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Engendrando el Amanecer I por msan

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Notas del capitulo:

Listo. Ya tenemos la continuación. 

Todo había ocurrido en segundos. En un primer instante me quedé paralizado, luego grité y traté de correr hacia Maurice, pero una docena de brazos me empujaron hacia la puerta. Seguí forcejeando hasta que el polvo me asfixió y tuve que salir para respirar.


Volví a entrar cubriendo mi boca y nariz con mi pañuelo. Los demás me siguieron. Soltaban lamentaciones desesperadas, tan seguros como yo de que si encontrábamos a alguien con vida sería un milagro.

 

Al acercarnos, contemplamos estupefactos que la enorme viga se había desprendido de un solo lado, quedando fija al golpear el suelo, justo antes de tocar a Maurice y a los otros. Incluso los protegió de los escombros sirviéndoles de improvisado techo.

Aquello era asombroso y completamente providencial. Pero lo que nos sobrecogió a todos fue que Maurice se encontraba de pie, con su mano derecha extendida hacia la viga de madera y la otra sobre las cabezas de los dos hombres, quienes se habían arrodillado y abrazado a sus piernas.  Mi amigo, en lugar de protegerse a sí mismo o ser presa del pánico, trató de proteger a aquellos infelices.

Como si aquel gesto no fuera ya suficiente, el halo de luz que penetraba por el enorme agujero en el techo, junto con el polvo flotando, daba a la escena una atmósfera sobrenatural. Maurice parecía estar suspendido entre blancas nubes, iluminado como un ángel protector. Me quedé contemplando embelesado queriendo que aquella visión no desapareciera. Él tenía otros planes y apremió a todos a salir antes de que el techo terminara de derrumbarse.

Los dos hombres que habían pasado aquel trance con mi amigo abrazaron llorando a sus compañeros. Repetían sin cesar una sola palabra: "Milagro". Yo abracé a Maurice, él se mostró extrañado ante mis lágrimas y me guió hacia la salida.


Cuando todos estuvimos fuera, comenzó a fustigar a los obreros diciendo que ahora no podían negar  su mal trabajo. Los hombres seguían impactados, incluso los que habían sido meros espectadores como yo, temblaban.

 

Todos menos Maurice habíamos visto a la muerte.  Estábamos cubiertos de una gruesa capa de polvo  de los pies a la cabeza pero él no daba señales de notarlo. Hablaba con una naturalidad que me hizo pensar que estaba ante alguien excepcional.

 

La gente de San Gabriel nos rodeó. Pude reconocer algunos pilluelos, al doctor Charles y a nuestro cochero. Todos preguntaban qué había pasado, los obreros no hacían más que repetir que había ocurrido un milagro.

 

Ese fue el inicio del mito del Ángel de San Gabriel. Aquel evento fue narrado una y otra vez, de generación en generación, por la gente de aquella calle. Cada quien agregando y exagerando hasta casi elevar a Maurice a los altares. Al menos en aquel momento sirvió para que dejaran de verlo como un extraño y empezaran a respetarlo.

Mientras todo era un  caos de voces que nos abrumaba, volvimos a escuchar un estruendo en el interior de la Iglesia. Una nueva nube de polvo hizo que nos alejáramos corriendo de la entrada.  La viga de madera había terminado de desprenderse y con ella otra parte del techo.


Uno de los dos líderes se echó de rodillas ante Maurice.

—Gracias, Monsieur. Nos ha salvado.

 

—Yo no hice nada—respondió extrañado.


El otro hombre también se arrodilló ante él. Los dos contaron cómo les había protegido, dispuesto a aguantar el mortal golpe por ellos. Mi amigo desestimó el asunto y yo perdí por completo los estribos.

 

—¡No te rías! ¡Pudiste haber muerto! ¿Y para qué? Para construir una Iglesia que nadie necesita. ¡Nos vamos de inmediato!

Lo sujeté del brazo y di orden al cochero para que nos condujera de regreso al palacio, este enseguida corrió a tomar su lugar en el carruaje. Llevé a rastras a Maurice, que no paraba de preguntar por qué me había disgustado. Me deslicé y estuve a punto de caer al pisar alguna porquería, eso terminó con lo que quedaba de mi paciencia, me volví para gritarle con todas mis fuerzas.

—¡Esta gente no necesita una Iglesia sino una maldita cloaca!

Maurice iba a responderme molesto,  lo empujé dentro del carruaje y di la orden al cochero para que avanzara.  Nos gritamos el uno al otro sin parar durante el trayecto.

 

—¡No entiendo por qué te angustias si estoy bien!

 

—¡Y yo no entiendo cómo puedes estar tan tranquilo!

 

—Sabía que no me iba a pasar nada —afirmó mientras encogía los hombros y exhibía una sonrisa confiada—. Dios siempre me cuida. No tienes idea de cuántas veces me ha salvado. Una vez me perdí en la selva en el Paraguay y...

 

—¡Basta! ¡No quiero escuchar una palabra más! ¡Mientras más te escucho, más me convenzo de que no te importa cómo me sentí!

 

—No entiendo...

 

—¡Creí  que habías muerto aplastado!

 

—¡Ah! ¿Por qué  te gusta sufrir por cosas que no han ocurrido?

 

—Cállate por favor —exigí mientras contenía mis lágrimas y mi deseo de abofetearlo.


—Actúas igual que aquel día en el lago. Ya te dije que...

 

Lo miré furioso y entendió que no debía seguir hablando. Estuvimos en silencio por largo rato, hasta que pateó el suelo del carruaje en un gesto de disgusto y se sentó  a mi lado.


—¿Vassili no te parece tonto que estemos discutiendo en lugar de alegrarnos de que nadie salió herido?

 

—Mi corazón casi se detiene —dije intentando no llorar —. Si hubieras muerto... yo no sé...

 

—Lo siento. Temo que elegí los peores constructores de todo París —agregó sonriendo avergonzado.

 

—¡De eso no tengo duda! ¿De dónde los sacaste?

 

—Viven en esa calle. Se ofrecieron ellos mismos para el trabajo.

 

—¡Eres tan idiota algunas veces!

 

—No soy idiota —dijo muy serio—. Pero reconozco mi falta de experiencia.

 

—Eres un grandísimo idiota al que parece divertirle volverme loco —le acusé abrazándolo con todas mis fuerzas.

 

—Tú eres igual. Pasé una horrible noche imaginándote en ese prostíbulo —replicó cuando le liberé.

 

—¿Ya puedo besarte o debo esperar a que un querubín purifique mis labios con fuego? —susurré acercándome a su rostro.

 

—Oh, no te será tan fácil —dijo  con picardía al apartarme—. Tendrás que esperar a que yo olvide que te gusta besar prostitutas.

 

—No digas eso —lamenté con tono jocoso—. Tu memoria es muy buena.

 

—Puedo empezar a olvidarlo si me ayudas a reconstruir esa Iglesia.

 

—¡Ni hablar! —volví a irritarme al ver la trampa que me tendía—. No dejaré que vuelvas a ese horrible lugar...

 

—Voy a volver aunque no quieras —afirmó decidido—. Si me ayudas puedes asegurarte de que no contrate gente tan inepta.

 

—Nadie necesita esa Iglesia.

 

—Quiero hacer un hospicio junto a ella —confesó con expresión grave—. Quiero darles un lugar dónde vivir a los niños que me visitaron en el palacio. No puedo estar tranquilo sabiendo que están solos y duermen en la calle.

 

Me sentí conmovido por su generosidad y no pude evitar sonreír.

 

—Te ayudaré. Aunque no sé cómo.

 

—Por lo pronto, necesitamos un arquitecto y convencer a Joseph de darme más dinero...

 

—¡Vaya una tarea difícil! Joseph es muy tacaño.

 

—Ese dinero también es mío.

 

—Puedo anticipar una buena discusión.

 

—Espero que me ayudes a convencerlo

 

—Y yo espero tu piedad —declaré colocando mis manos en sus hombros para atraerlo y besarlo.


Fue un beso tímido, buscando tantear si me dejaría seguir o me rechazaría. Él correspondió acercándose más, reclamando más. De nuevo manifestaba que anhelaba mis labios tanto como yo los suyos.


Nos besamos una y otra vez. Maurice mostró su pasión y yo di rienda suelta a mi deseo. Grave error. Cuando intenté quitarle la casaca se alejó.

 

—No debo... no puedo...

 

—Está bien—respondí tratando de mantener el control—. Sólo hasta que lleguemos al palacio.

 

—No debo —susurró alejándose.

—Asumo toda la culpa —declaré y le sujeté para besarlo de nuevo.

 

Me rechazó débilmente en un primer momento, después se aferró a mí y seguimos besándonos y acariciándonos sin control.

 

El tiempo nos jugó la mala pasada de consumirse muy rápido y darnos el viaje más corto de nuestras vidas. Debimos esforzarnos para separarnos después de cruzar la verja de entrada y recorrer los jardines.

 

—La próxima vez iremos a París a caballo —sentenció Maurice antes de bajar del carruaje.

 

Lamenté verle otra vez sentirse culpable y aún más el tener que soportar una incómoda y larga cabalgata en un futuro, pero me felicité por el néctar de los dioses que había  robado hábilmente de los labios de Maurice.

 

Raffaele y Miguel se alarmaron al vernos llegar cubiertos de polvo. Los tranquilicé diciendo que se debía a una visita a las ruinas de una Iglesia en París. Luego fuimos a asearnos y cambiarnos de ropa.

 

Al volver a  reunirnos para comer, Raffaele exigió saber la verdad sobre nuestra aventura. El discreto cochero había contado a Asmun sobre el accidente y este no dudó en compartir la historia con su señor.

 

De nuevo salieron a relucir sus temperamentos. Yo ya tenía bien aprendido que los Alençon eran propensos a llevar todo a los extremos. Miguel amenazó a Maurice con encerrarlo si trataba de volver a un lugar tan peligroso. Raffaele me acusó de traidor por acompañar y apoyar a su primo. Maurice juro que se iría a vivir en esa calle si ellos continuaban pretendiendo controlar su vida.

 

Yo traté de probar mi cena en silencio. Degusté una copa de delicioso vino y pedí que la llenaran de nuevo. El sirviente dudó; le exigí con un gesto que obedeciera. Miró a Maurice, quien estaba concentrado en su guerra dialéctica con sus primos, y llenó mi copa de nuevo. La vacié de un trago.

 

Pedí que la llenara por tercera vez y, antes de que pudiera inclinar la botella, Maurice se la arrebató de las manos.

 

—Di instrucciones muy claras al respecto —sentenció fulminando con la mirada al pobre hombre, quien se disculpó repetidas veces.

 

—Cuando escucho gritar a un trío de necios me da sed —murmuré haciéndome el ofendido—. No sé qué ganan con estas discusiones, además de arruinar la cena.

 

Al fin se quedaron los tres en silencio. Volvieron a sentarse, pues en medio de su acalorado intercambio se habían puesto de pie, dispuestos a pasar de las palabras a los puñetazos.

 

—Si Maurice no fuera tan irracional no discutiríamos tanto —rezongó Miguel murmurando entre dientes.

 

—Como si amenazar con encerrarlo fuera algo racional —repliqué haciendo que Miguel frunciera los labios molesto y Maurice sonriera.

 

—Tú te pones de parte de Maurice para que te perdone ciertas travesuras nocturnas —siseó Raffaele vengando el honor de su amado.

 

Le dediqué una mirada asesina y una sonrisa cariñosa.

 

—Lo único que él quiere es construir un hospicio para los numerosos huérfanos que viven en la periferia de la ciudad —dije con mi tono más sereno—. Todos los niños que vimos el otro día carecen de padres y techo, creo que es muy loable intentar ayudarlos.

 

Pude ver que los ojos de Miguel se tornaban vidriosos. Sabía que sería fácil ganar su apoyo porque ya era padre. Pero Raffaele también se conmovió muy rápido. El resto de la conversación fue un tranquilo ir y venir opiniones  sobre lo que podía hacerse a favor de aquellos pequeños.

 

Descubrí que la generosidad también era una característica propia de los Alençon. La cena terminó siendo un feliz momento para todos. Esa noche dormí en el palacio, demasiado agotado como para buscar compañía y muy satisfecho porque Maurice estaba contento.

 

Después que amaneció, se presentó en mi habitación dispuesto a arrancarme de la cama para que le acompañara a París. Lo abracé y lo atraje para meterlo a la fuerza en mi lecho.

 

—Podemos ir a París después y pasar ahora un tiempo juntos —le propuse seductor.

 

—Renard y Aigle están esperando en la puerta para entrar a retirar las trampas. Y tu boca apesta. Date prisa, te espero abajo.

 

Odié su sinceridad y a sus inoportunos pupilos. También odié cabalgar hasta París y soportar las burlas del doctor Charles por mi poca compostura del día anterior.

 

Los obreros estaban dispuestos a terminar el techo sin cobrar más dinero. No confiábamos en sus habilidades, por lo que les sugerimos que se concentraran en retirar los escombros.

 

Después visitamos a un famoso arquitecto, quien seguramente pensó que queríamos otra Notredame por la escandalosa suma que intentó cobrar por sus servicios. Lo descartamos de inmediato.

 

Al sentir hambre nos dirigimos a la Taberna Corinto para almorzar. Etienne llegó al poco rato y se nos unió. Cuando le contamos lo que hacíamos nos presentó a un amigo suyo, un joven albañil llamado Simon.

 

Visitamos con Etienne y Simon la Iglesia de San Gabriel. Tratamos de hacer cálculos sobre la cantidad de material que sería necesario para estar al tanto de lo que costaría. También discutimos sobre  a quién convendría contratar. Nos advirtieron que pocos arquitectos aceptarían trabajar en aquel lugar.

 

Regresamos al palacio agotados. Aquella noche también lo único que deseé fue dormir. Pensé levantarme tarde porque Maurice iba a visitar al Rabino al día siguiente, y yo me había negado  rotundamente a acompañarlo. Sin embargo, apenas la claridad de la mañana me despertó, salté de la cama, tomé papel y pluma, y comencé a hacer notas sobre todo lo que Simon nos había informado.

 

Raffaele fue a visitarme y se sorprendió al verme trabajando. Quería que le acompañara a la Habitación de Cristal con Miguel. Por más tentadora que sonaba la  invitación, la rechacé. Acababa de enviar a Asmun a pedir una cita para pasar la tarde con Sora y no me convenía agotar mis energías.

 

—¡Ah, que ofensa!—exclamó fingiendo dolor—. Prefieres un puto que mi compañía y la de Miguel.

 

—Le debo a Sora una disculpa, no me porté bien con él en mi última visita, y quiero hablar con Xiao Meng.

 

—¡No me digas que ahora te interesa experimentar con el eunuco!

 

—¡Idiota!

 

—Haz lo que quieras, pero yo en tu lugar no volvería al Palacio de los Placeres nunca más. Maurice está enamorado de ti sin duda y sus celos pueden hacer que no te perdone una segunda vez.

 

—Es curioso que me aconsejes eso después de venir a invitarme a dormir contigo y con tu amante.

 

—En mi caso es un mal necesario. Si quiero que Miguel se sienta más seguro, tengo que suplicar tu ayuda. Y no voy a negar que disfruto de tu talento en la cama. Creo que casi superas a Sora

 

—Prometo acompañarte otro día —dije sintiéndome muy halagado—. Hoy ya he hecho la cita.

 

—Miguel y yo esperaremos ansiosos —contestó acariciando mis labios con un beso lascivo que estuvo cerca de hacer que olvidara todos mis planes.

 

Eché a Raffaele de mi habitación para terminar mi trabajo. Él se marchó  asegurando que pasaría un día memorable con Miguel.

 

Asmun me entregó la caja con la  confirmación esperada después del almuerzo y partí de inmediato al Palacio de los Placeres.

 

—Es extraño que pidas una cita para esta hora —dijo Sora tratando de esconder su inquietud—. Además, habías reservado los sábados...

 

—Ya no puedo quedarme por la noche o fijar un día.

 

—¿Es por ese hombre? ¿Acaso ya te corresponde?

 

—Mi precioso Sora, no quiero hacerte llorar así que no hablemos de él.  Hoy solo quiero hacerte el amor.

 

Le besé en la frente y lo levanté en mis brazos. Lo llevé hasta la cama para recostarlo. Le abrí el kimono, besé su vientre, su pecho y finalmente su boca. Me abrazó y se entregó por completo  a través de besos encadenados con jadeos, que fueron ganando intensidad a cada instante.

 

Terminamos de desnudarnos sin poder hablar, ansiosos por el placer que sabíamos darnos el uno al otro. Sora estaba retraído, yo quería ser delicado. Fue un encuentro diferente a tantos otros en los que dominaba la lujuria. Los dos necesitábamos decir palabras que nos daba miedo pronunciar, por lo que dejamos que nuestros cuerpos hablaran primero.

 

Cuando llegó al orgasmo, se abrazó a mí y lloró. Sentí su tristeza, intenté salir de él aunque todavía no estaba satisfecho. Me aferró con más fuerza.

 

—Te lo ruego Vassili, no me dejes —suplicó entre lágrimas.

 

—Es inevitable, lo sabes…

 

Me besó para callarme. Rodeó mi cadera con sus piernas instándome a continuar haciéndole el amor. Me dejé llevar y  arremetí con todas mis fuerzas contra su cuerpo, moviéndome para provocar la gloriosa fricción. Logré el orgasmo muy pronto y me recosté a su lado.

 

—Vassili, por favor, llévam...

 

No lo dejé continuar aquella frase nefasta. Lo besé una y otra vez hasta que él correspondió. Los dos simulamos estar bajo el imperio del deseo para no seguir una conversación que terminaría nuestra extraña relación.

 

Era la primera vez que Sora se atrevía a pedirme que lo sacara del Palacio de los Placeres. Pero yo ya había adivinado en sus ojos que ese era su mayor anhelo y siempre había temido escucharle suplicarlo. Prefería ser hipócrita y decirme a mí mismo que nunca se me había ocurrido que aquel hermoso joven merecía ser liberado de su prisión.

 

Estoy seguro de que él comprendió que mi respuesta iba a ser un no. Que yo no tenía la menor intención de hacer de él un ser humano. Que me gustaba poseerlo a cambio de dinero, sin compromisos ni remordimientos. Por eso nunca más intentó suplicar que le liberara.

 

Debió aprender la lección, debió darse cuenta del hombre miserable que yo era y dejar de amarme decepcionado.  Pero no, el amor que Sora sentía por mí nunca menguó. Todo lo contrario, siguió creciendo hasta volverse algo temible.

 

Yo lo intuí y decidí hacerme el ciego, además de sordo. Le di la espalda, tal como hice esa tarde, y lo dejé yaciendo en la cama, aferrado al recuerdo y a la esperanza de otro encuentro.

 

Salí de la habitación y busqué a Xiao Meng. Lo encontré en la glorieta del jardín, tomando el té.

 

—¿Va a ser una costumbre venir por las tardes?—preguntó ofreciéndome una taza de su horrible bebida.

 

—Temo que mis visitas van a ser cada vez más escasas  e intempestivas —respondí sentándome frente a él.

 

—Sora va a sufrir —pronunció esas palabras mirándome a los ojos, como quien hace una acusación.

 

—¡Estoy tratando de que no sufra! Debería dejar de venir pero…

 

—Él sueña con que usted llegará a amarlo algún día y le llevará lejos de aquí. Es un idiota. Le he dicho que alguien como usted nunca verá en él otra cosa que un juguete costoso.

 

No pude rebatir sus palabras cargadas de veneno. Cualquier cosa que dijera iba a confirmarlas. Bebí el té saboreando hiel y me tomé unos segundos para serenarme. Xiao Meng no dejó de mirarme con desprecio.

 

—Hoy he venido también porque me interesaba hablar contigo.

 

—No estoy disponible —soltó con tono displicente.

 

—¡Lo último que quiero es follar a un eunuco! —grité indignado, poniéndome de pie y dando un golpe a la mesa— ¡Te aseguro que jamás llegará el día en que una atrocidad como tú me atraiga!  

 

Nos quedamos mirando por unos minutos. Los dos habíamos atacado el punto más vulnerable del otro. Era momento de pasar a los golpes o disculparnos mutuamente. Y le correspondía a Xiao Meng lanzar la siguiente carta. Sonrió con malicia, casi felicitándome por haberle puesto en su lugar.

 

—¿Qué quiere?

 

—Necesito contratar a un arquitecto confiable y quería preguntar por el que hizo la reconstrucción de este palacio.

 

—Contraté a un arquitecto joven, deseoso de abrirse camino. También era muy receptivo y discreto. Aunque debo decir que fue mi habilidad para administrar el dinero, y no dejar que nada se desperdiciara,  lo que consiguió llevar a cabo el proyecto.  Con gusto le daré su nombre y dirección. Le recomiendo que no le diga que me conoce, no querrá que se corra la voz de que alguien tan respetable como usted viene a este lugar.


—Te lo agradezco, Xiao Meng. Veo que se puede contar contigo para cosas tan simples como esta.

 

—Su insistencia en tutearme es ofensiva.

 

—Yo, en cambio, apruebo que me trates con la deferencia que merezco.

 

De nuevo nos miramos desafiantes. Al cabo de unos segundos los dos sonreímos. Xiao Meng volvió a llenar nuestras tazas con el desabrido té.

 

—¿Que ha sido del niño? —dije buscando otro tema de conversación.

 

—Odette lo mantiene aquí a escondidas. Ahora la ayuda en sus quehaceres y también cuida de los caballos.

—¿Su herida ha sanado bien?

 

—Sí. El Dr. Charles ha hecho un buen trabajo. Pero era tan profunda que no se ha salvado de una cicatriz. El niño está contento porque no tendrá que dormir con los clientes. Es muy listo.

 

—Es un alivio que, en medio de su desgracia, este chico tenga algo de qué alegrarse.

 

—Así es. Al menos hasta que el marqués se entere y vuelva a echarlo a la cloaca.

 

—Espero que eso no llegue a pasar.

 

Madame Odette se presentó en ese momento acompañada del pequeño Gastón. Quería que me agradeciera por haberle ayudado. Él murmuró con timidez unas palabras amables y yo respondí con una sonrisa.

 

—Vengo de llevarlo al Doctor —comentó la mujer algo quejumbrosa—. El malo de Xiao ya no quiere encargarse de eso.

 

—Ya te lo compensaré de alguna forma, mi querida Odette. No tienes que mencionar el asunto ante Monsieur Vassili.

 

—Espero que Monsieur Vassili te regañe y la próxima vez hagas tú ese incómodo viaje. Vamos, Gastón, tenemos que esconderte antes de que alguien más te vea.

 

La vimos alejarse seguida del niño, quien brincaba de piedra en piedra como lo haría cualquier infante de su edad. Me fijé en que de nuevo el rostro de Xiao Meng ganaba algo de humanidad cuando ella estaba presente.

 

—Es extraño verte negarle algo a Madame Odette.

 

—Ella debe vencer su miedo a salir de este palacio. Además, es una molestia visitar al doctor Charles porque su hijo parece tener una fascinación por los extranjeros. Carece de buenos modales y no deja de incordiarme con preguntas sobre mi tierra.

 

—No sabía que el doctor tenía un hijo...

 

—Es un joven pelirrojo de ojos extraños. El doctor le riñe todo el tiempo.

 

El mundo se puso de cabeza. Mi sangre se sintió como agua helada que corría veloz destrozándome por dentro. Era eso lo que me había estado incomodando desde hacía días, aquel mal presentimiento, aquella incomodidad sin aparente razón: ¡La calle San Gabriel! ¡Yo mismo había propiciado un desafortunado encuentro!

 

—¡¿Monsieur que le ocurre?! —preguntó alarmado al verme a punto de desmayarme.

 

—¡Xiao Meng ese hombre es Maurice!

 

—Sí, así se llama.

 

—¡No es hijo del doctor, es el primo de Raffaele!

 

—¿El primo de Monsieur Raffaele…? ¿El hombre que usted ama y Sora odia?

 

—Así es… ¡No le hables de él a Sora! ¡Bajo ninguna circunstancia ellos deben conocerse!

 

—¡Vaya, parece que los dioses están por castigarlo, Monsieur! —exclamó sonriendo con malicia el muy cretino—. Seguramente ese joven tan extraño y que, si me permite decir, parece bastante ingenuo, no va a ver con buenos ojos su promiscua intimidad con Sora. Dígame, ¿ya le corresponde? Sora me comentó que no le hacía caso. Al menos en eso demuestra inteligencia.

 

Tuve que soportar sus burlas malsanas mientras sentía las entrañas revueltas. Cuando me recuperé lo amenacé con lanzarlo de cabeza al Sena si le mencionaba algo a Sora al respecto, o si se atrevía a insinuar algo a Maurice de encontrárselo de nuevo. Él prometió ser discreto, como siempre.

 

Nos despedimos después que me entregó un papel con el nombre y la dirección del arquitecto que le pedí. Mientras iba en el carruaje tuve que reprimirme para no terminar suplicando al cielo que Maurice y Sora jamás se encontraran, por el bien de los dos. No quería causarles más sufrimientos.

 

Por supuesto que también me interesaba por mi propio bien. No tenía idea de cómo reaccionaría cada uno. Temía sobre todo a la mirada asesina que aparecía en los hermosos ojos de Sora cada vez que la existencia del hombre que yo amaba salía a la luz.  

 


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