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Engendrando el Amanecer I por msan

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Notas del capitulo:

Con algo de retraso, aquí tienen el final de capitulo 19. 

No olvides comentar. 

 

Según dijo, cuando ya estaba a las afueras de la ciudad, uno de los chicos espantó a su caballo. Él dejó que el animal se encabritara y mantuvo el control. El otro muchacho atrapó su pie para hacerlo caer y se defendió golpeándolo con su fusta en la cabeza. 

 

Después bajó del caballo y los dos pilluelos cometieron el error de creer que podían dominarlo. ¡Me hubiera encantado ver esa pelea! Puedo imaginar la pericia con que Maurice debió manejar la fusta, haciendo gala de esa energía inagotable que le caracterizaba. Cuando uno de ellos logró arrebatársela, pasó a repartir puñetazos y patadas.

 

Lo cierto es que los ladronzuelos recibieron una merecida paliza. Desde niño, Maurice era bueno dando golpes gracias a Raffaele, con quien había peleado casi todos los días desde que se conocieron. Comparados con el gigante de su primo, aquellos muchachos no le intimidaban para nada.

 

Las cosas se complicaron cuando sacaron sus cuchillos. Maurice los engañó fingiendo temor y ofreció darles el dinero que llevaba en su alforja. Ellos lo dejaron acercarse a su caballo y se llevaron una desagradable sorpresa cuando, en lugar de una bolsa de monedas, extrajo sus pistolas. Solía llevarlas a todos lados desde que Raffaele se las regaló; sabía bien que París no era un lugar seguro. 

 

Los pilluelos se rindieron asustados. A partir de ese momento Maurice comenzó a amonestarlos como todo un jesuita. Luego los invitó a comer en la taberna Corinto, escuchó la historia de sus vidas, les contó la suya y les propuso que trabajaran para él, conquistándolos para siempre.

 

Raffaele después de escuchar la historia, contada con pocos detalles por parte de su primo y muchos sobresaltos por parte nuestra, se negó a contratar a aquellos delincuentes. Cosa en la que Miguel y yo le dimos toda la razón. Maurice continuó insistiendo. Desplegó un arsenal de argumentos basados en la caridad, las Sagradas Escrituras, la filosofía y todo lo que se le ocurrió. Al no ver resultado, amenazó con marcharse con los jesuitas si su primo no le dejaba ayudar a aquellos desgraciados.

 

Por supuesto que ante esto, Raffaele accedió a darles trabajo. Pero exigió que al principio se les mantuviera a prueba, bajo la vigilancia de Asmun, para comprobar si eran de fiar.  

 

Mandó a llamarlos y aparecieron acompañados por Agnes en lugar de Pierre. Como todo un Duque, desarrolló un intimidante discurso en el que los instó a agradecer a Maurice por darles aquella oportunidad, y advirtió que los haría ejecutar si intentaban robar de nuevo.

 

Agnes, en cuanto comprendió la situación, se opuso a que trabajaran y vivieran en el palacio. Con esto, consiguió que su señor dejara atrás cualquier duda y se empeñara en contratarlos. 

 

Antes de que la vieja sirvienta los llevara a sus nuevas habitaciones, quise saber sus nombres, detalle que todo el mundo había pasado por alto. Se presentaron muy orgullosos como Renard y Aigle, (el zorro y el águila). Por supuesto que aquellos eran apodos, ellos no consideraban necesario seguir usando nombres dados por padres con los que nunca habían contado.

 

Por su aspecto era poco probable que fueran hermanos, mas ellos se consideraban como tales. Se conocían desde que tenían memoria y habían luchado juntos durante años por no morir de frío y hambre bajo el amparo del cielo nocturno. Renard tenía el cabello castaño oscuro y los ojos azules. Era alto, delgado y con una constante expresión sagaz adornándole el rostro. Aigle tenía el cabello y los ojos negros. Parecía ser el más fuerte de los dos por su espalda ancha y brazos gruesos. Mantenía una actitud grave la mayor parte del tiempo.

 

Se apreciaban algunas cicatrices en sus rostros, seguramente reminiscencias de otras peleas, y mejor no hablar de sus ropas sucias y llenas de agujeros. En aquel momento me parecieron horribles. Con el tiempo llegué a tomarle un gran cariño a sus facciones, y nació en mí un sincero respeto hacia ellos porque poseían la determinación y la inteligencia del que no cesa de luchar por sobrevivir.

 

Aunque lo que más caracterizó a esos dos fue la gratitud fiel que sentían por Maurice. Se convirtieron en sus primeros pupilos, su mano derecha e izquierda y los capitanes de su ejército de pilluelos en las calles de París.

 

Algo inédito debió acontecer aquel día. Es imposible que alguien cambie de vida en tan poco tiempo. Les pregunté en una ocasión por qué habían seguido a Maurice, confesaron que aquella fue la primera vez que amenazaron a alguien con sus cuchillos, y la primera vez que alguien les tenía en la mira con una pistola. Experimentaron en un instante todos los misterios de la vida y de la muerte.

 

Ese día sintieron que habían muerto y resucitado por obra y gracia de Maurice, en el momento en que él decidió que valía la pena no tirar del gatillo, y confiar en que ellos aprovecharían la oportunidad de ser algo más que escoria. Yo nunca hubiera apostado por unos mugrosos delincuentes. Tampoco Raffaele, Miguel y cualquier persona sensata. Maurice ni siquiera lo dudó. Es probable que allí residiera el milagro.

 

Incluso los trató como si fueran sus iguales. Eso no resultó muy beneficioso para ellos. Significaba que él no tomaba en cuenta que tenía niños delante, que no sabían hacer muchas cosas y a los que algunos trabajos resultaban difíciles. Desde el primer momento la oportunidad que les dio vino acompañada de responsabilidades, esfuerzo y tirones de orejas.

 

Maurice no fue precisamente dulce con ellos, se hizo entender con firmeza y brutal sinceridad. Ellos soportaron todo porque estaban convencidos de que habían encontrado a alguien que no iba a defraudarlos. Y esa certeza fue completamente confirmada por las acciones de su mentor durante los años que siguieron a este fortuito encuentro. 

 

 

***

 

 

Las escapadas de Maurice continuaron esa semana. De algunas yo también ignoraba su destino. Empecé a temer que estuviera huyendo de mí, pero siempre buscaba mi compañía al volver. Cuando le preguntaba dónde había estado, respondía que en un lugar interesante que seguramente no me gustaría, por lo que prefería no decirme nada. Por supuesto que las protestas de Miguel fueron en aumento.

 

Raffaele me invitó a la Habitación de Cristal para hablar sobre el asunto. Se atrevió a acusarme de complicidad con los jesuitas por no decir lo que sabía respecto a las salidas de su primo. Le seguí el juego seguro de que quería algo más al conducirme a aquel lugar. Al encontrar a Miguel esperándonos en la entrada, entendí lo que pretendía y me aferré a mi sentido común. 

 

Miguel recorrió el lugar sorprendido y fascinado. Aún puedo verlo girando sobre sí mismo mientras contemplaba la cristalera en el techo, pasando con veneración su mano sobre el cuadro de Madame Petite y sentándose en la cama para probar el colchón.

 

—Mi madre me habló de este lugar, dijo que el tío Philippe lo construyó para encontrarse con sus amantes en secreto.

 

Al ver que a su primo no le hacían ninguna gracia sus palabras, se llevó la mano a la boca.

 

—Tía Pauline no sabe lo que dice —respondió con acritud Raffaele, al tiempo que revisaba las botellas de vino que había dejado Asmun sobre la mesa, según sus órdenes—. Este lugar se construyó después que murió mi madre. Sólo tía Sophie, mi padre y yo lo utilizamos.

 

—Lo siento —se disculpó Miguel—. No debí decir eso.

 

—Ya ves que tu madre te ha mentido sobre esto. No dudes que también lo ha hecho respecto a otras cosas.

 

A partir de ese momento los dos permanecieron en silencio. No se atrevían a decir una palabra más. Habían llegado al tema del que no podían hablar porque Raffaele continuaría insistiendo en la inocencia del Duque, y Miguel volvería a acusarlo de preferir a su padre antes que a él, abriendo de esta forma viejas heridas… las mismas que intentaban sanar.

 

Estar en medio de ellos era doloroso. Traté de decir algo que aliviara la tensión; no se me ocurrió nada inteligente. Caminé hasta la mesa, hice a un lado a Raffaele, descorché una botella, serví tres copas y vacié una de un solo trago. Después, les ofrecí las otras dos.

 

—¿Vas a volver a tus viejos vicios? —comentó con tono socarrón Raffaele cuando recibió su copa.

 

—Los embrollos en los que me metes requieren algo de alcohol —susurré procurando que Miguel no me oyera.

 

—Yo no te obligué a venir. Tú me seguiste a toda prisa porque esperabas terminar conmigo en la cama.

 

—¡Idiota!

 

—Todavía podemos...

 

—Déjame fuera de tu juego.

 

Miguel permanecía a distancia, observándonos con suspicacia. Fui a su encuentro. Tomó la copa sin agradecerla ni devolverme la sonrisa zalamera que le regalé. Saboreó el vino y se quedó contemplándome con una expresión severa que me erizó la piel.

 

—¿Has decidido ayudarnos al fin?

 

—¡¿Qué?! —no puedo describir lo sorprendido que me dejó.

 

—Tú sabes a dónde va Maurice…—me acusó.

 

Respiré aliviado al comprender a qué se refería. Sonreí y encogí los hombros.

 

—No sé por qué insistes tanto en saberlo. Maurice no te lo dice para llevarte la contraria.

 

—¿Cómo puedes estar tan tranquilo?

 

Comenzó con la misma retahíla que ya le había escuchado varias veces. Volví hasta la mesa para servirme otra copa. Raffaele me quitó la botella de las manos.

 

—Nada de eso, Vassili. Maurice nos ha advertido que no te dejemos beber más de una copa. No queremos que termines vomitando como el otro día.

 

—No es necesario hablar de eso.

 

—Hablemos de Maurice —insistió Miguel acercándose.

 

—Maurice no hace nada malo —respondí tratando de calmarlo—. Visita algunos amigos...

 

—¿En la judería?

 

—Sólo ahí puede aprender hebreo.

 

Miguel soltó una parrafada de quejas en español. Tomé su copa antes de que terminara estrellándola contra el piso.

 

—Maurice siempre sabe cómo sorprenderme —celebró Raffaele entre risas—. Me alegro de que al menos no está planeando un escape con los jesuitas.

 

—No te fíes —replicó Miguel—. Tiene una alforja bajo la cama, con suficiente ropa para un viaje de dos días.

 

—No creo que Maurice piense irse sin decírnoslo —dije más para convencerme a mí mismo que a ellos.

 

—Después de su escape al Paraguay lo creo capaz de todo—se quejó Raffaele.

 

—De cualquier forma, no deberían registrar su habitación. Se pondrá furioso —advertí preocupado.

 

—¡No me importa! —rugió Miguel—. No voy a dejar que terminé medio muerto por marcharse con la Compañía. Todos dicen que los jesuitas viven como pordioseros hacinados en Roma. No quiero imaginar a Maurice en semejante situación. Tú no lo viste cuando lo rescatamos de la prisión, Vassili. Estaba en los huesos y deliraba.

 

—No te angusties. Él no podrá escapar a ningún lado —declaró Raffaele confiado—. Le diré a Asmun y a mis hombres que lo vigilen todo el tiempo.

 

—Mejor así.

 

—Lo único que van a conseguir es que se enfurezca y se marche más pronto—insistí.

 

—¡Le ataremos de ser necesario! —amenazó Raffaele decidido.

 

Miguel lo secundó afirmando con la cabeza. Los dos se mostraban dispuestos a encender la mecha que haría estallar el ya muy explosivo carácter de Maurice. Los imaginé de niños a los tres, discutiendo por cualquier cosa hasta llegar a los puños. Compadecí al Padre Petisco por haber tenido que lidiar con pupilos tan revoltosos, y lamenté tener que asumir yo la tarea de mantener la paz entre ellos.

 

—Es mejor evitar irse a los extremos. Maurice está esperando que el General de los jesuitas le ordene volver con ellos. No creo que haya recibido una carta de este últimamente, me lo habría dicho. Y, en cuanto a su amistad con el Rabino...

 

—¡¿Es amigo de un Rabino?!—gritó Miguel hiriendo mis oídos.

 

—¡Qué necio es Maurice! —gruñó Raffaele—. Como si no le bastara con sus curas, ahora busca nada menos que un Rabino.

 

—Está aprendiendo hebreo para comprender mejor las Sagradas Escrituras. Ya le he dicho que es una tontería, pero a él le divierte. Y si alguno de ustedes dice algo al respecto sabrá que lo he delatado, así que espero que dejen ese asunto en paz.

 

—Pero los judíos...

 

—Ya he tratado de razonar con él y es inútil. Dice que Jesucristo también era judío.

 

Miguel se deshizo en lamentaciones. Yo empecé a cavilar qué significaban aquellas alforjas preparadas. Raffaele sirvió otra copa que bebió lentamente, como si le costara tragar. Al terminar mostró una sonrisa nerviosa que despertó mis sospechas.

 

—Es mejor hacer lo que dice Vassili. Evitemos provocar a Maurice. Asmun lo vigilará con discreción. Por otro lado… hay algo más de lo que queremos hablarte, Miguel. Es una propuesta que Vassili y yo hemos pensado hacerte...

 

 —¡No me metas en eso! —repliqué en el acto—. Esa locura es idea tuya y de nadie más. Me voy antes de que esto se complique más de lo necesario.

 

Apenas había dado unos pasos hacia la puerta, cuando sentí a Raffaele sujetándome del brazo.

 

—¡Por favor, Vassili! —suplicó.

 

—Es una locura. No hay forma de que Miguel acepte y yo no debo...

 

—¿Aceptar qué?

 

—¡Quiero que hagamos el amor!—exclamó Raffaele con tal ímpetu que hizo dar un salto atrás a Miguel—. Sé que te doy miedo pero Vassili estará con nosotros y así quizá... como confías en él... podamos…

 

—¿Quieres que Vassili nos vea...? —preguntó Miguel con la voz cargada de asombro y duda.

 

—¡Quiero que los tres hagamos el amor!

 

Cerré los ojos. Raffaele se había atrevido a hacer la propuesta y yo esperaba que estallara una tormenta. Intenté liberarme pero me sujetó con más fuerza. Sentí sus manos temblar. Al verle, descubrí que había vuelto a ser el hombre frágil que lloró desesperado la noche en que me confesó su crimen.

 

Miguel no dijo nada, ni un insulto, ni una burla. Tampoco lloró. Me volví hacia él, su rostro era la imagen del miedo. Todo estaba perdido. Antes de que alguno pudiera decir algo más, salió corriendo de la habitación dejándonos sumidos en la confusión.

 

Cuando Raffaele al fin me soltó, intenté a decir algo que sirviera de consuelo. Mis palabras sonaron huecas. Decidí marcharme también. Encontré a Miguel sentado afuera, en uno de los escalones. Pasé a su lado sin decir nada para dirigirme hasta dónde estaban atados los caballos, a unos cuantos metros.

 

—Soy cruel con Raffaele, ¿verdad? —murmuró conteniendo el llanto.

 

—Él es un idiota al proponer algo así.

 

Escuchamos un estruendo. Miguel se levantó preocupado pero no se atrevió a moverse. Aferré con más fuerza las riendas de mi nervioso caballo para que no escapara. Volví a atarlo y me acerqué a una de las ventanas. Tal y como supuse, Raffaele había arrojado una botella de vino contra el suelo.

 

—Como dije, es un idiota —me quejé—. Como si ventilar de esa forma su temperamento sirviera para algo.

 

—Ya no sé qué hacer, Vassili —gimió Miguel volviendo a sentarse.

 

—¿Quieres hacer el amor con Raffaele o quieres separarte de él? —pregunté sentándome a su lado.

 

—¡Quiero que volvamos a ser como antes! Antes de esa maldita noche…

 

—Eso no es posible —contesté tratando de suavizar con el tono de mi voz el amargo significado de esas palabras—. Si quieres volver a ser amante de Raffaele tienes que hacerlo cargando todo lo que pasó entre ustedes.

 

—Maurice dice que sólo podré hacerlo si dejo todo eso atrás…

 

—Bien, Maurice probablemente tenga razón pero, ¿podrás hacerlo?

 

—¡Quiero hacerlo! ¡Lo amo! ¡Muero por hacerle el amor! Pero no puedo… Cada vez que me toca, tengo miedo de que sus caricias se conviertan en golpes…

 

—Él te ama Miguel—aseguré colocando mi mano sobre las suyas temblorosas, que mantenía enlazadas sobre su regazo—. Sé que preferiría morir antes que hacerte daño. Dale la oportunidad de probarlo.

 

—¡Lo he intentado!

 

—Entra ahí y vuelve a intentarlo. No veo otra solución. A menos que quieras aceptar su propuesta y terminar conmigo también en la cama —agregué en tono jocoso—. Te confieso que me tienta mucho la idea, pero no lo considero correcto.

 

—Raffaele debe estar verdaderamente desesperado para proponer algo así—dijo riéndose entre lágrimas.

 

—Es un idiota.

 

—Sí. Es un idiota. Aunque… —me dedicó una mirada suplicante que hizo desaparecer en el acto desviando su rostro a otro lado—. No, olvídalo. Maurice nunca nos lo perdonaría. Él te ama, Vassili.

 

—Por eso debo irme y tú debes entrar ahí. Claro, si es eso lo que realmente quieres. Raffaele no va a dejar de amarte nunca, no importa cuántas veces lo rechaces, así que si deseas volver al palacio, adelante.

 

—No. ¡Quiero que los dos dejemos de sufrir! Hoy… hoy voy a dejar todo atrás.

 

Se levantó y subió los pocos escalones que le restaban para estar frente a la puerta. Yo me dirigí hacia mi caballo, feliz de haber hecho lo correcto.

 

Antes de montar volví la vista y descubrí a Miguel todavía frente a la puerta. Tenía la mano en el pomo. Temblaba. Imaginé lo que estaba sufriendo. En un instante ladeó su cabeza para verme. De nuevo apareció en sus ojos un ruego, una llamada, una frase desesperada que no se atrevía a pronunciar.

 

Suspiré resignado. En el Palacio de las Ninfas me esperaba Maurice, el hombre que yo amaba. Aun así, caminé con paso firme en sentido contrario y subí cada escalón pensando en cómo lograr que sus primos despertaran de la pesadilla en la que estaban atrapados. No podía tolerar verlos sufrir un minuto más.

 

Alcancé a Miguel y cubrí su mano con la mía. Su rostro mostró a la vez alivio e inquietud al mirarme.

 

—Si entro contigo tienes que hacer todo lo que yo diga, Miguel —dije con firmeza. 

 

—Yo... —titubeó.

 

—Confía en mí. Quizá para otras cosas no sirva de mucho, pero tengo plena confianza en mis habilidades en la cama —dije queriendo aliviar la tensión. Lo cierto es que en ese momento me encontraba lejos de sentir la confianza de la que me ufanaba.

 

—Pero Maurice…

 

—¿Puedes entrar tú solo?

 

—No... no puedo.

 

—Entonces, vamos, cometamos juntos este terrible error o este gran acierto y procuremos que Maurice jamás lo sepa.

 

—Gracias, Vassili.

 

Presionamos al mismo tiempo el pomo de la puerta y la abrimos. Encontramos a Raffaele echado sobre la cama boca arriba. Se levantó de inmediato y su rostro pasó de la angustia a la autosuficiencia.

 

—Sabía que iban a aceptar…

 

—Cierra la boca —le ordené—. A partir de ahora no vas a decir una sola palabra y me obedecerás en todo.

 

Estuvo a punto de contestar una insolencia. Al ver como su primo aferraba mi mano y no se atrevía a mirarlo, asintió. Entonces me encontré con el terrible predicamento de no tener idea de cómo continuar.

 

Estaba seguro de que Raffaele me arrancaría los brazos en cuanto tocara a Miguel. Y que el explosivo español me sacaría el corazón con sus propias manos al verme besar a su amado. ¡Me iba a meter a la cama con un león y una serpiente!

 

Suerte que mi creatividad suele aumentar ante las dificultades, di con la solución sin pensarlo mucho. Saqué mi pañuelo y vendé con él los ojos de Miguel. Luego tomé su pañuelo y se lo ofrecí a Raffaele indicándole que cubriera los suyos. Los dos obedecieron sin hablar, pienso que estaban más asustados que yo. Intuían que si fracasábamos ya no tendrían fuerzas para intentar nada más.

 

Pedí que se quitaran la ropa. Miguel titubeó. Le ayudé a deshacerse de la casaca y la chupa. Cuando desataba el nudo de su corbata, sujetó mis manos.

 

—Mis cicatrices… —susurró preocupado.

 

—Ya las hemos visto. No tienes nada que temer.

 

Soltó mis manos y dejó que siguiera desvistiéndolo. Mi entrepierna se iba tensando cada vez más, resultaba en extremo erótico ir liberándolo de la ropa. Al verlo desnudo me recorrió una oleada de calor. Miguel podía sentirse mujer y actuar como una muchas veces, pero el cuerpo que tenía ante mí era el de un hombre acostumbrado a la vida militar, con músculos definidos y firmes, aunque muy delgado y sospechosamente lampiño.

 

Agradecí su varonil atractivo a la vez que temí perder el control más adelante. Lo último que le quité fueron los guantes, él protestó tímidamente. Besé sus manos llenas de cicatrices para que entendiera que seguían siendo hermosas para mí. Aunque contemplarlas me provocaba amargura, lo mismo que su espalda. Me felicité por vendarle los ojos a Raffaele, para él aquello debía ser aún más doloroso.

 

Guíe a Miguel hacia la cama, junto a la que Raffaele nos esperaba ya completamente desnudo, impaciente y vulnerable. Hice que se colocaran frente a frente, sin tocarse. Entonces me desvestí lo más rápido que pude.

 

Al estar los tres desnudos, de pie, en silencio y, en su caso, sin poder ver, sentí vértigo. ¿Qué debíamos hacer? ¿Qué debía hacer yo? La inquietud me dominó al no ser capaz de idear nada. Entonces pensé en qué haría Sora en mi lugar, y me golpeó una oleada de imágenes y sensaciones, reminiscencias de todo el placer compartido en tantas noches. Sonreí, realmente tenía en mi exótico amante a un gran maestro.

 

Busqué el frasco de bálsamo que había dejado bajo la almohada durante mi anterior encuentro con Raffaele. Lo coloqué a mi alcance sobre la cama. Después me arrodillé entre Raffaele y Miguel, comencé a masajear sus miembros, uno en cada mano, alternando besos y lametazos.

 

Empezaron a estremecerse. Trataron de decir algo y les recordé que no debían hablar. Miguel cubrió su boca, Raffaele se limitó a sonreír con malicia y sujetar mi cabeza. Retiré su mano con brusquedad. El control era mío ese día y era hora de que lo asumiera.

 

De hecho, el que estaba en peor situación era yo. No podía buscar mi propio placer, sino lograr que a ellos se les nublara el entendimiento lo suficiente como para que olvidaran los malos recuerdos, y se dejaran llevar por el amor y deseo que sentían el uno por el otro.

 

Quisiera decir que únicamente me movía el más generoso y desinteresado deseo de ayudar, mas dudo que alguien me crea. He sido sincero en cada página en las que he vaciado estas memorias y no he ocultado lo mucho que me dominaba la lujuria en esa época. La idea de compartir la cama con ellos me excitaba enormemente. Además, mi orgullo estaba atenazado por la idea de superar a Sora en las artes del placer.

 

Continué excitándolos, usando mis manos y mi boca. Noté entonces que Miguel era en extremo sensible. Apenas podía mantenerse de pie. Extendió las manos buscando en qué apoyarse y dio con el pecho de Raffaele. Los dos se palparon el uno al otro como si estuvieran tocándose por primera vez, con asombro, ternura y, finalmente, pasión. Se besaron desesperados.

 

No era conveniente ir más allá. Sus miembros estaban completamente erectos y quería prolongar tanto como fuera posible su éxtasis. Me detuve. Ellos también lo hicieron. Los tomé de la mano y los acerqué más a la cama. Pedí a Miguel que se sentara. Retiré la venda de Raffaele y susurré en su oído mis instrucciones. Ni siquiera sonrió, estaba luchando por contenerse y no arrojarse sobre su amante.

 

Derramé una buena cantidad de bálsamo en mi mano y me arrodillé entre las piernas de Miguel. Le invité a recostarse, comencé a meter mis dedos en su entrada a la vez que abarcaba su miembro en mi boca. Raffaele se recostó a su lado para devorarlo a besos. Él correspondió con urgencia y susurraba su nombre cada vez que podía. 

Cuando me pareció oportuno, me levanté. Tomé de la mano a Raffaele para invitarlo a levantarse. Él lo hizo de inmediato y estaba más que dispuesto a lanzarse sobre su primo. No lo dejé. Le rodeé con mis brazos, le acaricié el pecho y el vientre al tiempo que lamía su cuello. Miguel nos llamaba suplicante.

 

Raffaele quiso liberarse pero froté mi entrepierna entre sus nalgas y perdió todo el aplomo. Le invité a inclinarse sobre Miguel, comprendió en el acto lo que quería. Dobló su cuerpo levantando la cadera para ofrecerse a mí, luego engulló el miembro de Miguel y comenzó a excitarlo diestramente.

 

Llené de bálsamo su entrada, lo acaricié metiendo mis dedos disfrutando al verlo perder el ritmo, teniendo que detenerse y volver a empezar una y otra vez enloqueciendo a Miguel. Cuando lo penetré, afincó las manos en la cama y continuó su tarea con frenesí.

 

Los gemidos de Miguel aumentaron. Yo mismo olvidé todo y me concentré en la deliciosa fricción. Hasta que un grito me indicó que el heredero de los Meriño se había derramado en la boca del futuro Duque de Alençon.

 

Salí de Raffaele, quien gruñó poco complacido. Subí a la cama. Arrastré el cuerpo inerte y jadeante de Miguel hacia el centro de la cama. Hice que se sentara, le sujeté por debajo de los muslos y lo levanté haciendo que abriera y encogiera sus piernas. Luego incliné mi cuerpo hacia atrás para servirle de apoyo y dejarle expuesto.

 

Raffaele no necesitó una explicación. Se arrodilló en la cama, besó a Miguel con adoración, se tendió sobre su cuerpo y le penetró lentamente, haciéndolo gemir de placer y dolor. Después comenzó a moverse poseído por la lujuria, intercalando besos con frases de amor, mientras yo soportaba el peso de ambos cuerpos contagiado por la avidez que demostraban.

 

Miguel estaba completamente entregado. No se resistía a nada ni siquiera intentaba quitarse el pañuelo. La lujuria había dominado al miedo. En un momento echó su cabeza hacia atrás, aproveché para besarlo en el cuello y pronto me ofreció su boca.

 

Mi entrepierna, rígida contra su cadera, reclamaba tomar posesión de él cada vez con más urgencia. Pero no era mi momento y eso lo entendía bien. De repente Raffaele quiso besarnos y las bocas y lenguas de los tres se involucraron en una danza salvaje y torpe en la que ya no teníamos ningún control. 

 

Cuando Raffaele llegó al orgasmo, abrazó a Miguel apartándolo de mí. Se mantuvo unos instantes susurrándole cuanto lo amaba. Retiré por completo el pañuelo que cubría los bellos ojos azul cobalto y estos mostraron un deseo febril.

 

Raffaele me dedicó una sonrisa y un beso agradecido. Después levantó a Miguel tal y como yo lo había hecho. Me senté esgrimiendo mi entrepierna dura. Poco a poco fue sentándolo sobre mí, permitiéndome entrar en él.

 

Raffaele se mantuvo arrodillado frente a mí y colocó a Miguel de perfil. Este puso sus brazos en cruz, apoyándolos en nuestros hombrose y se entregó sin hacer otra cosa que gemir complacido. Su primo lo hizo ascender y descender provocando una fricción que fue conduciéndome al mismísimo delirio.  

 

Al ver su erección, comencé a acariciar la entrepierna de Miguel con mi derecha. Él alternaba besos entre nosotros, jadeaba y pedía que no nos detuviéramos. Poco después volvió a gritar y se derramó en un éxtasis de placer. Pero yo aún necesitaba más y pedí a Raffaele que continuara hasta que conseguí el orgasmo.

 

Entonces nos separamos. Los tres quedamos tendidos en la cama, bañados de sudor y sin fuerzas. Sorprendidos de lo que habíamos hecho, esforzándonos por respirar entre jadeos agitados. Todo había resultado más intenso de lo que esperaba, tenía la impresión de haber cruzado una línea, de haber traspasado una frontera prohibida otra vez. Quizá porque había encontrado placer con dos hombres que se amaban. 

 

Raffaele se incorporó y fijó sus ojos en Miguel. Era fácil entender la pregunta que estaba implícita en su rostro. Su primo le respondió rodeando su cuello con sus brazos para atraerlo y regalarle un beso.

 

—Te amo —declaró Raffaele conteniendo el llanto.

 

—Yo nunca he dejado de amarte—respondió Miguel. 

 

Ambos estrecharon aún más el abrazo y mezclaron las risas con las lágrimas. Pensé dejarles solos. Raffaele me detuvo cuando intenté levantarme de la cama, atrapando mi mano. Miguel tendió hacia mí sus brazos, volví a sentarme y me incliné para dejar que me estrechara entre ellos.

 

—Gracias Vassili —susurró sonriente.

 

—Ha sido un verdadero placer —respondí besándolo con lascivia.

 

Raffaele se colocó tras de mí y metió inesperadamente dos dedos en mi trasero, logrando que me separara de Miguel por el sobresalto.

 

—Debemos repetir la experiencia —insinuó—. Hay cosas tantas cosas que no hicimos.

 

—Creo que es una gran idea —acotó Miguel incorporándose para colocarse sobre mí—. He descubierto que Vassili posee el gran talento de convertir leones en corderos.

 

—Y yo he descubierto que eres delicioso, Miguel —susurré al tiempo que lamía sus labios.

 

Él rió y presentó su cuello para que le acariciara con mi lengua. A la vez atrajo a Raffaele para que lo besara. Excitados, los dos le empujamos y lo hicimos tenderse sobre la cama para poder recorrer su cuerpo con nuestras bocas y manos febriles. Como estábamos agotados nos rendimos muy pronto recostándonos cada uno a un lado, prometiendo continuar al día siguiente.

 

Descansamos media hora antes de vestirnos. Debíamos volver al Palacio de las Ninfas antes de que Maurice nos extrañara. De camino pude notar que algo definitivamente había cambiado en Miguel y Raffaele. El primero parecía haberse desinhibido por completo y el segundo lucía en paz.

 

Sí, finalmente veía a Raffaele sin esa pesada carga de locura contenida, de remordimiento desesperado e infelicidad resignada que siempre había ocultado tras su sonrisa pedante. Me sentí feliz.

 

Al llegar al Palacio encontramos una gran conmoción. Varios miembros de la servidumbre salieron a recibirnos angustiados, pidiendo que Raffaele se hiciera presente en la cocina de inmediato. Por lo que entendimos, Maurice estaba a punto de hacer algo terrible.

 

Corrimos con todas nuestras fuerzas. En la cocina descubrimos a Maurice furioso, amenazando a Antonio mientras los dos pilluelos y otros sirvientes luchaban por contenerlo. Asmun y Pierre ayudaban a mantenerse de pie al aterrado sirviente, quien lucía varios hilos de sangre saliendo de su nariz y boca.

 

Raffaele impuso el orden y exigió que le explicaran lo que había ocurrido. Antonio quiso escapar, Asmun se lo impidió.

 

—¡Ese maldito torturó a Miguel! —gritó Maurice lleno de odio. 

 

Raffaele y yo dirigimos nuestras mirada hacia Miguel, quien bajó la cabeza y susurró una nefasta afirmación. Entonces Raffaele se transformó en un demonio. Saltó sobre Antonio, lo arrancó de las manos de Asmun y Pierre agarrándolo por el cuello y levantandolo al menos un metro del suelo.

 

—¡Te mataré!—aseguró aterrorizando a todos. 

 

Miguel se colocó frente a él y le ordenó que lo soltara. Maurice, Asmun, media docena sirvientes y yo lo sujetamos sin lograr moverlo un centímetro. Reinó el caos. Agnes clamaba al cielo y las sirvientas gritaban a punto de desmayarse. 

 

Raffaele soltó a su presa porque Miguel lo abofeteó y golpeó repetidamente exigiendo que se calmara. El desgraciado Antonio cayó al suelo y comenzó a toser desesperado. Su rostro estaba rojo y desencajado. 

 

Agnes ordenó a los demás sirvientes que se marcharan y se quedó en la entrada custodiando. Los dos pilluelos esperaron la aprobación de su jefe antes de salir.

 

Quise saber de dónde había sacado Maurice semejante información. Nos contó que el mismo Antonio lo había confesado a Asmun, la noche anterior, cuando el Tuareg lo encontró borracho en los establos.

 

—¿Por qué demonios no me dijiste nada, Asmun? —reclamó Raffaele furioso.

 

—Temí que hicieras una locura. Creí que Monsieur Maurice manejaría el asunto con más calma —respondió recriminando con la mirada a Maurice.

 

—¿Y tú por qué has dejado que ese miserable permanezca a tu lado?—preguntó Raffaele a Miguel.

 

—Porque mi madre me obligó. Antonio y otros sirvientes le ayudaron a mantenerme vigilado en Madrid, para que no dijera a nadie lo que me había hecho —el odio frío y letal que mostró Miguel hizo que Antonio comenzara a temblar — . Traer conmigo a este maldito fue una de las condiciones que ella impuso para dejarme venir a Francia. Él no ha sido más que su peón, no sería justo castigarlo por eso.

 

— ¡Pero te hirió!

 

— Yo no quería… —gimió el joven aterrado. Se echó rostro en tierra y empezó a suplicar piedad, alegando haber actuado bajo las órdenes de Madame Pauline.

 

—¡Pero lo hiciste, maldito seas! —gritó Maurice levantándolo del suelo y empujándolo hacia la puerta— . Lárgate con tía Pauline y no vuelvas a acercarte a Miguel.

 

—Lo siento—dijo el joven español antes de salir—. Señorito Miguel perdóneme... 

 

 

—No vuelvas a aparecer ante mí, por tu propio bien—respondió Miguel sin mostrar ninguna piedad. 

 

—Si te vuelvo a ver, te mataré — declaró Raffaele.

 

Antonio contuvo el llanto y se marchó. pasando junto a Agnes. Durante unos minutos nadie dijo nada. Raffaele y Maurice seguían furiosos. Miguel estaba molesto. Yo me sentía aterrado.

 

La furia y violencia de Maurice, su carencia de misericordia hacia Antonio, me hizo pensar en lo que haría si llegaba a enterarse de mi inusual encuentro con sus primos. Definitivamente jamás debía saberlo.

 

Yo mismo estaba sembrado de obstáculos el camino para que mis palabras de amor convencieran a Maurice. En mi inconsciencia no me detuve y ese no fue el único encuentro con Raffaele y Miguel. El hombre que yo era en ese tiempo no entendía que mi afición desenfrenada por el placer me podía privar de la experiencia más hermosa que se puede vivir.


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