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Engendrando el Amanecer I por msan

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Notas del capitulo:

Terminamos el capítulo 24. Espero que les guste. Y que los lectores fanasmas se manifiesten >_<

—¡Vassili, abre los ojos!

—¿Vassili, estás bien?

—¡Vassili no te atrevas a morirte!

Es probable que mi nombre fuera pronunciado unas cien  veces en el instante que fue desde que recuperé la conciencia y abrí los ojos.  Maurice, Miguel y Raffaele aparecieron  ante mí angustiados.

Miré a mi alrededor y me di cuenta de que me encontraba en mi habitación sano y salvo. Había quinqués encendidos por todas partes. Me incorporé, noté que me dolía el brazo.

—¿Cómo te sientes? —dijeron los tres casi al mismo tiempo.

—Estoy bien —dije—. Algo adolorido, nada más.

—¿Puedes levantarte? —preguntó Maurice—. ¿Puedes andar?

Me puse de pie y sentí algo de dolor en la pierna derecha. No era nada de qué preocuparse.

—Estoy bien por lo visto.

—¡Gracias a Dios! —exclamaron. Al verlos tan angustiados me preocupé.

—¿Qué me pasó?

—¡Te caíste por las escaleras, idiota! —soltó Raffaele—.  Agnes te encontró  y nos avisó.

Descubrí a la sirvienta junto a la puerta, detrás de los pilluelos. Le agradecí, ella hizo una reverencia y se retiró.

—El doctor Charles ya debe venir en camino —informó Miguel.

—Estoy bien, no es necesario llamarlo.

—Nada de eso —replicó Maurice—. No sabemos qué consecuencias pueda traer esta caída. Además, ya enviamos a los Tuareg a buscar al doctor.

—Se enojará cuando vea que no tengo nada.

—Peor para él —aseguró Raffaele.

—¿Qué hacías deambulando por el palacio a medianoche? —preguntó Miguel.

Les conté que había visto una luz y todo el asunto de los espectros.

—¡Idiota! —me regañó Maurice—. ¡Pudiste morir o quedar postrado!

—No es para tanto... —repuse.

—¡Sí lo es!

Gritó y se marchó muy alterado. Los pilluelos lo siguieron. Miré a los otros preguntando qué había pasado.

—Maurice se cayó por las escaleras cuando era niño y quedó postrado por meses —respondió Miguel—. Por eso nos preocupamos tanto por ti.

Me contaron que cuando él tenía diez años, durante una de las visitas de Philippe en España, se organizó una jornada de cacería. Mientras todos se preparaban para partir, Maurice fue a su habitación a buscar algo que dejó olvidado, y terminó rodando por las escaleras.

—Lo encontramos inconsciente, igual que a ti —continuó Miguel con la angustia contenida en su voz—. Ya no pudo moverse, ni hablar, apenas respiraba… ¡Creímos que iba a morir!

—Los médicos no dieron esperanzas —agregó Raffaele—. Mi padre envió un mensajero a Théophane  y este viajó a España en cuanto pudo, junto con Joseph. Ni siquiera el verlos a su lado hizo reaccionar a Maurice. Recuerdo que lo único que hacía era vernos y llorar en silencio. No sabíamos si nos entendía.

Desesperados al ver menguar al niño, y ante el fracaso de todos los médicos, el Padre Petisco propuso que pidieran un milagro. Philippe, Théophane, Joseph y Raffaele partieron en peregrinación hacia Navarra, al famoso castillo de Javier, para rogar al santo Jesuita que le devolviera la salud a Maurice. Miguel fue considerado muy pequeño para hacer aquel viaje y permaneció junto a su primo enfermo.

—Como te podrás imaginar, obtuvimos el milagro —concluyó triunfante Raffaele.

—¿Hablas en serio?

—Por supuesto. De otro modo Maurice estaría postrado o bajo tierra.

—Me cuesta creerlo —murmuré aferrándome a mi ateísmo.

—Porque “eres un hombre de poca fe” —se burló Miguel.

—Eso lo he dejado muy claro. En fin, fuera un milagro o no, me alegro de que todo terminara bien.

—En realidad, lo más terrible de la historia vino después de que él pudo hablar: dijo que alguien lo había empujado —declaró Raffaele.

—¿Acaso el Viejo Duque?

—No, mi abuelo nunca nos visitó en España —respondió Miguel—, por eso tuve la suerte de no conocerlo.

—Todas las sospechas cayeron sobre Sophie, porque estaba disgustada por la cicatriz que Maurice le había hecho. Como  mi padre lo había defendido y le había regalado otro caballo, ella andaba haciendo pataletas cada rato.

—Sophie negó haberlo empujado, pero nadie le creyó —dijo Miguel con tristeza—. Después de eso, mi padre la reprendió y la envió a estudiar a un convento. No volvió a prestarle atención hasta que se arregló su matrimonio con el Conde de La Verneg. También tío Philippe se volvió distante con ella.

—Lo tenía bien merecido —afirmé.

—Maurice nunca la acusó. Siempre dijo que no vio quién lo hizo. Pero tía Thérese estaba segura de que Sophie era la culpable. Ella solía llorar cada vez que recordaba aquello y siempre ha jurado que no lo hizo. Yo llegué a creerle. Después de todo, la consideraba mi hermana y la quería.

—¿Qué otra cosa iba a decir? —bramó Raffaele—. Yo también llegué a dudar de que fuera culpable, hasta que la conocí mejor. Ahora no tengo ninguna duda.

—Todo el odio que Sophie siente hacia Maurice surgió en esa época —concluyó con tristeza Miguel.

—Duele pensar que son hermanos —murmuré.

—Ten cuidado con lo que dices, Maurice podría escucharte —me alertó Miguel—. Iré a buscarlo; el pobre estaba desesperado al verte inconsciente.

Cuando salió de la habitación, tuve tiempo para pensar y ordenar mis recuerdos.

—Raffaele —dije consternado—, estoy seguro de que vi a la mujer de negro.

—¿Bebiste? —preguntó con gravedad.

—No.

—Prefiero no creer en fantasmas —afirmó poniendo su mano en mi hombro—. Olvídalo.

—Yo me veo obligado a creer. Estoy seguro de lo que vi anoche. Era la Parca… y escuché claramente los rasguños.

—¡Porque eres un idiota que cree en los cuentos de Pierre! —me acusó Maurice entrando con su primo—. Haz caso a Raffaele y no pienses más en eso.

—Si me besas, lo olvidaré y se aliviaran todos mis dolores —dije seductor.

—La idiotez no tiene cura. Y de tus demás padecimientos se va a encargar el doctor Charles.

—No seas cruel, Maurice —le pidió Miguel. Luego agregó con malicia—. Además, hace un momento estabas llorando abrazado a él, y no parabas de besarlo suplicándole que despertara…

—¡Cállate! ¡Yo no…!

Su sonrojo confirmó todo. Sus primos se burlaron. Sonreí y tendí mis brazos hacia él. Se alejó. Me incorporé, atrapé su mano, lo atraje hasta hacerlo caer sobre mí en la cama y lo estreché con todas mis fuerzas. ¡Cuánto había extrañado esa cercanía!

—Ya estoy bien, Maurice. No tienes que preocuparte.

Quiso protestar pero sus sentimientos lo traicionaron. No pudo contener el llanto y escondió el rostro en mi hombro.

—Creí que…

—Tranquilo. No ha sido más que un susto.

Lo dejé desahogarse. Los otros esperaron en silencio. Cuando se incorporó más tranquilo, se sentó a mi lado. Hablamos de su accidente. Parecía renuente a comentar aquello, como quería  encontrar una explicación más lógica a lo ocurrido no paré de preguntar.

Confirmó el relato de sus primos. Efectivamente no pudo moverse ni hablar y algunas veces se asfixiaba.

—Vassili no cree que fue un milagro —me acusó Raffaele queriendo bromear.

—No pudo ser otra cosa —respondió Maurice muy serio—. Sólo Dios podía escuchar mis gritos de auxilio.

—Di más bien que Dios no pudo negarse después de que hicimos semejante peregrinación, atravesamos toda España para pedir ese milagro. Lo sorprendente fue que Maurice comenzó a moverse el mismo día en que celebramos la misa por su curación en la iglesia del castillo.

—No puedo creerlo.

—Yo soy testigo de eso —aseguró Miguel—. Estaba con él la primera vez que pudo moverse, apretó mi mano y pronunció mi nombre. Cuando regresaron, comparamos fechas y comprobamos que ocurrió el mismo día de la misa. Pasó igual que con el milagro que le hizo Nuestro Señor Jesucristo a un Romano, no recuerdo bien.

—Fue a un centurión romano que quería que curara a un joven sirviente que tenía en su casa —dijo Maurice con aire de letrado—. Nuestro Señor lo curó, en el mismo momento en que se lo pidió, sin ir a su casa.

—¿No fue al hijo de un funcionario real? —repliqué instintivamente.

—Me alegra ver que al menos leíste las Sagradas Escrituras alguna vez, y no sólo perdiste el tiempo memorizando a Pascal —soltó mordaz mi pelirrojo—. Hay tres versiones de ese milagro en los evangelios. San Juan habla de un funcionario real que tiene un hijo agonizando. Los Evangelios de San  Mateo y San Lucas dicen que se trata de un centurión que pide la curación de un sirviente. San Lucas es quien detalla más el relato.

—¿Recuerdan lo que se dice de los romanos? —intervino Raffaele emocionado—. ¿Se imaginan si ese centurión fue a pedir la curación de su amante?

—¡Qué locura! — repliqué.

—Bueno, San Lucas agrega que el centurión quería mucho a su joven sirviente —señaló Maurice como si se tratara de un dato más.

—¡Es imposible! —insistí. Mis raíces jansenistas se revolvían dentro de mí.

—Jesús aceptó todo tipo de personas a su alrededor. Curar al amante de un romano sería menos escandaloso que tener a un recaudador de impuestos entre sus discípulos, y ya ves que llamó a Mateo, el recaudador,  para que fuera uno de los suyos.  

—Pues para mí sería mucho —afirmó Raffaele—. Significaría que no me repudiará en el juicio final, cuando le diga que amo a Miguel más que a mi propia alma.

—Dijiste que dejaste de creer en Dios por mi culpa —dijo con tristeza Maurice—, por la carta que te envié cuando supe de tu relación con Miguel. Perdóname.

—Ya lo he olvidado. Ahora que Miguel está conmigo tengo todo lo que siempre he querido. No voy a seguir cargando con las penas del pasado.

Las palabras de Raffaele nos conmovieron a todos. Miguel lo besó correspondiendo a sus sentimientos. Miré a Maurice suplicando, él negó con la cabeza.

—El doctor Charles llegará en cualquier momento —dijo excusándose—, y Agnes sigue rondando por el corredor. Pero quiero que sepas esto, Vassili: estuve a punto de morir de angustia cuando te vi inconsciente en la escalera. Por favor, no me des otro susto como este.

Tomó mi mano y la besó. Atrapé la suya, lo atraje y le dije al oído.

—Ya estoy bien, no te preocupes. No voy a morirme antes de que seamos amantes —bromeé para animarlo. Sonrió.

El doctor llegó poco después. Efectivamente, le molestó que lo hubiéramos levantado de la cama sin que nadie estuviera muriendo.

—Tenía esperanza de verle al menos la cabeza rota —dijo examinándome.

—Ya ve, como la tengo tan dura,  sobreviví .

—Debió esperar a que Daladier volviera de su viaje para caerse, así lo habrían molestado a él a medianoche.

—Daladier seguramente me habría abierto la cabeza para examinar mi cerebro. Lo prefiero a usted, aunque sea más feo.

El doctor Charles, lejos de ofenderse, soltó una carcajada. Luego apretó la mancha morada que ya se había formado en mi brazo para hacerme pagar el comentario. Su diagnóstico final fue que debían amarrarme a la cama para que no saliera dar paseos nocturnos.

Todo quedó en un mal recuerdo. Pero yo seguía pensando en que había un detalle que había pasado por alto. Repetía una y otra vez en mi cabeza lo ocurrido. Recordaba las voces, el llanto, los rasguños y la siniestra figura, estaba seguro de que aquello había sido real.

En la mañana, Agnes vino a cambiar las flores de los jarrones en mi habitación, cosa que siempre hacía otra de las doncellas. Yo seguía en la cama, más para seguir dándole vueltas al asunto, que por necesitarlo de verdad.

—¿Cómo se encuentra esta mañana, Monsieur?

—Mucho mejor, gracias por preguntar. Y gracias por avisar a todos anoche.

—No tiene que agradecer .

Lucía tan nerviosa y tan renuente a mirarme, que una idea cruzó por mi cabeza y, como una rafaga de luz,  aclaró todo.

—Eran Madame Severine y usted, ¿no es cierto? —dije.

Agnes se volvió con tal impulso, que csi dejó caer uno de los jarrones.

—Escuché voces anoche. Ahora me doy cuenta de de que eran ustedes dos.  ¿Cuál de las dos lloraba?

—No sé de qué habla.

—La mujer que vi debió ser madame Severine. Es sorprendente que tenga aún el cabello negro. Como siempre lo lleva recogido, no la reconocí: pero ahora estoy seguro de que era ella.

—Con permiso —balbuceó queriendo irse.

—Dígale que, si no me deja en paz, le contaré a todos que se cuela por la noche al palacio y que me empujó para que cayera por las escaleras.

—¡Severine no hizo tal cosa! Usted se asustó por algo y perdió el equilibrio. Ella trató de ayudarlo.

—¿Y a quién le van a creer? ¿A mí, que sufrido sus calumnias y que ahora estoy convaleciente en cama, o a ella que abandona de noche su convento para encontrarse con usted en secreto?.

—¿Que dice?

—Qué haré que la reputación de la gran abadesa valga menos que la de una prostituta si no me deja en paz. Dígale que no vuelva a acercarse a mi padre y que no siga intentando echarme, o la acusaré de haber querido matarme.

—¡Eso es ridículo!

—¿Eso cree? Puedo terminar muy enfermo, y quedarme el día entero en la cama para darle más drama a mi historia .

—¿Cómo puede ser tan vil?

—¿Y qué es Madame Severine destruyendo mi reputación y la de Théophane, obligando a Maurice a casarse y buscando separar a Miguel y a Raffaele? Ella es la mujer más odiosa que he conocido. ¡Si me quiere como enemigo, me tendrá como tal!

Agnes salió asustada, yo sentí un ramalazo de satisfacción. Pasé el resto del día en mi habitación para preocuparla, a los otros les dije que quería descansar. Maurice quiso acompañarme, nos dedicamos a jugar a las cartas y conversar.

Aproveché para preguntar sobre su accidente. Él no quería hablar de eso, insistí hasta que respondió a mis preguntas. Cuando quiero puedo ser muy idiota, y al principio no me percaté de que lo hacía sufrir al recordárselo.

—Entonces realmente no podías moverte —pregunté después de escuchar su versión.

—Al principio ni siquiera distinguía lo que veía. Después fue peor: veía a todos, los escuchaba, pero no podía hablar. No tenía fuerzas. Cuando me tocaban, no sentía nada. Era como estar atrapado en un cuerpo muerto.

Empecé a darme cuenta de que no era un relato interesante, que se trataba una pesadilla. También caí en la cuenta de que, en ese tiempo, Maurice no tenía diez años sino ocho, al igual que su gemela.

—¡Qué terrible! —exclamé estremeciéndome.

—Lo fue. Además, el hambre me destrozaba las entrañas. Tío Philippe y el padre Petisco me alimentaron como pudieron. Creí que moriría.

—Pero no fue así, ahora estás bien —afirmé queriendo poner punto final al relato y hacerle ver que todo había quedado en el pasado.

—Estoy vivo porque Dios así lo quiso. Porque mi tío, el padre Petisco y los demás, lucharon para que lo estuviera… Sin embargo, quizá debí morir en ese tiempo.

—¡¿Por qué dices eso?!

—Hay algo malo conmigo, Vassili. Tú debes haberlo notado. Lo que dijo tía Severine, acerca de que soy un salvaje y que deshonraré a la familia, lo decía también mi madre. Es más, para ella yo era un demonio.

—Maurice, si de alguien debes desestimar la opinión es de Madame Severine. En cuanto a tu madre, debió llamarte así luego de alguna travesura.

—Ella quiso matarme —declaró consternado.

No pude hablar, lo vi reducirse a un niño asustado en el sillón, cabizbajo, con las manos temblorosas enlazadas.

—Tiene que ser un malentendido —murmuré.

—Cuando pude decir que me habían empujado, ella acusó a Sophie. Yo nunca creí que mi prima fuera capaz de darme un empujón tan fuerte. Además... vi de reojo la falda de un vestido azul, igual al que ese día usó mi madre.

—Vamos, Maurice, es imposible…

—Tuvo que ser ella...

—También pudo ser la loca de tu tía Pauline.

—Mi tía estaba en el jardín con Miguel, eso lo recuerdo bien.

—Tiene que ser un error… ¡Quizá se tropezó!

—¡Vassili, mi madre me quería muerto!

—¡No! —golpeé los brazos del sillón en el que me encontraba. Me negué a aceptar que aquel a quien yo amaba hubiera sufrido semejante desgracia.

—¡Puso una almohada en mi rostro cuando estaba paralizado! —se levantó desesperado—. ¡Yo la vi! Entró, cerró la puerta y dijo que nunca debí haber nacido. Cubrió mi rostro y no me dejaba respirar. No podía moverme ni hablar. Yo suplicaba que me dejara vivir, pedía ayuda pero mi voz no salía...

—¡No! —Me levanté y lo abracé queriendo protegerlo de ese pasado—. ¡No puede ser!

—¡Si el padre Petisco no hubiera entrado, yo estaría muerto! —continuó hablando. Su cuerpo estaba rígido y a la vez temblaba.

—¿Por qué hizo eso? —lo solté y le sujeté por los hombros. Me incliné para verle a la cara, mostraba confusión y angustia.

—Ya te lo dije, ella me odiaba... El padre la detuvo. Los dos discutieron. Ella dijo que yo era un pecado, que por mi culpa había muerto alguien… El padre dijo que todo era mentira. La sacó de la habitación, la amenazó con enviarla al infierno si volvía a hacerme daño. Después me abrazó y lloró por un largo rato diciendo que olvidara todo, que él me amaba, que Dios me amaba, que yo no era un pecado... Sentí que sus lágrimas eran las mías... Cuando sané y volví a hablar, me preguntó si recordaba aquello, le dije que sí y me pidió que nunca se lo dijera a nadie.

—¿Cómo pudo pedirte eso?

—Para que mi madre no fuera repudiada. Me aseguró que ella nunca volvería a hacerme daño. Y así fue.

—Debiste decírselo a tu padre y volver con él a Francia.

—Lo hice. Le supliqué que me llevara con él… Se negó y nunca explicó la razón. Mi padre simplemente se desembarazó de mí.

—Théophane debió creer que estabas mejor con tu madre —dije justificando al viejo Marqués, quien nunca pudo decidir sobre la vida de Maurice por no ser su verdadero padre—. ¿Tampoco se lo dijiste a tu tío?

—No. A él menos que a nadie. El padre Petisco dijo que lo haría sufrir y ya lo había visto sufrir mucho. Desde el primer día estuvo de rodillas junto a mi cama. Pasó días enteros llorando, rezando, suplicando que yo volviera. Me dolía el corazón al verlo así. Igual con Miguel, Raffaele, Joseph y mi padre; todos sufrieron…

—Perdóname por hacerte recordar todo esto —volví a abrazarlo.

—¿Por qué mi madre me odiaba, Vassili? ¿Por qué ella y mi abuelo quisieron matarme? ¿Qué hice?

—¡Nada! ¡Ellos estaban locos!

—He pasado toda mi vida preguntándome qué estaba mal conmigo. Traté de complacer a mi madre, pero era lo mismo que destrozarme  a mí mismo. Por eso hice caso del padre Petisco: hice lo que dictaba mi corazón. Traté de ser honesto conmigo mismo y con Dios, y así ser feliz. Por eso me hice jesuita. Irónicamente, ingresar en la Compañía de Jesús fue lo único en lo que logré complacer a mi madre.

—¿Ella no se opuso?

—Cuando se lo dije fue como si le quitará un peso de encima. Me di cuenta de que era infeliz por mi culpa. Quizá sea será verdad que yo no debí haber nacido…

Quise decirle que Madame Thérese no era su madre, que era hijo ilegítimo de su tía Petite, y que la razón por la que lo odiaban era que ella había muerto al darlo a luz. Deseaba liberarlo de la pesada carga que las mentiras le habían impuesto, pero no podía hacerlo. Le correspondía a Philippe hacerlo.

—¡No eres un pecado! —exclamé estrechándolo con más fuerza—. Tu madre, tu abuelo y todos los que no te han amado, se equivocaron. Eran ellos los que estaban mal, no tú.

—Mi propia madre no me amó,Vassili —dijo expresando al fin todo su dolor—. ¿Cómo puedo esperar que alguien más me ame? A veces siento miedo de que el padre Petisco y mi tío me hayan mentido, que no sea cierto que Dios me ama y que ellos mismos me consideraron una carga.

—¡Tú eres amado, de eso no hay duda! —aseguré volviendo a mirarlo a la cara—. Y lo eres en tal medida que Dios ha hecho un milagro para salvarte. Es más, te protege todo el tiempo, yo mismo lo vi cuando se derrumbó el techo de la iglesia.

—Tú piensas que Dios no existe…

—A mí me conviene que no exista. Pero, ya ves que siempre estoy dependiendo de ese cretino.

Maurice sonrió. Limpió sus lágrimas y se alejó de mí unos pasos. Se quedó mirando por la ventana por un rato. Me di cuenta de que las manos aún le temblaban. Yo no sabía qué hacer.

—Tienes razón —dijo al fin—. Soy amado. Lo he sido siempre. Lo sé. De niño me di cuenta de que, si bien no tenía una madre amorosa y un padre dedicado, sí tenía a mis primos, a mi tío y al padre Petisco.

—Y ahora me tienes a mí… —susurré acercándome.

—Sí, ahora tengo a ti —puso su mano en mi mejilla y me contempló con tal ternura que me inundó de calidez.

—¡Déjame amarte como mereces ser amado! —declaré vehemente— Déjame estar contigo. Quiero hacerte feliz Maurice. Me siento uno contigo: si sufres yo sufro, si eres feliz yo también lo soy.

—Vassili, yo… —titubeó.

—No me refiero a hacerte el amor en una cama, sino a amarte en cada gesto, en cada palabra, cada minuto del resto de mi vida. Quiero inundar tu corazón de amor, quiero sanar las heridas que te han hecho, quiero que seas feliz. Sólo eso.

—Vassili, te amo tanto que tenerte aquí a mi lado es suficiente para hacerme feliz.

Me besó y se aferró a mí. Me necesitaba, me anhelaba… y yo deseaba entregarme por completo. Quería dedicar el resto de mis días a cumplir mis promesas.

Nuestros besos y caricias se hicieron más intensos. Lo sujeté y lo llevé hasta la cama donde nos dejamos caer.

—Maurice no podré detenerme si seguimos.

—No quiero que te detengas, Vassili. Te quiero y te necesito. Por favor, hazme el amor. Ya no puedo vivir sin ti.

Me quedé atónito. Dejé de respirar y una oleada de calor invadió mi cuerpo. Estuve incluso a punto de derramar. Me sujetó por la nuca y  me atrajo para besarme con pasión. Mi mente se llenó de colores intensos.

—Voy a morir de felicidad —dije cuando separamos nuestras bocas para recuperar el aliento.

—Nada de eso. Ninguno de nosotros va a morir. Vamos a vivir, Vassili, y encontraremos la manera de hacerlo juntos.

Sonreí. Le aparté el cabello mientras contemplaba su rostro con adoración.

—Estoy seguro de que conseguirás la manera. Tú eres un milagro —Lo besé en la frente y me levanté.

—¿A dónde vas?

—Deja que tome precauciones. He soñado con este momento miles de veces y nadie va a interrumpirnos.

Cerré la puerta con llave y busqué el bálsamo en mi cómoda.

—¿Qué es eso? —preguntó divertido.

—Ya lo verás.

Me quité la chupa. Él se levantó para deshacerse de su casaca.

—¡Espera! —supliqué—. Permíteme desvestirte, no sabes cuánto he deseado hacerlo.

—¡Vassili, haces el amor con demasiadas rúbricas! —replicó impaciente.

—No te quejes. Me has hecho esperar tanto que he tenido tiempo para planearlo todo.

—Ya hemos hecho el amor en el carruaje y...

—¡Ah, mi querido Maurice! —dije rodeándolo con parsimonia, mientras le desataba el cabello—. ¡No tienes idea de lo que es hacer el amor!

—¡No me recuerdes que tú tienes mucha experiencia!

—Calla. No pienses —lo abracé por detrás para besarlo en el cuello mientras deshacía su corbata—. Deja que sólo nuestros cuerpos hablen...

—La boca es parte del cuerpo, por tanto...

—¡Dios Santo! ¡Eres un experto en llevarme la contraria!

—¡Y tú en hacerme esperar! —se quejó dándose vuelta para verme—. ¿Por qué no nos desnudamos de una vez?

—Porque quiero saborearte poco a poco y hacerte el amor de tal manera, que te quedes prendado de mí y no puedas olvidarme jamás.  Busco más que simple placer contigo. Quiero que sea más que sublime, que sea sagrado, porque tú eres lo único que adoro, Maurice.

—Eso ha sido un tanto blasfemo, pero me ha gustado que lo digas —reconoció sonriendo conmovido—. Estoy en tus manos, Vassili, ¿qué quieres que haga?

—Sólo déjate llevar, voy a enseñarte un nuevo lenguaje, Maurice, el de la piel.

Metí mi mano bajo su blusa y recorrí su pecho con lentitud. Se estremeció.

—Nunca me ha gustado que me toquen pero, cuando se trata de ti, siempre deseo que lo hagas.

—Te complaceré con gusto.

Lo sujeté de la barbilla y lo atraje para besarlo. Él se entregó por completo. Lo liberé de su blusa, me arrancó la mía. Yo me movía con lentitud, él con prisa. Resultaba un verdadero deleite verle tan ansioso. Intencionalmente pensaba alargar su espera. Quería que me anhelara aún más y hacer eterno momento de poseernos el uno al otro.

Cuando los dos estuvimos desnudos, nos contemplamos. Sentí que mi cuerpo ardía al ver el suyo inmaculado, vibrante, febril. Me abrazó en un gesto impulsivo y me besó frenético. Le fui llevando hasta la cama otra vez, lo hice tenderse en ella y me quedé mirándolo. Trató de atraerme, sujeté sus manos y las besé.

—Vassili... —dijo con un tono que exigía que continuáramos. Tomé el frasco de bálsamo y se lo mostré.

—Paciencia. Ya te dije que lo he planeado todo con cuidado.

—¡Al diablo con eso! ¡Me muero por ti!

Lo miré con altivez y sonreí con malicia.

—Ahora sabes lo que me has hecho pasar.

—¿Quieres que me ponga de rodillas y te pida perdón? —se incorporó  y acercó su rostro al mío—. ¡Hagamos el amor de una vez!

—Lo estamos haciendo —no pude evitar reirme de su rostro encendido.  

Lo besé para que no pudiera seguir hablando.  Necesitaba controlarlo. Ya sabía que su apetito sexual aparecía con una intensidad avasalladora y se desvanecía con rapidez, en cuanto estaba satisfecho. Cierto que todos somos así, pero en él ocurría de una manera que me hería, porque daba paso a su lógica desnuda y fría. Todavía estaba dolido por su reacción después de nuestro último encuentro. Hasta temía que empezara a hacer una disertación teológica en la cama.

Como le dije, había tenido días, horas, minutos de sobra para pensar en ese momento. Todo estaba medido y pesado. Por eso mismo me encontraba nervioso, incluso más que la primera vez que dormí con Sora y Raffaele. Tenía miedo de arruinarlo todo.

Yo, que siempre derrochaba un gran ego cuando me empleaba en el arte del placer, temblaba temiendo no poder satisfacer a Maurice. Sobre todo temía no conseguir que nuestro amor se encarnara definitivamente, materializandose en caricias, besos y en una fusión de nuestros cuerpos que los dos deseábamos con locura.

Podía tener más experiencia y mantenerme marcando la pauta, sin embargo, él me tenía en sus manos. Era capaz de hacerme el hombre más feliz del mundo o destrozarme definitivamente. Así de vulnerable me habían hecho mis sentimientos. Eso era lo que hacía diferente todo: por primera vez que hacía el amor con el hombre que amaba.

Maurice, en cambio, no manifestaba ninguna inseguridad. Estaba dominado por la pasión y al fin era libre de dejarse llevar. Me enloquecía ver la expresión hambrienta que mostraba y su cuerpo moviéndose frenético, buscando enlazarse con el mío sin saber cómo.

Empecé a acariciar sus caderas, sus muslos y, finalmente, su miembro. Tuve mucho cuidado de no ir muy lejos y apresurar su momento. Cuando metí la mano en el frasco de bálsamo y empecé a tantear su entrada, se asustó. Me empujó y cubrió su rostro con sus brazos.

—¿Qué pasa? ¿Te ha dolido?

—No...

—¿No quieres seguir?

—¡No es eso!  Es que... es demasiado intenso. Me aturde...

Sonreí conmovido. Por supuesto que las cosas iban a ser diferente con él. Maurice era único, para bien o para mal. Me incliné y acerqué mi boca a su oído.

—¿Quieres que continuemos después?

—¡No, por favor!

—Entonces deja de cubrirse el rostro. ¿Vas a hacerme esperar más?

—Perdona, Vassili. Me siento abrumado. Cuando me tocas es como si gritaras.

—Trataré de ser menos brusco.

—No has sido brusco. No sé cómo explicarlo… siento que estás demasiado cerca.

—Por supuesto que lo estoy. Es más, quiero estar dentro de ti.  Quiero que seamos uno.

—¿Es posible que seamos uno? —al fin me mostró su rostro asombrado. Su candidez me excitó aún más.

—Déjame probártelo. Cierra los ojos y siente. No estoy gritando, Maurice. Cada vez que te toco estoy susurrando que te amo.

—Vassili, tengo tanto miedo de ti. Tengo miedo de lo mucho que te amo.

—No seas tonto...

—¡Por favor, Vassili, no vuelvas a dormir con otros!—dijo sujetando mi rostro— ¡Te lo ruego, no podré soportarlo!

—Te juro, Maurice, que tú eres el único que deseo porque eres el único que amo —lo besé sintiendo miedo de mí mismo.

Me di cuenta de que él también se sentía frágil, de que estaba entregándose en mis manos tanto como yo en las suyas. Lo acogí con veneración, con todo lo que sabía que él era. Con su belleza y su excentricidad, con su fuerza y su debilidad, con su historia llena de tragedia y su voluntad dispuesta a seguir adelante. Me sentí desbordado por una inmensa gratitud y ternura.

—Te amo —dije sellando aquel momento. Me besó hambriento.  

Volví a buscar penetrarlo con mis dedos. Se estremeció de nuevo pero  se aferró a mí en lugar de escapar.

—Dime si te duele. Dime lo que sientes, Maurice.

—Se siente bien pero es demasiado cerca...

—¿No hiciste algo así con Raffaele?

—¡Por supuesto que no! ¿A qué viene a hablar de Raffaele justo en la cama? —gruñó furioso.

Volví a besarlo e intensifiqué mis caricias. No pudo hablar más.  Me juré a mí mismo que le haría pagar su mentira a Raffaele. Me había provocado largas horas de amargura y casi arruinaba ese momento por su culpa. Podía imaginarlo riendo a carcajadas a mis expensas.

Maurice arqueó su cuerpo en un estertor de placer cuando le introduje otro dedo, había logrado tocarlo en el lugar que desataba oleadas de sensaciones. Se tensó tanto que me soltó y cayó en la cama. Acerqué mi rostro al suyo mientras levantaba su cadera.

—Vamos a ser uno, Maurice.

Lo penetré de inmediato, con rapidez y delicadeza, sin dejarlo pensar o elegir. Él ya se había entregado y yo no tenía capacidad de detenerme. Le provoqué dolor, sin duda. Aguantó y pronto su rostro mostró un pasmoso deleite. Sentí que todo cambiaba al fin, que la dicha y el placer eran uno, que no tenía que temer la visita de la culpa al final, porque definitivamente estaba con quién debía. Él volvió a abrazarme y sus jadeos se intensificaron, volviéndose casi gritos.

—Dime si te hago daño —le pedí.

—No... no te detengas. ¡Es sublime!

Nuestros cuerpos se hicieron uno, moviéndose iguales, sintiendo todo el placer y toda la alegría.

—No me sueltes —le indiqué.

Dirigí mis manos a su miembro para acariciarlo. Me abrazó con más fuerza. Respiraba con dificultad. Continuamos en nuestra danza íntima hasta que  volvió a estremecerse con violencia, luego su cuerpo se relajó y quedó inerte en la cama. Había llegado al orgasmo.  

Yo no pensaba dejar que comenzara a filosofar  sobre lo que estábamos haciendo. Quería que siguiera gimiendo con desesperación. Continué arremetiendo, abriéndome paso en sus entrañas, haciéndole sentir más placer y midiendo el mío. No iba a dejar que todo terminará en un destello. Pronto volví a escucharlo gemir y me apoyé en la cama para moverme con más fuerza.

—Vassili... —susurró— ¡Te amo!

—Te amo, Maurice.

Salí de él, me alejé un poco e intenté darle vuelta. Me detuvo.

—Quiero ver tu rostro —dijo embriagado—. Amo cada una de tus facciones. ¡Eres tan hermoso!

—¡Tú eres deslumbrante!

Lo besé y volví a penetrarlo. Continué hasta sentir que no podía aplazar el momento, y dejé que mi semilla lo llenara. Se sorprendió. Por un momento temí su reacción, por suerte me abrazó sonriente. Salí de él y recosté la frente en su pecho para paladear aquella ansiada victoria. Sentí que me acariciaba la cabeza y la espalda con una ternura que me conmovió.

Por largo rato nos limitamos a quedarnos uno junto al otro, luchando por recuperar el aliento. Cuando al fin nos miramos, sonreímos como idiotas.  

—Realmente fuimos uno —susurró satisfecho.

—Aún no hemos terminado —le advertí besándolo de nuevo. Quería más.

Me senté sobre su vientre. Tomé el bálsamo y me llevé los dedos impregnados a mi entrada. Después volví a acariciar su virilidad, como muchas veces lo había hecho Sora conmigo, hasta conseguir la firmeza que quería.

—Quiero todo de ti —dije seduciéndolo—, y que tú tengas todo de mí.

Me senté sobre su miembro poco a poco. Sonreí al ver que su rostro mostró una total incredulidad cuando le acogí por completo y comencé moverme, despertando en él toda una galería de sensaciones placenteras. Se estremecía desesperado. Llegué a la conclusión de que era más sensible que Sora y sus primos.

—¿Lo sientes, Maurice? Es el placer de ser amado.

Aferró mis caderas y me acompañó moviendo las suyas. Sus ojos amarillos revelaban que estaba fuera de sí . Yo estaba agotado pero no pensaba detenerme ni apresurar las cosas. Sentirle dentro de mí, verlo enloquecer de lujuria, dejar que el placer nos envolviera y el amor nos ahogara… ¡No había nada comparable con lo que vivíamos en ese momento!

Busqué que el latigazo de placer nos llegara a los dos al mismo tiempo, mientras Maurice exigía más con palabras entrecortadas y gemidos. Continué moviéndome hasta que alcanzamos el orgasmo, la sensación de plenitud fue absoluta.

Me levanté para dejarme caer a su lado. El sol empezó a pintar el atardecer en el cielo, los dos nos abandonamos a la dicha y al agotamiento.

—Te amo, Vassili

—Yo te adoro —respondí abrazándolo.

Me permití llorar de alegría mientras ocultaba mi rostro en la selva de mechones rojos. Me sentía el hombre más feliz del mundo y él sonría como si también lo fuera. La vida se transformó en una gloriosa sinfonía llena de luz y calor, esperanza y belleza... ¡Al fin tenía el mismo sol entre mis brazos!


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