Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Engendrando el Amanecer I por msan

[Reviews - 63]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del capitulo:

Terminamos el capítulo XVII. Espero que les guste este desenlace. Espero que les guste ver a Maurice siento tan Maurice. 

 

En el corredor me di cuenta de que no sabía qué hacer. Estuve estancado por un momento, sin ser capaz de decidir hacia dónde ir. Y, como si las cosas no estuvieran ya bastante difíciles, Raffaele apareció de repente por las escaleras.

 —¿Qué ha pasado? —me preguntó angustiado— ¿Le ha ocurrido algo a Maurice?

—Pregúntaselo a él mismo… —respondí con mi voz cargada de toda la oscuridad que llevaba dentro, y una tormenta de preguntas levantándose en mi cabeza.

Él entró corriendo a la habitación. Enseguida vi aparecer a Miguel, quien se había quedado rezagado.  Estaba tan preocupado como Raffaele.

—¿Por qué han vuelto? —lo interrogué—. ¿Acaso han escuchado a Maurice…?

—Yo no escuché nada. Nos encontrábamos en las caballerizas dispuestos a salir, de repente Raffaele echó a correr diciendo que algo malo le ocurría a Maurice.

—¿Hablas en serio…?

—No es la primera vez que tiene ese tipo de presentimientos, y siempre acierta. Dime, ¿qué ha pasado? ¿Es grave? ¡Vassili, responde…!

—Ve a verlo tú mismo.

Miguel no esperó un segundo más para ir en busca de sus primos. Yo me marché a mi habitación. Me tendí en la cama con la certeza de que Raffaele se presentaría en cualquier momento para romperme la cara. 

Mis predicciones fueron confirmadas. Poco después le tenía frente a mí, pero no estaba furioso, sino preocupado.

—¿Qué has hecho?

—No iba a forzarlo —respondí desafiante—. No soy como tú.

En lugar de golpearme, como yo esperaba, dio un paso atrás sorprendido. Luego su expresión se tornó muy triste y se acercó a mí.

—Maurice sólo ha dicho que estuvo a punto de faltar a sus votos. Se echó la culpa de todo. Pero has sido tú, ¿verdad? ¿Perdiste el control?

Me senté y me quedé mirándolo perplejo. ¿Maurice no me había acusado? ¿Se hacía responsable de todo? ¡No! Aquello me hizo sentir aún más miserable porque vi que en el fondo me alegraba y que en mi mente ya empezaba a cavilar el siguiente paso para conquistarlo. Mi propia mezquindad me espantó.

Miguel entró antes de que yo lograra aclarar mis pensamientos. Lucía furioso y no se midió en el tono con que me increpó.

—Vassili, ¿tienes idea de lo que estás haciendo? Maurice hizo votos y no quiere romperlos. Si sigues insistiendo, un día cederá y entonces no va a poder con la culpa. Ahora mismo está desesperado.

—Miguel, déjalo —intervino Raffaele tratando de calmarlo—. Ahora mismo no te va a escuchar. ¿No ves cómo está?

—Pero es que tiene que entender. Vassili, tú no conoces a Maurice tanto como nosotros. Él es diferente a todo el mundo. No puede ser desleal, nunca lo ha sido. No quiere faltar a sus votos y lo que siente por ti lo atormenta.

—¿Lo que siente por mí lo atormenta? ¡Ya lo sé! ¡Yo le repugno! ¡Y ahora mismo debe odiarme!

—¿De dónde has sacado eso? —Miguel lucía legítimamente consternado—. Él no pudo decirte algo así. De hecho, es todo lo contrario. Por eso tiene miedo a faltar a sus votos, debes que dejar de provocarlo.

En ese momento no entendí nada. Yo sabía lo que había hecho, pero Raffaele y Miguel al parecer no tenían idea. Su actitud iba a cambiar en el momento que descubrieran que había estado a punto de forzar a su primo, eso lo sabía bien. Todo se iba a caer a pedazos.

—Está visto que no puedo vivir bajo el mismo techo que Maurice —declaré poniéndome de pie dispuesto a salir.

—¿A dónde vas? —preguntó Raffaele tratando de detenerme.

—¡Al mismo infierno! —grité apartándolo y apresurándome para dejarle atrás.

Unos minutos después estaba en los establos, exigiendo que me ensillaran un caballo. Salí del palacio sin rumbo fijo, pero con una sola idea en la cabeza: sumergirme en el alcohol hasta que ya no pudiera sentir ni pensar más.

Conocía pocos sitios en París en los que se pudiera beber hasta morir en paz. En mi vida pasada,  como abate, no solía visitar semejantes lugares. Terminé en la taberna Corinto, dónde compré una botella y me marché para no encontrarme con François y Etienne. Después me encaminé al único lugar donde solía encontrar algo de alivio.

Ya caía la noche cuando llegué al Palacio de los Placeres. Los porteros me dejaron atravesar la verja gracias a que les llené las manos de monedas. A Xiao Meng no le hizo ninguna gracia verme llegar sin previa cita y con la insolencia que caracteriza a quien ya ha vaciado una botella entera de buen vino.

Sora estaba con otro cliente, así que me ocultaron en la habitación de Madame Odette para evitar que alguien me viera y lo informara al Marqués en su próxima visita. Presentarse sin avisar estaba completamente contra las reglas de aquel lugar. 

Yo no estaba en mis cabales y me quejé hasta que Xiao Meng amenazó con echarme. Entonces exigí que me sirvieran el mejor vino y me dejaran solo. No sé cuántas botellas vacié, recuerdo que Madame Odette no dejaba de suplicarme y que el eunuco sentenció que si moría por exceso de alcohol iba a arrojar mi cuerpo en las cloacas de París.

No me importó, no me importaba nada más que olvidar que era un ser humano y que había destruido todo lo que me daba sentido a mi vida, mi relación con Maurice.

Cuando Sora apareció, después de dejar agotado y dichoso a algún maldito, lo que encontró fue un borracho que ya no podía mantenerse sentado en la silla. Quiso que me recostara en la cama y durmiera, pero yo insistí en seguir bebiendo. Intenté hacerle sentarse en mi regazo para besarlo, me rechazó diciendo que apestaba a alcohol.

—Tú apestas a otro hombre y no me molesta —le dije burlándome—. Ya sé que estás disponible a todo el mundo.

—El vino te hace desagradable —murmuró dolido.

—El vino me ayuda a olvidar que estoy enamorado de un hombre inalcanzable.

A partir de ese momento comencé a narrarle mis congojas en el amor a un joven que estaba enamorado de mí. Le conté al detalle cómo me encontraba deslumbrado por la hermosura, inteligencia y nobleza de Maurice, lo mucho que le deseaba y lo imposible que me parecía dejar de amarle.

Sora me escuchó de pie. En silencio. Rígido.  Mirándome al principio con asombro, luego con tristeza y, finalmente, con una expresión indescifrable. Yo le estaba clavando dagas envenenadas sin ninguna consideración y él recibió cada una sin dar un paso atrás.

Cuando me eché a llorar como un tonto, suplicándole a Maurice que me perdonara, que me amara, que se entregara a mí, Sora dio media vuelta y salió de la habitación sin decir nada, dejándome bajo la supervisión de Madame Odette, quien no hacía más que suspirar resignada cada vez que le exigía otra botella.

No puedo decir si fue una hora después o menos, cuando vi a Sora regresar trayendo consigo a Raffaele. Me revelé ante semejante traición. Grité que no volvería al Palacio de las Ninfas a menos que Maurice viniera a buscarme y me declarara su amor.

—¡Te has vuelto loco! —me regañó severo Raffaele—. Vamos, levántate y deja de hacer el ridículo. Piensa un poco en Sora. ¿No te da pena que te vea así y que te escuche decir esas cosas?

—Sora me entiende. ¿Verdad mi precioso Sorata? Tú siempre me haces olvidar a Maurice por unas horas… Vamos a la cama, quiero olvidar todo.

Sora ladeó su rostro ofendido. Quise ir hacia él para abrazarlo y perdí el equilibrio. Raffaele tuvo que sujetarme para que no terminara en el suelo.

—Lo siento, Sora —le dijo con un tono que reflejaba compasión—. Ya ves la realidad.  Es mejor que no sigas haciéndote ilusiones con Vassili. Está enamorado de otro hombre y tú lo único que eres para él es un sustituto.

—¡Nadie puede sustituir a Maurice! —grité como el más asqueroso de los borrachos.

—¡Cállate idiota! ¡Piensa un poco en cómo se siente el muchacho!

—Entonces, se llama Maurice… —Fue todo lo que dijo Sora. En su voz mostró tanto odio que me quedé mirándolo asustado.

No pude decirle nada, él me dio la espalda y al intentar acercarme,  me encontré incapaz de dar un paso sin caerme. Raffaele me sacó a rastras  hasta el carruaje y no dejó de regañarme por el camino. Yo sentía que el mundo daba vueltas cada vez más rápido, y terminé llenando el piso del carruaje con todo el contenido de mi estómago. Las maldiciones de Raffaele se multiplicaron. 

Para mi desgracia no bebí lo suficiente como para olvidar todo lo que dije e hice bajo el amparo del alcohol. Ni tampoco para permanecer todo el tiempo en un cómodo estado de inconciencia. Después de desmayarme  sobre mi propio vómito, poco a poco fui percibiendo que hablaban a mí alrededor. Distinguía a duras penas las voces.

La del doctor Daladier me irritó porque sonaba muy satisfecho, seguramente yo confirmaba alguna de sus teorías. Raffaele parecía querer calmar a todo el mundo, que buen amigo resultaba a veces o, mejor dicho, todo el tiempo.

Miguel insistía en saber dónde había estado yo bebiendo, imagino que sospechaba que su amante también frecuentaba el lugar. De tonto nunca tuvo un lindo cabello. Finalmente la voz de Maurice. ¿Preocupado? ¿Enojado? ¿Decepcionado? No quería saberlo, preferí volver al pozo oscuro.

Me llamaron muchas veces y no respondí. Cuando mi mente estuvo más clara, seguí fingiendo que dormía. No quería abrir los ojos y enfrentar tantos rostros disgustados, tantos jueces y tantas víctimas también. ¿Cómo pude tratar a Sora de esa manera? ¡Qué miserable había llegado a ser!

Finalmente reinó el silencio. Pensé que estaba solo en la habitación y me atreví a abrir los ojos. La luz se colaba por las rendijas de las cortinas, era de día. Me incorporé lentamente, no lo suficiente y mi cabeza se resintió con cada movimiento.

Llevaba puesto un camisón y estaba limpio. No recordaba cuándo o quién me había aseado. Sentí que le debía una disculpa a quien había tenido que asumir aquella desagradable tarea.

Miré a mi alrededor y me llevé la peor de las sorpresas: encontré los hermosos ojos de Maurice observándome implacables.  Cerré los míos, no quería leer lo que había en esa mirada esmeralda. Volví a echarme en la cama esperando escapar. Ya era tarde.

—¿Aún te sientes mal? Has dormido veinte horas —le escuché decir en un tono sin emoción alguna. No respondí— Si bebes esto te sentirás mejor.

Le escuché levantarse y recordé su pierna, me senté de nuevo para tomar yo mismo lo que me estaba indicando. Él ya había dado unos pasos, ayudado por sus muletas, hacia la mesa de noche y ahora me alargaba un vaso lleno de un aceite oscuro. Lo bebí y estuve seguro de que espiaba mis pecados… ¡Jamás probé algo tan amargo!

—Claudie lo preparó. Dijo que es más efectivo que el brebaje que usa mi padre.

El maldito doctor no escatimó en darle mal sabor a su remedio. Casi pude imaginarlo sonreír ante el trauma que le había provocado a mi lengua.

—Recuéstate hasta que te sientas mejor para que hablemos.

El tono de Maurice seguía sin mostrar emoción. Pero eso no era raro en él. Albergué la esperanza de que, tal y como lo hizo en mi villa meses atrás, me abrazara y excusara.

—Podemos hablar, ya me siento mejor —aseguré devolviéndole el vaso para que lo colocara sobre la mesa.

Maurice se sentó en la orilla de la cama dándome otra sorpresa. Después de huir tanto, se ponía a mi alcance. Mis esperanzas alzaron vuelo.

—Vassili —comenzó a decir—, lamento mucho que hayas terminado así por mi causa.

Aquello era perfecto, se sentía culpable. En parte tenía razón, si no me hubiera rechazado, yo no habría bebido. Vi la oportunidad de obligarle a aceptarme.

—Soy yo quien debe disculparse…

—Verte bañado en tu propio vómito fue muy lamentable —Sus palabras me atravesaron como cuchillos ardientes. Su tono demostraba claramente que estaba disgustado—. Te rebajaste a ti mismo a algo que no eres, un ser vulgar y sin dignidad. Sentí vergüenza, la vergüenza que deberías estar sintiendo tú. Para colmo, no parabas de gritar mi nombre y suplicarme que fuera tuyo. Suerte que Agnes y los demás sirvientes ya se habían marchado a dormir. Tuvimos que encargarnos de limpiarte nosotros.

—¿Tú, Miguel y Raffaele?

—Sí. Como no dejabas de decir idioteces, preferimos evitar que Asmun escuchara. Raffaele piensa que no dudará en contarle a mi tío si se entera de lo que sientes por mí.

Otro duro golpe. Imaginar a los tres encargándose de un borracho con las ropas llenas de vómito y que ese borracho fuera yo. Me llevé las manos a la cara.

—Lo lamento… —empecé a decir.

—¿Qué clase de amor es el que sientes por mí que terminas de esa forma?

—No te atrevas a dudar de nuevo de lo que siento —aunque me doliera la cabeza y estuviera muerto de vergüenza, no iba a dejar que negara mis sentimientos.

—El amor no envilece, Vassili. El amor eleva y saca lo mejor de nosotros mismos. Esto que se ha formado entre tú y yo está dejando de ser hermoso para convertirse en algo oscuro.

—No...

—Vassili, cuando pienso en ti siempre pienso en la luz. Tú has sido quien ha iluminado mis tinieblas, quien me ha sostenido en los peores momentos desde que volví a Francia sin futuro. Para mí, tú eres una bendición. Si ahora estás cambiando por mi culpa, es mejor poner remedio cuanto antes. Mi intención siempre ha sido ayudarte, ahora veo que estoy haciendo lo contrario.

—No quiero separarme de ti —supliqué desesperado.

—Yo tampoco.

—Prometo no volver...

—No más promesas, tenemos que solucionar el problema de una vez.

—Maurice, no puedo vivir sin ti.

—Claro que puedes. Si te cortan la cabeza o te atraviesan el corazón, no podrás vivir. Pero has pasado sin problemas la mayor parte de tu vida sin mí.

—¡Ah, si entendieras lo que trato de decirte! ¡Si entendieras lo que siento!

—En eso tienes razón. Empecemos por aclarar los malos entendidos respecto a lo que sentimos.

Colocó su mano sobre la mía. Me enderecé y lo miré a los ojos, conteniendo el aliento. 

—Miguel me ha dicho que crees que me repugnas —continuó diciendo—. Te equivocas. No sentí repugnancia cuando me besaste o me tocaste. Es lo contrario, como bien pudiste notar. Si no fueras tan propenso al fatalismo, te habrías dado cuenta que lo que me asustaba era que me faltaban fuerzas para rechazarte.

—¡Estás diciendo que...!

—Que no me causas repugnancia, sino que me atraes más de lo que lo ha hecho cualquier otra persona en toda mi vida —se mantuvo mirándome sin mostrar ningún bochorno, yo sentí mi rostro arder—. Marcharte a beber, en lugar de volver conmigo y aclarar las cosas, fue una estupidez indigna de ti. O quizás la imagen que tengo de ti es falsa y te he idealizado más de lo conveniente. De cualquier forma, me niego a creer que seas tan idiota como insistes en demostrar últimamente.

—¡Espera un momento! No hables tan rápido y repite la primera parte. ¿No te repugna que intente hacerte el amor?

Cerró los ojos, lanzó un suspiro que bien podría significar cansancio o fastidio, y se tomó unos minutos antes de volver a mirarme. Un escalofrío de placer y temor me recorrió la espalda al verme reflejado en aquellas pupilas doradas.

—Vassili, cuando me besaste la primera vez, yo estaba tan sorprendido y furioso contra Raffaele que no me di cuenta de lo que sentí. Pero, después, además de besarme, me tocaste e hiciste que me diera cuenta de lo que podías hacerme sentir. Entonces, me espanté.

—Imagino que ayer te aterroricé por completo— repliqué con una amarga sonrisa—. Perdóname por haber intentado forzarte. Jamás volveré a hacer tal cosa, lo juro.

—Yo estaba seguro de que no ibas a hacerme daño —sonrió lleno de convicción—. A nadie más le toleraría que me tocara como tú lo has hecho. Ni siquiera a Raffaele.

—Lamento decir que realmente iba a hacerte algo irreparable.

—No lo creo y la prueba es que no lo hiciste —estrechó aún más mi mano, queriendo darme ánimo. Luego, adoptó una expresión grave y volvió a hablar, muy despacio—. Yo no tenía miedo de ti sino de mí mismo. Tengo miedo de las sensaciones que despiertas en mi cuerpo, de las emociones que me embargan cuando me tocas, porque no puedo controlarlas y por todo lo que implican. Ya no sé qué hacer, tú eres toda una novedad en mi vida, lo que me pasa contigo es inédito.

—¿Debo sentirme halagado o amenazado por eso?

—¡Deberías escuchar en silencio! Estoy tratando de entenderme a mí mismo a la vez que intento explicarme ante ti.

—Lo siento… —no pude evitar sonreír ante su rostro lleno de consternación e ingenuidad.

—No es la primera vez que el último que se entera de lo que me pasa soy yo mismo. No me había dado cuenta de que la euforia que me embarga cada vez que te veo, la necesidad de tenerte a mi lado y hacerte saber todo lo que pienso, el no soportar que estés lejos un solo minuto o el que me guste tanto contemplarte, como si fueras una  obra de arte, podrían significar que para mí eres más que un amigo.

—¡Oh, gracias al cielo! —tuve que llevarme las manos a la boca ante la mirada de reproche que me dirigió por interrumpirlo.

—No sé cómo sean estas cosas para todo el mundo, pero yo no comprendo a la primera mis emociones. A veces es como si no me pertenecieran, veo sus estragos de lejos, sin poder controlarlas. Otras veces, en cambio, es como cuando tienes algo tan cerca que no lo distingues  —Puso su mano abierta ante sus ojos y luego la alejó—. Debo tomar distancia para saber lo que siento. Como ves, no me manejo bien dentro de mi propio cuerpo o traduciendo mi propio corazón. Las sensaciones que tú despertaste el otro día y, sobre todo ayer, son avasalladoras e incontrolables. Por eso tengo miedo. Ni cien años en el noviciado podrían haberme preparado para lo que siento por ti.

Su rostro parecía reflejar confusión y resignación. Yo estaba más que sorprendido ante sus palabras, no sabía si alegrarme o temer lo peor. Esperé que continuara pero no lo hizo. Se limitó a bajar la cabeza.

—¿Eso es todo lo que quieres decirme? —me atreví a preguntar.

—No sé cómo seguir...

—¿Puedo preguntarte algo?

—Por favor, quizá así pueda sacar todo lo que tengo dentro.

—¿Qué es lo que te hago sentir cuando te toco?

Pensó un momento. Parecía buscar algo intangible.

—Anhelo.

—¿Anhelo? ¿Deseo?

—Sí, el anhelo hambriento del placer que puedes darme. No es nada de lo que debas alegrarte —me regañó con la mirada al verme dar un aplauso espontáneo e infantil —Cuando me besas, quiero que no te detengas hasta que no sean sólo nuestros labios los que se funden.

—¡Ah, Maurice, con gusto te complaceré en eso! —susurré tomándole por la barbilla y atrapando sus labios. Él se resistió al principio, luego correspondió y nuestras lenguas se encontraron. Entonces, de repente, me alejó con todas sus fuerzas y mostró una expresión de horror.

—¡No es posible! —dijo sacando una botella pequeña del bolsillo de su casaca. Metió el dedo en ella y lo probó—. Esto sabe espantoso.

—¡Ah! Lo siento —me cubrí la boca dándome cuenta de lo que había ocurrido.

—¿Cómo pudo Claudie darte a beber algo así?

—Creo que lo ha hecho por molestarme, mi cabeza sigue doliendo igual. Ese doctor, amigo de jesuitas, es un matasanos.

—No creo que desperdiciara la oportunidad de poner a prueba uno de sus brebajes. Estoy seguro de que cree que funciona. Pero debería hacer algo respecto al sabor.

Me levanté y fui a enjuagar mi boca en la jofaina. Luego volví a la cama con una gran sonrisa en el rostro.

—Ahora podemos continuar.

—Por favor, Vassili, estoy tratando de arreglar nuestra amistad. No me tientes más.

—Nuestra amistad está condenada a convertirse en un amorío —le aseguré mientras me acercaba para besarle en el cuello —. Al menos eso es lo que he entendido por tus palabras, y lo que estoy decidido a procurar.

—Entonces tendremos que separarnos —declaró alejándome—.  No voy a faltar a mis votos, Vassili.

—Maurice, no entiendo a dónde quieres llegar diciéndome que me deseas tanto como yo a ti —Comenzaba a perder mi compostura. Me levanté de la cama para caminar de un lado a otro.

—Escucha todo lo que tengo que decir, por favor —Extendió su mano hacia mí, pidiéndome que volviera asentarme a su lado. Obedecí a regañadientes—. No creo estar enamorado de ti. En mi opinión, lo que siento es un desorden de mis afectos, tal y como ocurrió con Virginie.

—Eso no me hace sentir nada halagado —protesté.

—También  creo que eso mismo te pasa a ti. Confieso que prefiero que esa sea nuestra situación, ya que enamorarnos el uno del otro no nos va traer más que problemas.

—Animas a tus primos a que sean amantes, a pesar de que los dos son hombres y Miguel está casado, y a mí me dices esto. ¡No te entiendo y comienzo a sentirme ofendido!

—¡Otra vez con eso! A Miguel lo obligaron a casarse, yo hice votos porque quise. Además...

—¡¿Qué?! —Mi tono ya mostraba una total ausencia de calma— ¿Nuestra relación sería un pecado porque yo soy  abate y tu jesuita?

—Sí, y algo más... —La firmeza que mostraba me preparó para lo peor.

—Adelante, di todo lo que piensas de una maldita vez.

—La época más feliz de mi vida coincide con el tiempo en que he sido jesuita, sobre todo en la Reducción del Paraguay.

Su rostro mostró tal nostalgia que mi corazón se estremeció. Yo podía desafiar su fe en la existencia de Dios y la validez de sus votos, pero nunca podría vencer lo que él había experimentado. Todas esas convicciones, avaladas por experiencias vividas, resultaban irrefutables.

La dicha que rememoraba en ese momento era un obstáculo insuperable, porque si algo se aprende entre los jesuitas es a elegir lo más y lo mejor. Recordé inmediatamente la historia de Iñigo López de Loyola, el caballero vasco en busca de gloria, que quedó herido en una pierna cuando participó en el asalto a la ciudad de Pamplona. Aquel hombre tuvo que soportar después una temporada en casa de su hermano y, a fuerza de aburrirse, terminó leyendo vidas de santos y otros libros piadosos.

Entonces, el futuro San Ignacio de Loyola, sintió deseos de ser mejor y más grande que San Francisco de Asís y Santo Domingo de Guzmán. Se vio a sí mismo como predicador conquistando almas para un nuevo Señor, uno más grande que cualquier rey. Pero al poco rato volvía a soñar con ganar el corazón de la dama que le tenía encaprichado y obtener gloria y honor en otras batallas.

En medio de aquellos desvaríos de hombre desocupado, notó como su ánimo se tornaba alegre cuando aspiraba a ser santo y el desasosiego que le dejaba soñar con volver a su vida mundana. Así descubrió el arma más letal del jesuita: el discernimiento de sus estados de ánimo o el discernimiento de espíritu.

Comenzó a descifrar su propio corazón. Llegó a la conclusión de que toda gloria le quedaba pequeña y que lo que deseaba era dedicar su vida a la gloria de Dios, por ser la más grande. Unos años después, se encontraba ya en la Sorbona conquistando incautos que le siguieron como ciegos hasta que juntos fundaron la Compañía de Jesús.

A estos hombres se les distinguió por la brillantez, la gallardía de tomar las tareas más difíciles, la obediencia de un cadáver y, en especial, por elegir siempre lo más y lo mejor.

En resumen, un jesuita siempre se mide por dentro y por fuera para saber qué es lo que le va a llevar a lo más y a lo mejor. Su punto de referencia es la gloria de Dios y creen que tienen dentro una brújula que les indica si van por buen camino cuando sienten paz y alegría. La desolación y la tristeza son muestras de que han equivocado la ruta.

Alguna vez mi tío les acusó de buscar su propia complacencia bajo la apariencia de seguir la pista de la voluntad divina. Pero esto no es cierto, un jesuita legítimo puede ir a la hoguera o a la corte del rey como consejero con la misma sonrisa, si ve en esto la voluntad divina.

Cuando quieren distinguirse, los miembros de la Compañía de Jesús piden al Dios humillaciones y trabajos porque confunden abnegación con fortuna. Maurice era la prueba viviente de aquella locura. Prefería volver a Paraguay y sufrir miles de incomodidades, o marcharse a Roma y padecer hambre y humillaciones, en lugar de quedarse a mi lado en el palacio de su tío.

Maldito Ignacio y su cacareado libro de Ejercicios Espirituales. Habían convertido Maurice en alguien inalcanzable. A menos, claro, que le demostrara que yo era  lo más y lo mejor para él. Me eché en la cama derrotado.

—Como quisiera arrancarte ese corazón jesuita que tienes.

Me miró dolido por unos instantes, luego sonrió cándidamente.

—Este corazón jesuita es el que te ha amado, como el más devoto de los amigos, desde aquellos días en tu Villa hasta hoy.

—Porque vienes y me das esperanzas para luego quitármelas, Maurice. ¿Me quieres castigar por amarte?

Me sentía al borde de las lágrimas. Me acosté y oculté mi rostro con mi brazo.  Él puso su mano sobre mi pecho y me habló con ternura, una ternura muy cruel, si me permiten opinar.

—Ya te lo he dicho, yo daría mi vida por ti pero no quiero ser tu amante. En primer lugar, no voy a traicionar mis votos. En segundo lugar, no creo que estemos enamorados.

—¡Maldigo tus votos! —Juré levantando mi puño contra el cielo—. ¡Maldigo todo lo que nos separa!

—¡No digas estupideces! ¡Ya no estás borracho!

—¡Quisiera estarlo!

—Vassili, por favor…

—Si no me correspondes, seguiré bebiendo hasta que me muera ahogado en vino. Y será la culpa de tu maldito Ignacio de Loyola y toda su compañía de hechiceros.

—No puedes hablar en serio —Empezaba a enojarse—. No debes beber de nuevo en la forma en que lo has hecho.

—Lo haré, puedes estar seguro de eso. Si no quieres verme morir en la ignominia, tienes que aceptarme como amante —mi tono podía ser jocoso, pero estaba hablando en serio

—Prefiero encerrarte en esta habitación y mantenerte lejos del alcohol —No había nada de jocoso en su tono.

—¡Saltaré por la ventana…!

—Te ataré a la cama —de nuevo parecía hablar en serio.

—Eso sería excitante —murmuré acercándome rápidamente a él, dejando mi boca muy cerca de la suya—. Quiero verte intentarlo.

—Seguramente Miguel y Raffaele estarán dispuestos a ayudarme, con tal de no tener que volver a limpiar tu vómito.

—¡No me recuerdes eso! —Imaginar la escena que di la noche anterior, me provocó tal vergüenza que volví a cubrirme la cara.

—Vassili, por favor, no vuelvas a beber nunca, sin importar si estamos juntos o no —Apartó mis manos para obligarme a verle a la cara, me mostró una expresión tan triste que no pude dejar de conmoverme—. Sobre todo porque pienso que es imposible para nosotros vivir bajo el mismo techo.

—No, por favor. Te prometo que me controlaré.

—No creo que puedas. Yo mismo no me siento capaz de resistir el deseo de... —Acercó su mano a mi rostro y atrapó un mechón de mi cabello—. Eres una tentación muy peligrosa para mí.

—No podría sobrevivir lejos de ti—supliqué.

—Tu padre no es muy paciente, en cualquier momento te reclamará para que vuelvas a su lado. Yo estoy esperando que el Padre General me permita volver a la Compañía. No importa quién se oponga Vassili, me iré en cuanto él me llame. Aunque prefiero hacerlo cuando Raffaele y Miguel estén mejor, y cuando tú... cuando tú no me necesites.

—Eso nunca va pasar. Yo te necesito más que al aire Maurice —Quise abrazarlo pero me forcé a quedarme quieto. Tenía que probarle que podía confiar en mí.

—Y yo a ti —Se acercó a mí asombrándome—. No te imaginas el daño que me haces cuando desapareces por las noches. Los celos que siento cuando sales con Raffaele y pienso que ustedes dos pueden ser amantes. El miedo que me produce pensar que no voy a ser capaz de seguir rechazándote.

—Maurice… —Iba a mentirle jurando que no había nada entre su primo y yo, pero él no me dejo hablar. Tomó mi rostro entre sus manos y me besó.

Si el fin del mundo hubiera llegado en ese momento, yo le hubiera recibido con una sonrisa plena de felicidad. Esos labios eran tan deliciosos como yo esperaba. Lo abracé para que no los apartara de mí, no sin dejarme saborearlos a placer y deleitarme en la textura de esa delicada piel. Aquel fue un beso largo, infinito, que aún puedo rememorar con claridad. Cuando terminó, nos miramos jadeantes sin dejar de abrazarnos.

—¿Ves que no podemos seguir juntos? —susurró con tristeza—. Yo no puedo controlarme.

—¡No! ¡Lo único que veo es que te amo y que nada más importa!

—No hay futuro para nosotros —afirmó mientras besaba mi frente, mis párpados y rozaba mis labios volviéndome loco.

—¡Desafiaremos al cielo si es necesario!

—Vassili, nunca voy a dejar de ser jesuita.

—Igual podemos ser amantes —insistí seductor mientras atraía su cuerpo hasta lograr que quedara sobre el mío—. No seríamos los primeros ensotanados que lo hacen.

—Yo no quiero...

No lo dejé hablar, sellé su boca con la mía tratando de desabrocharle la chupa a la vez.

—Maurice, los dos estamos muriendo por hacernos el amor —dije sin separar nuestros labios—. Deja todo atrás.

—Nuestra relación no tiene futuro.

—Tú eres el único que piensa así.

Me empujó colocando sus manos en mi pecho, hundiéndome en la cama. Se irguió y me miró con los ojos llenos de un fuego que yo conocía bien, porque era el mismo que me estaba consumiendo.

—Si nos dejamos llevar, terminaremos sufriendo. No quiero eso. Es mejor separarnos ahora. Júrame que no volverás a beber.

—Te juro que si no me besas ahora mismo acabaré con todo el vino de Francia

—¡Que testarudo eres! —gruñó mientras se abalanzaba sobre mí y me besaba con tal ímpetu que me dejó sin aliento.

—Hagamos el amor Maurice —le sugerí tentador cuando se quedó sin fuerzas y apoyó su frente en la mía cerrando los ojos.

—Nunca… —susurró a duras penas.

—Sólo una vez —comencé a lamer su cuello.

—Bien sabes que no será así —insistió entre jadeos de placer.

—¡Me estás matando! —Lo sacudí sujetándolo por los hombros.

—Prométeme que lo soportarás —suplicó angustiado—. Dime que podemos estar bajo el mismo techo como amigos, por favor.

—Si miras debajo de las sábanas, veras lo imposible que es para mí. Además, ¿puedes comprometerte tú mismo a semejante cosa? —Le toqué la entrepierna que, tal y como suponía, estaba tan rígida como la mía. Se alejó bruscamente y casi se cae de la cama. Tuve que sujetarlo de los brazos.

—Tenemos que lograrlo, para poder estar juntos. Al menos mientras tu padre y la Compañía no nos llaman a cumplir nuestros deberes

—¿Juntos como amantes? —insinué mientras buscaba sus labios.

—Sabes que no puedo —ladeó su rostro.

—Pero lo deseas —le hice sentir mi aliento caliente en su cuello.

—¡Basta! ¿No ves que no quiero separarme de ti tan pronto? Aunque es lo que debería hacer.

Entendí que, si seguía tentándolo, sólo iba a conseguir adelantar la nefasta separación. Lo solté, me crucé de brazos y dije resuelto:

—De acuerdo. Será como quieres. Viviremos juntos como dos amigos muy queridos que se desean en secreto

—Vassili…

—Hay que llamar las cosas por su nombre.

—Estoy pidiéndote mucho, ¿verdad? —Bajó la cabeza ocultando una expresión cargada de remordimiento—. Soy un egoísta por no querer renunciar a ti.

—No, lo eres por no corresponderme —Hice que levantara su rostro empujándole de la barbilla con mi mano, quería animarle con mi sonrisa—. O, más bien, eres un idiota encandilado por una Compañía de Jesús moribunda.

—¡Te equivocas! No es la Compañía lo que amo, sino el Señor que sigo —Su rostro se transfiguró. Ni los ángeles deben verse con tanta beatitud—. Él me ha hecho más feliz de lo que tú puedes hacerme. Le dio sentido a mi vida llamándome su servicio, cuando hasta mi madre parecía desear que yo no hubiera nacido.

—No digas tal cosa…

No pude evitar estremecerme ante esas palabras. Primero, porque me descalificaban. Y luego, porque revelaban algo más del triste pasado de Maurice.

—Espero que, algún día, tú y yo podamos estar juntos sin sentirnos de esta forma.

Me besó de nuevo, un beso lleno de pasión contenida, con el que hizo que no pudiera pensar en nada más que en el sabor de sus labios.

—¿Dices eso y me besas? —susurré cuando terminó—Definitivamente quieres volverme loco —volví a atraerlo hacia mí para besarlo de nuevo, él se resistió. 

—Ese fue el último beso, Vassili…

—Debió ser eterno entonces... —gemí echándome sobre la almohada.

Sonrió y se levantó. Tomó sus muletas para dirigirse a la puerta. En ese instante notamos que estaba abierta y escuchamos un ruido. Me levanté rápidamente para abrirla por completo y descubrimos a Raffaele arrodillado con Miguel inclinado sobre su espalda. Ambos pusieron cara de estúpidos cuando les reclamamos su falta educación.

—No alcanzamos a ver ni oír nada —se apresuró a decir Raffaele, fingiendo estar ofendido por nuestros reproches—. Apenas llevábamos un minuto ahí.

—No te creo —le acusó Maurice.

—Deberías agradecer nuestra preocupación por ustedes.

—Muchas gracias por interrumpir nuestra conversación, ha sido un gesto muy cordial de su parte —me quejé con mi tono más mordaz.

—Ya habían terminado —repuso Raffaele restando importancia al asunto—. Por cierto, Maurice, te felicito. ¡Vaya manera de convertir a un hombre en tu perrito faldero sin necesidad de abrirte de piernas! ¡Ni las cortesanas de Versalles son tan sagaces!

—¡¿Qué?!

—Eso de rechazar a Vassili mientras le besas y le pones duro, ha sido magistral.

Maurice abrió los ojos desmesuradamente, entendiendo que sus primos habían visto todo, y se cubrió el rostro con las manos.

—Mira nada más cómo dejaste al pobre Vassili —continuó burlándose, señalando mi entrepierna rígida, que se mostraba perfectamente a través del camisón.

—Nadie te gana en vulgaridad Raffaele —le acusé golpeándolo en el pecho con el dorso de mi mano.

—Ni a ti en hipocresía. Sé bien que vas a lanzarse sobre Maurice en cuanto se descuide —me susurró por lo bajo.

—Puedes contar con eso —afirmé con malicia, cuidando que Maurice no me oyera.

Raffaele sonrió complacido y me dedicó un guiño cómplice.

—Buena suerte, mi querido Abate.

Miguel nos observaba con suspicacia pero, de nuevo, no dijo nada. En cambio, se apresuró a detener a Maurice cuando quiso marcharse avergonzado y furioso.

—Espera, Maurice. Raffaele y yo tenemos algo que proponerte. Algo que servirá para que pases estos días menos aburrido y menos complicado.

Me vestí mientras escuchaba a los primos proponer la cosa más inverosímil que se podía imaginar.

—Ya que tú no puedes ir al Paraguay, vamos a traer el Paraguay para ti —anunció triunfante Raffaele.

El asunto al principio me desagradó. La palabra Paraguay era ya una de las que más temía. Pero, al escuchar lo que planeaban, pensé que era una manera efectiva de distraer a mi amigo.  Y me convenía que él no pensará mucho en nuestra relación. De hacerlo, se daría cuenta de que indudablemente los dos no podíamos vivir bajo el mismo techo sin terminar un día en la misma cama.

Yo pensaba propiciar la ocasión haciendo uso de toda mi paciencia y astucia. Aunque también comencé a pensar en que Maurice no era alguien para ser atrapado con trucos sucios, que deseaba merecer legítimamente su amor. Quería ser una mejor persona para él. Alguien de quien pudiera sentirse orgulloso de amar. Mi comportamiento del día y la noche anterior, no podía repetirse.

Pensando en mi situación, decidí que la amenaza que representaban mi padre y la Compañía de Jesús era algo de lo que me ocuparía después. Lo primero en lo que debía concentrarme era lograr que Maurice reconociera que lo que sentía por mí no era un desorden en sus afectos, sino verdadero amor.

No imaginé las sorpresas que me esperaban en ese camino, ni que había otras amenazas más temibles a nuestro alrededor. Me sentía más feliz que nunca y con el corazón inundado de esperanza. Ya podía levantarse el mismo infierno en mi contra, el recuerdo de los labios de Maurice en los míos me llenaba de toda la fortaleza que necesitaba. 


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).