descansó la lámpara sobre la mesa aledaña a ellos y juntó sus palmas entre las piernas. Le era extraño verle el cabello suelto, los hilos dorados sin estar atrapados en aquella tela con la que él se cubría obstinadamente. Pensó en que le gustaría tenerlo entre sus manos, pero no era el momento. Al menos, no aún.
 
—Tendremos que partir. —Inició sus palabras y notó la sorpresa que el cátaro dibujó en su rostro—. No es negociable, tengo enemigos que han aprovechado todo este movimiento inquisidor para levantar falso testimonio de mí y de mi casa.
 
—Me buscan…
 
—No saben de ti aún, lo que han levantado ha sido contra mí y mi hermano. Nos quieren acusar de herejía.
 
—Pueden evitar todo esto si me entregan. Tendrán lo que buscan, un hereje.
 
—No pienso entregarte.
 
—No puedes partir, familias enteras dependen de ti.
 
La forma en la que Asmita fortalecía sus palabras, no dejaba de admirarlo aun si con ello no lo hiciera cambiar de opinión. Intentó tomarle la mano para suavizar la posición de él, pero el joven se movió, evitando el contacto y saliendo de la cama. Por un momento, por la luz de la lámpara, pudo ver que su cuerpo solo era cubierto por el pantalón, pero apresuradamente Asmita halló la toga para vestirse.
 
El viento golpeó secamente, creando un ruido sordo aún más fuerte que el anterior. Los perros aullaron asustados, anunciando la tempestad. Aspros se levantó de la cama y movió sus pies para rodearla. Buscó acercarse al rubio quien, evidentemente molesto, se aferraba a la toga para protegerse del frío.
 
—Entregaré mi fortuna. —Asmita levantó su rostro hacía él—. Cinco monedas de oro y alguna pertenencia para que ellos puedan salir de estas tierras y buscar un destino más honroso. Abandonaré los lujos que mi padre nos han heredado y me iré con mi hermano a otra tierra menos peligrosas. Tú irás con nosotros.
 
—Esto no tiene lógica.
 
—La tiene para mí y es lo importante.
 
—¿Estás abandonando todo para proteger qué, Aspros?
 
—¿Realmente necesitas esa respuesta, Asmita? —El rubio tragó grueso y bajó su rostro al saber que la respuesta estaba clara, lista y dispuesta para aceptarse o negarse a ella.
 
Llevado por el silencio, Aspros extendió su mano y finalmente cumplió el capricho de tomarle de un mechón para jugar con él. Asmita, sin embargo, se apartó como si el tan solo roce quemara y le mostró el rostro más frío que había visto en el tiempo que llevaba con ellos.
 
—No me mires como se mira a una mujer. —Exigió, con la mismas palabras que su hermano le había dicho días atrás, y con el semblante que seguramente le había dedicado.
 
Aspros no se mostró desairado por ello, más bien, le dio más razones para decirlo. Una mirada rápida sobre su cuerpo, un vistazo largo hacía los labios fuertemente cerrados y degustó la manera en que sus párpados temblaron. Pero no se acercó más.
 
—Te equivocas. Es así como miro a un hombre.
 
—Prefiero la hoguera, Aspros. —Determinó y el aludido solo pudo dibujar una sonrisa de medio lado, apenas perceptible.
 
—Si quisiera lastimarte, ya lo habría hecho. No hay nada que me impida tomarte aquí, en mis tierras, en mis pertenencias.
 
—Estás acostumbrado a manchar el amor con el deseo, a materializarlo y quitarle su pureza. —Aspros ya se había preparado para esa acusación. Así que lo escuchó, sin afectarse por sus palabras—. Lo has hecho con tu hermano.
 
—Pero no contigo. —Asmita no estuvo preparado, la sorpresa así lo había delatado—. ¿Aún dudas, Asmita? ¿Hay razones para no confiar en mí?
 
Para dar mayor énfasis a sus palabras, Aspros formó distancia y dio algunos pasos fuertes hacia la madera que golpeaba en la ventana. La aseguró en un solo movimiento, logrando acallar el sonido que impedía al rubio dormir. Ya sin el traqueteo constante, solo se escuchaba el viento silbando afuera.
 
—Partiremos en dos días. Organizaré una carreta que lleve solo lo necesario y viajaremos hacía al Sur, lejos. Si yo no he puesto mis manos sobre ti, mucho menos dejaré que la iglesia lo haga.
 
Asmita no dijo palabra alguna y él tampoco la esperó. Se despidió, dejándolo con el silencio que le permitiera dormir y con la total seguridad de hablar con su hermano y decir sus planes. Posiblemente, ninguno de ellos esa noche dormiría.


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