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Engendrando el Amanecer I por msan

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Notas del capitulo:

Hola. Les traigo una nueva actualización. Me gustaría saber qué piensan de la novela. Por favor, no olviden comentar. 

 

Pude estudiar detenidamente al Duque. Vestía un elegante traje blanco, negro y dorado. En el largo cabello oscuro, que llevaba atado, se veían algunos hilos de plata. Por un momento mostró un gesto inconfundible de agotamiento. Se quitó la espada y las pistolas que llevaba encima y las dejó a un lado del escritorio antes de sentarse.

—Quise venir antes pero debía atender asuntos urgentes —dijo mientras buscaba estar cómodo en su silla—. Cuando recibí las cartas de Raffaele y de Maurice quedé muy consternado. Era la primera vez que escuchaba acerca de semejante castigo.

—¿Está diciendo que no tuvo nada que ver? —soltó Miguel alterado.

Su tío lo observó de una manera enigmática, luego cerró los ojos, juntó las manos, mientras mantenía los codos apoyados en los brazos de su silla, y aspiró profundamente. El gesto me pareció el de un hombre cansado preparándose para otra batalla.

—Temo que soy el principal culpable de tu tortura, aún cuando nunca lo supe ni apoyé a tu madre —declaró.

—¡¿Qué dices, padre?! —gritó Raffaele saltando de su silla—. Me aseguraste que no tenías que ver en eso.

Miguel también se puso de pie. Ya no temblaba de miedo sino de ira. Maurice aferraba los brazos de su silla mirándolos preocupado. Tuve la impresión de que él ya había anticipado esta conversación y la reacción en sus primos.

—Raffaele, —empezó a hablar el Duque imponiendo silencio y fijando la mirada en su hijo— después que confesaste tu amor por Miguel y te prohibí continuar la relación, me desafiaste  marchándote  sin decir a dónde. Yo no sabía qué hacer; opté por escribir a Pauline y contarle todo. Le sugerí que obligara a Miguel a contraer matrimonio cuanto antes y prometí que yo haría lo mismo contigo. Nunca le pedí  que hiciera daño a su propio hijo, lo juro por todo lo que considero sagrado. Por desgracia, igual soy culpable. Debí imaginar que ella actuaría de esa forma, la conozco desde niño y padecí su horrible personalidad durante muchos años. Así que debo pedirte perdón, Miguel —inclinó la cabeza ante su sobrino—. Si yo no le hubiera informado a tu madre, ella nunca te habría torturado como lo hizo.

—¿Quiere que le perdone? —Miguel golpeó  el escritorio con las palmas abiertas quedando frente a frente con su tío—. ¿Tiene idea de lo que me hizo mi propia madre por su culpa?

—No —respondió con tristeza—. Aunque Raffaele y Maurice me lo han descrito, no puedo imaginar lo que has sufrido.

Su sobrino se quitó los guantes y expuso sus manos ante él. Las cicatrices de cortaduras y quemaduras  seguían siendo igual de espantosas.

—No es posible —exclamó  horrorizado levantándose para tomar entre sus manos las de Miguel, como si no le bastara con verlas para convencerse—. ¿Cómo pudo hacerte algo así?

—¡No finja que lo lamenta! —gritó Miguel apartando sus manos con violencia—. ¡Sé que me odia por haber seducido a su hijo!

En un arrebato se apoderó de la espada y la dirigió contra su tío. Él lo contempló sin perder la calma. Volvió a sentarse y exclamó lanzando un suspiro:

—Jamás pensé tal cosa. Conozco a Raffaele muy bien, estoy seguro de que fue él quien te sedujo —Miguel se sonrojó y su amante no pudo reprimir una sonrisa culpable—. Lo único que quería era que los dos entendieran su situación. Ambos son herederos de un ducado y tienen obligaciones. Lamentablemente, hice que todo empeorara.

Se levantó de nuevo con una expresión resuelta. Rodeó el escritorio y fue a colocarse ante Miguel. Sujetó la punta de la espada y la dirigió hasta su pecho.

—Reconozco que he sido el causante de todo tu dolor, aceptaré cualquier reparación o castigo que exijas.

Sin pensarlo me levanté para detener a Miguel. Raffaele también iba a intervenir. Maurice se llevó las manos a los oídos, aquello era más de lo que podía soportar. Miguel soltó la espada, cubrió su rostro y comenzó a llorar con amargura.

—¡Lo único que quiero  es estar con Raffaele! —dijo al fin encarando a su tío—. Lo amo más que a mi propia vida, ¿Es eso un pecado?

Raffaele se apresuró a abrazarlo y estuvo consolandolo por unos momentos. Luego se dirigió al Duque conteniendo su propio llanto.

—Padre, te lo ruego, no puedo dejarlo. Nos amamos y un año es tan poco…

—Sabes que es imposible —respondió mortificado.

—Deja que seamos amantes en secreto. Me casaré como quieres y…

—Raffaele, sería un sacrilegio…

—¡Si no das tu consentimiento, me marcharé con él! —aseguró decidido. Miguel levantó la cabeza para verle. Él le sonrió y continuó con aplomo—. Te dejaré, padre. Huiremos a dónde no puedas alcanzarnos. Sabes que soy capaz de todo.

—Miguel tiene un hijo y una esposa… —replicó preocupado.

—¡Los dejaré! —se apresuró a decir Miguel—. Abandonaré todo por Raffaele.

—¡Los hijos nunca se abandonan! —gritó el Duque golpeando el escritorio,  mostrando que también tenía fuego en las venas, como todos los Alençon—. Una vez que los traes al mundo, cargas con ellos hasta tu muerte. ¡No te atrevas a decir algo así de nuevo!

Miguel y Raffaele lo miraron desesperados. Tenía una expresión temible. Maurice se levantó y le tendió la mano.

—Tío, por favor… —suplicó.

Como si hubiera sido invocada la calma sobre las aguas tormentosas, el rostro del Duque perdió fiereza. Sujetó la mano de su sobrino y lo atrajo hacia él para secarle las lágrimas que habían escapado al verlos discutir.

—Tranquilo, Maurice. No llores, por favor.

Luego posó su mirada en su hijo, que abrazaba a Miguel como si su vida dependiera de ello. Lanzó un suspiro y sonrió derrotado.

—Haré lo que me has pedido, Maurice.

—¡Gracias, tío! —sonrió con todo su encanto y, por primera vez desde que llegó, vi la tristeza abandonar por completo el rostro de Philippe.

—Raffaele —dijo dando un paso hacia su hijo—, dejaré que sean amantes.

—¿Hablas en serio?

—¿Te parece que soy capaz de bromear con algo así? Nunca antes me habías desafiado como lo has hecho por Miguel, y él ha sufrido mucho por mi culpa. Maurice ha estado luchando por convencerme durante estos días de que sólo serán felices si los dejo estar juntos. He terminado de convencerme de eso. Espero que Dios me perdone si hago mal, pero voy a ayudarles a ser amantes en secreto.

—¿Maurice, por eso fuiste a verle? —preguntó Raffaele sorprendido.

—Escribió pidiendo encontrarse conmigo antes de que yo llegara al palacio —explicó el Duque,  ya que su sobrino se limitó a bajar la  cabeza avergonzado—. Ha librado una buena batalla por ustedes.

—¡Gracias, mi pequeño salvaje!

Raffaele y Miguel estaban conmovidos. No era para menos, su primo había preparado todo con semanas de anticipación y, a pesar de la pelea que tuvieron, los había intentado ayudar hasta el final.

—Hice lo que tenía que hacer —respondió Maurice abochornado.

—Pero, Raffaele, debes casarte —continuò el Duque—. Eso es inevitable. Debemos complacer la última voluntad de tu madre.  Y tú, Miguel, jamás debes pensar en abandonar a tu familia.

—¿Así tendremos tu consentimientos para amarnos hasta el fin de los tiempos?

—Digamos que me haré el ciego y el sordo.

—Oh, no, padre mío. Abre bien los ojos y mírame ser el hombre más feliz que ha pisado la tierra.

Tomó el rostro de su amado entre las manos y le besó mezclando la pasión con la ternura. Los dos se abrazaron felices, sin poder contener las lágrimas y las risas.

—¿Ya estás contento, Maurice? —preguntó Philippe sonriendo con cariño.

—Sí, gracias, muchas gracias.

—Hay otra cosa de la que quiero hablarte, pero será mañana. Ahora quiero comer y dormir. Ha sido una ardua jornada.

Después de despedirse, salió del despacho y los cuatro celebramos el milagro, porque no podía calificarse de otra forma semejante  desenlace. Pregunté aparte a Miguel si creía en las palabras de su tío, asintió convencido. Yo compartía la misma opinión. Aquel hombre inspiraba toda mi confianza.

Volvimos a verlo durante la cena. Maurice  quiso saber sobre qué quería hablarle.  Él pidió que esperara un poco más.

—Sé que no te gusta postergar las cosas, pero hoy estoy cansado.

Su sobrino se resignó. Debió hacer uso de toda su paciencia pues el Duque se marchó a Versalles por la mañana con Raffaele. El rostro preocupado que mostraron al volver, días después, hizo que temiera que sus asuntos en La Corte tuvieran que ver con la amenaza del Luis XV de desterrar a Maurice. Mi inquietud fue confirmada cuando pidieron hablar con él a solas en el despacho.

No había manera de que yo pudiera colarme en la conversación. La curiosidad me consumía. Traté de entretenerme escribiendo en los cuadernos de apuntes mis impresiones sobre el enigmático Philippe de Alençon. Miguel se presentó en mi habitación con una botella, dos copas y una sonrisa triunfante.

—¡Vamos a celebrar, Vassili! —exclamó a toda voz.

—¿Tú reconciliación con tu tío?

—No, eso ya lo celebramos. Ahora hay que celebrar que tu gran deseo va a cumplirse.

—Tengo muchos deseos y todos son bastantes grandes —dije levantándome para tomar la copa—. Tendrás que ser más específico.

—¡Hoy Maurice sabrá que ya no es Jesuita!

Tuve que sostenerme de mi escritorio  para no caer de rodillas. La sorpresa me dominó por completo. Aquello no lo esperaba ni lo entendía.

—Nuestro tío ha conseguido que sus votos sean anulados. Raffaele me lo ha dicho hace poco.

—¡No es posible!

—No seas incrédulo sino creyente, mi querido Vassili.

—Eso significa…

—¡Que te llevarás a la cama a mi querido primo muy pronto! No sé si lo voy a soportar. Maurice es mi niño salvaje, ¿sabes?

—No me refiero a eso, ¿no lo ves? Maurice va a sufrir. Otra vez va a sentir que destruyen su mundo.

—Eso será al principio, luego aceptará que es imposible que sea jesuita con su mala salud y el estado en el que se encuentra la Compañía.

Recordé cómo había desesperado anteriormente, cuando el Padre Ricci atrasó su reingreso a la Compañía. Salí corriendo de la habitación y bajé las escaleras. Miguel dejó la botella y las copas para seguirme

—¿Qué pasa? —dijo al reunirse conmigo ante la puerta del despacho

—Estoy seguro de que va a estallar una tormenta.

Esperamos unos minutos y entonces escuchamos el grito de Maurice acusando a su tío de ser un traidor. Supuse que la noticia le estaba haciendo el mismo daño que una espada cercenando sus brazos y sus piernas.

Abrió la puerta. Sus ojos dorados despedían fuego.

—¡¿Lo sabían?! —gritó furioso haciéndonos saltar—. ¿Lo sabías? —me preguntó directamente, como si aquello fuera lo peor que yo podría haberle hecho. Lo negué de inmediato.

—No te enojes con ellos, no sabían nada —lo regañó Raffaele acercándose con su padre.

Maurice no se volvió para mirarlos, apresuró el paso para atravesar el salón oval y salir al jardín.

—Temo que ahora me odia —se lamentó el Duque muy mortificado.

—Lo has hecho para salvarlo, padre. Pronto lo entenderá.

—No —dije—, no va a entender nada. Ese es el problema.

Salí corriendo tras él. Imaginé cómo se sentía: Sin futuro, sin elección, como una hoja a merced del viento y en la más completa oscuridad. Tenía que ayudarlo como fuera.

Lo vi atravesar los cepos hacia el bosque donde se había reunido con los pilluelos. Fue difícil alcanzarlo, de no haberse detenido en un claro, incapaz de decidir qué hacer, no lo habría logrado.

—Seguramente estarás feliz— me recriminó cuando quise hablarle.

—No lo voy a negar, he deseado por mucho tiempo que dejaras de ser jesuita. Pero no quería que fuera de esta forma, hubiera preferido que tú mismo lo decidieras.

—Ya lo ves, así ha sido siempre mi vida —sonrió con amargura—. Me han hecho ir de un lado para otro como si fuera un mueble. Convertirme en Jesuita fue lo único que elegí por mí mismo y hasta los Borbones se han puesto en contra.

—Lo lamento, Maurice.

—Los años más felices que he vivido son los que pasé en la Compañía... Con los padres todo tenía sentido.

—Volverás a ser feliz, te lo aseguro.

—¿Cómo? ¿Dónde? Mira a mis primos… ¡Han sufrido tanto! ¿Qué crees que nos espera a nosotros? No quiero terminar casado para aumentar la fortuna de la familia… ¡Quiero ser libre!

—¡Y lo serás! —dijo el Duque tras nosotros—. Te aseguro que serás libre y feliz, Maurice. Ya no entre los Jesuitas, pero puedes ingresar a otra orden o elegir cualquier otro camino.

—¡No quiero volver a verte jamás! —gritó dejando a su tío lívido, como si en lugar de palabras estuviera escupiendo balas que impactaron directo a su corazón—. ¡Dijiste que podía volver a la Compañía!

—Sabes que todo impide que permanezcas en ella, incluso tu salud. Por eso decidí anular tus votos...

—Has decidido todo en mi vida sin tener derecho. Ahora has llegado incluso a traicionarme. ¡Te odio!

Se marchó internándose en el bosque. Le seguí. Dirigí una última mirada al Duque, que se quedó petrificado, con una expresión de dolor capaz de hacer sentir compasión a cualquiera.

A cualquiera menos al demonio al que yo trataba de alcanzar. Corrí y le sujeté de un brazo cuando temí que terminaríamos alejándonos más de lo conveniente. Quiso liberarse y lo aferré con ambas manos para obligarlo a girarse y mirarme.

—¡Trata de entender! —le grité—. ¡Lo hizo por tu bien!

—¡Lo único que entiendo es que todos se creen con derecho a jugar con mi vida! Mi tío, mi madre, mi padre... ¡Todos me han tratado como si fuera un objeto y no una persona! ¡Pero lo soy capaz de pensar y sentir! ¡Quiero decidir yo mismo el rumbo de mi vida!

—Lo sé…

—¡Me marcharé a Roma! —declaró desafiante— ¡No me importa lo que mi tío, el Rey, el Papa o tú mismo tengan que decir al respecto!

—Los Jesuitas no van  recibirte, por tu propio bien. Y si lo hacen, se exponen a un escándalo que no están en condiciones de soportar. Además, tú tío quedará en una posición muy delicada ante Su Majestad. El Rey pensará que le ha mentido al decirle que ya no eres miembro de la Compañía.

—¿Cómo es posible que todo se haya vuelto en mi contra? —dijo desolado.

—Puede que sea voluntad de Dios que dejes la Compañía —me atreví a sugerir buscando animarlo.

—¿Qué dices?

—Piensa como jesuita —repliqué, odiando cada palabra—. ¿No ves que el camino está cerrado? ¿Qué otra conclusión puedes  sacar?

—¿Entonces crees que Dios me ha abandonado?

Otra vez me encontré ante la posibilidad de empujar Maurice lejos de la fe. Sin embargo, lo conocía lo suficiente como para saber que, igual que es inconcebible el día sin el sol, era imposible para él sobrevivir sin creer.

—Dios te está dando otra misión aquí —afirmé tratando de mostrar más seguridad de la que sentía—. Tu familia te necesita más que los guaraníes. Gracias a ti Miguel y Raffaele consiguieron reconciliarse y ahora tienen el apoyo de tu tío. Eso sin mencionar lo mucho que me has ayudado a mí,  a la gente en la calle San Gabriel y...

—¡Pero quiero ser Jesuita!

—¡Ya no puedes serlo! Deja de huir, Maurice. Es aquí donde debes estar, y no en el Vaticano o en el Paraguay. Aunque reconozco que también habría puesto el océano de por medio si tuviera una familia como la tuya.

—No me hice jesuita para huir de mi familia —replicó ofendido—, lo hice porque Dios me llamó a serlo.

—Tú mismo has dicho que todo era más fácil cuando estabas en la Compañía. Y es lógico que fuera así: lo que Ignacio de Loyola no dejó regulado en sus constituciones, era determinado por tus superiores, no tenías que decidir nada. Cada día sabías lo que iba a pasar y, como todos los miembros estaban obligado a guardar la caridad fraterna, no tenías muchos conflictos con tus compañeros. Escogiste la vida más fácil para alguien como tú.

—¡No es cierto!

—A mí no me engañas. Te aburre tener una vida ordinaria, lo he visto claramente. Te gusta ser diferente a todos. Convertirte en un misionero que se sacrificaba entre salvajes de tierras lejanas, fue una manera de complacerte a ti mismo.

—¡¿Cómo te atreves a decir eso?¡

—Los Guaraníes no eran tu familia, aunque les vieras sufrir y los compadecieras, siempre fueron ajenos a ti.  Aquí te enfrentas a tu propia carne y sangre. El sufrimiento de tus primos te desgarra. ¡Por eso quieres huir!

—¡Cállate!

—¡No lo haré! Dijiste que sabía leer el alma, pues ahora estoy leyendo la tuya. Quieres volver con los jesuitas para huir de todo el horror que esconde tu familia, y del miedo a dejarte llevar por lo que sientes por mí.

—¿Ahora sales con eso? —se alejó molesto.

—Sí, porque sé bien que temes terminar herido si me correspondes. También sé que piensas que amarme es poca cosa comparada con ser parte de la epopeya que vive la Compañía de Jesús, enfrentando a los poderosos de este mundo. ¡Prefieres  el martirio a quedarte a mi lado y ser un simple mortal!  

Por un momento vi sus murallas tambalearse. Su expresión, sus ojos, la manera como se estremeció... todo indicó que mis palabras lo habían desnudado. Mas, él era un Alençon y, por tanto, un orgulloso guerrero. Se irguió y me lanzó un último ataque lleno de desprecio.

—¡Está claro que en lo único que piensas es en llevarme a la cama! Te juro que jamás me convertiré en un imbécil más con el que te revuelcas bajo las sábanas.

—Te amo —respondí con tristeza, después de paladear la amargura de sus palabras—. Contigo no se trata de buscar placer o regodearme en poseerte. ¡Quiero estar contigo! ¿Tienes idea de lo que me haces sufrir? ¿Qué crees que siento al ver que quieres marcharte ahora, cuando al fin eres libre de tus votos y podemos estar juntos? ¡Me estás destrozando, Maurice!

—¡Eres un hombre vano y egoísta que sólo busca satisfacer su lujuria conmigo!

Mi dolor se convirtió en ira. Recorrí la distancia que nos separaba en dos pasos y atenacé sus brazos.

—¡¿Eso es lo que piensas de mí?!

—¡Eso es lo que has demostrado ser!

Quise golpearlo, marcharme y no volver a verlo, llorar, suplicar, besarlo hasta olvidar que había pronunciado esas palabras, gritarle que era un maldito y volver a jurarle que lo amaba… todo al mismo tiempo. Me contuve. Lo liberé y le di la espalda.

—Piensa de mí lo que quieras, pero es injusto que te rebeles contra tu tío cuando lo único que ha hecho es salvarte del destierro.

—¡Yo no le pedí que lo hiciera!

—¡Eres un idiota que ignora el peligro en el que ha estado todo este tiempo! —le acusé dándome vuelta y esgrimiendo mi dedo índice en su contra—. ¿Tienes idea de lo mucho que se ha esforzado Raffaele y su padre para protegerte y defenderte ante Su Majestad?

—¡Maldigo a Luis XV y a todos los reyes que se creen dueños de nuestras vidas!

—¡Hablas como un niño! —grité acercándome con intención de abofetearlo—. ¡El mundo es como es y si no lo aceptas vas a volverte loco! —vi en sus ojos tal angustia, que mi furia se disipó y dejó paso a todo lo que realmente sentía por él—. No soporto verte desesperar de esta forma… —reconocí derrotado y lo abracé.  

—Vassili… te lo ruego, haz que el mundo deje de girar desquiciado —sollozó aferrándose a mí—. Ya no puedo más… ya no puedo más…

Lloró. Su cuerpo temblaba y sus gemidos encerraban tanto dolor que, al escucharlo, mi corazón se convirtió en un ascua lacerante. No pude reprimir las lágrimas. Nuestras emociones vibraban al unísono. Aún si para mí la anulación de sus votos era una victoria, no fui capaz de alegrarme al verlo tan infeliz. No pude evitar rogar al cielo que le diera paz al hombre que amaba y que se estremecía, vulnerable y herido, entre mis brazos.

Fue quedándose sin fuerzas. Me incliné y le ayudé a sentarse en la hierba. Me arrodillé a su lado y no dejé de cobijarlo hasta terminó de desahogarse.

—Tienes razón… —reconoció después de estar un rato en silencio—. No en todo lo que has dicho, pero sí en la mayoría.

—Lo único que quiero es ayudarte. Te llevaría yo mismo con los jesuitas si pensara que así ibas a ser feliz.

—¿En serio?—replicó con incredulidad.

—Es probable que primero lucharía por convencerte de que no te conviene ir a morir de hambre como un asilado en tierras pontificias —reconocí después de pensarlo mejor.

—Eso imaginé… ¿De verdad crees que todo esto es voluntad de Dios?

—Bueno…

—Eres un tonto si lo crees —dijo tirándome de una oreja—. Ya te he dicho que todo lo que ocurre no es voluntad de Dios. El hombre puede crear desastres porque es libre. Luego a Dios le toca enmendar todo y sacar algo bueno de nuestro mal. Por ejemplo, del desastre que los Borbones han causado en mi vida por su inquina contra la Compañía, ha resultado un bien, como has dicho. Al ser expulsado del Paraguay terminé aquí y pude encontrarte… pude de alguna manera ayudarte a ti y a mis primos. Así que es probable que sea cierto que Dios me quiera aquí y yo estoy sufriendo porque soy egoísta y cobarde y ser jesuita es la vida que me resulta más fácil.

—Todos queremos una vida a la medida de nuestros deseos, Maurice. No quise recriminártelo de esa forma…

—Me abriste lo ojos. Como siempre… Y has puesto algo de paz en la horrible tormenta en la que estoy inmerso. ¡Gracias!

Me dio un cándido beso en los labios. Quise abrazarlo y alargar aquel roce, pero se resistió.

—Ahora no, debo pensar con claridad y decidir mi futuro.

—Espero estar dentro de tus planes…

—Ya veremos. Lo único que tengo cierto es que  no puedo volver a ser jesuita. Pero ahora nada me impedirá seguir ayudando a la gente de la calle San Gabriel. Como tío Philippe va a querer hacer las paces conmigo, puedo pedirle un generoso donativo para mejorar el hospicio o incluso construir un hospital...

—¿Piensas manipular a tu tío? —dije escandalizado—. Realmente llevas lo Jesuita en las venas.

—Para algo tiene que servir tanta desgracia —dijo levantándose y ofreciéndome su mano.

—¿Llamas desgracia a quedarte a mi lado? —repliqué aceptando su ayuda para ponerme de pie.

—Llamo desgracia a no ser capaz de decidir qué voy a hacer mañana. ¿Crees que nos van a dejar estar juntos? Tío Philippe probablemente te corte en pedazos cuando sepa que pretendes seducirme. Y tía Severine ya debe estar planeando con quién casarme. Eres un iluso si piensas que todo va a mejorar. Pero no temas. Puedo aceptar que Dios no quiere que sea ya jesuita, pero nunca voy a dejar que me aten a un vestido sin sesos. ¡No voy a casarme!

—Tu tío ha dicho que te dejará elegir.

—Antes había prometido dejarme volver a la Compañía de Jesús, no puedo fiarme de lo que hará en un futuro. Es el Duque de Alençon después de todo. Si tan sólo mi padre me apoyara… lamentablemente, él siempre se ha dejado dominar por tío Philippe.

—¿Qué vas a hacer entonces?

—Quedarme aquí, terminar de levantar el hospicio y después  Dios dirá…

—Quédate conmigo…  —supliqué extendiendo mis manos hacia él.

Sus bellos ojos mostraron tristeza. Tomó mi mano y susurró:

—Tu padre quiere que vuelvas al sacerdocio. No va a dejarte libre.

—¡Huyamos! —insistí

—Ojalá lo dijeras en serio —su voz y su expresión me desconcertaron. No se fiaba de mí.

—Te seguro que lo hago.

—De eso hablaremos después. Tengo asuntos que tratar con tío Philippe.

Me di vuelta para ver el lugar que señalaba. Distinguí al Duque acercándose.  Miguel y Raffaele le seguían algo distantes. Suspiré resignado y emprendí el camino de regreso. Al pasar junto a su tío, este me agradeció por intentar calmar a Maurice. Yo quise darle las gracias por lo que había hecho; como a mi amigo no le habría hecho ninguna gracia, me limité a sonreír.

Fui hasta donde se encontraban Miguel y Raffaele. Los tres contemplamos desde lejos la discusión entre tío y sobrino. Al menos Maurice le escuchaba sin estallar en un ataque de cólera.

—Lo está tomando mejor de lo que pensé —señaló Raffaele aliviado.

—Estuvo a punto de marcharse con los Jesuitas —contesté.

—Yo temí que lo hiciera apenas se enterara de que habían anulado sus votos. He pasado noches en vela desde que mi padre me escribió contándome que iba  pedirle al Papa semejante cosa. No tienes idea de lo difícil que resultó. Es un favor excepcional que nos ha concedido y que nos ha costado no pocos diamantes. Su Santidad no regala su tiempo.

—Ha sido una medida extrema.

—Nuestro querido Luis XV exigía que quedara borrado cualquier nexo entre Maurice y la Compañía para olvidarse del asunto.

—¿Los Jesuitas también aceptaron a cambio de diamantes?

—No, Vassili —replicó recriminando el comentario con la mirada—. Ellos aprecian mucho a Maurice y quieren lo mejor para él. Daladier ya les había dejado saber el estado de salud de mi primo.

—Vaya, que noble de su parte… —murmuré con ironía, sin querer reconocer las cualidades de mis rivales eternos.

—Espero que Maurice entienda —intervino Miguel que no había quitado la vista de su primo y empezaba a preocuparse al verlo cada vez más enojado.

—Tiene miedo de que lo obliguen a casarse —indiqué.

—Mi padre piensa ayudarle a entrar en otra orden religiosa, porque cree que eso es lo que él quiere.  Yo ya le advertí que no se precipite al respecto.

—Cierto —replicó Miguel—. Maurice detesta a casi todas las demás órdenes religiosas porque muchas se han vuelto contra los jesuitas.

—Si pudiera llevarlo lejos para que vivir juntos como amantes...

—¡Ni se te ocurra! —me regañó Raffaele—. Este es mi último año soltero, quiero que Maurice y Miguel me acompañen. Tú también por supuesto.

—No te preocupes. Él no confía en mí y no aceptó cuando se lo propuse.

—Ten paciencia. Él sabe que eres un caso perdido y que debe amarte así como eres —afirmó Miguel sonriendo. Los dos se echaron a reír.  Yo no pude encontrarle la gracia

Después de una hora te tensas conversaciones, el Duque y Maurice emprendieron el camino de regreso. Nosotros nos habíamos sentado en la hierba para esperarlos. Entre ellos era patente la desavenencia, aunque parecían haber hecho una tregua.

Al llegar al palacio, el Duque entregó a su sobrino una carta del padre Petisco. Maurice la recibió con las manos temblando de rabia. La abrió de inmediato. Con apenas una ojeada su rostro se tornó carmesí.  Dio media vuelta y se despidió diciendo que quería estar solo.

Fui tras él. Me dejó entrar a su habitación. Colocó sobre la mesa la carta que acababan de entregarle y la que Daladier le había traído semanas antes. Según la fecha, la última carta había sido escrita primero.

—Cuando el padre escribió que la Compañía podría no ser para mí, sabía que habían anulado mis votos —declaró furioso.

Caminó de un lado a otro, ponderando que el padre Petisco, su padre espiritual, su maestro, su guía, había sido desde un principio cómplice de su tío.

—No seas tan duro al juzgar. Igual que tu tío, lo ha hecho todo buscando ayudarte —otra vez me pregunté por qué terminaba siempre defendiendo a mis enemigos.

—Debió decirme lo que ocurría en la carta que envió con Claudie.

—Le correspondía a tu tío decirtelo.

Maurice tomó asiento de mala gana y cruzó los brazos. Por la expresión de su rostro estaba analizando la situación. Yo también lo hice. Tenía varios motivos para alarmarme ante las cartas de su mentor. Me preguntaba si realmente se encontraba en tierras vaticanas. La rapidez con que se enteró de la enfermedad de su pupilo y envió unas palabras al respecto, me hacía temer que se estaba más cerca de lo que convenía a mis planes.

A mi parecer, José Andrés Petiscoera la persona más influyente en la vida de Maurice. Más que su propio padre o su tío. Le había moldeado por completo el carácter y alimentado la inteligencia con ideas que rayaban en lo extravagante. Era muy probable que si mi amigo volvía a encontrarse con él, este iba a recomendarle  continuar en la vida consagrada.

De nada iba a servir la anulación de sus votos si ingresaba en otra orden y volvía a pronunciarlos. Me sentía terriblemente mortificado por esta posibilidad. Maurice no hizo mucho por aliviar mi inquietud pues, al preguntarle de nuevo sobre sus planes futuros, se sumió en un silencio hermético. Insistí en que huyera conmigo y de nuevo desestimó mis palabras. Una y otra vez  pregunté por qué no confiaba en mí, se limitó mirarme con tristeza como ya lo había hecho en el bosque.

En el fondo yo mismo podía hacer una larga lista de razones por las que Maurice no debía fiarse de mí; una lista que comenzaba con los nombres de los hombres con quienes lo engañaba. Pero mi conciencia insistía en obviar ese enorme detalle. Mis aventuras en la cama estaban justificadas por mi supuesta buena voluntad. Cuando aprendemos a mentirnos a nosotros mismos, estamos a un paso de hacer el ridículo o de transformarnos en verdaderos demonios…

Para aliviar la tensión, esa noche decidí beber con el viejo Pierre. Además de querer disfrutar de su buen humor, esperaba sacarle alguna información sobre el Duque, quien me resultaba un personaje enigmático y atrayente.

Al entrar al invernadero, llevando dos botellas del mejor vino que encontré, me quedé paralizado al ver que Pierre ya tenía compañía, nada menos que Philippe de Alençon. También se encontraba su hijo Jacob, pero él parecía estar durmiendo una gran borrachera recostado sobre la mesa.

Como se encontraban al fondo del recinto, podía regresar sobre mis pasos sin que me vieran, pero el Duque mencionó a Maurice y mi cuerpo se movió por sí solo. Me escondí tras una de las mesas llenas de macetas y me acerqué a gatas para escucharlos con claridad.

—Me odia, Pierre —se lamentó el duque con una voz que revelaba cierto grado de embriaguez—. He destrozado su vida…

—Philippe está visto que no debes beber —respondió el anciano quitándole importancia al asunto—. Te vuelves llorón y estúpido. Maurice es inteligente, ya se dará cuenta de que hiciste lo mejor para él.

—Dijo que lo hacía sentir como un objeto… ¿Lo puedes creer?

—Una frase poco elaborada, cualquiera la dice.

—¡Me acusó de haber jugado con su vida! ¡Oh, Pierre, me he convertido en alguien igual que mi padre!

—¡Eso nunca!

—Él jugaba a ser Dios…

—Tú no eres como él. Siempre le llevaste la contraria. Ese maldito nunca pudo controlarte. Hasta te casaste con la mujer que te dio la gana y no con la que él quería.

—Pero hice infeliz a Isabella, incluso más de lo que él hizo infeliz a mi madre. ¡Se suicidó por mi culpa!

—Ah, cambiemos de tema…

—También le hice daño a Petite y a Raffaele… ¡Y fue mi culpa que torturaran a Miguel! Si vieras sus manos… ¡Merezco el infierno por haberle contado todo a Pauline!

—Se hubiera enterado tarde o temprano por otro medio. Raffaele no es nada discreto. El otro día besó a Miguel en el jardín. ¡Casi me desmayo!

—¡Estoy hablando en serio abuelo!

—No. Estas borracho y lloriqueas.

—¡He perdido a Maurice...!

—Ya te perdonará.

—No, no lo hará. Él nunca olvida.

Después de escuchar aquello, me arrastré hasta salir del invernadero y fui a buscar a Maurice. El Duque me agradaba. No podía decir por qué. Lo cierto es que al verle tan vulnerable me convencí de que era un buen hombre. Quería ayudarlo.

—Dime, Maurice, ¿odias a tu tío?

Mi amigo se encontraba en el salón de música, tratando de distraerse interpretando una complicada pieza con el violín.

—Por supuesto que no —dijo con seguridad.

—¿Podrás perdonarlo por hacer que anularan tus votos?

—¿Qué remedio me queda? Lo ha hecho por ayudarme, como tú bien has dicho.

—Entonces ve al invernadero y díselo. Se ha emborrachado con Pierre y no hace más que llorar pensando que lo odias.

Maurice mostró una expresión de incomodidad. Como si aquello significaba tomarse más molestias de las que quería a esa hora. Lo obligué a bajar. Luego me marché a mi habitación deseando que tío y sobrino se reconciliaran. No me atreví a espiar la escena, ya me había entrometido más de lo  recomendado.

En la mañana la tensión entre ellos era menor. El Duque estaba fatigado por la resaca y se esforzaba por mostrar buen humor. Sugerí a Maurice que le explicara lo que estábamos haciendo en la calle San Gabriel. Se enfrascó en una detallada narración con el entusiasmo de siempre. Su tío sonreía feliz al escucharlo.

—Quiero conocer a ese arquitecto —dijo  al final—. Me gustaría que lo trajeras esta tarde, Maurice.

—Con gusto, seguramente te agradará.

—Creo que debemos invitar a Joseph y a Théophane, después de todo, ellos están invirtiendo dinero en esa obra. Raffaele,  ¿podrías ir a buscarlos junto con Miguel? Si enviamos un sirviente sería descortés.

Su hijo y sobrino aceptaron de inmediato. Yo empecé a sospechar que, a pesar de la naturalidad con que actuaba, el Duque tenía otras intenciones.

—Monsieur Du Croisés, ¿tiene planes para esta tarde?

—Pensaba acompañar a Maurice a París...

—No es necesario. Asmun puede acompañarlo. Quiero que me ponga al tanto de todo lo que han gastado antes que lleguen los demás. Si no es una molestia para usted, por supuesto.

—Será un honor —respondí felicitándome por mi sagacidad.

Había adivinado lo que Philippe de Alençon se traía entre manos, todo era una estrategia para hablarme a solas. Era muy bueno manipulando a su hijo y sobrinos, quienes se marcharon sin sospechar nada. A mí no me conocía y podía cometer el error de subestimarme. Yo ya me había preparado para la batalla.

Aunque estaba asustado porque me jugaba todo en aquel momento, tenía confianza en mi habilidad para desempeñarme en el tipo de juego que el Duque inició, uno en el que todos portamos máscaras sonrientes y ocultamos nuestras verdaderas intenciones hasta conseguir lo que queremos del otro.

—Tenía muchos deseos y hablar con usted —dijo cortés cuando estuvimos a solas en su despacho.

—¿Acerca de los trabajos en la calle San Gabriel? —pregunté  haciéndome el desentendido.

—Sí, pero también sobre usted mismo.

—Es muy gentil en mostrar interés por alguien como yo.

—Estoy obligado. Se ha vuelto muy cercano a mi familia en poco tiempo.

—Se equivoca, Monsieur. Hace varios años que conozco a su hijo y a Maurice.

—Tiene razón. ¿Cómo pude olvidarlo? Maurice comentó que Théophane los presentó antes de que viajara al Paraguay.  Habla y escribe mucho acerca de usted, por cierto. Todo indica que ha logrado fascinar a mi sobrino, Monsieur Du Croisés...

—¿En serio? —Dejé caer mi máscara y en aquel momento sólo fui un tonto enamorado.

—Me resulta fácil pensar que ya le conozco, mi estimado joven. Mi hijo también me ha hablado sobre usted. Incluso mi hermana Severine ha escrito cartas interminables sobre lo que piensa de su presencia en este palacio…

El Duque sonrió con candidez y yo interpreté aquel gesto como una amenaza velada. Me di cuenta de que me había internado en un pantano, y que iba a terminar hundiéndome poco a poco. Aferré los brazos de la silla esperando el zarpazo.

¿Qué pensaba de mí Philippe de Alençon? ¿Qué tanto le había influido su hermana? Ahora era yo el que estaba ante el juez y este resultaba indefinible. La idea de que quisiera separarme de Maurice me estremeció de ira y  miedo. Juré en silencio que no permitiría a nadie, ni al mismo diablo, interponerse entre nosotros.

 


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