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El Perfecto por AkiraHilar

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«Desde hace días lo hemos notado callado. El cátaro no ha dicho nada, el viaje se extiende y entre sus pensamientos parecen navegar un sinfín de cosas que nos son negadas a nosotros. Defteros parece preocupado, e incluso, desarmado ante su manera de actuar. Yo mismo no me siento seguro de cómo acercarme.

Mucho menos cuando, en la parada que hacemos para descansar, él baja de la carreta para alejarse hacia los árboles y sentarse, quizás a rezar. Él sigue siendo un misterio para nosotros. Es un misterio tanto lo que piensa como su pasado. No es que realmente me importe las razones por las que tomó ese camino, pero si me gustaría conocer más de él.

Resignado estoy a que quizás nunca podamos tocarlo, pero al menos, quisiera ver más de esa alma que con tanto recelo, protege de la suciedad del mundo»

Después de haber intercambiado puesto, ahora era Defteros quien tomaba las riendas de los caballos y guiaba la carreta por el sendero marcado por otras carretas de mercaderes. Hacía suficiente sol, entre las ramas se filtraban los rayos de luz y se podía escuchar el canto de las aves, así como el movimiento de algunos animales silvestres, como las ardillas que saltaban entre una rama y otra. Fuera de eso, el único sonido era de las ruedas de madera y el de los caballos que golpeaban el piso en su lento galope.

Aspros estuvo dormitando entre tiempos, al menos hasta que una piedra apareció en el camino e hizo que la carreta traqueteara con más fuerza. Elevó su vista al abrir sus ojos hacía Asmita, sentado frente a él con sus piernas recogidas y con la cabeza inclinada. Su cabello no permitía verle el rostro.

Extendiendo una pierna, rozó con su pie descalzo el tobillo descubierto del cátaro, buscando su atención. La encontró, cuando el rubio subió su rostro y mostró una expresión intrigada. Simplemente le dedicó una mirada sosegada, profunda y larga. No miró el resto de su cuerpo, se enfocó en lo rizado de sus largas pestañas, que guardaban un par de ojos tan azules que eran preciosas gemas vacías de vida.

Varias veces, Aspros había contenido el impulso de tocar su rostro y pedirle que abriera los ojos. Deseaba ver fijamente las azules gemas y constatar cómo se reflejaba en ellos. Era casi un placer prohibido para él, porque esos ojos debían ser incluso más fieles que un espejo, y él adoraba los espejos. En sí, hasta extrañaba el enorme espejo que tenía en su habitación.

Defteros le había comentado también que había tenido esa necesidad y que incluso, la había resuelto. Pero la satisfacción de tener cumplido ese pedido fue aplastado por la frustración de una realidad dolorosa. Los ojos de Asmita eran azules claros, casi tirando a gris. Era como el cielo nublado en pleno amanecer. Pero aun así, no podía sentir que lo mirara, no podía sentir que estaba allí.

«Me sentí invisible…»

Eso debió ser cruel, para ambos. Tanto como para que Asmita le tomara el rostro y lo abrazara, según le contó su hermano, para consolarle de su propio mal. Decirle: Puedo verte, desde el alma.

Estaba seguro que esa frase era para ambos, que Asmita los podía ver a los dos por igual a través del alma, corazón, espíritu, mente o cualquier otra subjetividad que a nivel filosófico tuviera un nombre.

Al menos esa mirada la había notado, y luego de mantener su rostro firme tratando de responderla con solo el vibrar de sus pestañas, se ocultó de nuevo contra su pierna, retomando quizás el descanso.

Después de un rato de viaje, se encontraron con otro par de carretas que iban en sentido contrario. En una de ellas, Defteros y Aspros identificaron a otro Cátaro. Tenía el cuerpo oculto en un manto negro que cubría incluso su rostro y un bastón que sostenía entre sus manos. Junto a él iba otra familia con vestidura similar.

Fue inevitable no perseguirlos con la mirada y una punzada en su estómago que aludía a su consciencia. De reojo, ambos hermanos giraron sus ojos hacía Asmita y se preguntaron, cada quien por su lado, si no deberían dejarlo ir con los suyos. Si quizás no era eso lo que lo tenía tan atribulado. Pero ambos llegaron a una misma conclusión, aún sin discutirlo: era innegociable el perderlo y dejarlo en otras manos que no dudarían un segundo en ponerse sobre la hoguera.

Pese al impulso inicial de regresar a Asmita a lo que él había considerado un hogar, los dos guardaron silencio. Luego de que las carretas avanzaran su curso, ellos intercambiaron miradas y reconocieron en el otro lo mismo: el mismo pensamiento y la misma resolución. Finalmente, destinaron una mirada hacía Asmita, quien ciego, jamás se dio cuenta de nada.

Luego vino la culpa: ¿Asmita se quedaba con ellos no por su voluntad?

Ambos masticaron esa pregunta, dudosos de la respuesta.

Cuando comenzó a caer la tarde, los hermanos vieron necesario salir del camino y buscar en donde descansar. Defteros comenzó a desviar el trayecto de los caballos, hasta que bajaron por una leve escarpada, en cuyo descenso se veía una inmensa laguna. Tenía un aspecto fresco y abundante y la necesidad de tomar un baño luego de tanto tiempo se convirtió en algo casi de vida o muerte.

Luego de atar las cuerdas en un grueso tronco y haber desatado la carreta de los lomos de los caballos, Defteros apresurado comenzó a desvestirse. Aspros ayudó a Asmita a bajarse de la carreta y se dispuso a bajar algunas provisiones para acomodar su permanencia esa noche. Apenas vio a su hermano lanzar ropa aquí y allá sin vacilación y sonrió mientras él mismo avanzaba su paso para poder acompañarlo. Sinceramente, también quería refrescarse.

Asmita fue quien, seguido por la escaramuza de Defteros, comenzó a caminar curioso de su alrededor. Bajó la colina con cuidado, manteniendo sus brazos extendidos lejos de su cuerpo para equilibrar su peso, mientras con sus pies buscaba esquivar cualquier piedra o rama que hubiera en su camino. Pronto solo se escuchó el chapoteo del agua cuando Defteros se lanzó afanado.

De lejos pudo observarlo. El cátaro se detuvo en la orilla y echó un paso hacia atrás, quizás porque había notado la tierra húmeda. Aparentemente por curiosidad, se fue acercando tanteando con sus pies hasta que halló agua. Dejó de bajar los leños y le miró concentrado, el agua reflejaba los árboles cercanos y las colinas verdes de esas tierras fértiles. El sol dibujaba reflejos dorados en la superficie.

Asmita volteó, quizás juzgando que no era muy buena idea acercarse más. Aspros desde su lugar observó a su hermano emerger de las aguas y echar su cabello hacía atrás, con los rastros de su piel tostada contra el sol. Supo reconocer sus indicios, aún si no compartieron una mirada. Miró a su hermano y adivinó cada movimiento, dibujó una sonrisa conforme estos se concretaron.

—¡¿Qué?!

Solo se escuchó la exclamación de Asmita cuando la sombra de su hermano lo agarró por detrás y lo alzó sin previo aviso. La carcajada de Defteros rugió ronca en medio del prado, mientras Asmita hacía movimientos vanos de soltarse, agarrándose del brazo que lo sometía con seguridad. Luego lo hundió, y Aspros fue el que desde la distancia soltó una risa divertida observando el espectáculo.

No quiso quedarse de testigo.

Con toda la paciencia del mundo, se desprendió de sus prendas mientras veía como Asmita salía de la superficie, empapado cuan gato mojado frente a su hermano, quien no paraba de reír. Defteros lo había soltado en el agua, en una altura prudencial pero Asmita estaba como estatua con miedo de dirigir sus pasos.

—¡Defteros!

El cátaro se veía enojado, pero los arranques de Defteros no se detuvieron. Volvió a jalarlo del brazo para abrazarlo y llevarlo a una parte más honda, con intenciones de hundirlo con él. Aspros seguía sus movimientos, divertido al entender que era lo que su hermano estaba buscando. Solía hacerlo con él cuando se enojaba, lo buscaba tratando de llamar su atención y como no era tan bueno con las palabras, lo hacía con acciones. Tirarle un cojín, gruñirle, incluso apegarse sin previo aviso en la cama. Era exactamente lo mismo, obedecía al mismo instinto.

Reconociéndolo, decidió aplicar la misma estrategia. Cuando se sumergió al agua, sintió el golpe de adrenalina en su sistema, la sensación de euforia y felicidad renaciéndole en sus entrañas. Esa verdadera libertad que no había experimentado hasta que lo había dejado todo. Al emerger, lo primero que hizo fue agarrar a Asmita, quien al sentirlo estiró los brazos a él quizás creyendo que sí lo llevaría a la orilla como demandaba.

Pero no fue así.  Y en algún momento, durante el juego las cosas adquirieron otro significado. Para cuando Asmita mismo fue el que empezó a lanzarles agua para responder a sus ataques, guiándose con el sonido de sus movimientos, y ellos dos lanzaron carcajadas para ir y hacer lo mismo hasta ahogarlo; todo había obtenido un matiz distinto.

Asmita había reído.

Y ellos sintieron que habían roto por fin una barrera.


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