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Engendrando el Amanecer I por msan

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Notas del capitulo:

Ahora sólo falta un capítulo de tres o cuatro partes para terminar...

¡¡¡¡¡Qué emoción!!!!!

A ver si los lectores fantasmas se manifiestan alguna vez!!!!!

Y gracias a los que comentan, son un amor.

Los gritos de mi padre, al día siguiente, regañándome por quedarme dormido fueron una tortura. Mi cabeza se asemejaba a un campo de batalla, con cañones escupiendo fuego sin cesar. Tuve que abandonar la cama y acompañarle resignado a visitar algunos “amigos”, esos que antes se habían burlado sin piedad y que ahora me regalaban abrazos de felicitación.


Sus palabras complacientes fueron cantos de sirena que me alejaron de mi verdadero destino. En lugar de correr a disculparme, decidí esperar a que Maurice regresara arrepentido.


Pasaron dos días sin tener noticias suyas. Empecé a mostrarme huraño e impaciente con todos en casa. Al tercer día, un sirviente anunció que tenía visita. Bajé al salón antes de averiguar de quién se trataba, encontré a Miguel esperándome.


Lo recuerdo claramente de pie junto la ventana, la misma en la que había enfrentado a su primo. Vestía de rojo, su cabello brillaba por el sol; estaba tan hermoso como el  día que le conocí. Albergaba alguna esperanza de que me comprendiera y quisiera ayudarme a convencer a Maurice. En cuanto posó sobre mí sus bellos ojos cobalto, entendí que había ganado un enemigo. Cerré la puerta, supuse que habría gritos.


—Maurice tiene razón —dijo sereno, señalándome de pies a  cabeza—. Te ves muy mal con este traje.


—¿Eso es lo que viniste a decir? —respondí irritado.


—No, pero es un detalle que no puedo dejar de señalar.


Lo invité a sentarse, no quiso hacerlo. Se quedó junto a la ventana. Me acomodé en un sillón dispuesto a recibir con displicencia sus reclamos. Contemplé su bello  perfil mientras él se dedicaba a estudiar las nubes.


—Ha llorado mucho —dijo tras unos minutos interminables de silencio—. Describió lo que siente como si le hubieras arrancado la carne pedazo a pedazo, hasta dejarle un enorme vacío en el pecho.


Se dio vuelta para mirarme. Lo  evadí incómodo. Sentí que me ardía la piel mientras él se mantenía erguido ante mí, escrutándome.  Iba a pedirle que escupiera de una vez todas sus maldiciones, cuando al fin continuó con su discurso con la voz cargada de amargura.


—Que te consagres obispo cuando él ha luchado tanto por liberarte de tus deberes sacerdotales,  esos que odias tanto, me parece absurdo. Que le pidas que se ordene sacerdote para ser tu amante, después de que por suerte anularon sus votos, es sencillamente inaudito. Que pretendas que renuncie a todo lo que cree por tu deseo de poder y prestigio, lo considero ridículo. Pero que fueras a revolcarte con ese puto y, en lugar de pedirle perdón, le echaras  a él la culpa, eso es despreciable… ¡y no te lo perdono!


El cañón se sintió frío cuando lo puso en mi frente. No me sorprendí, era algo que podría esperarse de Miguel, sólo me extrañó que no usara algo más silencioso como su espada, claro que la pistola era fácil de esconder.


—Sé que no vas a disparar —dije altivo.


—Dispararía con suma tranquilidad y me importaría un comino lo que pasara después, si no fuera porque con la misma bala con la que te mate estaría asesinando a Maurice.


Guardó la pistola. Vi aparecer una expresión de furia en su rostro y sentí el latigazo de su mano enguantada atravesando mi rostro. Rápido, contundente y letal, así es un Alençon cuando se venga. Saboreé la sangre en mi boca y saqué mi pañuelo.


—Lo has herido —declaró—. Lo has destrozado y aún así te sigue amando. Me suplicó que no viniera a reclamarte. No sabes lo que sufre por ti.


—¡Yo también sufro! Él arruinó todo por sus absurdos escrúpulos.


—¡Ninguno de los dos va a ser feliz viviendo la farsa que propones!


—¡Lo que tú y Raffaele pretenden es lo mismo! Una farsa de hombres casados y padres dignos.


—Nosotros no tenemos elección, ustedes sí.


—Yo elegí lo mejor y Maurice lo complicó todo.


—Él no puede burlarse de Dios como tú quieres. Además, cree que no soportarías vivir como obispo.


—¿Él se niega a renunciar a su absurda fe y yo tengo renunciar a mi nombre y a mi futuro por él?


— ¿Qué te ocurre? Has cambiado.


—No quiero que vuelvan a burlarse de mi, deseo ser libre. Sólo lo conseguiré si labro mi propio camino hacia el poder.


—¡Estás encadenándote! —me sujetó por los brazos y trató de sacudirme.


—No lo entiendes porque heredarás un ducado.


—Con gusto renunciaría a él si pudiera.


—Mientes, nada te impide renunciar a tu título y largarte con Raffaele. Pero bien sabes que no eres nadie sin el ducado.


—Mi hijo me lo impide —respondió muy serio—. Es lo único que me detiene. Pero un hijo no se compara con un maldito título. Vassili abre los ojos, ve a buscar a Maurice y escapa con él. Raffaele y yo les ayudaremos.


—¿Y matar de disgusto a mi padre, traer la deshonra sobre mi nombre y convertirme en un chiste de salón? ¡Me pides demasiado! En cambio, lo único que tiene que hacer Maurice es volver a mí y seguir el camino que estoy abriendo para los dos.


—Él nunca aceptará. Le pides que deje de ser quien es.


—¡Tonterías! Sólo debe dejar sus escrúpulos. De cualquier forma, sé que él cederá primero y vendrá a mí, me necesita.


—¿Y tú no lo necesitas a él? —Su rostro mostró todos los matices de la indignación—. ¿Ya no lo amas?


—Yo lo adoro, pero es él quien se equivoca y conviene que lo descubra cuanto antes. ¿No lo ves? Podemos estar juntos al fin, sin temer a nadie.


—¿Atrapados en una jaula de mentiras y deberes eclesiásticos?


—Todos estamos atrapados, lo único que he hecho es elegir la jaula que más nos conviene. Prefiero ser mi propio carcelero que vivir temiendo el próximo ataque de tu tía.


—¡Estás ciego…! —se lamentó.


—Maurice es quien lo está. Aunque eso ya lo sabes, es un niño en muchos aspectos, no entiende el mundo tal y como es.


—Vassili, no te queda bien ser cruel —me regañó sonriendo con tristeza—, y mucho menos con Maurice.


—Estoy tratando de salvarnos… —titubeé.


—Nos marcharemos a Nápoles —dijo cortante. Me quedé sin aliento—. Tía Severine continúa intrigando para comprometer a Maurice y ahora tú lo has herido, Raffaele y yo creemos que lo mejor es esperar el regreso de tío Philippe en Nápoles.


—Bien —respondí obligándome a mantener la calma—. Es mejor así, para evitar a tu tía...


—¡Ve a buscarlo antes, pídele perdón y llevatelo lejos! ¡Es todo lo que quiere! —me apremió  colocando sus manos en mi pecho.


—Iré por él cuando sea cardenal y nadie pueda negarme nada —declaré.


—Eres un tonto —se alejó decepcionado—. Pero así son los hombres, pierden de vista lo que realmente importa cuando sienten sed de poder. Parece que necesitan demostrar algo a los demás para sentirse bien con ustedes mismos… Adiós, Vassili. Sé que vas a arrepentirte de lo que haces, espero que no lo hagas muy tarde.


—¿Debo esperar la visita de Raffaele? —dije mostrándome impasible.


—No. Él no vendrá —respondió dándome la espalda—. Sabe que hacerte daño es herir a Maurice, así que prefiere evitar acercarse a ti.


Se marchó sin mirar atrás. Me dejé caer en el sofá, enlacé las manos para que dejaran de temblar. Toda mi frialdad y autocontrol desaparecieron, estaba asustado y herido. Cada palabra de Miguel me había desgarrado; mi orgullo apenas logró mantener la fachada.


En ese momento no pude reprimir la duda. ¿Acaso me estaba equivocando? Si Maurice tenía razón, yo debía resignarme a ser un don nadie para vivir a su lado. ¿Acaso no era eso suficiente? Recordé nuestra frugal comida aquella noche, los dos juntos, riendo como si fuéramos los reyes del mundo. Debía ir a buscarlo…


Sin embargo, si yo tenía razón, renunciando a mis planes echaría por tierra una oportunidad única de asegurar nuestro futuro juntos. Era él quien debía ceder y venir a buscarme.


Mi debate interior fue interrumpido por mi padre, quería que lo acompañara otra vez a visitar al arzobispo y a una reunión con respetables jansenistas y galicanos. De haber tenido un instante a solas,  la ausencia de Maurice me habría agobiado.


En cambio, me sumergí en una feria de vanidades. La lisonja puede embriagar como el vino, y sirve igualmente para olvidar las penas y acallar la conciencia. Aquel encuentro quedó opacado por los incontables aduladores de los que me rodeé.


En el fondo también buscaba acallar la voz de madame Severine acusándome de ser un don nadie. Deseaba probarle a aquella mujer lo equivocada que estaba, y también  probárselo a Maurice y a sus primos. No quería volver a necesitar el cobijo de los Alençon sino ser capaz de tener mi propio palacio y cobijarlos un día a ellos.


—Iré por él cuando sea cardenal —juré confiando en que tendría que esperar poco tiempo para esto, porque eso había prometido mi tío.


Imaginé que el obispado me catapultaría a la cima en un instante. Todos elegimos a quién creer, yo elegí las viejas voces que me decían lo que quería escuchar, y descarté aquellas que buscaban hacerme ver mi propia estupidez.


Ya llegaría el momento de comprobar quién estaba equivocado. Si existe algo útil para confirmar nuestros aciertos y errores, eso es el tiempo. Todo lo que hacemos queda sembrado en la huerta de las horas, los días y los años. El tiempo hace que todo madure y se asegura de que las consecuencias salgan a la luz, para felicitarnos o reírse en nuestra cara.


Experimenté en esos días el éxito al verme rodeado de aduladores, y recuperar mi lugar en aquel pomposo escenario. De vez en cuando percibía una ligera sensación de desasosiego,  la silenciaba bebiendo más de lo recomendable a escondidas de mi familia.


Pasaron al menos tres días sin otra novedad que los preparativos para mi consagración. Al regresar a casa, luego de probarme los trajes que usaría como obispo, me sentía agotado a pesar de ser apenas mediodía. Quería encerrarme en mi habitación para dormir hasta el día siguiente.


—Tiene una visita, monsieur —anunció un sirviente al verme entrar.


Sentí que volvía a la vida, pensé que finalmente Maurice había recapacitado.


—¿De quién se trata?


—Monsieur Raffaele de Alençon.


No pude evitar estremecerme. Quise correr y alejarme, sabía que sería mucho peor que Miguel. Nadie  podía hacerme daño como Raffaele, no sólo por ser en extremo violento cuando perdía los estribos, sino porque me conocía mejor que sus primos y nunca se había hecho ilusiones conmigo.


—Dígale que no estoy disponible —respondí de inmediato.


—¡No te atrevas! —gritó el gigante abriendo la puerta del salón—. Al menos da la cara.


Chasqueé la lengua y ordené que nadie nos molestara. Quise pedir que llamaran a un médico pero no me atreví. No quería evidenciar el miedo que sentía.


—¿Qué quieres? No tengo mucho tiempo —rezongué aparentando fortaleza.


Me  senté en uno de los sillones del salón, él también lo hizo.  Quedamos uno frente al otro, la atmósfera era irrespirable. Cruzó los brazos y las piernas, su cuerpo se notaba completamente rígido y en sus ojos se reflejaba una ira contenida que amenazaba con  destrozarme en cualquier momento.


—Estás cometiendo un grave error —afirmó tajante—. Estás haciéndole daño Maurice y vas a odiarte por eso, te lo puedo asegurar.


—¿Hablas desde tu experiencia? —repliqué con malicia.


—Bien sabes que sí. Ya te lo dije una vez, si algo he hecho en mi vida es equivocarme. Por eso vengo a prevenirte y suplicarte que vayas a buscar a Maurice —apoyó las manos en los brazos del sillón y acercó su rostro. Su voz se convirtió en un lamento—. ¿No ves que lo estás matando poco a poco?


—Él  está haciéndome lo mismo —contesté molesto.


Raffaele lanzó un suspiro decepcionado y reacomodó su cuerpo en la silla. Se mostró menos tenso, juntó las manos manteniendo la cabeza baja y se esforzó por usar un tono moderado.


—Maurice ha llorado mucho; creí que no pararía nunca. Luego se quedó en silencio mirando durante horas por la ventana, incluso durante la noche, esperando por ti.


Sentí que mis entrañas se tensaban. Mis ojos reclamaron liberar las lágrimas que llevaban días conteniendo. Mordí las paredes de la boca para evitar llorar y mantener mi fachada.


—Anoche dijo algo que hizo que me decidiera a buscarte —continuó—, dijo que deseaba no haber nacido.


Me levanté. Fui hasta la ventana sin saber qué hacer, di la espalda a Raffaele para ocultar mi conmoción. Siguió hablando, su voz me golpeaba como si fuera un látigo formado por palabras.


—Le diste todo, Vassili, para quitárselo después sin misericordia —me acusó—. Le has hecho más daño que cualquier otra persona porque juraste amarlo y sanar sus heridas.


—Yo no quise… —balbuceé.


—Le has destrozado el corazón —se levantó para encararme. Sonreía con tristeza, otra manía de los Alençon: sonreír cuando agonizan —. Y yo te ayude a hacerlo, fui tu cómplice. Alenté a Maurice a creer en tu amor cuando lo que debí haber hecho fue protegerlo de ti.


—¡No vengas a decir que me consideras peor que tú! —grité desesperado y furioso—. Hay que esforzarse mucho sólo para igualarte.


—Oh no, el problema es que somos iguales, mi amigo: dos hombres que se dejan cegar por su capricho. Nunca debí dejar a Maurice a tu alcance… ¡Confié en ti! ¡Te dejé tocar lo más sagrado que tengo! Realmente creí que dabas luz, no pensé en que igual eras capaz de quitarla y dejarnos a todos sangrando en medio de tinieblas.


—¡Basta! —me alejé atormentado.


—¡Ve a buscarlo antes de que el abismo entre ustedes sea más grande! ¡Antes de que sus heridas sean más profundas!


—¡Él fue quien me dejó!


—Porque sabe que no vas a ser feliz por el camino que estás tomando.


—¡Se equivoca! —insistí.


—¿Y qué si es así? Lo amas, búscalo y encuentren juntos una manera de solucionar el malentendido.


—¡Que vuelva a mí y todo se arreglara! Olvidaré lo mal que me ha hecho sentir con su rechazo y…


Entonces apareció el demonio que temía, me sujetó por la casaca y me sacudió.


—¡Cretino, deja de hacerte la víctima! ¡Sabes que Maurice es frágil y aún así lo torturas!  ¡Ahora mismo no come y no duerme, si cae enfermo por tu culpa te sacaré las entrañas! ¡Lo juro!


—¡Adelante! —lo desafié furioso—. Ya no quiero dejarme intimidar por nadie.


En lugar de golpearme se quedó mirándome como si no me reconociera. Me soltó  y retrocedió mostrando una expresión de desprecio.


—Mañana al amanecer nos iremos a Nápoles —anunció despectivo.


—¿Qué?


—Tienes hasta mañana temprano para volver a tus cabales y reconciliarte con Maurice.


—¡No tienes derecho a darme órdenes!


Me exasperaba su actitud. Prefería que me moliera a golpes a que mostrara semejante prepotencia y dominio de sí. Era casi como una declaración de superioridad.


—Ni siquiera tienes que pedirle perdón, Vassili. Maurice se culpa a sí mismo por todo, no es capaz de odiarte… —señaló con tristeza.


—Entonces que venga a mí y acepte mi plan.


—Ya te dije que no lo hará porque piensa que te estás destruyendo a ti mismo. Yo pienso igual.


— ¡Tonterías! ¿Qué saben ustedes?


—Estás advertido Vassili, ve a buscar hoy mismo a Maurice —sentenció solemne, irritándome todavía más. Antes de atravesar la puerta, se dio vuelta para verme—. Por cierto, pierdes toda tu belleza con esas horribles ropas. No  naciste para ser abate y mucho menos obispo.


—Veremos si te gusto cuando sea cardenal —repliqué sonriendo furioso.


—Estoy seguro de que te odiaré si llegas a serlo.


Salió dando un portazo. Empecé a caminar de un lado a otro desesperado. Sabía que Maurice se marcharía pero no esperaba que fuera tan pronto. Ir a verlo significaba dar mi brazo a torcer. Dejar que se fuera a Nápoles era arriesgarme a perderlo...


No, su primo había dejado claro que era incapaz de odiarme. Lo buscaría después de mudarme a Roma con mi tío y lo obligaría a aceptar mis condiciones. Después de todo, él no podía vivir sin mí.


Esa noche bebí más que de costumbre, desperté al día siguiente pasado el mediodía. Al asomarme a la ventana pensé que París lucía distinta, que toda Francia estaba vacía porque Maurice la había abandonado. La vida misma se convirtió en una comedia sin gracia. Me di ánimos prometiendo que nuestro reencuentro sería muy pronto.


No tuve tiempo para lamentaciones. Estaba agobiado por incontables compromisos. Empecé a sentirme sumergido en una rutina viscosa, veía a los demás, los oía hablar pero era incapaz de prestarles atención. La imagen de Maurice llorando y mis propias promesas incumplidas, me atormentaban.


Me sentía constantemente agotado; cada cosa que hacía, por pequeña que fuera, me costaba. Celebrar la eucaristía resultaba igual que llevar encima pesados sacos llenos de rocas, casi no lograba mantenerme en pie. Cuando tenía obligación de predicar, solía decir algunas cosas que le había escuchado a Maurice.


Lo hacía a pesar de saber que no iba a decir lo que esperaban escuchar los feligreses de Notre Dame, pero necesitaba encontrar alguna manera de sentirme unido a él. Curiosamente, gané fama de buen predicador y mis celebraciones tenían más audiencia que la de otros.


En una ocasión correspondió el texto del Evangelio de San Lucas que narra la curación del  siervo del centurión romano. Recordé lo que habíamos hablado en el Palacio de las Ninfas al respecto y no pude decir una palabra, me eché a llorar en el púlpito. Para mi sorpresa, la gente comenzó a comentar que Dios me había concedido el don de las lágrimas como a muchos santos. Quise mandar al diablo a todo el que me felicitó por ser tan fervoroso.


Deseaba escapar de mis deberes pero mi padre me obligaba a  mantener la fachada de buen sacerdote. Al ir pasando los días empeoré. Sentía que me faltaba el aire, me costaba dormir, perdí el apetito y estaba irritable todo el tiempo.


Calmaba mi angustia con una copa cada vez que estaba solo, sin importar la hora que fuera. Algunas veces me quedaba bebiendo por la noche y no lograba levantarme hasta tarde, enojando a mi padre y preocupando a mi hermano, con quien evitaba hablar.


También evadía a los amigos. Bernard fue a visitarme un día, me negué a verlo. Volvió varias veces, incluso acompañado de  Clement, nunca lo recibí. Al final dejó una carta. No me atreví a leerla, temía que el nombre de Maurice apareciera en ella y me hiciera sufrir.


Intenté aparentar normalidad. Luché por representar lo mejor posible mi papel hasta que me di cuenta de que ya no encajaba en aquel escenario. Algo había cambiado en mí después de conocer a Maurice y no se trataba solamente de mis sentimientos por él.   


Comencé a notarlo gracias a ciertos encuentros inesperados. El primero ocurrió al asistir a uno de los salones más importantes de París con mi padre. Antes de entrar, vi a un sirviente maltratando a un pilluelo cerca de la puerta. El pequeño se había atrevido a importunar a algunos de los nobles burlándose de ellos por no darle limosna.


Me acerqué para asegurarme de que no se trataba de uno de los chicos de la calle San Gabriel. Era un muchacho desconocido, de unos doce años, con el rostro marcado por el hambre y los ojos cargados de malicia, un hijo más del abandono y la desidia.


Ordené al sirviente que lo dejara en paz y le entregué unas monedas. Le sugerí que buscara refugio en la Iglesia de San Gabriel. Me miró confundido y se marchó corriendo sin darme las gracias.


Los otros nobles se indignaron, me acusaron de querer llamar la atención. La anfitriona de aquel salón pidió que no volviera a hacer algo así, no quería que su puerta se llenara de menesterosos. Hasta mi padre me conminó a dejar de perder el tiempo en caridades inútiles, ya bastante hacía ayudando a construir un hospicio en la calle San Gabriel.


Me sentí confuso. Mi reacción había sido espontánea, simplemente no pude mirar hacia otro lado. Era lógico para mí el evitar que maltrataran a un niño que ya sufría el azote de la pobreza. ¿Cómo era posible que ellos no lo vieran del mismo modo?


El rompimiento definitivo con aquellas gentes se dio unos días después, al asistir a otra reunión en el mismo salón. La velada prometía ser como muchas otras hasta que vi aparecer un rostro conocido entre los invitados, era el marqués Donatien de Maine, el infame dueño del Palacio de los Placeres.


Llegó acompañado de dos de los más ilustres los miembros de aquel círculo de nobles respetables, esos que noche tras noche se reunían a criticar la moral de otros. Estaba claro que aquellos hombres debían ser clientes del prostíbulo, al igual que otros a los que el Marqués saludaba llamándolos por sus nombres y mencionando las visitas que le habían hecho.


Muchos torcían el gesto o palidecían al verlo, pero no les quedaba más remedio que saludarlo afablemente y presentarlo a otros como un respetable amigo. Ese era el juego del marqués, así estaba logrando abrirse camino en la alta nobleza. Ninguno podía señalarlo y acusarlo de infame porque era lo mismo que confesar la propia infamia.


El rostro de todos se desfiguró ante mis ojos. ¿Cuántos de esos malditos se había aprovechado de las desdichadas mujeres atrapadas entre los muros del Palacio de los Placeres? ¿Cuántos habían  mancillado a niños como Gastón? ¿Quién de ellos se había atrevido a tocar a Sora? La sangre me hirvió. Los odié, los repudié, quise gritarles maldiciones y asfixiarlos con mis propias manos. ¡Eran escoria disfrazada de virtud!


No pasó mucho para que me diera cuenta de que lo mismo podía decirse de mí. Lo vi todo claro. El mundo era un lugar putrefacto porque hombres como yo lo permitían. Porque cometíamos las mayores infamias preocupándonos solamente de enmascararlas bien. También nos hacíamos los ciegos ante el mal que provocaban los demás. Nuestra sensatez no era más que necedad.


No había diferencia de su vileza y la mía: mi dinero había ayudado a mantener esa prisión donde mujeres, jóvenes y niños eran profanados. Incluso era peor que todos ellos porque  había usado a Sora como mi juguete sabiendo lo que sentía por mí.


Las ganas de vomitar me hicieron retorcerme. Tuve buscar aire fresco acercándome a una ventana. Me quedé apartado por unos minutos y pude estudiar con cuidado al Marqués. Lucía como un rey, sonriendo a todos con gentileza, envolviendo a incautos que no sabían nada sobre él, futuras víctimas que engatusaría como había hecho con Raffaele.


Gracias a Madame Odette, el Marqués no tenía idea de quién era yo, mi nombre no aparecía en el libro de visitas. No podía manipularme como los demás. Sin embargo, no quería dirigirle la palabra. Recordé cuando le vi herir a Gastón, pensé en como había transformado en una sombra triste a su propia hija y en su cruel dominio sobre Sora y Xiao Meng. Cuanta malicia se escondía tras aquella apariencia digna, cuanta hipocresía… Aquel hombre era la imagen de lo que yo podía convertirme en el futuro. Escapé aterrado.


—¿Cómo pude ser tan ciego? —murmuré angustiado mientras me abría paso entre los nobles buscando la salida.


No dejaba de repetirme que Maurice tenía razón en todo, que era el único que veía el mundo tal y como era. ¡Y yo lo había hecho llorar para conseguir el aplauso de unos miserables hipócritas! ¡Yo había renunciado a una vida juntos para convertirme en un ser asqueroso como el Marqués De Maine! ¡Había sacrificado todo por un lugar entre aquellas gentes!


Me marché caminando por las calles de París sin rumbo fijo. No me importó lo que pensara mi padre por dejarle sin avisar. No sabía qué hacer. Vomité en una esquina y algunas personas quisieron ayudarme. Les pedí que me indicaran el camino para llegar a cierta calle. Un caballero me llevó en su carruaje creyendo que se trataba de una emergencia. Le agradecí y lo vi marchar con una sonrisa irónica en el rostro, lo único que había hecho era ayudarme a llegar a la taberna Corinto donde bebí hasta desmayarme


El dueño, al verme en tal estado, mandó a llamar a Etienne. Este me recogió y llevó a su casa. Al despertar en aquella humilde buhardilla me asusté. Cuando él me explicó todo volví a recostarme y le pedí que enviara un mensajero a mi casa.


Didier no tardó mucho en ir a recogerme. Hizo toda una escena angustiado por mi estado. Me sumí en el silencio. Etienne también trató de hacerme entrar en razón. Yo le agradecí toda su ayuda y me despedí. Durante el viaje hacia mi casa, mi hermano me suplicó que no volviera a beber. Juré que no lo haría. Le mentí. No podía sobrevivir sobrio.


A partir de ese día bebía cada vez más. Los días se volvieron una rueda de molino que me aplastaba con su lento girar. Estaba desesperado y lo único que me aliviaba era la inconsciencia que brindaba el alcohol. Había hecho llorar a Maurice, ¿cómo podía seguir viviendo con eso?


Lo cierto es que de nuevo se transformé en un borracho que se sentía indigno de respirar. Todo a mi alrededor se volvió caótico. Mi padre no hacía más que quejarse de que estuviera siempre indispuesto para ir a socializar como antes. Didier no dejaba de importunarme tratando de ayudarme.


Aunque deseaba ver a Sora, no me atreví a visitar el Palacio de los Placeres. Temía hacerle daño de nuevo. Ya había cometido más infamias de las que podía perdonarme. Tampoco volví a la calle San Gabriel, ni quise recibir a Etienne, François y Sébastien cuando me visitaron preocupados. Dejé que las cartas de Bernard siguieran acumulándose y rechacé una invitación de Joseph.


Al acercarse el momento de mi consagración, mis hermanas regresaron a París junto con sus hijos y esposos. El ambiente en casa se volvió más tenso, todos menos mi padre se daban cuenta de que yo no era feliz. Trataron de ayudarme, encontraron mi rechazo y la ofuscación de nuestro padre.


Recuerdo que al volver a casa, después de una visita ineludible al arzobispo, descubrí que se desarrollaba una feroz discusión en el despacho. Por lo que escuché, Didier acusaba a nuestro padre de haber fingido su enfermedad. Alegaba que era muy sospechoso que al día siguiente de que Madame Severine le presentara a aquel médico, él hubiera tenido semejante recaída.


Ni siquiera tuve fuerzas para indignarme. Me encerré en mi habitación y destapé una las  botellas que tenía escondida. Madame Severine podía haberme tendido una trampa para alejarme de sus sobrinos, pero yo fui quien tomó la decisión de cambiar el amor de Maurice por un título eclesiástico, quien lo hizo llorar y lo menospreció… el único culpable de mi propia miseria era el hombre que veía en el espejo y al que odiaba irremediablemente.


Mi dolor fue tan insoportable que me ahogué en alcohol y perdí la conciencia por horas, al despertar, cuando ya era de noche, sentí frío. Encendí la chimenea con torpeza y me hice una ligera quemadura en el pulgar. Contemplé el fuego consumir la madera como si aquello fuera algo envidiable.


Me quedé de rodillas ante las llamas. Al observar mis manos recordé el rito de la consagración sacerdotal. ¡Cuántas veces había deseado quitarme de encima aquel estigma! ¿Por qué había aceptado el obispado?


Maurice estaba en lo correcto, yo había convertido nuestro amor en un pecado en el momento en que lo hice sufrir por mi egoísmo, al querer imponerle mi voluntad sin considerar que era una persona y no un objeto al cual poseer.


—He sido un miserable —reconocí al fin—. Debí hacerle caso a Miguel y a Raffaele. ¿Cómo pude hacer sufrir  a Maurice? ¡Nunca me lo perdonaré!


Supongo que el alcohol me hizo perder por completo el sentido común. En lugar de empezar a empacar para marcharme a Nápoles, comencé a maldecirme temblando de rabia. ¡Me odiaba tanto por haber destruido nuestra felicidad!


Quise escapar de mi propia piel, quise destruirme y a la vez liberarme. El fuego me llamaba, el fuego que transformaba al destruir… Extendí mis manos y las sumergí apoyando todo el peso de mi cuerpo. Las flamas se elevaron, hirieron la piel sin misericordia y empezaron a consumir mi ropa. Mis gritos llenaron la casa, era la primera vez desde que Maurice se marchó que me sentía vivo.


Mi cuñada abrió la puerta y gritó pidiendo ayuda. Didier entró tras ella, me apartó del fuego a la fuerza y apagó las llamas con su casaca. Pronto llegaron mi padre, mis hermanas, mis cuñados y un ejército de sirvientes. Todo fue un caos de rostros asustados y gritos de desesperación.


Yo estaba atrapado en un éxtasis de dolor que no me dejaba pensar. De pronto me vi en mi cama y a mi padre de rodillas a mi lado, llorando y preguntando por qué lo había hecho.


—Pensé que así no tendría que ser sacerdote —reconocí.


Se sorprendió y se echó a llorar con más intensidad llamándome idiota y echándose la culpa. Pronto su imagen se hizo difusa.


Antes de que todo se oscureciera, alcancé a decir lo que había tenido reprimido en mi pecho durante días:


—¡Perdóname… Maurice!


Lo que siguió fue la agonía.


 


 


 


 


 


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