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El Perfecto por AkiraHilar

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«Dado la represión de la santa iglesia y la búsqueda de los inquisidores, el viaje se ha extendido por más tiempo del previsto. La vida de nómadas que hemos adoptado mientras cruzamos el reino en la carreta, comienza a hacerse una rutina para nosotros y pese a todo, los lujos que hemos abandonado no son del todo extrañados. Ya al menos tengo la libertad de ser quien quiero ser con mi hermano, comportarme con él como deseo sin temer que algún siervo, vecino, o compañero, noten si mis actitudes corresponden o no a la de una hermandad

En cada pueblo no nos detenemos más que el tiempo necesario para comprar algunas hortalizas y dejar descansar a los caballos. Aprovechamos para verificar la situación del reino y las ferias que se organizan de forma interna en la comunidad. Es un buen tiempo para compartir y entretenernos»

En el último pueblo, a lo lejos, Aspros y Defteros presenciaron la quema de los herejes. Era el peor momento para visitarlo; los gritos desgarrados de quien eran quemados vivos en la hoguera, quebraron la tranquilidad de la población y condenaron a todos aquellos que buscaban ir en contra de la única verdad.

Ante los gritos, Asmita simplemente inclinó su rostro y elevó una oración. Aspros reforzó su agarre en el hombro del cátaro, buscando influirle fortaleza y compañía. Este no volvió a intentar escapar de la protección de los gemelos, y asimiló que si la muerte tenía que llegar por él, la esperaría en silencio y pacientemente.

No dejó sus creencias.

Después de varios días, llegaron a un pueblo cerca del río Tajo. Habían ya adquirido una dinámica entre ellos, en silencio y sin mayores contratiempos para ejecutarla: ambos se turnaban el papel del marido y Asmita en silencio, aceptaba la mano para caminar por el pueblo al lado de él. Habían entendido que era la mejor manera de pasar desapercibido en esa época.

En esa ocasión, le tocó a Defteros tomar la mano de Asmita y fingir. Aspros se adelantó con los caballos de la carreta, para desatar las cuerdas y llenar las tinajas de agua limpia. También llenó las botijas y aprovechó para comprar licor, necesario para relajarse en el bosque.

Echando una mirada distraída hacía atrás, notó los niños que rodearon a Asmita y como este se inclinaba para recibir las frutas que le ofrecían. Fue atajado en algún momento por su hermano, quien un poco ofuscado por la multitud buscaba alejarse de la gente que empezaba a agruparse en el camino. Sonrió de medio lado y enarcó una ceja incrédulo. No importaba cuanto tiempo estuvieran viajando, Defteros no parecía adecuarse a la muchedumbre.

—¿Es su cuñada?

Escuchó la voz rasposa de la anciana que vigilaba el puesto de las especias. Tenía un manto cubriendo sus canas y sus manos ocupadas, formaban un nuevo tejido con la caña. Aspros asintió y regresó la mirada hacía el cabello largo de Asmita, que en ese viaje había crecido considerablemente al no estar atrapado dentro de aquella molesta tela.

—No tiene caderas. —Agregó la mujer.

La acotación amenazó con sacarle una carcajada, pero con todo su autocontrol logró reprimirlo. Solo pudo sonreír, con gesto de diversión y contestarle a la anciana mujer.

—No ha sido muy agraciada por Dios. —Paladeó las palabras, sabiéndose maestro de ellas—. Es ciega, muda y no muy femenina.

La mujer solo renegó chasqueando la lengua con aire pensativo. Quizás y hasta sintiendo lástima por la “esposa”.

—No es buena para tener hijos. —Aspros renegó divertido por la acotación.

—Sí, eso es lamentable.

Luego de comprarle algunas especias, Aspros dejó la conversación con la anciana para acercarse a sus caballos y acariciar su pelaje. Eran sus mejores animales y habían hecho mucho por llevarlos por tantos caminos y senderos sin detenerse. Mientras lo hacía, dedicaba miradas hacía el cátaro que seguía caminando guiado por su hermano, divirtiéndose con la anterior conversación, y pensando que en definitiva, de Asmita haber sido mujer, quizás se lo pensaría, pese a nunca haber estado cómodo con alguna.

A la salida del pueblo más cercano, como ya estaban acostumbrados, acamparon a un lado apartado del camino con su carreta e hicieron la fogata. Prepararon el caldo y aparte sirvieron las hortalizas que Asmita tomaría por alimento.

En todas las actividades cada quién compartió una misión. Por ejemplo, a Asmita le tocaba atender a los caballos. Aprovechaba esos momentos para hablarles suavemente agradeciendo por su esfuerzo, acariciaba sus cabezas y los escuchaba beber mientras pasaba sus manos por su negro pelaje. Entretenido en ello, no notaba las miradas que ambos hermanos destinaban a él cuando ya se quitaba la ropa de doncella y usaba una camisola amarrada, con un pantalón de lana.

Sirvieron las legumbres y el caldo en tazones de barro y compartieron la comida mientras Aspros conversaba sobre el siguiente punto a seguir. Estaba seguro de que aunque la vida de peregrinos era interesante, no podían durar así toda la vida. Necesitaban asentarse y buscó visionar su nuevo hogar.

Una colina escarpada, algunos sembradíos y crías de cabras para tener leche, queso y carne. Eso era un lugar ideal  preferiblemente cerca de un riachuelo. Habló de ello marcando con su daga en la tierra y mirando los ojos de su hermano que contemplaba el cumplimiento de esa nueva promesa. Un hogar para los tres. Asmita permaneció en silencio, comiendo el pan.

Cuando la noche cayó por entero sobre ellos, compartieron el lecho que Aspros creó de forma improvisada. Porque el frío no dejaba otra opción más que compartir el calor de sus cuerpos.

Esa noche, Asmita no podía dormir.

Mantuvo su rostro reflexivo mientras escuchaba el sonido de los insectos nocturnos y un riachuelo que corría cerca de ellos. A un lado de él, estaba el ronquido de Defteros, fuerte y constante, sumido en el más pesado de los descansos. Al otro lado, estaba Aspros que sin tanto ruido parecía haber encontrado el mismo camino de Defteros para dormir.

Soltó el aire, tratando de hallar alguna manera de entender lo que veían ambos hombres cuando levantaban la vista y hablaban de las estrellas. Se quedó pensativo en ellos y en lo escuchado, por ejemplo en los planes que Aspros relató en medio de la cena.

Parecían planes importantes, acotó para sí, mientras se removía de nuevo tratando de escapar del aroma de los dos cuerpos sudados, fusionados en un acto carnal antes de acostarse con él a dormir. Sabía que lo habían hecho, había aprendido a detectar los momentos en que ambos parecían desaparecer de sus sentidos y volver: acalorados, sudados, y con un aroma particular que duraba horas en desaparecer.

Escuchó el cuerpo de Aspros removerse, y decidió fingir que dormía. No era momento de objetar de nuevo al destino que no le dejaban muy en claro que debía hacer, aún si mantenía sus creencias y buscaba seguir el ejemplo de los perfectos hombres buenos y mujeres buenas que venían al mundo para purificar sus almas. Desde que había logrado escapar de la persecución y había sido encontrado por Defteros, muchas cosas habían sido puestas en balanza. Y el número de ellos iban en aumento desde que habían escapado.

—Asmita. —La voz ronca de Aspros llamó su atención y se removió inquieto, al escuchar a un ave salir de los setos cercanos—. No estás durmiendo.

—Solo pensaba. —Acotó de inmediato. Tomó suficiente aire y se hizo más de costado, dándole un poco la espalda a Defteros—. ¿Porque miras las estrellas?

—Puedo saber a dónde me dirijo viéndolas.

Aspros extendió su mano adormilada para quitarle un par de mechones dorados del rostro de Asmita, sin recibir ningún cambio en su expresión. Apartó el contacto y tapó su boca del bostezo.

Entre tanto, Asmita se quedó en silencio y volvió a alzar su rostro, como si elevara una mirada invisible hacía el cielo. Apretó la manta que cubría su cuerpo con sus manos, y meditó sobre ellas, sobre si de esa manera que ellas guiaban a los navegantes y viajeros, lo guiarían a él de poder verlas. Aspros contempló su faz en silencio, sin interrumpirlo.

—¿Confías en mí?

Asmita volvió su rostro hacía él, pegando una mejilla en la grama. A esa altura, no había hecho más que confiar en ambos, creer que de haber querido violentar sus creencias y tirar en tierra lo que él creía correcto, ya lo hubieran hecho.

El problema era quizás ello. La balanza.

El rubio se limitó a asentir y apretó más la manta contra él. Tragó grueso ante una ráfaga de viento fría, cercano el otoño. Aspros lo notó y se acercó más a él, tomó la mano que apretaba el manto para avisarle de la proximidad y lo sintió inmune hasta que sus hombros chocaron.

—¿Tienes frío?

La llama bailó por el viento y la leña crepitó. En Asmita, un remolino de sonidos y olores se aferraron en su nariz y el centro de sus cejas, recordando los tiempos de antaño, con su comunidad y los tiempos actuales con solo ellos dos. Las enseñanzas compartidas y los cantos divinos. La manera en la que se aferraba a la creencia de que había un mejor futuro tras la muerte y los gritos de quienes al final la encontraban con el fuego.

Ante tantas cosas en su pecho y su mente, el rubio solo aferró su mano con fuerza, negándose a dar un peso más a la balanza que significaba medir ahora todo en cuanto había creído conocer.

La voz de Aspros no lo hizo más fácil y sus acciones venideras, en la adictiva seguridad del calor humano, lo hizo replantearse una vez más cuál era el destino y si las estrellas lo sabían. Si el fuego estaba escrito.

—No. No tengo frío.

Con ellos, Asmita iba a arder.


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