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Engendrando el Amanecer I por msan

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Notas del capitulo:

Y aparece Sora...

Me gustaría saber qué ls parece este nuevo personaje

La promesa de Raffaele me inquietaba, tenía miedo de volver a repetir la patética experiencia de la noche anterior. Por más que quería confiar en él, no dejaba de pensar en que la naturaleza había dictado su ley sobre nuestros cuerpos, y dos hombres no podían hacerse otra cosa que daño al intentar emular lo que estaba determinado que únicamente experimentaran un hombre y una mujer. Temía que fuera imposible para mí sentir placer con otro hombre, aunque estuviera muriendo de deseo por él. Y que, por tanto, amar a Maurice en cuerpo y alma resultara una quimera.
Aun así, seguí sus instrucciones y anuncié que pasaría la noche en casa de mi padre. Fui bastante torpe; si me creyeron, fue porque querían hacerlo. Raffaele, en cambio, lució sus dotes para el disimulo cuando se ofreció a llevarme en el carruaje porque, según dijo, pensaba asistir a la opera con Madame Du Barry y mi casa le quedaba de camino.
—Todo resultó como lo hemos planeado —se regocijó Raffaele, cuando abordamos el carruaje—. Espero que sepas guardar el secreto hasta la tumba, Vassili. Si Maurice se entera que te he llevado a “La Casa de los Placeres”, seguramente quebrará cada uno de mis huesos.
—Semejante nombre me está persuadiendo de ir a visitar a mi padre en lugar de acompañarte.
—No te voy a detener, pero te recuerdo que eres tú quien quiere saber cómo pueden dos hombres ser amantes. Yo ya tengo la lección aprendida.
Pensé en burlarme de su pésima puesta en práctica de la noche anterior, pero al recordarlo llorando desesperado, preferí no hacerlo. ¡Cómo habían cambiado las cosas entre nosotros! Meses atrás, casi podía decir que lo odiaba y, ahora, nos habíamos hecho confidentes. Alguien podría acusarlo de ser un demonio arrastrándome por el camino de la perdición; yo sabía bien que ya había comenzado a recorrer ese camino por mi cuenta y que Raffaele sólo me había hecho notarlo. Ambos compartíamos la desgracia de amar a quien no nos correspondía.
El cochero nos condujo a una mansión fuera de París, en un paraje lejos de la mirada de los curiosos. A pesar de esto, Raffaele utilizó un carruaje que no tenía el escudo de la familia. La mayor discreción era necesaria al visitar aquel lugar, donde lo caprichos más depravados del ser humano podían complacerse.
—La Mansión le pertenece a un supuesto Marqués, un hombre de la baja nobleza que ha ido escalando importancia a fuerza de atraer incautos a este lugar. Una vez que caes en su red, no puedes negarle el saludo. A mí me pescó en la ópera hace unos años, cuando también estuve de visita sin mi padre. Todavía me encontraba abrumado por la separación de Miguel y por lo mal que terminó mi aventura con Sophie; así que cuando me preguntó si existía algún placer prohibido que deseara probar, no le eché a patadas, sino que le pedí que continuara su extraño discurso.
—¡Espera!, ¿realmente tuviste una aventura con Sophie?
—¿No lo sabías? Cuando Théophane dio esa memorable fiesta en su Villa, hace años, yo estaba cortejándola sin ningún disimulo.
—Lo recuerdo, pero creí que había sido sólo eso, un cortejo. ¿Acaso fuiste más allá con tu prima casada y que para colmo es la hermana del hombre que amas?
—Debes saber, mi querido Vassili, que tengo un gran talento para tomar decisiones equivocadas —dijo sonriendo con amargura—. Precisamente me enredé con ella porque era la hermana de Miguel, creí que podía encontrar un rastro de él en su piel. Cada día, lamento haberlo hecho y tiemblo al pensar en el momento en que Miguel lo sepa.
—Es probable que ella ya se lo haya dicho.
—No. A Sophie no le conviene que se sepa. Por ese lado, no tengo que temer. De hecho, el día en que yo quiera destruirla puedo muy bien revelar lo que existió entre nosotros. Su madre me odia tanto que le dará la espalda enseguida. Y, por supuesto, su padre y su esposo no se lo van a perdonar.
—Espero que tengas razón. No quiero imaginar a Miguel más furioso de lo que ya está.
—Yo tampoco.
Raffaele permaneció en silencio, cabizbajo, antes de continuar el relato que yo había interrumpido. Narró como el Marqués Donatien de Maille le había hablado sobre los singulares antojos que tenían algunos nobles a la hora de fornicar. Le enumeró las más inimaginables extravagancias, una de ellas hizo aceptara la invitación a su mansión. Allí le presentó a un joven que le hizo olvidar todas sus penas en una noche de placer inagotable.
—Ni siquiera con Miguel llegué a sentirme de esa forma; claro que nosotros no éramos más que dos tontos enamorados, mientras que este hombre es un artista del placer. Desde entonces, pago por sus servicios cuando visito Francia y, últimamente le he visto un par de veces. Quisiera decirte que vas a olvidarte de Maurice en sus brazos, pero sería mentir, yo no hago más que soñar que estoy con Miguel mientras me hundo entre sus carnes.
Raffaele lucía muy triste al decir esto, por lo que puse mi mano sobre la suya para animarle; él sonrió por un instante. Cuando el carruaje se detuvo, no lo hizo en la entrada principal de la mansión, sino en una puerta lateral; era una medida para evitar que los clientes se encontraran unos con otros. Nadie quería ser visto en aquel lugar y, por esto, a cada visitante se le enviaba un antifaz negro con la confirmación de su cita, una vez que consignaba su petición con el dinero. Raffaele me entregó uno y se colocó el suyo.
—¿Es realmente necesario? —protesté.
—Es más cómodo, no tienes que temer que alguien te reconozca. Ya te dije que aquí se dan las cosas más extrañas, Vassili. He oído que hay quien viene a dormir con una prostituta con una sola pierna, otros quieren hacerlo con niños y hasta con animales.
—¡No es posible!
—Tranquilo, a ti te he reservado el lindo joven del que te hablé, encontrarás que es muy particular.
—No lo sé… Sería mejor dejar esto para otro día.
—¡Nada de eso! Ya me has hecho venir hasta aquí y ya pagué por esta noche, ¡ponte el antifaz y baja del maldito carruaje! Si no quieres hacer nada, entonces dedícate a mirarme hacerlo a mí.
Abrió la puerta y me empujó para que bajara, ya había colmado su paciencia con mis titubeos. Me hizo un favor al quitarme todas las excusas y obligarme a seguirlo. Pude fingir ante mí mismo y decirme que, al final, no sería mi responsabilidad cualquier cosa que resultara de aquella noche, una noche que yo había estado anhelando desesperadamente. Nos recibió una mujer enmascarada, quien nos guió por una estrecha escalera hasta una puerta blanca, decorada con signos que nunca había visto. Abrió y nos invitó a atravesarla.
—Bienvenidos a los misterios del placer de las tierras más lejanas —dijo, dándose cierto aire solemne. La observé cuando pasé a su lado, era joven, robusta, inexpresiva. Vestía un traje gris sin ninguna gracia.
Al entrar en la habitación, me encontré en otro mundo; estaba llena de tapices, muebles y objetos que nunca había visto. Si venían de tierras lejanas, no se trataba de la India, cuyo arte me resultaba familiar gracias a que madame Virginie solía coleccionar estatuas y pinturas de aquel lugar. En el centro de la habitación, había una enorme cama sin cabecera, pie o dosel. Por todo el cuarto, colgaban del techo vaporosas cortinas, que hacían que fuera imposible ver toda su extensión. Teníamos que movernos entre ellas, olía a un suave perfume que no reconocí.
Entonces, lo vi. De pie, ante una gran ventana que enmarcaba la noche clara, estaba un hermoso joven. Su rostro ovalado, sus oscuros ojos rasgados, la cascada negra que caía hasta su cintura. El cuerpo grácil vestido con una túnica de seda, abierta, de mangas amplias, atada por un ancho cinturón muy decorado. Aquel traje de seda, que luego sabría que se llamaba Kimono, era una obra de arte en sí mismo: rojo con flores doradas repartidas en un exuberante diseño. Rojo como la sangre, como la pasión que despertó en mí apenas se cruzaron nuestras miradas. En las delicadas manos, sostenía un abanico de papel y madera muy sencillo. Sus movimientos eran milimétricos y sus gestos tan sutiles que podían pasar desapercibidos. Nos hizo una reverencia y esperó a que nos acercáramos.
—Mi querido Sora —le dijo Raffaele, palmeándole los hombros con su acostumbrada energía—, ¡estas tan hermoso y solemne como siempre! —El joven no quiso ocultar que le desagradaba aquel saludo.
—Usted tampoco ha cambiado nada, Monsieur Raffaele —se quejó con un acento extraño.
—En las dos semanas que llevamos sin vernos, no he tenido tiempo de cambiar, aunque te aseguro que me portaré mejor que la última vez. Te presento a mi amigo Vassili; por supuesto, no te diré su apellido, como dictan las normas de esta casa. Sólo diré que es mi amigo y quiero que le trates bien…
—Monsieur, sabe bien que si habla tan rápido soy incapaz de entenderle.
—Lo siento Sora, siempre me pongo nervioso cuando estoy ante ti. Te decía que este caballero es mi amigo, Vassili.
Sora hizo otra reverencia ante mí. Yo casi me adelanto a besar la mano que no me estaba ofreciendo. Pues, no podía creer que semejante belleza y elegancia fueran reales; quería tocarlo y asegurarme de que no era una visión.
—¿Qué es lo que debo hacer por ustedes hoy? —añadió el joven, mientras me estudiaba sin disimulo—. La última vez que vino fue muy doloroso.
—Lo sé y me disculpé por eso —se lamentó Raffaele—. Incluso pagué para que te dieran unos días libres, ¿no es cierto?
—No quiero terminar herido otra vez —se quejó receloso.
—¿Qué dice, Raffaele? —pregunté alarmado—. ¿Qué hiciste?
—Perdí el control, como anoche —contestó avergonzado—. Casi lo ahorco.
—¡No es posible! —Me llené de inquietud por Raffaele.
—No te preocupes, Sora —repuso, sonriendo con tristeza—. No es a mí a quien tienes que atender hoy, sino a Vassili. Él es incapaz de hacerte daño, es un buen hombre.
—Usted también era un buen hombre hasta hace poco…
—No, nunca he sido un buen hombre y, últimamente, creo que soy un miserable sin remedio.
Por un momento, no supe qué decir. Sora pareció estar en la misma situación. Decidí romper con el incómodo silencio cambiando el tema.
—¿Monsieur Sora, cuál es su lugar de origen?
—No necesita llamarme “Monsieur” —me dijo amablemente—. Mi tierra es conocida como Nihon.
—¿Qué edad tiene?
La pregunta le molestó. Aunque apenas lo demostró en una ligera tensión en su boca, que cubrió elegantemente con su abanico.
—No creo que Monsieur Vassili haya venido aquí a hablar.
—Lo siento, no debí preguntar. Es la primera vez que vengo a un lugar así.
—¿Y por qué ha venido? —Cerró de nuevo el abanico y acercó su precioso rostro al mío con un gesto seductor. En aquel momento, demostraba que sabía hacer su trabajo; yo estaba perdido ante su magnetismo.
—Vassili quiere saber cómo puede un hombre dar placer a otro —intervino oportunamente Raffaele, las palabras se me habían atragantado—. ¿Podrías enseñárselo, Sora?
—Por supuesto… —respondió, rozando mi rostro con el dorso de su mano, mientras me atrapaba en la oscura profundidad de su mirada—. Déjese en mis manos y yo le enseñaré…
—Perfecto —dijo Raffaele dándose vuelta—. Vendré por Vassili al amanecer.
—¡No! —repliqué asustado, de inmediato me arrepentí. Por un momento, fui interrogado por la mirada de los dos. No supe qué decir. Tenía miedo de quedarme a solas con Sora, pero expresarlo era vergonzoso.
—Quédese si quiere, Monsieur Raffaele —sugirió el joven extranjero, sonriendo condescendiente primero, para luego adoptar una expresión maliciosa—. Quizá aprenda usted algo.
—Siempre tan temerario, Sora. Aceptaré tu oferta. Muéstrame lo que tengas que enseñar. —Raffaele le susurró esto último al oído. Vi el placer y la furia reflejarse en el rostro de ambos, se estaban desafiando el uno al otro.
—Sígame, Monsieur Vassili… —dijo Sora, llevándome de la mano hacia la cama.
—A mí tampoco tienes que llamarme “Monsieur”, vine aquí queriendo olvidar que lo soy…
—Entonces, Vassili, acérquese y olvide todo…
Le obedecí, fue el primer paso hacia algo completamente nuevo. Maurice me había recreado, pero Sora fue quien me guió a una dimensión de la vida que me había sido negada. Él abrió mis alas y me enseñó a usarlas. Mi existencia volvió a cambiar en los brazos de otro hombre. No importa cuántos años pasen, nunca olvidaré lo que experimenté esa noche.
Recuerdo mi aliento caliente, mi entrepierna demandante, mi mente cautiva por la imagen de Sora, quien me liberaba de mi casaca y chupa, moviéndose con exquisita sensualidad. Quise hablar, preguntarle cualquier cosa que hiciera menos raro aquel momento, el momento en que me disponía a compartir el hecho con un completo desconocido. Pero él puso su mano sobre mi boca para luego introducir uno de sus dedos entre mis labios, humedeciéndolo, acariciando mi lengua, haciéndome temblar de excitación.
Me despojó de mi camisa; no supe en qué momento se deshizo de la corbata, era un maestro en su arte. Cuando sus manos recorrieron mi pecho desnudo, yo ya había perdido la capacidad de pensar o hablar. Él se tomó su tiempo. Hizo que me recostara por completo. Se sentó sobre mi vientre y comenzó a quitarse el kimono, sonriendo ante mi expresión hambrienta, como si estuviera jugando a desesperarme con su calculada lentitud. Apenas descubrió su pecho, todavía no se había despojado del ancho cinturón, al que llamaba Obi, por lo que el traje de seda siguió cubriéndole la mitad del cuerpo, justamente la parte que yo deseaba ver.
Entonces, con parsimonia felina, se deslizó sobre mi cuerpo hasta quedar entre mis piernas. Y comenzó a acariciar mi abultado miembro, primero con sus manos, y luego con su boca, besándolo y lamiéndolo. Tuve que cubrir mi rostro con mis manos para evitar que se escucharan mis gemidos de placer y sorpresa.
—¡Rápido! —supliqué al ver que insistía en demorarse.
—Tenemos toda la noche, Monsieur —se rió con malicia.
—¡Te quiero ahora! Y llámame Vassili.
—¡Qué caprichoso, Vassili!... —susurró, mientras volvía acercar su rostro al mío para besarme, convirtiendo mi cuerpo en una hoguera.
Las voces en mi cabeza empezaron con sus letanías funestas. Toda mi vida pasó ante mis ojos, una vida en la que aquella noche no tenía cabida. Mas el placer que sentía, y el que anticipaba, me parecían mejores que el rigorismo lleno de vanidad al que me había entregado durante tantos años. Así que elegí a Sora por encima del antiguo Vassili. Rodeé sus hombros con mis manos y le empuje suavemente para alejarlo de mí y verle a la cara.
—¡Te quiero ahora, te quiero todo para mí! —le ordené.
Sonrió de nuevo, pero esta vez con lujuria. Se incorporó y buscó bajo su almohada un frasco de porcelana. Luego terminó de quitarme el calzón y volvió a besar mi virilidad desnuda, yo me obligué a contener los gemidos. Acompañó sus besos con las caricias de sus manos, que fueron cubriéndome con bálsamo.
Volvió a ponerse de rodillas, se quitó el obi dejando que su kimono se deslizara hasta descubrir su cuerpo por completo. ¡Al fin podía verle! Entonces, tomó del frasco una buena porción de bálsamo y dirigió sus dedos hasta el final de su espalda. Comenzó a moverse sensualmente y a mostrarme las expresiones más obscenas. Entendí perfectamente lo que pretendía: volverme loco. Y lo consiguió.
—¡Rápido! —insistí.
Volvió a sonreír tentador. Se levantó para sentarse poco a poco sobre mí, haciendo que lo penetrara. ¡Ah, qué placer tan absoluto! Mis manos atenazaron sus muslos mientras arqueaba mi espalda en un espasmo de placer. Todo podía quedar atrás mientras él se movía, haciendo que las sensaciones creciesen en una intensidad gradual e inverosímil.
Ya no escuchaba a mi padre ni a mi tío, no me importaba quién era yo ni que debía haber sido. Lo único que existía era ese punto en el que mi cuerpo y el de Sora se habían hecho uno. Ese el lugar de donde emanaba la sensación más deliciosa que había experimentado. Todo lo demás se convirtió en un mal recuerdo.
Cuando finalmente me derramé, quedé jadeando en la cama. Sora se levantó lentamente, vi mi semilla deslizarse fuera de él, al mismo tiempo que mi miembro. Sonreí, aquello me satisfacía. Sora volvió a besarme mientras insistía en tocarme, esparciendo el líquido blanquecino por mi entrepierna, excitándome de nuevo. Quiso que me diera la vuelta, pero me asusté, un acto reflejo provocado por la experiencia de la noche anterior.
—Déjese en mis manos, Vassili —susurró, tentador, en mi oído—. Le aseguro que lo disfrutará.
Su voz, su expresión llena de deseo y la calidez que me transmitían sus caricias, hicieron que cediera. Sora comenzó a introducir sus dedos impregnados de bálsamo. Yo sentía que cada parte que tocaba se convertía en fuego. Cuando intentó meter su miembro, no pude evitar que todo mi cuerpo se tensara. Se contuvo, hizo que levantara mi cadera para atrapar mi entrepierna y comenzar a excitarme. Al mismo tiempo, con su otra mano, me exploraba por dentro. De pronto, ambas manos se transformaron en fuentes de placer y comencé a caer en un éxtasis que me privaba hasta de la capacidad de respirar, hasta que él se detuvo.
—¡Quiero más! —le ordené impaciente.
—Va a doler al principio.
—No me importa… —Y realmente no me importaba, como si la experiencia de la noche anterior nunca hubiera existido. El placer me hizo olvidar todos mis miedos.
Sora volvió a empujar, fue entrando en mí lenta y delicadamente. Lo que dolió no se podía comparar con la noche anterior, fue un instante, una molestia soportable que enseguida olvidé al sentirlo moviéndose dentro, a la vez que continuaba acariciando mi entrepierna. Mis jadeos se multiplicaron, mis manos aferraron las sábanas y el sudor que cubría mi cuerpo se hizo más copioso. Sora seguía moviéndose, entrando y saliendo cada vez con más velocidad, enloqueciéndome con la fricción hasta llevarme a gritar al tiempo que llegaba al orgasmo. Entonces, quiso salir de mí.
—No, no te separes, quiero saber qué se siente.
Lo escuché aspirar y volvió a embestirme con más fuerza repetidas veces, provocándome una mezcla armoniosa de dolor y placer, mientras su rostro mostraba una total pérdida de control. Cuando me llenó con su semilla caliente, tuve una sensación confusa, pero sin duda placentera. Él casi se tumbó sobre mí, pero logró controlarse; salió con cuidado y se sentó a mi lado. Con un gesto amable, retiró mechones de mi cabello que se habían pegado a mi rostro debido al sudor. Cuando vi que me sonreía satisfecho, correspondí también con una sonrisa y me incorporé para besarle agradecido.
—Ha sido más de lo que esperaba —le dije.
—La noche aún no termina, Vassili. ¿O acaso ya está cansado?
—Nada de eso. Quiero experimentarlo todo.
—Quizás Monsieur Raffaele quiera acompañarnos.
Me sorprendí. Había olvidado por completo que no estábamos solos. Cuando miré hacia donde señalaba, pude distinguir entre las telas a Raffaele, estaba sentado en un sillón sin su casaca. Su rostro era el de alguien presa del deseo.
—Temo que solo no pueda divertirse tanto como nosotros —señaló Sora, haciendo un gran esfuerzo por hacerse entender en su mal francés.
—¿Ha estado viéndonos todo el tiempo?
—Así es. —Un latigazo de excitación y vergüenza me recorrió—. Podemos invitarlo si quiere —sugirió Sora, sorprendiéndome todavía más.
—¿Podemos?
—Podemos hacer lo que quiera… —Y volvió a besarme, anulando por completo mi razón.
Ante mi asentimiento, Sora fue a buscar a Raffaele. Vi que le susurraba algo al oído y éste se levantó lentamente, dejándose guiar con docilidad. Cuando lo tuve frente a mí, ya Sora, de pie tras él, le había quitado la chupa y estaba desatando su corbata, mientras lamía su cuello y el lóbulo de su oreja. Pude ver la abultada entrepierna de Raffaele, que atestiguaba su estado.  Comencé a desabrocharle el calzón. Por un momento, me pregunté si debía tomar entre mis manos o con mi boca aquel miembro que se esgrimía contra mí. Pero desistí en el acto, no estaba seguro de si podría imitar a Sora. Éste tenía sus manos ocupadas, acariciando el pecho y el vientre de Raffaele, al mismo tiempo que lamía su cuello.
Raffaele estaba completamente inmerso en el hechizo de las caricias de Sora, pero sus ojos los tenía fijos en mí. Decidí reclamar sus besos, esos deliciosos besos llenos de hambre y delirio que ya había experimentado la noche anterior. Y tal como esperaba, sus labios fueron como ambrosía a la que era difícil no aficionarse. Nuestros cuerpos se apretaron, sus manos me recorrieron la espalda, dominantes, incluso violentas. Hizo que me recostara en la cama, se colocó entre mis piernas, las sujetó por los tobillos y me atrajo hacia él, haciéndome deslizar sobre la cama hasta que mi entrepierna y la suya se tocaron. Se inclinó para besarme y, de nuevo, sus caricias dieron paso a una presión insoportable. Sus manos se volvieron tenazas que me oprimían los brazos con más fuerza de la necesaria.
Quise pedirle que se detuviera pero él no dejaba de besarme con furia. Cuando sentí su miembro intentando entrar en mí sin ninguna consideración, me asusté y traté de liberar mis brazos para rechazarlo. Todo esfuerzo empezaba a resultar inútil y quise gritar. Sora sujetó a Raffaele por las muñecas y lo obligó a soltarme, algo inaudito considerando la diferencia de tamaño entre ellos. El menudo joven logró llevar los brazos del gigante tras su espalda, mientras le susurraba algo al oído y le besaba. Luego, lo vi recoger su obi para atar las manos de Raffaele. Me sorprendió que este no pusiera resistencia, sino que se dejara guiar como si fuera un muñeco sin voluntad.
Era pasmoso ver como las caricias y palabras de Sora tenían completamente subyugado al feroz heredero de los Alençon, quien dejando al fin su agresividad me penetró lentamente haciéndome gemir complacido. Entendí que, en aquel lugar, Sora era amo y señor. Alguien capaz de dominarnos con su cuerpo y reducirnos a sus esclavos.
No me importó, podía hacer conmigo cuanto quisiera, si a la vez me hacía sentir como lo estaba haciendo. Sobre todo, si lograba hacer que Raffaele cayera en semejante éxtasis y me proporcionara placer, en lugar del dolor de la noche anterior.
Él, efectivamente, marcaba el ritmo de las embestidas de Raffaele, acomodándolas a las suyas, porque a su vez lo estaba penetrando. Podía ver sus manos sosteniendo con firmeza el cuerpo suspendido sobre mí, apresándolo por los brazos. Atado como estaba, Raffaele no podía tocarme más que con su miembro, que se movía dentro de mí con enloquecedora eficacia.
Estaba fascinado al ver a mi orgulloso y prepotente amigo completamente dominado, perdido ante las sensaciones que le estábamos provocando. Me erguí para besarle y pude ver tras él a Sora, su rostro era la imagen del poder. Entonces, surgió en mí el deseo de verle vulnerable algún día, de hacerle estremecer como ahora lo hacíamos nosotros. Y, cuando nuestras miradas se cruzaron, sonrió desafiante, como si adivinara mis pensamientos. No pude reprimir mi propia sonrisa de fiera lujuria.
Cuando Raffaele llegó al orgasmo y me inundó con su semilla, Sora salió de él, lo desató y le hizo recostarse a mi lado. Luego, se arrodilló entre mis piernas y comenzó a masajear mi miembro para ayudarme a alcanzar el anhelado placer. Pero yo quería otra cosa.
—Déjame entrar en ti —le dije con la voz entrecortada por el deseo.
Él sonrió, sujetó mis manos para empujarme y hacer que me levantará. Se tendió en la cama, clavó los talones en el colchón y se abrió de piernas levantando la cadera. Yo tuve el impulso de embestir inmediatamente, pero el recuerdo de la noche anterior, junto con todo lo que había experimentado con él, hizo que buscara aquel frasco de porcelana, donde estaba el bálsamo milagroso para impregnar su entrada, haciendo gala de una gran torpeza y nerviosismo.
—Adelante —dijo, sonriendo con cierta condescendencia.
Cuando lo penetré, con tanto cuidado como mi desbordante deseo me lo permitió, me sentí dichoso. Era yo quien llevaba la iniciativa ahora. Y, por la forma como Sora jadeaba, parecía hacerlo bien. Dar placer y buscarlo para mí mismo, recibir la entrega de Sora y, a la vez, entregarme; estaba aprendiendo algo más profundo, íntimo y hermoso de lo que esperaba.
Debí tener una expresión graciosa en mi cara porque descubrí a Raffaele mirándome con una gran sonrisa guasona. Se incorporó para besarme haciendo que me sintiera más excitado, si es que eso era posible. Luego, se tendió junto a Sora para obsequiarle sus labios y comenzar a masajear su entrepierna. Verlos a los dos devorarse el uno al otro resultaba enloquecedor.
Podía sentir el cuerpo de Sora estremecerse. Cuando engarzó sus piernas a mí alrededor para estrecharme aún más contra él, comprendí que podía olvidar mis temores y dejar de contenerme. Embestí con más fuerza hasta que volví a sentir como mi cuerpo era presa del más delicioso placer. Él sufrió la misma dicha un instante después, dejando escapar un fuerte gemido hasta quedarse sin aliento.
Agotado, me tendí entre ellos cuando Raffaele me hizo un lugar. Había sido una noche inolvidable. Ninguno de los tres tuvo fuerzas para otra cosa que no fuera dormir. No sé cuánto tiempo pasó cuando desperté al sentir que alguien abandonaba la cama. Raffaele seguía profundamente dormido a mi lado, me liberé de su abrazo y fui tras Sora. Estaba colocándose su kimono.
—Aún es de noche —le dije—, descansa con nosotros un poco más.
—La cama es más cómoda sin mí.
Me extrañó su manera de hablar. Sora necesitaba concentrarse mucho para tener una conversación, todas las frases dichas hasta aquel momento eran las que solía usar con todos los hombres que pagaban por él. Cuando descubrí esto poco después, empecé a obligarlo a decir cosas nuevas cada vez que compartíamos la cama.
—Quiero tenerte en mis brazos mientras dormimos —insistí.
—¿Desea más…? —No pudo ocultar su temor, estaba tan agotado como yo.
—Ahora sólo quiero sentirte durmiendo a mi lado, descansando, eso es todo. ¿Acaso no estás cansado? —Asintió con cierta reserva—. Entonces ven a dormir.
Le tomé de la mano y le empujé hacia mí, volví a desnudarlo dejando caer su kimono, él no se resistió. Lo conduje a la cama, donde Raffaele aún dormía, me acosté y le tendí la mano
—Ven, Sora. Hasta que termine la noche, eres mío. —Quiso decir algo, pero atrapé su mano y lo atraje hacia mí—. Voy a asegurarme de que duermas tranquilo.
—¡Qué caprichoso! —murmuró sin poder disimular que estaba complacido.
Se recostó sobre mi pecho y sentí su cuerpo rendirse al cansancio. Raffaele despertó por un instante y giró para también abrazarse a mí. Aquella noche disfruté del calor de los dos y me olvidé de todo, de mí mismo e incluso de Maurice.
 
 


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