Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Engendrando el Amanecer I por msan

[Reviews - 63]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del capitulo:

Comenzamos un nuevo capítulo. Espero que les guste. 

Puedo resumir mi comportamiento en los días que siguieron con una palabra: desenfreno. Dejé que la lujuria se adueñara de mí. Tranquilicé mi conciencia con sofismos que justificaban el continuar visitando a Sora para no hacerlo sufrir, y acompañar a Raffaele y a Miguel en sus encuentros de cama porque ellos me lo pedían.

 

Debí al menos ser sincero y aceptar que mendigaba el placer exquisito que me ofrecían y que mi apetito no conocía límites. También debí reconocer que mi amor por Maurice en ese tiempo era vano y superficial.

 

Mientras él estaba dispuesto a dar la vida por mí, yo no era capaz de renunciar al sabor de otros hombres. Incluso si mi sentido común me advertía lo cerca que estaba de poseer a Maurice, y que iba a perderlo si llegaba a enterarse de mis aventuras bajo las sábanas.

 

Para agravar la situación desarrollé una cierta obsesión por Miguel. Sora, Raffaele y Maurice no habían mostrado la pasiva entrega y la sensibilidad exacerbada que él manifestaba en la cama. Yo quería experimentar con su cuerpo, llevarlo al éxtasis de las formas más transgresoras posibles y, como no se me permitía, aumentaba mi deseo.

 

Raffaele imponía un límite tácito a lo que yo podía hacer con Miguel. Este, por su parte, evitaba estar a solas conmigo. Entendimos muy pronto que no debíamos romper la delicada armonía que manteníamos entre los tres porque restaurarla sería imposible.

 

Por supuesto que estos encuentros consumían mucho de mi tiempo y energía. Mis escapadas con los dos primos varias noches a la semana, y la visita al Palacio de los Placeres cada sábado no iban a pasar desapercibidas. Inventé la excusa de necesitar pasar la noche fuera del Palacio porque los ruidos espectrales no me dejaban dormir. Procuraba regresar al  mediodía y dedicar mi tiempo a Maurice.

 

Recuerdo que Miguel  hizo la mejor descripción de mi actitud uno de esos días.

 

—¡Ah Vassili, quién  hubiera pensado que eras tan goloso!

 

Los tres estábamos desnudos, recostados en la cama de la Habitación de Cristal, reposando después de haber tenido sexo. Él se había tendido sobre mí, como ya era su costumbre.  Solía portarse como un gato buscando mimos en esas ocasiones.

 

—Sólo soy un hombre que sabe disfrutar de lo que se le ofrece —respondí estrechando sus nalgas con mis manos.

 

—Eres un goloso, me acabas de follar y ya quieres más.

 

—¿Acaso tú no? —hice más presión, se sonrojó y contuvo un jadeo.

 

—¡No más por hoy! —exclamó Raffaele incorporándose para  atrapar a Miguel entre sus brazos y alejarlo de mí.

 

—Realmente no quieres más, Raffaele —me acerqué y lo provoqué con un beso.

 

—Claro que quiero pero debo ir a Versalles. Tengo asuntos que tratar con Su Majestad. Y Miguel viene conmigo.

 

—¡Ah qué desconfiado! —me quejé.

 

—Es porque te conozco bien... Eres igual que un animal en celo, Vassili.

 

—¿Quién me enseñó a ser así?

 

—No me eches la culpa. No quiero que Maurice me dé una paliza cuando averigüe lo libidinoso que eres.

 

Después de vestirnos, partimos hacia el Palacio de las Ninfas. Usualmente ellos se marchaban primero, ese día nos sentíamos  muy confiados y regresamos juntos.

 

Al llegar vimos a Asmun en el jardín, a las puertas del Salón Oval. Nos reunimos con él para saber qué hacía.

 

—Vigilo a Monsieur Maurice —dijo con un tono que expresaba resignación y aburrimiento—. Está reunido con inusuales visitantes.

 

Por supuesto que aquello despertó nuestra curiosidad. Nos dirigimos de inmediato hacia el punto que señaló. En un extremo del enorme jardín, a un lado del palacio, había un agujero entre los cepos que conducía al bosque. Tras este encontramos a Maurice de pie entre los árboles.

 

No llevaba puesta la casaca y la chupa. La luz del sol hacía resplandecer su blusa blanca y su roja cabellera. La alegría que expresaba su rostro era tan beatífica que de inmediato pensé en la imagen de un ángel.

 

A unos pasos se encontraban Renard y Aigle sentados en la hierba,  escuchándolo atentos. Pero él no se dirigía a ellos, le hablaba a los árboles. Al mirar con atención descubrí que había niños encaramados en las ramas. También acostados entre los arbustos. Se trataba  de una veintena de mugrosos pilluelos. Le di la razón a Asmun, realmente eran inusuales visitantes.

 

Maurice les narraba una de las historias de los Evangelios:  Jesucristo se encontraba predicando a la gente, unas mujeres quisieron acercarse a él para presentarle a sus niños y los discípulos se lo impidieron.

 

—Nuestro Señor reprendió a sus discípulos diciendo que de los que son como niños es el Reino de Dios.  ¿Qué creen que quiso decir con eso?

 

Los mocosos contestaron toda clase de tonterías. Yo recordaba haber explicado aquel texto diciendo que se nos exige la inocencia y pureza de un niño para entrar al cielo.  Maurice, desestimó esa interpretación tradicional por completo.

 

Explicó que la niñez no era un estado ideal en la vida. Según él, los niños normalmente se muestran muy egoístas y necesitan aprender a compartir y considerar a los demás. Además, no pueden valerse por sí mismos e ignoran muchas cosas. Así que era poco probable que Jesucristo halagara o recomendara ser eternamente un niño.

 

Por tanto, para comprender lo que quería decir aquel texto debíamos tener en cuenta que, entre los judíos del tiempo de Jesucristo, los niños no tenían relevancia. Ni siquiera los varones eran tomados en cuenta antes de cumplir doce años. Se podía afirmar que infantes y mujeres ocupaban los últimos lugares en aquella sociedad.

 

—Lo que quiso decir es que el Reino de Dios es de los últimos y de aquellos que toman el último lugar con ellos y no gastan su vida luchando por ocupar los primeros puestos, pasando por encima de los demás —concluyó Maurice dejándome perplejo.

 

Continuó profundizando su inusual planteamiento, exponiendo que Jesucristo constantemente insiste en los Evangelios en que un discípulo suyo debe buscar ser el último en lugar del primero y servir en lugar de ser servido. Ese fue el camino que Él marcó al hacerse hombre pobre y vivir sirviendo a los más pobres.  

 

—Así que ninguno de ustedes debe sentir que ya no puede seguir a Nuestro Señor porque ha robado y hecho cosas reprochables. Él vino a buscar a los que estaban perdidos para devolverlos al rebaño de su Padre. Y si se han preguntado en las noches frías, cuando el hambre les golpea, dónde está Nuestro Señor, sepan que siempre ha estado con ustedes, tiritando hambriento, esperando que algunos de los que se dicen sus discípulos dejen de cantar el miserere en las Iglesias y les tiendan una mano.

 

Justificó aquellas escandalosas palabras basándose en el “Juicio Final” del Evangelio de Mateo. Apenas escuché aquella lapidaria frase: “Tuve hambre y no me dieron de comer…” me alejé caminando en dirección al palacio. Raffaele y Miguel se quedaron sentados en la hierba escuchando fascinados. Yo no pude soportarlo.

 

De nuevo el carpintero judío quedaba como el compendio de todo lo excelso, y yo no era más que un inútil libertino que, para colmo, llevaba encima el olor de sus primos. ¿Qué valor podían tener mis palabras de amor?

 

Me distraje de mis pensamientos al ver acercarse a las dos jóvenes sirvientas. Llevaban una cesta enorme, se las notaba preocupadas y discutían entre ellas. Por cada paso que daban, retrocedían dos.

 

Me acerqué y les pregunté qué ocurría. La más arrojada de las dos, Evangeline, una muchacha de ojos y cabello castaño, me explicó indignada que Maurice había ordenado preparar una merienda para los pilluelos y Agnes las había enviado con la cesta llena de pan duro y mohoso.

 

Comprobé el contenido de la cesta. Sentí que me hervía la sangre, aunque me desagradaban esos niños no podía evitar escandalizarme por el corazón duro de aquella mujer. Busqué a Raffaele y a Miguel para explicarles la situación, quería solucionar el asunto y evitar que Maurice se enterara.

 

Raffaele tomó la cesta y se dirigió a la cocina disgustado. Le seguimos esperando que luciera toda su furia, pero nos sorprendió al presentarse ante Agnes con una sonrisa, colocar la cesta en la mesa de la cocina y llevarse a la boca uno de los panes ennegrecidos. La mujer corrió a detenerlo en el acto.

 

—¡Señorito, no coma eso!

 

—¿Por qué Agnes? ¿Acaso no se lo has ofrecido a nuestros invitados? —replicó con saña. La mujer miró furiosa a las jóvenes sirvientas, quienes bajaron la cabeza asustadas—. ¿Cómo te has atrevido? Sabes que Maurice se enojara y cambiará la linda cara de ángel que tiene ahora por la de un demonio. ¡Me niego a verlo molesto! Dale a esos niños un banquete digno de un rey. Y busca unos buenos músicos. Haremos una fiesta en el salón oval.

 

—Creo que buen pan y queso serán suficientes —intervine queriendo evitar un desastre—. Preparar un banquete tardará mucho y estos niños deben volver a sus casas, con sus padres, lo más pronto posible. También pienso que es mejor servir todo en el jardín para no perder tiempo.

 

—Yo me encargo de la música —dijo Miguel muy animado  antes de marcharse a buscar su violín.

 

Raffaele estuvo de acuerdo. Agnes me miró agradecida y comenzó a dar órdenes a las dos jóvenes. Era evidente que estaba molesta con ellas y pensaba desquitarse.

 

Volvimos con Maurice y sus amigos. Él se había sentado en la hierba y los niños le rodeaban.  Preguntaban sobre su viaje al Paraguay. Lucían asombrados y llenos de curiosidad por aquel mundo completamente distinto a todo lo que conocían.

 

Como era de esperarse, los mugrosos pilluelos no tenían modales y se recostaban sobre Maurice sin ningún recato. Me desesperaba sobre todo un pequeño con una horrenda y abundante melena negra, quien insistía en pararse a la espalda de mi amigo y posar la barbilla en su hombro. Yo podía imaginar a toda la fauna que habitaba su cabellera invadiendo el hermoso cabello rojo.

 

No pude resistirlo. Tomé al minúsculo entrometido en mis brazos, me senté en la hierba y lo coloqué sobre mis piernas. Me moví tan rápido que el arisco niño no pudo reaccionar a tiempo. Todos me miraron como una extraña aparición.

 

—También quiero escuchar —dije justificándome —. Espero que no te moleste mi compañía —agregué dirigiéndome al niño que ya intentaba escapar de mi fuerte agarre.

 

—Es mi amigo —explicó Maurice al ejército de pilluelos deteniendo el rescate que algunos ya iniciaban.

 

Todos volvieron a relajarse. El del cabello espantoso se acomodó en mis piernas y me dedicó una sonrisa. Debo reconocer que casi me pareció un niño y no una armada de  piojos y pulgas.  Aunque su mal olor evitó que despertara en mí cualquier simpatía. Lo soporté por salvar a mi querido Maurice.

 

Cuando los sirvientes trajeron la comida, los niños se replegaron tras Renard y Aigle. Estos los organizaron para que recibieran los alimentos sin alborotar. Me impresionó su disciplina pero su indecente manera de comer reforzó mi repugnancia. Todos esos niños me resultaban molestos, sucios, vulgares y feos.

 

Maurice se acercó a Raffaele para agradecerle. Éste dio todo el crédito a la vieja Agnes. Ella clavó la mirada en el piso y se retorció las manos cuando fue premiada con una sonrisa cargada de gratitud. Compartí en parte su vergüenza,  pues vi a mi amigo tan feliz que me sentí mal por despreciar a los pilluelos.

 

Después de comer, Miguel tocó el violín y todos bailaron y aplaudieron como salvajes. Cuando sus jefes decretaron que era hora de regresar a París, escuché a Evangeline, quien tenía un gran talento para lidiar con esos niños, preguntarles dónde vivían. Todos respondieron que en la calle San Gabriel.

 

Maurice comentó que no tenían padres y efectivamente vivían en la calle, resguardandose por la noche en cualquier lugar. Miguel estuvo a punto de sugerir que se quedaran en el palacio, Raffaele y yo nos encargamos de cambiar el tema antes de que la idea se deslizara fuera de sus labios.

 

Después de despedir a los pilluelos, Raffaele y Miguel marcharon a Versalles. Yo disfruté de la compañía de Maurice el resto del día. Estaba de tan buen humor que solo verle me llenaba de alegría.

 

Cabalgamos por unas horas. Volvimos al palacio y discutimos sobre su nada tradicional interpretación del Evangelio, mientras él me dibujaba.  Una nueva ocurrencia suya, quería hacerme un retrato. Sus bocetos eran asombrosos pero él insistía en que no lograba plasmar lo que quería. Yo estaba feliz de que llenara todo su cuaderno con mi rostro. Además, aunque él no estaba satisfecho con el resultado, la verdad es que cada dibujo parecía reflejar sus sentimientos por mí y siempre mi imagen era embellecida.   

 

Por último, jugamos a las cartas hasta que sus primos regresaron ya entrada la noche. Lucían  desanimados. Al preguntarles, insistieron en que se encontraban bien.

 

Después de retirarnos a dormir, pensaba marcharme a la habitación de Cristal, pero  Raffaele pidió que me reuniera con él y con Miguel en el despacho del Duque.

 

—Su Majestad insiste en expulsar a Maurice de Francia por ser Jesuita —anunció con tono lúgubre.

 

—Creí que ya había olvidado ese asunto.

 

—Ciertos nobles y un grupo de parlamentarios galicanos continúan con su campaña contra los jesuitas y dicen que permitir que Maurice siga en Francia es una muestra  de debilidad —explicó Miguel—. ¡La política francesa parece una comedia!

 

—¿Hay alguna manera de persuadirlo?—el asunto empezaba a angustiarme.

 

—Llevo semanas haciéndolo y mi padre le ha escrito varias veces, pero hay días en que los intrigantes del palacio hacen mejor su trabajo y lo ponen de mal humor.

 

Los tres barajamos todas las posibilidades buscando maneras de persuadir al Rey. Raffaele estaba decidido incluso a sobornar a los parlamentarios. Miguel propuso que Maurice se marchara un tiempo a Nápoles, idea a la que me opuse en un primer momento.

 

También pensamos en que el Duque en persona podría convencer al Rey, pero Miguel temblaba solo al pensar en que su  tío se presentara en Francia.

 

En lo que estábamos de acuerdo los tres era en la necesidad de  despertar la simpatía de Su Majestad hacia Maurice. Pero si existía alguien menos capaz y nada dispuesto a congraciarse con nuestro monarca, o con cualquiera,  ése era mi pelirrojo amigo.   

 

Decidimos buscar la ayuda de Théophane y Joseph y preguntar a Bernard y Clemens sobre los rumores que circulaban en Versalles. Si Maurice tenía un grupo que confabulaba en su contra, crearíamos otro que lo defendiera.

 

La afición por hacer caridad, una de sus rarezas más acentuadas, sería buena propaganda entre los habitantes de Versalles,  pues les atraían por igual los ejemplos de virtud y los escándalos más depravados. En especial nos interesaba ganar el favor de las hijas del Rey. Contábamos con que los encantos de Raffaele fueran suficientes para garantizar eso.

 

Al día siguiente comenzamos a poner en práctica nuestro plan. Raffaele volvió a Versalles, Miguel fue a la Villa de los Gaucourt y yo visité a Bernard y a Clements en sus residencias.

 

Nuestros amigos se mostraron partidarios de Maurice, como siempre. Bernard comentó que creía que detrás de los rumores se encontraba Sophie. Clements me dio noticias más perturbadoras cuando lo visité.

 

—Deberías preocuparte de lo se dice sobre ti también, Vassili.

 

—¿Sobre mí?

 

—Bernard seguramente no te lo ha dicho para ahorrarte el mal rato, yo pienso que es mejor que te enteres por un amigo. Lo que se comenta sobre ti no es nada halagador.

 

—¿Qué es lo que dicen? —pregunté sintiendo que se me helaba la sangre.

 

—Que no has dejado la vida de libertino y trataste de seducir a Madame Christine mientras estuviste en Versalles. Que igual has buscado seducir a su hermana y a otras mujeres a las que antes dirigiste espiritualmente, cuando eras Abate.

 

Solté una estentórea carcajada. Aquello era una mentira de lo más vulgar y definitivamente muy propia de la odiosa prima de Maurice.

 

—No te rías. También he escuchado que gastas dinero en prostitutas y mantienes a una amante que ni siquiera pertenece a la nobleza.

 

—Esos son demasiados rumores para adjudicarlos  un solo hombre —repliqué empezando a ver el asunto con menos gracia.

 

—Alguien te quiere perjudicar y no se trata de cualquier persona.

 

—¿Crees que sea la condesa Sophie?

 

—Creo que algunos rumores han surgido de su círculo de amigos, pero otros comenzaron después de que cierto personaje visitó Versalles.

 

—¿Cierto personaje?

 

—Sí. La abadesa Severine de Alençon. Mejor conocida como la Santa Teresa de Jesús francesa.

 

—¿Qué dices?

 

—Al menos así la llaman las hijas del Rey. Son sus admiradoras y la consideran su consejera espiritual. No sé por qué se ha ensañado contra ti, pero debes cuidarte de ella.

 

Regresé abrumado al Palacio de las Ninfas. No esperaba que Madame Severine fuera mi enemiga. Empecé a sospechar que la reticencia que mi padre mostraba para darme dinero en las últimas semanas se debía a los rumores que esa mujer esparcía. Ella era muy respetada en los círculos jansenistas que él frecuentaba.

 

Raffaele confirmó mis temores al contarme que su tía solía actuar de esa manera. Ya  había destrozado la reputación de Théophane usando su influencia en La Corte.

 

—Ella quiere sacarte de este palacio porque no le agradas —me dijo—. Como yo me negué a echarte, ahora ella se está desquitando. No te preocupes, mientras cuentes con mi apoyo es lo mismo que contar con el de mi padre. Sólo ten mucho cuidado con Agnes, si llega a enterarse de tus visitas a la Casa de los Placeres se lo dirá a tía Severine y ya puedes imaginar lo que pasará.

 

Por supuesto que redoblé las precauciones. Por fortuna Asmun y el cochero que solía llevarme eran de la total confianza de Raffaele. Cada vez que llegaba una caja con el antifaz, esta era entregada directamente al joven Tuareg. Y Agnes tenía prohibido entrar en nuestras habitaciones, así podía sentirme  tranquilo.

 

Al recibir, el siguiente sábado, la confirmación de mi cita de las manos de Asmun, guardé aprisa el antifaz en mi casaca y quemé la caja en la chimenea. Mientras me disponía a salir, Maurice se presentó con sus dos pupilos ante mi puerta.

 

—Estoy haciendo que coloquen trampas para atrapar roedores en todas las habitaciones —dijo con una cándida sonrisa—. Así dejarás de escuchar ruidos en la noche.

 

—Te lo agradezco, pero ya te dije que dudo que se trate de roedores.

 

—¿Qué otra cosa puede ser? ¿De verdad crees en fantasmas?

 

—Puedes burlarte cuanto quieras. Yo me burlaré de ti cuando tu abuelo vuelva a hacer de las suyas.

 

—¿Vas a salir esta noche?—dijo al verme tomar mi bastón y sombrero.

 

—Sí. Y debo marcharme ahora mismo, así que si me disculpas...

 

—¿A dónde vas?

 

—No te gustará saberlo… —confesé. No quería mentirle.

 

Me marché de inmediato. El recuerdo de su rostro sorprendido y triste hizo que los besos de Sora tuvieran sabor amargo esa noche.  No logré disimular mi desasosiego y mi exigente amante se quejó. Ni siquiera le di una excusa, le pedí que hiciera su trabajo y dejara de molestarme exigiendo algo que yo no podía darle.

 

Por supuesto que esto le hirió. Intentó disimular con una torpe sonrisa. Yo agradecí el gesto porque ya tenía suficiente con el conflicto que llevaba encima. Pero ni él pudo lucir su talento ni yo deseaba que lo hiciera.

 

Aquella noche solamente fingimos dormir. Mientras él ahogaba sus sollozos, yo me odiaba a mí mismo pensando en que los bellos ojos de Maurice y de Sora habían mostrado la misma decepción al mirarme.

 

Al volver al palacio, apenas amaneció, ordené que prepararan la tina. Estuve largo rato recostado, dejando que el agua me cubriera todo el cuerpo, mientras los sirvientes esperaban extrañados.

 

Tenía mucho en qué pensar, sentía que había algo mal. Sabía que la lista de cosas incorrectas en las que estaba incurriendo era cada día más larga, pero se trataba de algo más, un detalle no considerado, un posible peligro acechando… Una sensación de incomodidad.

 

—¿Y cómo esperas sentirte si por un lado pretendes el amor de Maurice y por el otro te acuestas con sus primos y compras  a Sora cada vez que puedes? —me dije a mí mismo desde lo que quedaba de mi sentido común.

 

Lancé un suspiro molesto y terminé de bañarme. Después de vestirme fui en busca de Maurice. No lo encontré en su habitación ni en el salón de música. Tuve la ocurrencia de buscarlo en "Nuestro Paraguay", en la otra ala del palacio.

 

A medida que me acercaba pude escuchar el sonido de un violín. La melodía me causó mala impresión, se asemejaba a un lamento que se transformaba progresivamente  en una tormenta para volver a ser el triste llanto de un desgraciado. El ciclo se repetía una y otra vez.  Aceleré el paso.

 

Encontré a Miguel de pie, recostado a la pared, junto a la puerta abierta de la habitación. Tenía los brazos cruzados y el rostro marcado por la preocupación. Al verme, hizo señas para que guardara silencio y lo siguiera. Nos alejamos de la entrada unos metros para hablar.

 

—Maurice está molesto —expresó  angustiado—. Ayer me preguntó a dónde ibas por las noches y...

 

—¿Y...? ¿Qué le has dicho?

 

—La verdad, que vas a un prostíbulo...

 

—¡Maldición! ¿Por qué se lo has dicho?

 

—¡Tú sabes cómo es cuando se empeña en saber algo!

 

—Estuviste guardando tus secretos durante años, ¿no pudiste guardar los míos?

 

—Tuve miedo de que descubriera lo que tú, Raffaele y yo hacemos si seguía preguntando. ¡Perdóname Vassili!

 

—¡Esto es un desastre!

 

—Maurice estaba furioso con Raffaele. Enseguida supuso que él te había llevado a ese lugar, lo enfrentó y...

 

—¿Qué pasó?—le apremié al verle titubear.  

 

—Raffaele le dijo que no tenía derecho a reclamar nada porque él no ha accedido a ser tu amante. Entonces Maurice se quedó en silencio y se encerró en su habitación. Esta mañana al levantarnos lo encontramos así, descargando sus sentimientos con su violín. No nos atrevimos a molestarlo.

 

—¿Dónde está Raffaele?

 

—En su habitación. Dice que no va a seguir discutiendo.

 

—No sé qué hacer...

 

—Es mejor que esperes a que se calme para hablar con él.

 

El sonido del violín me persuadió de entrar. Entendí que Maurice estaba sufriendo. Si me amaba, como yo creía, debía sentirse traicionado. No podía dejarlo solo. Tenía que disipar las nubes de tormenta que yo había creado.

 

—No te preocupes Miguel. Arreglaré esto como pueda.

 

—Lo lamento, Vassili.

 

Le tranquilicé palmeando su espalda y me dirigí hacía la habitación. Maurice estaba ante una de las ventanas. Llevaba puesta una chupa verde con detalles plateados, que combinaba perfectamente con los frescos de las paredes. Una blusa blanca y un calzón negro completaban su atuendo. Como siempre me pareció exquisito.

 

Le vi moverse mientras interpretaba aquella música completamente nueva para mí. Su cuerpo se balanceaba a distintos ritmos, alternando pasión, desesperanza  y furia. Cuando dio vuelta y me vio, dejó de tocar sorprendido.

 

Quise decirle algo, pero volvió  a girar y continuó con su música. Lo rodeé y me senté en el marco de la ventana. Giró otra vez.

 

—Maurice, hablemos de lo que te molesta, por favor.

 

—¡No estoy molesto! —aseguró enfrentándome sin dejar de tocar.

 

—Tu violín dice lo contrario.

 

—Mi violín no habla.

 

—Sabes a qué me refiero.

 

—¡No lo sé!—gritó interrumpiendo la música—. ¡No sé nada! Ni siquiera sé por qué  quiero gritar, llorar y golpearte, si Raffaele tiene razón y no tengo derecho a exigirte nada.

 

—Estás así porque me amas —respondí sonriendo.

 

—¡Estoy así porque eres un idiota! —afirmó furioso esgrimiendo el arco del violín contra mí—. ¡Porque no entiendo cómo un hombre de tu valor va a un prostíbulo! No sé si te conozco o si la imagen que tengo de ti es un espejismo.

 

—Soy el mismo hombre que rescataste en mi villa hace unos meses. El mismo borracho que se acostaba con una sirvienta a la que ni siquiera sabía el nombre. El mismo que no tiene intención de vivir como Abate de nuevo, y que te ha dicho que te ama y te desea aún sabiendo que eso es inaudito. Y también soy un hombre capaz de ir a un prostíbulo  en busca de placer. No estoy orgulloso de eso, pero es lo que soy.

 

—¡Tú eres mejor que eso!

 

—No, tu quieres que sea mejor pero no lo soy. Incluso he hecho cosas que te parecerán aún más inaceptables. Cosas que espero que  nunca sepas. Así que por favor no indagues más sobre mis correrías nocturnas.

 

Me quedé esperando su reacción. Acababa de jugarme todo en aquella declaración. Confiaba en que la imagen que yo tenía de Maurice tampoco fuera un espejismo. Quería creer que era capaz de amarme a pesar de ser un miserable.

 

—Tú eres mejor que eso —susurró después de estar unos minutos en silencio. Tiempo que me pareció una tortura .

 

—Temo que no,  Maurice.

 

—Tú no sabes de lo que eres capaz —afirmó con amabilidad sentándose junto a mí en el marco de la ventana—. Estoy convencido de que eres un niño recién nacido que está estrenando la vida. Por desgracia, Raffaele te ha influido de la peor manera...

 

—No seas injusto con él. Hubiera terminado en un lugar peor sin su ayuda.

 

—No lo creo. Pienso que fuiste a ese lugar porque estas muy ocioso.

 

—Voy a ese lugar porque no puedo controlar mi deseo por ti —le susurré al oído tentandolo—. Tú ya sabes lo que es perder el control, ¿verdad Maurice?

 

—Sí —respondió poniéndose de pie al sentir el roce de mis labios en su cuello—. Por eso digo que has estado muy ocioso. La lujuria nos ataca cuando no hacemos nada útil.

 

—¿Por eso te mantienes tan ocupado saliendo del palacio todos los días? —me acerqué a él y le atrapé colocándo mis manos en sus caderas—. Yo también trato de alejarme de ti escapando por las noches, porque lo que más deseo es meterme en tu cama.

 

—Te conviene callarte y dejarme hablar a mí —amenazó mostrando en sus ojos que su furia estaba  contenida pero muy lejos de apaciguarse—. Siéntate y escucha con atención.

 

Obedecí en el acto. Me sentía confiado intuía que había más celos que decepción en su manera de actuar.

 

—Sé que no tengo derecho a exigirte nada, pero veo que vas por un camino que puede causarte muchos problemas. Imagina lo que ocurrirá si tu padre llega a enterarse de que vas a un prostíbulo. Se pondrá furioso y no podrás convencerlo de que te deje elegir tu camino en la vida. Por eso quiero proponerte algo...

 

—¿Que seamos amantes? Eso no necesitas preguntarlo...—bromeé.

 

Él me amenazó dirigiendo  la punta del arco hacia mi cuello persuadiendome de guardar silencio.

 

—Quiero que me acompañes a cierto lugar y me ayudes en cierta tarea que he emprendido.

 

— Si tiene algo que ver con volver al sacerdocio, ya sabes que no quiero...

 

—No tiene que ver. No es algo que hagan los abates. Pero sí es algo que ayudará a muchas personas y te mantendrá ocupado durante el día.

 

—No sé... suena a una trampa de jesuita.

 

—No te puedes negar. Si quieres que crea que me amas, después de pasar ir a pasar la noche con prostitutas, deberías esforzarte en ganar mi confianza.

 

—Lo dicho, toda una trampa de jesuita. Me has acorralado. Pero es un esfuerzo innecesario, si lo que quieres es que pase la noche contigo, solo tienes que decirlo.

 

—Durante la noche puedes ir a donde quieras, pero de día eres mío—el tono seductor que adoptó al decir esto bastó para excitarme

 

—Puedo hacerte el amor a cualquier hora, Maurice —respondí extendiendo mis manos hacia él.

 

—No te daré ocasión de tentarme—dijo haciendo un guiño pícaro y alejándose unos pasos.

 

Volvió a tocar su violín, pero esta vez la melodía era distinta. Alegre y voluptuosa. Cargada de la misma  pasión que reflejaba la mirada de Maurice.

 

Tuve la impresión de que él ya me consideraba suyo, que  acababa de reclamar mi absoluta sumisión y el sonido de su violín, junto con la expresión de su rostro y el movimiento de su cuerpo, eran ardiles para seducirme.

 

No pude resistir la tentación. Me incorporé y le abracé cuando me dio la espalda.

 

—¡Te amo, Maurice! ¡Muero por hacerte el amor!

 

—Tienes mucho valor queriendo besarme con los mismos labios con que besas prostitutas—se quejó librándose de mi abrazo.

 

—¿Acaso voy a tener que purificarlos con fuego como el profeta Isaías?

 

—Ya me gustaría —dijo sonriendo con cierta malicia—, pero por ahora basta con que me esperes en el establo y mandes a preparar un carruaje, saldremos hacia París de inmediato.

 

Obedecí enseguida lleno de curiosidad y resignado a sufrir una larga espera antes de que Maurice me dejara volver a besarlo.

 

La sorpresa que me lleve cuando llegamos a nuestro destino y descubrí que este no era otro que la calle San Gabriel, fue inmensa. Él me explicó que había regresado a aquel lugar para agradecerle al doctor Charles por su ayuda y que el sitio había despertado su interés.

 

Era fácil entender  por qué Maurice se sintió atraído por aquella calle en los márgenes de Paris. Era un lugar en el que reinaba la miseria y sus habitantes podían ser considerados los últimos o los ignorados.

 

Después de saludar al huraño Doctor Charles, me guió hacia la Iglesia ubicada a un extremo de la calle. Por su arquitectura deduje que se trataba de una pequeña capilla rural que había sido abandonada cuando la ciudad se tragó alguna aldea, al ir extendiéndose como toda gran urbe.

 

El lugar estaba casi en ruinas y a Maurice se le había metido en la cabeza la idea de reconstruirlo. Ese día precisamente debía reunirse con los obreros que había contratado y revisar su trabajo. Lo que encontró no le satisfizo. Se quejó de la manera como habían reparado el techo.

 

Bastaba con no ser ciego para darle la razón, una viga de madera muy gruesa estaba apoyada sobre otra más delgada. Si ésta cedía, la mitad del techo podía venirse abajo. La decena de hombres responsables de  semejante chapuza insistían en que todo estaba bien.

 

Maurice perdió la paciencia y ordenó que rehicieran todo. Los tres líderes del grupo trataban de convencerlo de que habían hecho un buen trabajo. Yo permanecí como mudo testigo hasta empaparme lo suficiente de la situación y poder opinar.

 

Aquellos hombres me odiaron desde el primer momento en que les acusé de no saber nada sobre construcción.  Alguno se atrevió a responder por lo bajo que yo tampoco tenía idea y nos enfrascamos en una discusión muy elegante, de las que uno no espera llevar a cabo en semejante escenario y con tales contrincantes.

 

Resultó que sólo  eran idiotas cuando tenían que trabajar, a la hora de lanzar argumentos envenenados con un amable tono de voz, resultaban verdaderos maestros. Yo debía conservar la calma y demostrar mi destreza pues si dejaba ver mi irritación y no respondía con agudeza, perdía el duelo.

 

Los demás obreros nos rodearon y asentían riendo o negaban entre maldiciones a medida que nuestros argumentos iban y venían. Me entretuve tanto que no noté cuando Maurice se dirigió al presbiterio con los otros dos líderes.

 

De pronto escuchamos madera crujir, seguido de un gran estruendo y vimos que la enorme viga de madera se venía abajo sobre Maurice y los dos hombres. De inmediato gran parte del techo se desplomó y una espesa nube de polvo llenó la Iglesia.

 

 


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).