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Engendrando el Amanecer I por msan

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Notas del capitulo:

Hemos llegado al penúltimo capítulo. El más dificil de todos. Espero plasmarlo bien. 

Quería pedirles un favor. Estoy participando en los WowAwards de Wattpad con esta historia. Les agradecería mucho que votaran por Engendrando el Amanecer antes del 24 de Febrero.

Ls instruciones para votar están en mi blog 

http://latorredelermitao.blogspot.com/2016/02/hoy-vengo-pedir-votos-aunque-no-soy.html

Gracias por el apoyo y espero que les guste el capítulo.

La luz del quinqué que encendió Maurice me despertó. Era de noche, nos habíamos quedado dormidos. Él estaba vestido y salió dejándome en tinieblas. Me levanté y encendí otra lámpara. La inquietud me dominó. ¿Cómo podía marcharse de esa forma? ¿Acaso se había arrepentido?

—¡No puede hacerme eso! —exclamé mientras volvía a vestirme.

Lo primero que pensé fue seguirlo y reclamarle su comportamiento. Al imaginar lo que podría responderme, me paralicé. Terminé sentado a la orilla de la cama, con una garra despiadada arañándome el pecho por dentro.  

Al poco rato Maurice volvió trayendo una botella de vino y una cesta con pan.

—¿Fuiste por comida? —pregunté como un tonto, sonriendo aliviado.  

—Me dio hambre y supuse que a ti también. Como no cenamos…

—Me has asustado. Creí que te habías arrepentido.

—¿Por qué te gusta mortificarte de esa forma? —gruñó mirándome como si yo fuera idiota.  

—No es por gusto, es un defecto que tengo —respondí avergonzado.

—Empieza a corregirte, sufres más de lo necesario.

Le di la razón. Tomé la cesta y la coloqué sobre la mesa. Nos sentamos a disfrutar de una frugal cena.  Para mí fue el banquete más delicioso que recuerdo haber probado en mi vida. Reímos, hablamos de trivialidades, compartimos el pan y el vino. Fuimos felices con tan poco gracias a que nos teníamos el uno al otro. Nunca me había sentido tan pleno.

—Huyamos juntos, Maurice —propuse tomándolo de la mano—. Vamos a donde mi familia y la tuya no puedan separarnos.

Bajó la cabeza y contempló nuestras manos enlazadas. Estrechó más la mía y volvió a mirarme.

—¿A dónde iríamos?

—A cualquier lugar que quieras. Crearemos nuestro propio mundo, uno en el que podamos estar juntos. Incluso el Paraguay estará bien, ese es tu paraíso.

—Mi paraíso es donde tú estés, Vassili.

Me conmovió. No pude contenerme y lo besé. Nuestros besos habían cambiado, ahora eran lentos, llenos de promesas e insinuaciones y, sobretodo, interminables.

—Entonces, está decidido, huiremos juntos —dije resuelto—. Prometo aprender a vestirme solo.

Rió y llenó la habitación de vida.

—De acuerdo —respondió feliz—, pero será después que acabe el año que Raffaele ha pedido. No nos perdonará si nos vamos antes.

—Él está muy entretenido con Miguel.

—Se lo prometí… —insistió preocupado.

—¡Ah qué remedio! Sé que no rompes tus promesas.

—Así es, por eso te prometo esto, Vassili: te amaré hasta el día de mi muerte e incluso después de este —declaró solemne.

—No hables de muerte, por favor, dijiste que nadie va a morir.

Volvió a reír.

—Sólo quiero decir que te amo.

—Y yo a ti, vida mía.

Volvimos a besarnos y casi olvidamos de qué estábamos hablando, hasta que recordé algunos de nuestros problemas.

—Tendremos que ser muy prudentes para que tu tía no nos descubra. Y para que no termines casado sin que te des cuenta.

—Quizás deberíamos irnos todos a Nápoles. Aunque puede que mi padre se oponga.

—Théophane entenderá que tu tía no nos deja otra salida. Por cierto, hay algo que debo contarte sobre ella.

Le dije lo que realmente había ocurrido la noche anterior. Se enfureció y amenazó con enfrentar a Madame Severine. Lo convencí de dejar las cosas en mis manos, después de todo, la mujer no había querido hacerme daño y tenía confianza en lograr neutralizarla.

—Bien, pero del resto de los espectros de esta casa me encargo yo —aseguró.

—¿Qué vas a hacer?

—Te sorprenderás.

Volvimos a la cama para dormir. En la mañana se despidió y se marchó a su habitación. Me quedé paladeando mi felicidad como todo un holgazán, arrebujado bajo las sábanas. Cuando al fin bajé, sólo Maurice se encontraba desayunando; los otros se habían levantado temprano porque, según dijeron los sirvientes, Miguel quería terminar el cuadro de San Gabriel.

Nos encontramos con ellos en el salón de Nuestro Paraguay. El tenaz artista estaba concentrado en dar las últimas pinceladas y Raffaele, recostado en un sofá, le contemplaba en un forzado silencio. Cuando nos acercamos, noté que Miguel no estaba usando sus guantes. Era la primera vez que dejaba sus cicatrices expuestas. Me alegré a la vez que sentí la amargura morderme las entrañas por la crueldad que evocaban.

Comenzamos a conversar sobre el cuadro y otras cosas relacionadas con los trabajos en la Iglesia de San Gabriel. Miguel contestaba con monosílabos, empeñado en perfeccionar su obra. Maurice le dijo que si seguía pintando y repintando las nubes que rodeaban al ángel las haría llover. Su primo rió de la ocurrencia y al fin lo miró. Entonces, soltó el pincel y se llevó las manos a la boca sorprendido.

—¿Qué pasa? —preguntó Raffaele alarmado.

—¡Mi Maurice! —respondió con la voz vibrante de emoción.

—¿Qué pasa conmigo?

Raffaele se levantó para estudiarlo de cerca.

—Yo lo veo bien. El que se cayó por las escaleras como un tonto fue Vassili, y también está bien.

—¡Vassili eres un maldito! —rugió Miguel lanzándose contra mí.

Si Raffaele no le hubiera sujetado, me habría dado una paliza. Lejos de amilanarme, lo encaré altivo.

—Hasta hace poco me alentabas a hacerlo mío, ¿y ahora sales con esto?

—¡Es Maurice! ¡Mi pequeño y precioso Maurice!

—Ya no es un niño.

—¿Qué dices? —exclamó Raffaele dándose cuenta de todo—. ¿Te lo has llevado a la cama?

Antes de que contestara, me envió al suelo de un puñetazo. Por supuesto que Maurice no le iba a dejar pasar aquello, los gritos de los tres jóvenes se escucharon por un buen rato. Suerte que la puerta estaba cerrada.

Me quedé en el suelo, preguntándome en dónde estaban los dos amigos que me habían alentado y ayudado a seducir a su primo. Los contemplé mientras discutían y me acusaban de no merecerlo. Entendí que no les resultaba fácil aceptar que Maurice, su idealizado primo, al que habían protegido desde niños, y que a la vez los había protegido, le pertenecía ahora a alguien más.

Solté una carcajada que los hizo callar, me levanté y abracé a mi pelirrojo amante.  

—Es mío ahora —dije con orgullo—. Tendrán que aceptarlo.

Enrojecieron indignados. No fue necesario que me contestaran, Maurice ya estaba de humor pendenciero y declaró que no le pertenecía a nadie. Entonces discutimos los dos y los otros rieron. Cuando nos agotamos de nuestra propia tontería, Raffaele mandó descorchar una botella para celebrar.  

—Brindemos porque Vassili al fin ha desflorado a Maurice —dijo levantando su copa.

—Amén —declaró Miguel

—¡Idiota! —rezongó Maurice.

Yo me limité a saborear en silencio el licor y la victoria.

El resto del día presencié algo extraordinario, Maurice decidió acabar de una vez por todas con los rasguños espectrales. Reunió a la mayoría de los sirvientes y exigió a Agnes que abriera la habitación del viejo Duque.

—Señorito dejé a los muertos en paz —le sugirió la mujer temerosa.

—Raffaele ha dado su permiso. Abre de una vez.

—Esta habitación no se ha abierto desde que su abuelo murió.

—Los muertos no necesitan una habitación. Abre o derribo la puerta.

—No tengo la llave, la perdí.

—Bien, como quieras…

Tomó un mazo que había hecho llevar a Renard y golpeó la cerradura con todas sus fuerzas, destrozándola en  el acto. Un segundo golpe bastó para abrir la puerta.

—¡Oh, Dios mío —gritó Agnes aterrada.

—Mi abuelo está muerto, ya no tienes que temerle, Agnes.

—Pero...

—No permitas que te siga atormentando.  Olvídalo, ni siquiera merece nuestro odio.

La mujer se sorprendió ante estas palabras y dejó de protestar. Maurice entró, ningún sirviente se movió, estaban asustados. Me apresuré a seguirlo. El aire era irrespirable, apestaba a humedad.

Yo estaba tan asustado como todos, aunque me duela reconocerlo. Cuando Maurice abrió las cortinas iluminando el lugar, vi la figura de un hombre unos metros de mí. Grité y di un salto. Maurice soltó una carcajada, se trataba de mi propio reflejo en un espejo.

—¡Qué cobarde eres!

—No sé qué esperas lograr —protesté.

—Demostrarle a todos y, sobre todo a ti, que los fantasmas no existen.

Abrió todas las ventanas y ordenó a los sirvientes quitar las cortinas y arrojarlas al patio. Después abrió el armario y sacó la ropa para arrojarla por la ventana.

—Recuerdo cuando me encerró aquí. ¡Viejo idiota, voy a hacer una linda hoguera con todo esto!

—¿Hablas en serio?

—No necesitan ropa en el infierno.

Me estremecí. Él estaba disfrutando aquel desalojo y yo temía reprimendas desde el otro mundo. No era el único, los sirvientes no paraban de murmurar asustados. Para hacer la situación más intimidante, reparé en unos rasguños en el tapiz, cerca de la puerta. Cerré esta y comprobé que también estaba llena de arañazos.

—¡Entonces es verdad!—dije sin querer.

—Agonizó desesperado hasta que murió —murmuró Agnes unos pasos tras de mí. Miraba de manera extraña las marcas, con odio en lugar de miedo y con cierta satisfacción—. Murió como un perro.

—Era lo que merecía —respondí.

Me miró sorprendida, como si no se hubiera percatado de que estaba hablando en voz alta. Se marchó con gesto incómoda.

La purga llevó varios días durante los cuales los sirvientes desmantelaron la habitación. Maurice llegó al extremo de ordenar que quitaran el tapiz de las paredes, que las blanquearan y hasta retiraran las puertas.  

Yo aproveché que mi querido pelirrojo estaba entretenido para escabullirme y hablar a solas con sus primos. Quería preguntarles sobre Madame Thérese.

—Ella es un enigma —reconoció Raffaele—. La recuerdo como dos personas en una. Cuando vivía en Francia se comportaba de una manera, y al irse a España cambió por completo.

—La recuerdo como una mujer nerviosa, fanática y muy dispuesta a abofetear a Maurice por cualquier cosa —indicó Miguel sin disimular su aversión.

—La conocí antes de que naciera Maurice —replicó Raffaele—. Es verdad que era nerviosa, pero muy dulce con Joseph y conmigo.  

—Ella no amo a Maurice —dije mortificado.

—¿Qué dices? Claro que lo amaba —insistió Raffaele—. Es verdad que era muy estricta con él. Constantemente se quejaba de que Maurice no se comportaba como Joseph y que nunca le hacía caso. Pero estoy seguro de que la quería.

—Maurice me dijo que Madame Thérese trató de matarlo.

—¡Eso es ridículo, Vassili! —protestó Raffaele—. Ella fue la primera que se enfrentó al abuelo después que él lo quiso ahogar.

—Él cree que lo empujó por las escaleras.

—¿De dónde sacas semejante…?

—¡Intentó asfixiarlo con una almohada cuando estaba paralizado!

—¡No es posible!

—Pero Maurice nunca dijo nada al respecto —intervino Miguel.

—El padre Petisco le pidió que no lo hiciera para no mortificar a Philippe.

—Tiene sentido.

—¿Qué dices Miguel? —rugió Raffaele—. ¿Qué cosa tiene sentido porque yo no se lo encuentro? Me niego a creer que tía Thérese fue capaz de hacerle tanto daño a mi Maurice… ¡No! ¡No es posible!

—Tú no pasabas todo el año con nosotros, Raffaele. No veías cómo trataba a Maurice cuando tío Philippe y tú no estaban con nosotros.

—Era muy estricta pero…

—¡Era violenta! Además, cuando ustedes se marcharon a Javier, el padre Petisco evitó dejarlo a solas con ella. Un día que el padre tuvo que ausentarse, me pidió que no me separara de Maurice. Tía Thérese intentó hacerme salir de la habitación. Como me negué porque el padre había insistido que por ninguna razón lo dejará, se puso iracunda y quiso arrastrarme fuera. Por suerte mi madre me escuchó llorar y la detuvo. Ahora temo pensar qué hubiera pasado si no le hago caso al padre.

—Es imposible… —susurró Raffaele derrotado.

—Después de ver de lo que es capaz Madame Pauline, no puedo sorprenderme de que Madame Thérese también compartiera algo de su locura —dije.

—Maurice siempre suplicaba que lo lleváramos con nosotros —continuó Raffaele lleno de remordimiento—. Si nos lo hubiera dicho… Mi padre nunca hubiera permitido que le hicieran daño.

—Tío Philippe creyó que Maurice estaba mejor con ella… —señaló Miguel—. Cuando sepa lo que pasó seguramente sufrirá.

—Es mejor no decirle nada. Mi padre ya lleva una carga muy pesada.

Los tres acordamos guardar silencio sobre este hecho. Fue inevitable que comentáramos como la locura y la maldad parecía ser una constante en las mujeres de la familia. Miguel protestó.

—La culpa de todo la tiene el abuelo, estoy seguro de eso. Mi madre hablaba de él llena de odio y temor.

—Cierto —reconocí—. Incluso Philippe lo afirmó cuando discutió con Madame Severine.  

—Pues Sophie no conoció al abuelo y posee la misma maldad —aseguró Raffaele.

—Ella tampoco tuvo una infancia dichosa, Raffaele —replicó Miguel mostrando que aún tenía sentimientos fraternales por Sophie—. Me entristece pensar que la mentira de tía Thérese la condenó. Todos la hicimos a un lado porque creímos que había intentado hacerle daño a Maurice.

—Te recuerdo que ya había causado que Maurice se cayera del caballo.  Y no olvides lo que le hizo en Versalles o que fue cómplice de tu madre para hacerte daño. Además, fue en extremo cruel al querer engañarme diciendo que teníamos otro hijo vivo. Por más que quiera, no puedo sentir compasión por ella y me alegro de que tía Severine le haya hecho pagar por todo.

Efectivamente, la abadesa había aplicado el peor castigo que encontró para su sobrina. Se presentó en casa del Conde de La Verneg y le informó de los rumores que se ventilaban en Versalles sobre Sophie. Para ese tiempo se había hecho público que había tenido una relación con Alaña, el sobrino del embajador español.

El buen Conde sufrió un terrible desengaño y dejó de pagar las cuentas de Sophie como reprimenda. Pronto la joven condesa, que gustaba de hacer largos viajes con sus amigas, se presentó furibunda para reclamar a su marido aquella falta de atención. Este la acusó de adulterio y la envió al convento de Madame Severine.

La temible abadesa la obligó a dedicarse a la oración y a la penitencia durante semanas. Su esposo, despechado, encontró pronto una “amiga” que aliviara su soledad y la de sus hijos. Sophie perdió toda influencia sobre él y quedó ridiculizada ante toda la alta nobleza. Estaba convencido de que Madame Severine era la más terrible de todas las Ninfas.

En cuanto a Maurice, continuó con su extraño exorcismo. Para tranquilizar a todos los sirvientes y, según dijo, convencerme a mí de que los muertos no pueden pasear por los palacios, hizo que un viejo sacerdote bendijera el lugar y mandó celebrar misas por el eterno y silencioso descanso del viejo Duque.

También cumplió su promesa y luego de apilar todas las pertenencias de su abuelo, incluyendo las puertas rasguñadas, hizo una gran hoguera en el patio.

—Ahora tu abuelo tiene más razones para molestar —dije mientras veía las llamas danzando.

—¿Sigues sintiendo miedo? —replicó—. No te preocupes, ya no vas a dormir solo nunca más.

Con semejante promesa olvidé por completo a los espectros. De hecho no volví a escuchar nada. En cuanto a Madame Severine, ya no pudo volver al palacio de noche. Cuando Miguel y Raffaele se enteraron de sus apariciones nocturnas, este último mandó cerrar la reja del palacio con un enorme candado cuya llave sólo él poseía. El único fantasma del que no conseguimos deshacernos fue Agnes, quién parecía un alma en pena por no poder ver a su ama.

Dormir en la habitación de Maurice se hizo una costumbre. A él no le gustaba la mía por el color intenso de los tapices. A mí no me importaba dónde pasáramos la noche con tal de estar juntos.

Tal y como anticipé, mi precioso amante estaba hecho de fuego. Nuestras noches estuvieron plenas de placer. Algunas veces resultaban tan cortas, que nos tomábamos parte del día.

—Debo irme, Vassili —dijo intentando levantarse de la cama mientras yo lo abrazaba con más fuerza para impedírselo—. Es jueves, el rabino me espera.

—Aún es temprano.

—Quiere que lo acompañe a conocer a unos amigos suyos.

—¿Más judíos?

—Por supuesto, una familia muy respetable según me ha dicho.

—¡Bah! Respetable y judíos son dos cosas contrarias.

—¿Cómo puedes decir eso? Ni siquiera los conoces.

—Son judíos, en eso me baso para decirlo.

—¡Eres un…!

—Por favor, Maurice, ve a verlo otro día. Hoy estamos tan felices en la cama.

—No voy a pasarme el día en la cama contigo.

—Podemos ir a nadar al lago —sugerí tentador.

—Pero tú no sabes nadar.

—Espero que me enseñes.

Con esto lo convencí. Tiempo después descubriría que acababa de evitar una fatalidad. Fue una desgracia que no conseguí terminar su amistad con ese rabino a tiempo. Así nos habríamos ahorrado muchas amarguras.

Volviendo a ese día, cuando llegamos al lago, Maurice se quitó la ropa sin ninguna inhibición y se lanzó al agua contento como un niño. Me quedé contemplándolo, la idea de que le habían robado dos años de su vida pasó por mi mente nublando aquel día radiante.

—¿Te vas a quedar ahí parado todo el rato, Vassili? —dijo ahuyentando mis tristes pensamientos.   

—Contemplaba el hermoso paisaje.

—¡Pues ven y sumérgete en él! —gritó abriendo los brazos y mostrándome el lago.

El agua le llegaba a las rodillas, no pude apartar la vista de su cuerpo. Sentí el deseo avivarse de nuevo. Me quité la ropa y la dejé en perfecto orden junto a la suya. Cuando me acercaba a él, me fijé en su mirada. También había deseo en ella, ¡Todo era tan distinto a la primera vez que visitamos aquel lugar! Lo besé para celebrarlo. De nuevo fue un beso interminable que acabó con los planes de nadar y disfrutar el paisaje.

—Hagamos el amor aquí, Maurice —propuse.

—Es incómodo —señaló mirando alrededor—. Prefiero la cama

—Verás cómo nos las arreglamos bien.

Volví a besarlo y terminamos abrazándonos en un arrebato de lujuria, con tal torpeza que perdimos el equilibrio y caímos empapándonos por completo.

—¿Lo ves? Es mejor en una cama. Vamos a nadar.

—Vayamos a la orilla, tengo una idea.

Nos sentamos en la orilla y seguimos besándonos. Era algo adictivo que ganaba intensidad con cada contacto, buscando cada vez más. Lo hice recostar en la hierba y me coloqué sobre él. Nuestros pies  tocaban el agua.

—Insisto en que la cama es mejor —dijo interrumpiendo nuestro deleite—. Aquí hay tierra, hierba, insectos y no has traído el bálsamo…

—Alguna vez deberías simplemente dejar de pensar y dejarte llevar —me quejé.

—¡Eso es imposible!

—Al menos inténtalo un poco.

—De acuerdo… —dijo lanzando un suspiro.

Me incorporé y fui a ponerme de rodillas entre sus piernas para inclinarme sobre su miembro.

—¿Qué vas a hacer?—preguntó receloso.

Sonreí con malicia. chilló escandalizado cuando vio desaparecer su virilidad dentro de mi boca. Se estremeció y tiró de mi cabello.

—¡No hagas eso!

—Te gustará.

—¡Pero luego vas a creer que yo haga lo mismo! —gruñó asqueado.

—Me encantaría que lo hicieras, lo confieso, pero no puedo obligarte a nada. Ahora, déjame mostrarte lo bien que se siente.

Me vi poner en práctica todo lo que había aprendido con Sora y sus primos. Él no podía hacer otra cosa que gemir mi nombre. Pronto no pude soportar mi propia erección.

—Maurice... ¿te gusta?

—Sí, lo reconozco… me gusta. No te detengas.

—Pero yo estoy desesperando sin tu atención. ¿Podrías?

—¿Cómo?

Que no me diera una negativa inmediata fue alentador. Cambié de posición y me coloqué sobre él ofreciéndole mi miembro al tiempo que tenía el suyo ante mi rostro.

—¡Ah, las cosas que estoy haciendo por ti! —exclamó resignado.

—Si no quieres, no lo hagas.

—Calla. Desde un principio planeabas que lo hiciera.

—Lo reconozco —dije sonriendo con malicia—. Intenta hacer lo mismo que yo.

Maurice fue torpe, desastrosamente torpe, comparado con Sora. Sin embargo, el que estuviera tocándome de esa forma a pesar de ser un hombre con tantas manías al respecto, el verlo llevarse a la boca esa parte de mi cuerpo y sentir su lengua lamerme, fue suficiente para llevarme a la locura. Por un momento no pude moverme, solo sentir. Él se detuvo preocupado.

—¿Lo hago mal?

—No. Estás enloqueciéndome de placer.

Sonrió y los dos continuamos, compitiendo por hacer al otro alcanzar el orgasmo. Sorpresivamente, fui yo el que llegó primero. No pude controlarme.

—Los siento, Maurice —dije sentándome a su lado, mientras él tosía y escupía—. Debí avisarte.

—Al menos no sabe tan mal.

—Te lo puedes tragar la próxima vez.

—La próxima vez en una cama y de otra forma. Aunque ahora mismo no creo que pueda aguantar.

Efectivamente, su erección continuaba demandando atención.

—Puedo continuar si quieres —me ofrecí.

—No, quiero probar algo distinto, aunque no tenemos el bálsamo.

—Puedo arreglármelas —dije adivinando lo que quería.

Humedecí mis dedos con saliva y los introduje en mi trasero. El me besó e hizo que me recostara en la hierba. Cuando estaba por penetrarme, se detuvo.

—Vas a estar realmente incómodo —se lamentó.

—Así es menos molesto —indiqué dándome vuelta y colocándome de rodillas, con las manos apoyadas en el suelo.

—Quiero verte la cara —se quejó.

—¿Ahora quién es el que hace el amor con demasiadas rúbricas? —solté molesto—. ¡No me hagas esperar!

—Pensé que el ansioso era yo —se burló.

Entró en mí. Al principio con cuidado, luego perdió el control y sus embestidas fueron cada vez más frenéticas.

—Maurice, despacio…

—¿Te he hecho daño? —Se detuvo asustado.

—Sólo ve más despacio. Me gusta sentirte dentro de mí.

—Es una sensación única —susurró—. Jamás he sentido algo así. ¡Ser uno contigo es sublime!

Me sentí dichoso, pleno y en la cima del placer. Cuando Maurice alcanzó el orgasmo, yo estaba agotado.

—¡Me vuelves loco! —dije cuando nos acostamos en la hierba.

—Lo mismo digo —susurró sin aliento.

Después de descansar largo rato, fuimos a nadar.

Horas después, al ir de camino al palacio, Miguel nos salió al encuentro. Llegó a galope muy preocupado.

—Vassili, tu hermano ha enviado un mensajero —comenzó a decir—. Tu padre… ¡Tu padre está muy mal!

La noticia borró por completo mi alegría y formó una sensación lacerante en mi estómago. Sentía la angustia como una criatura formada por filosos dientes, que se incrustaba en mis entrañas con ferocidad.

A medida que el carruaje avanzaba hacia mi casa, las memorias de momentos compartidos con mi padre se agolpaban en mi cabeza. Cuando recordé nuestra última pelea sentí deseos de gritar. ¡Ese no podía ser nuestro último encuentro!

Maurice colocó sus cálidas manos sobre las mías, dándome apoyo. Raffaele insistió en que no fuéramos pesimistas, Miguel le dio la razón. Para mí todo estaba pasando con demasiada rapidez.

Mis hermanos nos recibieron agradecidos. Mi cuñada lloraba y Didier no hacía más que preguntar cómo era posible que nuestro padre enfermara en tan poco tiempo.

—El doctor dice que es su corazón —narró con angustia—. Temo lo peor.

Sentí que perdía todas mis fuerzas. Cuando el médico salió de la habitación confirmó que la condición de mi padre era muy delicada. Recomendó que evitáramos provocarle cualquier disgusto, necesitaba tranquilidad y descanso.

Pensé en que Daladier tendría muchas más ideas que aquel hombre, lamentablemente se encontraba en Austria.

—Quiere verte a solas, Vassili —indicó mi hermano al salir de la habitación de mi padre.

Entré y no pude contener las lágrimas, mi inmenso padre estaba tan disminuido en aquella cama. Todas las razones que tenía para estar disgustado con él, desaparecieron. Lo único que quedó fue mi amor filial y el profundo temor de perderlo.

—Vassili, hijo mío, has venido.

Su sonrisa me conmovió. Obedecí sus indicaciones, me senté a su lado y tomé su mano.

—Quería verte —dijo— temí que ya no tuviera fuerzas.

—Padre, no hables.

—Hijo, por favor, vuelve a casa. Te extraño.

—Padre, yo…

—Si no quieres ser Abate lo aceptaré, pero vuelve a casa… te lo ruego.

Al ver su expresión suplicante y recordar las palabras del doctor, no pude negarme. Incliné la cabeza y acepté. Las lágrimas que brotaron en ese momento eran de amargura porque ya no compartiría el mismo techo con Maurice. Lo único que me animaba era que mi padre parecía haber cedido y no pensaba continuar obligándome a volver al sacerdocio.

Había caído en la trampa como un incauto. Una trampa bien urdida, llena de mentiras y manipulación que no pudo ser concebida por un hombre tan simple como mi padre. Tiempo después comprobé que Madame Severine le había manipulado por completo. Maldita sea por siempre.


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