Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Engendrando el Amanecer I por msan

[Reviews - 63]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del capitulo:

Comenzamos el último capítulo del primer libro. 

Esta aventura de tres años se termina pronto. 

Espero que les guste esta parte

El dolor fue algo inaudito. A pesar de los años, puedo rememorar perfectamente el infierno en el que quedé atrapado. Ese sufrimiento que no menguaba en ningún momento, que se fundía con el remordimiento por haber roto el corazón de Maurice, y me condenaba a pensamientos suicidas al anular toda esperanza y cordura… ¡Jamás lo olvidaré!


En mi mente aparecía constantemente el rostro afligido de mi amado. Me atormentaba más que las quemaduras. No hacía otra cosa que suplicar su perdón y maldecirme a mí mismo. Sin duda durante esos días conocí la locura.


Mis manos… ¡Ni siquiera podía verlas sin gritar horrorizado! ¡¿Qué me había hecho a mí mismo?! Todos se movían a mi alrededor, me sostenían y llevaban de un lado a otro, llorando desesperados. ¡Cuánto hice sufrir a mi pobre familia! Espero que algún día me perdonen.


Los médicos que me atendieron eran muy reconocidos. Seguramente hacían un  buen trabajo aliviando la gota de todos los nobles de París, pero todo indicó que no tenían la menor idea de cómo tratar quemaduras tan graves como las mías.


Uno de ellos me reventó las enormes ampollas que se formaron y vendó mis manos haciendo más intenso el dolor. Al día siguiente, al querer cambiar los vendajes, quedó en evidencia su ineptitud, la carne estaba adherida a la tela. Sufrí una tortura espantosa con su tratamiento. Volvió a vendarme y durante varios días tuve que soportar que mis heridas fueran abiertas sin piedad una y otra vez. Al fin Didier se hizo cargo de la situación y despidió al maldito imbécil antes de que me mandara al otro mundo.


El siguiente médico tampoco acertó. Gracias a sus cuidados, mis heridas comenzaron a supurar, la carne apestaba y el dolor me mantenía en una vigilia enloquecedora o una inconsciencia agitada. Pronto junto a la fiebre se presentó el delirio.


En aquel mar de sueños brumosos, vi a Maurice a mi lado jurando que me pondría bien, discutiendo con mi padre con la furia de un león rojo. Recuerdo mi propia voz llamándole desesperado y suplicando que me perdonara. El dolor de su ausencia, de las lágrimas que su corazón roto derramó por mi culpa, era mayor que el de mis manos destrozadas.


De repente mi sufrimiento disminuyó. Pude dormir, comer y la lucidez empezó a brillar. Reconocí a los doctores que me atendían, eran Daladier y Charles. El sabor del brebaje que me dieron terminó de confirmarlo.


—Lo siento Vassili, esto dolerá más de lo que quiero —dijo uno de ellos.


—Pero lo peor ha pasado —agregó el otro.


No comprendí a qué se referían hasta que les vi dispuestos a cortar la punta del dedo anular de la mano izquierda. Intenté escapar pero no pude moverme, mi hermano y mis cuñados me sujetaban con fuerza. Grité, supliqué, hasta que me caí en la cuenta de que no dolía tanto como debería. Supuse que se debía al brebaje, luego reparé en el color de la punta de mis dedos, la carne estaba ennegrecida.


—Mis manos —murmuré como si hubiera olvidado la razón de que estuvieran así.


—Mejorarás —aseguró el doctor Charles—. Sólo debes tener paciencia.


—¡Maurice!... ¿Sabe dónde está Maurice? ¡Debo verle!


—¡Basta! —gritó mi padre—. Encomiéndate a Dios para que te perdone por la barbaridad que has hecho.


—Es el perdón de Maurice el que necesito… —contesté cayendo en un sopor extraño.


Ya no recuperé la consciencia hasta mucho después. Me encontré atado a la cama por los codos y los tobillos. Mi hermana Celine me tranquilizó diciendo que lo habían hecho para evitar que me moviera y lastimara mis manos mientras dormía. Me dio a beber del brebaje de Daladier y pidió que descansara  tranquilo. Sentí que el dolor volvía a desaparecer.


—Esta debe ser la magia de Daladier… —murmuré.


Una magia capaz de librarme del dolor y privarme de la conciencia. Fui un enfermo dócil gracias a ella. En mis sueños seguía escuchando a Maurice a mi alrededor; alguna vez lo vi. También a Miguel y Raffaele.


—Los Alençon tienen fuego en la sangre —dije en una ocasión. Las figuras de mis sueños dejaron de discutir con mi padre y se abocaron a atenderme. La sensación de los labios de Maurice besando mi frente fue tan vívida que juré que era cierto que se encontraba a mi lado.


Sin embargo, cuando despertaba y preguntaba por ellos, mis hermanos callaban y mi padre gruñía que ni Maurice ni sus primos habían estado en nuestra casa.


—¡Olvídalos! Esa amistad te ha cambiado.


—¡No sabes cuánto! —murmuré.


Me juraba a mí mismo ir tras Maurice pero ni siquiera podía levantarme de la cama. Estaba seguro de que ese adormecimiento constante venía de una botella. Empecé a rechazar el brebaje.


—Pero te dolerá… —dijo Didier insistiendo en que lo tomara.


—Necesito pensar —supliqué.


—Hablaré con el doctor,  por ahora sigamos sus instrucciones.


A petición de mi hermano, Daladier redujo la dosis. Una mañana pude levantarme y caminar. El costo fue soportar el dolor, que comparado con el que sentí el principio, no fue nada que no pudiera tolerar. Mis manos aún estaban en carne viva, horrendas, grotescas... Los dedos habían perdido la elegante forma que siempre me enorgulleció, todos se veían más delgados cortos y carecían de uñas.


—Por qué lo hiciste hermano? —preguntó mi bella Bernardette con dulzura, al verme estudiar mis manos a la luz de la ventana.


—Para ser libre… —respondí después de pensar.


Borracho, desesperado y lleno de culpa, quise castigarme por haber hecho sufrir a Maurice y borrar la consagración de la palma de mis manos. Esa era la verdad pero, siendo un hombre práctico, caí en la cuenta de que también había conseguido poner un impedimento definitivo para seguir ejerciendo el ministerio sacerdotal.


Las normas eclesiásticas prohíben que alguien con defectos físicos sea sacerdote, el estado de mis manos me descalificaba por completo. En mis cinco sentidos consideraba aquella agresión contra mí mismo algo extremo, estúpido y que no debía desperdiciar. Una luz de esperanza brilló al fin.


Comenté el asunto con Didier. Él no dudó que nuestro padre fuera a rendirse.


—Lo has herido —declaró con gravedad—, nos has herido a todos, al hacerte daño de esa forma. Nos debiste aceptar el obispado si no lo querías.


—Maurice tenía razón, yo no sabía lo que quería. Pero ahora lo sé: no quiero ser sacerdote y mucho menos obispo.


—¿Qué vas a hacer?


—No lo sé, pero no será lo que nuestro padre quiere.


—Te desheredará, Vassili.


—Hay cosas peores que eso. Ser quien no soy para complacer a todos, es una desgracia mayor que la miseria.


—No quiero verte sufrir más. Te ayudaré.


Me abrazó y sentí que volvíamos a ser los mismos niños que compartieron sus juguetes años atrás, mucho antes de que yo quisiera ser más que él, y le diera tanta importancia a un título. Lloré agradecido.


Tristemente sus negociaciones fracasaron estrepitosamente. Esa misma tarde nuestro padre entró en mi habitación seguido por Didier, que trataba de calmarlo,  y me enfrentó.


—Te irás a Roma cuando estés mejor, te consagraras obispo y asistirás a su tío en todo lo que necesite hasta que podamos hacer cardenal.


—Mis manos… — empecé a decir.


—Aún puedes ser útil a André. Aunque no celebres ningún sacramento, bien puedes hacer otras cosas. ¡No vas a desperdiciar tu vida!


—¡Efectivamente, no lo haré! Por eso no voy a seguir viviendo como sacerdote. Échame si quieres, ya no voy a hacerte caso.


—¿Quieres que todo París vuelva burlarse de ti?


—Todo París me importa poco.


—¡Si no vas a Roma con su tío, te irás a la calle sin nada! ¿Me oyes? ¡Nada! —señaló a la ventana, llovía.


—Hay desamparos más grandes que pueden darse en palacios. La calle está bien para mí.


—¡Entonces, fuera! Y que Dios te perdone por enviar a tu padre a la tumba…


Lo miré un momento, di unos pasos para acercarme a él y hablé con mucha calma.


—Fingiste tu enfermedad, ¿verdad?


—¿Cómo te atreves?


—No soy el único que piensa así —miré a mi hermano. Este se sorprendió.


—¿Se lo dijiste? —le preguntó mi padre furioso.


—Vassili es más listo que yo —respondió Didier—. Lo adivinó él mismo.


—Eres mal actor padre —dije con tristeza.


Me abofeteó furioso, humillado, incapaz de reconocer su propia ridiculez. Sentí el golpe como una nimiedad al compararlo con el dolor de mis manos.


—¡Vete, mal hijo! —gritó señalando la puerta de la habitación—, que el demonio se lleve tu alma.


—Adiós,  padre.


Quise buscar una casaca, estaba en mangas de camisa, él cerró la puerta del armario después que logré con mucho esfuerzo abrirla.


—¡No! —gritó—. ¡Si te vas, no llevarás nada! ¡Agradece que no te lance desnudo a la calle como mereces!


—¡Padre, está lloviendo, no puedes hablar en serio! —replicó Didier.


—Él lo ha elegido así. Ya no es tu hermano.


—¿Qué dices, padre? —exclamó Bernardette entrando en compañía de Celine y mis cuñados.


Todos abogaron por mí. Sonreí al ver que tenía una hermosa familia. Resultaba una cruel ironía comprobarlo el mismo día en que renunciaba a ella. Fui hasta una cómoda para sacar mis libros de notas.


—Esto es mío —dije—, quizás es lo único que me queda del tiempo en que he sido más feliz en toda mi vida. No lo dejaré.


Mi hermana Celine se apresuró a tomarlos para meterlos dentro de una alforja.


—Vassili, si le pides perdón quizá… —suplicó Bernardette poniendo sus manos temblorosas sobre mi pecho.


—No puedo quedarme…


—¡Que se vaya de una vez! —volvió a rugir mi padre.


—Vassili todavía está muy débil —insistió mi cuñada.


—Él no quiere ser un Du Croisés. Que se marche. No quiero escuchar nada más al respecto.


Mi hermano y uno de mis cuñados ayudaron a que bajara las escaleras.


—Vassili, no creas que nuestro padre no te ama —dijo Didier mientras avanzábamos—. Tu amigo Maurice le dijo cosas terribles y creo que lo hizo entrar en razón.


—¡¿Maurice estuvo aquí?!


—No dejabas de llamarlo, así que le avisé. Vino de inmediato y fue quien consiguió a esos doctores que te han salvado la vida. Nuestro padre los aceptó porque ya los otros habían hablado de cortarte las manos. Estábamos desesperados.


—No lo soñé… —murmuré asombrado. Nada más importaba.


—Tu amigo acusó a nuestro padre de tratarte como un objeto, con el que pretendía enaltecer a la familia. Dijo que si te amábamos debíamos dejarte ser libre para elegir tu destino. Por supuesto que la discusión terminó mal y nuestro padre le prohibió volver.


—Tengo que buscarlo…


—Todos los días viene. Mira, ahí lo tienes —dijo abriendo la puerta principal—. Incluso bajo la lluvia está esperando la oportunidad para verte.


Tras la verja que rodeaba nuestra mansión pude distinguir un carruaje con el escudo de los Alençon. Maurice abrió la puerta de golpe y saltó a la calle. Se aferró a los barrotes y gritó mi nombre. Miguel y Raffaele también bajaron.


—¿Lo ves? Te ha echado porque sabe que tus amigos no van a dejarte solo.


Quise correr, me sostuvieron con fuerza para que no cayera. Recorrimos bajo la lluvia el patio que nos separaba. Didier abrió la verja, Maurice entró de prisa,  me abrazó y no dejó de repetir mi nombre y preguntar cómo estaba. Yo me eché a llorar mientras le pedía perdón. Nunca fui tan feliz y a la vez tan desgraciado en mi vida. ¿Cómo pude herir a quien me amaba de esa forma?


—¿Pueden cuidar de mi hermano? —pidió Didier.


—Por supuesto —respondió Raffaele—. Déjelo en nuestras manos.


Mi hermano entregó las alforjas a Miguel. Antes de salir, me volví hacia mi casa. Vi a mi padre junto a mis hermanas tras la cortina de lluvia. Sentí que mi corazón era estrujado sin compasión. Les amaba pero no podía seguir siendo uno de ellos.


Las frías gotas me lastimaron, sentí la fiebre dominarme, perdí el paso y estuve a punto de caer, Maurice no pudo sostenerme. Raffaele me sujetó y levantó en brazos.


—Perdóname, Didier —susurré al verle afligido—. Dile a nuestro padre que me perdone.


—Perdónanos tú, Vassili, por no amarte lo suficiente.


Su rostro fue lo último que recuerdo antes de caer en las sombras. El dolor de mis manos, lo salvaje de mis emociones por aquel inesperado reencuentro y el remordimiento por todo lo que había hecho, me agotaron.


***


No olvido la nostalgia que me embargó cuando desperté en mi habitación del Palacio de las Ninfas. Fue como volver al hogar luego de un largo viaje. Recuerdo que Daladier me atendía y explicaba a Evangeline y a Maurice lo que debían hacer para mantener mis heridas limpias.


—¿Van a volver a atarme a la cama? —pregunté queriendo hacer una broma. Los veía tan serios y estaba mareado por el brebaje milagroso.


—Por supuesto —contestó molesto el doctor—. No quiero que todo mi esfuerzo se pierda. ¡Caminar bajo la lluvia fue estúpido!


—Pronto estarás mejor, Vassili —prometió Maurice.


—Ya lo estoy… —susurré y volví a dormirme.


Tiempo después, no sé cuánto, empecé a tener momentos de lucidez más prolongados gracias a que Daladier redujo la dosis otra vez. El dolor era al fin soportable. Maurice pasaba todo el tiempo a mi lado, abocado a hacerme sentir mejor.


Todos celebraban felices mi recuperación, yo no podía alegrarme. Cada vez que recordaba lo que había hecho, empezaba a pedir perdón desesperado. Él suplicaba que dejara de llorar asegurando que ya me había perdonado todo. Lejos de alegrarme, me sentía tan indigno de su amor  que volvía a maldecirme a mí mismo. Estaba atrapado en un ciclo interminable de autoflagelación al que arrastraba sin querer a quienes me rodeaban, y en especial a mi muy amado Maurice.


Además del remordimiento, enfrentaba otra tormenta: el estado de mis manos me horrorizaba.


—¿Alguna vez volverán a ser como antes? —pregunté un día a Daladier mientras aplicaba a uno de sus bálsamos.


—Me temo que no. Cambiaran un poco de color pero las cicatrices son imborrables. Piense en lo afortunado que es de mantener las manos en su sitio. Esos idiotas que buscó su padre casi le causan una gangrena. Tuvo suerte de que Charles había visto quemaduras como las suyas y sabía qué hacer. Y, por si no se lo han dicho, le informo que Raffaele  fue a buscarme hasta Austria para que calmara su dolor. Tiene mucho que agradecer. No pierda tiempo en lamentaciones.


—Tiene razón…


—¡Siempre la tengo!


Sonreí, me felicitó por hacerlo.


—Muestre esa cara a Maurice más a menudo. El pobre va a enfermar de angustia si le sigue viendo melancólico.


Hice el propósito de mostrarme animado. Lo conseguía durante el día, pero cada noche me sentaba en la cama a llorar porque no soportaba mi deformidad. Trataba de contener mis sollozos para no despertar a Maurice, solía quedarse a dormir en un diván en la misma habitación.


El dolor me había marcado el alma lo mismo que el fuego la piel. Ya no era la misma persona, mis fuerzas estaban mermadas y temía no poder volver a usar mis manos. Me sentía mutilado. Empecé a desear que el brebaje de Daladier volviera a mantenerme adormecido. El muy maldito no quiso darme la fórmula más fuerte cuando se lo pedí.


—Hombres compulsivos como usted crean vicios de cualquier cosa —respondió—. No voy a dejar que se aficione más de la cuenta a mi medicina.


Soportar mi propia existencia seguía siendo difícil a pesar de tener a Maurice a mi lado. Mientras más se abocaba a cuidarme, junto con sus primos, más culpable me sentía. Ni siquiera era capaz de tocarlo con mis espantosas manos. Él se mostraba sonriente pero era fácil adivinar que sufría.


—No hay nada más que pueda hacer —anunció Daladier tiempo después— sus manos están prácticamente curadas. Volveré cada tres días.  


Yo no estaba de acuerdo, las cicatrices seguían ahí y mis dedos se veían más pequeños y delgados. Sólo tres de ellos en la mano derecha y dos de la mano izquierda empezaban a aparecer las uñas. Guardé silencio y me resigné a que así serían por siempre.


—Gracias, Claudie —dijo Maurice.


—Cuida de él, mi amigo. Es un tonto crónico.


—Gracias, doctor. Estaré en deuda con usted por siempre —afirmé sincero.


—Está en deuda, sin duda. Págueme no volviendo a hacerme trabajar tanto otra vez. Y agradezca a Charles apropiadamente.


Cuando se marchó, sentí que el aire entre Maurice y yo ganaba densidad,  como si pesara y fuera a aplastarnos. Él se encontraba de pie junto a la cama, yo estaba sentado en la orilla de esta. Intenté abrochar mi chupa, quiso ayudarme.


—Puedo hacerlo sólo —susurré agradecido—. Debo empezar a valerme por mí mismo. Mira, no lo he hecho mal.


—¿De verdad estás mejor?


— Sí. No te preocupes.


—¿Entonces, por qué estás tan triste?


No pude responderle de inmediato. Me quedé en silencio, con la mente en blanco hasta que el recuerdo de las palabras de Raffaele y Miguel me golpearon. Era verdad, yo había sanado sus heridas para volver a abrirlas, lo había destrozado. Me eché a llorar.


—¿Vassili, qué te pasa? —su voz estaba cargada de angustia.


—¡Perdóname, te hice tanto daño…!


—Basta, por favor, no llores más. Ya te he perdonado. Además, también te fallé. No debí dejarte…


—¡Oh no! ¡Tenías razón en todo! Yo estaba ciego…


—Vassili, ahora estamos juntos… deja de llorar. No me gusta verte llorar.


—Te hice tanto daño… Es imperdonable.


—¿Ya no me amas? —Se arrodilló para que su rostro quedara a la altura del mío. Mostraba una gran inquietud


—¡Te amo más que nunca! —respondí asombrado por semejante pregunta.


—Entonces todo está bien —sonrió aliviado—. Yo no he dejado de amarte ni un momento.


Me besó.  ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que nuestros labios se encontraron? Una eternidad. A pesar de eso, aquella caricia me hizo daño, evocaba el recuerdo de todo lo que yo había rechazado por un maldito título.


—¿Vassili? —susurró preocupado al ver que no le correspondía.


—No puedo…


—Yo lo haré. No te preocupes…


Volvió a besarme poseído por el deseo. Sentía que era una profanación tocarlo después de mi repugnante comportamiento. Él insistió, me hizo recostar. Subió sobre la cama y se tendió a mi lado.  


—¡Basta, Maurice! —dije angustiado— ¡Tú mereces alguien mejor que yo!


—No quiero a nadie más, Vassili —dijo sonriendo con dulzura—. Deja de disculparte, todo ha quedado en el pasado.  


—¡No! —lo hice a un lado, me levanté de la cama—. No debes perdonarme tan fácilmente. No he hecho más que hacerte sufrir.


—Lo que pasó también fue mi culpa —se sentó cabizbajo—. Debí obligarte a recapacitar, luchar hasta hacerte entender el error que cometías. En lugar de eso, me desesperé al pensar que no me amabas y escapé. No sabes lo furioso que estoy conmigo mismo por haberte dejado solo —se levantó para colocarse frente a mí.  


—No debes pensar así… —retrocedí.


—Sabía que no ibas a soportar vivir una farsa, que podías volver a beber como antes, y aún así me marché… Perdóname.


—¡¿Qué dices?! Fui yo quien arruinó todo.


—Escúchame, por favor, Vassili —tendió su mano hacia mí, me quedé quieto y dejé que tocara mi rostro—. Cuando vi lo que te habías hecho, casi me vuelvo loco. Estuviste a punto de morir o de perder tus manos… Si yo no te hubiera dejado, no estarías así…


—Es el castigo que merezco —reconocí con tristeza—. No debes sentirte obligado a  seguir conmigo por eso. Lo mejor es separarnos,  Maurice.


—¡Deja de decirme qué hacer o qué sentir! ¡Te amo y nada va a cambiar eso! Eres el único que puede hacerme feliz, Vassili. ¿No lo entiendes?


Me conmovió. Sentí que me invadía esa calidez que había perdido. Quise acercarme, abrazarlo y decirle lo mucho que lo amaba… Pero al volver a verle con los ojos anegados, recordé cuando me dijo que había roto su corazón. Cubrí mi rostro y le pedí que me dejara solo.


—No lo haré —declaró acercándose—. Cada momento en que te he visto agonizar he jurado que nunca más iba a separarme de ti. ¡Vassili, busquemos la manera de ser felices!


—Vete,  por favor… —sollocé—. Me haces daño.


Esa era la verdad. Su manera de amar sin reservas me hacía sufrir porque yo no podía perdonarme a mí mismo. Se quedó paralizado, con una expresión de desconcierto. Trató de hablar pero no fue capaz de articular alguna palabra. Las lágrimas finalmente aparecieron y se marchó de la habitación derrotado y herido. De nuevo me maldije a mí mismo. Todo fue oscuridad y frío.


 


 


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).