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Engendrando el Amanecer I por msan

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Notas del capitulo:

Hemos llegado al final... 

En unos días voy a publicar un epílogo. 

Para los que quieran saber del segund libro, les invito a seguir mi blog. 

Llegué al palacio después de mediodía. Pierre, Asmun, Antonio y los dos pilluelos salieron a mi encuentro apenas bajé del carruaje.

—Monsieur es mejor que venga al invernadero a beber un rato con nosotros —dijo el jardinero nervioso.

—Después de comer iré con gusto a conversar con ustedes.

—Si entra al palacio ahora se va a indigestar —insistió.

Los observé con atención, todos los miembros de la Hermandad del invernadero habían cambiado un poco durante mi convalecencia, los tres adolescentes ahora eran más altos y desgarbados, Pierre estaba más achacoso porque el frío del otoño hacía que le dolieran los huesos, y Antonio parecía haber ganado peso.

Me preocupó verlos tan inquietos, incluso Asmun, que solía ser impasible, lucía nervioso y preocupado. Algo ocurría, algo malo. Imaginé lo peor.

—¿Madame Severine nos honra con su visita? —dije.

—¡Adivinó! Siempre tan listo, Monsieur —respondió Pierre.

—¡Como si no tuviera ya suficiente en qué pensar, aparece la terrible abadesa! —protesté.

—Mejor venga al invernadero y se ahorra el mal rato —intervino Antonio.

—No se preocupen. Ella no es más que una anciana con delirio de grandeza. No dejaré que me moleste.

—Esa mujer sabe cómo dañar a las personas —advirtió Asmun cortándome el paso—. No vaya, Monsieur. El duque y Raffaele han sufrido mucho por ella, usted aún está recuperándose.

—Gracias, Asmun, pero debo ir. Quiero ayudar a Maurice, Raffaele y Miguel.

El muchacho no sólo se hizo a un lado para dejarme pasar, sino que insistió en acompañarme. Supongo que también quería ayudar a su hermano y a sus primos.

Entré al palacio como quien va a un campo de batalla. No tenía miedo, había visto el infierno y lo había perdido todo una vez, difícilmente algo podría herirme de nuevo. Lo único que me importaba era proteger a los que amaba.

Me presenté en el comedor con una sonrisa afable como única arma. Había escuchado que discutían acaloradamente a medida que me acercaba, el ambiente era más hostil que nunca.

Tomé asiento frente a Madame Severine y junto a Maurice. La mirada de desprecio que la mujer me dedicó era para intimidar a cualquiera; la ignoré por completo.

—Veo que otra vez se siente usted en su casa —comenzó a decir mostrando una total carencia de ingenio.

—Su hermano me dijo que podía hacerlo. Sería un tonto si no acepto su amabilidad.

—¡Qué descaro!

—¡Ah! ¿Quiere hablar de descaro? —exclamé aparentando asombro—. Hablemos de cómo la mujer que hizo que rodara por las escaleras me dirige la palabra como si nada.

—¿Qué dice? —replicó ofendida.

—¿Es eso cierto tía? —chilló Raffaele fingiendo creer la acusación.

—¡Por supuesto que no!

—¿También va a negar que tiene la costumbre de venir al palacio de noche a encontrarse con su amiga? —dije con malicia señalando a Agnes que estaba de pie en un rincón—. Algo un poco extraño, si me permite opinar.

—No se atreva a poner en duda mi…

—Madame Severine, yo dudo de usted cuánto quiero. Es una monja sin clausura y sin caridad, un monumento a la soberbia, una anciana con el corazón petrificado que gusta de pisotear la tranquilidad de los demás. Apuesto que ha venido insistir en que Maurice se comprometa en matrimonio —la mujer enrojeció—. Sucede que sólo Théophane tiene derecho a decir algo al respecto, y él ha dado libertad a su hijo.

—¿Cómo se atreve a hablarme así?

—No puedo hablarle de otra forma. Usted confundió a mi padre hasta el punto de llevarlo a fingir una enfermedad para sacarme de este palacio.

—¿Es eso cierto tía? —gritó Maurice levantándose furioso.

—¡Por supuesto que no!

—Bastará con interrogar a ese doctor que usted presentó a mi padre, para saber si estoy en lo cierto.

—¡Cállese! —gritó perdiendo el control—. ¡Infame, mentiroso, libertino! ¡Lo único que quiere es poner a mi familia en mi contra!

—¡No me callaré! Lo dije una vez y ahora vuelvo a repetirlo: si me busca como enemigo, me encontrará con las armas preparadas. Ahora, si me permite, voy a comer.

Me quité los guantes y tomé los cubiertos haciendo uso de todas mis fuerzas para sostenerlos correctamente. Ella se horrorizó al ver mis manos y entendió el mensaje: yo la culpaba. Aunque el último responsable de todo lo ocurrido era yo, aquella desgracia, y toda la tragedia que la rodeó, se habría evitado si no me hubiera hecho abandonar el Palacio de las Ninfas.

—Tía, es mejor que te vayas —sentenció Raffaele—. Tú misma nos pusiste en tu contra, nos has hecho mucho daño a todos.

—¡No puedes dejarte influenciar por este hombre!

—Tengo mis propias razones para repudiarte: escribiste a mis abuelos contándoles acerca del suicidio de mi madre. Ni mi padre ni yo vamos a perdonarte jamás.

—Ya he dicho que no fue mi culpa —respondió tratando de mantener la compostura—. No sabía que Philippe los había mantenido engañados todo este tiempo.

—Lo único que hizo fue protegerlos de la verdad. Gracias a ti tuve que contarles todo lo que pasó esa noche y mi abuela cayó enferma por la pena…

—Yo no…

—No quiero verte en este palacio jamás. Y no vale la pena que te quejes con mi padre, él no quiere saber nada de ti ahora.

Madame Severine palideció. Frunció los labios y se marchó en silencio.

—Agnes, vete con ella —ordenó Raffaele.

—Señorito, no entiendo.

—Vete con mi tía ahora o vas a tener que marcharte caminando más tarde. No te quiero en este palacio. Asmun, asegúrate de que obedezca.

La mujer intentó decir algo, más al ver la expresión implacable de su señor, se marchó sollozando. El joven tuareg la acompañó.

Por unos momentos nadie se movió ni dijo nada. El rostro de Raffaele era intimidante. Miguel comenzó a aplaudir hasta que logró hacerlo abandonar sus funestos pensamientos.

—Has estado soberbio, Vassili —dijo el español alegremente.

—Un tanto sobreactuado —se burló Raffaele volviendo a ser él mismo—. Prepárate para cuando tía Severine quiera devolver el golpe.

—Raffaele, lo que has dicho sobre tus abuelos… ¿Qué ha ocurrido? —pregunté preocupado mientras volvía a colocarme los guantes.

—Nuestra encantadora tía Severine estaba tan ociosa que se le ocurrió decirle a mis abuelos que mi madre se había suicidado. Mi padre les había hecho creer que había muerto al caer de su caballo. Pues nuestra querida tía les escribió mientras él estaba en España contándoles la verdad. Ya imaginaras su reacción, estaban indignados.

—¿Por qué madame Severine hizo semejante cosa?

—Para obligar a mi padre a vivir en Francia y aceptar el puesto en la corte que Su Majestad le ofreció. Cuando regresó a Nápoles encontró a mis abuelos en pie de guerra.

—¿Cómo pudo Madame Severine llegar a semejante extremo?

—Tuve que viajar a Nápoles para resolver el embrollo mientras tú dormías acunado por Maurice y Miguel.

—No tenía idea… Lo lamento.

—No seas tonto, no podías hacer nada al respecto.

—Lamento que hayas tenido que pasar por eso y no haber sido capaz de ayudarte.

—Gracias, Vassili.

—Tus abuelos… ¿siguen disgustados con Philippe?

—No. No mucho al menos… Después que les conté todo lo que pasó esa noche, entendieron por qué prefirió ocultarles la verdad. Los pobres sufren más que nunca por lo que hizo mi madre, estaban mejor sin saberlo.

Entendí que había detalles en la historia más oscuros de lo que creía, lo vi en la manera en que Raffaele se quedaba sin vitalidad al recordarlo, en el dolor que mostraba Miguel y en la urgencia de Maurice por consolar a su primo colocando su mano sobre la suya. No me atreví a preguntar más, aquella tragedia era un tabú para los tres.

Quise aliviarlos de alguna manera, lo único que se me ocurrió fue proponer una distracción. El palacio había sido el recinto de la angustia y la tristeza por meses debido a mis desaciertos y a las intrigas de Madame Severine, ahora quería llenarlo de alegría.

—Deberíamos hacer una fiesta —dije sorprendiéndolos a todos—. Creo que no se ha celebrado adecuadamente mi recuperación.

—¿Hablas en serio? —soltó Miguel indignado.

—Me he salvado de milagro de ser obispo, creo que eso merece celebrarse.

Raffaele soltó una carcajada, Maurice comenzó a explicarme que debía pensar en celebrar el haberme salvado de mis heridas, obviamente se tomó en serio mis palabras, Miguel me bautizó con el mote de “incorregible”. Bastó con explicar mis verdaderas intenciones para que aceptaran.

Quería alegrarlos y a la vez agradecer a todos los que me ayudaron y se preocuparon por mí. También deseaba ver a mi familia, aunque sabía que mi padre nunca aceptaría la invitación, estaba seguro de que mis hermanos acudirían. Por último, quería ayudar a Bernard y brindarle la oportunidad de hablar con la hermana de Clément sin que nadie sospechara de sus sentimientos.

—Vassili, me conmueves —dijo Miguel—. Al final no eres tan egoísta como aparentas. Ni tan idiota

—Yo todavía no me fio —se burló Raffaele—. Maurice es mejor que lo mantengas con las riendas tensas por si acaso, nunca se sabe cuándo este burro va a volver a las andadas.  

—Confío en Vassili —respondió Maurice con calma—. Siempre lo he hecho y siempre lo haré.

Nos dejó a los tres asombrados.  No pude decir nada, la emoción ahogó mi voz. Tomé su mano y la besé agradecido, Miguel y Raffaele se limitaron a sonreír conmovidos. Una garra me estrujó el estómago cuando recordé mi situación con Sora, rehuí el pensar en eso y me sumergí en la planificación de lo que esperaba fuera una alegre velada.

Terminamos de comer como si la visita de madame Severine nunca se hubiera producido, aunque todos temíamos su venganza. Al menos ya no poseía ojos y oídos en el palacio.

Librarnos de Agnes representó un gran alivio por un lado y todo un problema por otro. Se requirió reorganizar a toda la servidumbre. Raffaele colocó al frente de todos al sirviente más antiguo, un anciano muy digno que gozaba de buena salud y al que Agnes siempre había mantenido opacado. Como contaba con el respeto de todos, la transición se hizo sin problemas. Sólo el pobre Pierre echó de menos a su hermana, los demás se sintieron aliviados porque solía ser inaccesible y tirana.

—Yo recuerdo a Agnes de otra manera —señaló Maurice cuando comentamos el asunto—. Fue mi nana por un tiempo y era muy dulce.

Raffaele afirmaba lo mismo. Recordé que ya lo habían mencionado antes. Comencé a temer que Philippe tuviera razón y que el Palacio de las Ninfas transformara a las personas si se quedaban mucho tiempo en él. Me empeñe con más ahínco en mi trabajo como maestro y decidí pedir a Joseph una paga por administrar la construcción del hospicio, necesitaba comprar una casa cuanto antes.

Claro que la sola idea de hablar con Joseph después de que Maurice le había confesado sus sentimientos por mí, me atemorizaba. El momento llegó cuando celebramos mi recuperación e invitamos a comer a todos nuestros amigos. Probablemente nunca trabajé tanto como ese día.

Quise que Maurice se sintiera cómodo a pesar que estar rodeado de mucha gente, cosa que nunca le gustó. Para eso convencí a Raffaele de traer a los pilluelos de San Gabriel en sus carruajes, junto con Sébastien y el doctor Charles y su familia. Aquellos niños seguramente echaron a todos los espectros del palacio con sus risas y palabrotas.

Llegaron luciendo sus mejores galas, algunas de las cuales yo había conseguido gracias a Clément y Bernard. Ellos convencieron  a todos sus conocidos de vaciar sus armarios de las ropas que sus hijos ya no usaban. Sólo fueron necesarias unas puntadas, que algunas mujeres de San Gabriel  dieron con gusto a cambio de nada. Ahorré una verdadera fortuna de esta forma.

Maurice ya había mandado a hacerles ropa nueva meses atrás, pero siempre he considerado que tres camisas son mejor que dos y que un niño lo más que sabe hacer es ensuciar y rasgar. Me dio gusto verlos a todos aparecer dándose aires de señoritos, peinando sus cabellos cada dos minutos, hasta que las ganas de correr por el jardín los vencieron. Renard y Aigle se encargaron de mantenerlos a raya.  

Al ver llegar a mis hermanos, cuñados y sobrinos, fui aún más dichoso. Sus abrazos y besos me conmovieron. Nunca iba a borrar el dolor que les causé, por eso aquel día era para ellos, para que vieran que ya no era el hombre cegado por el orgullo que fui. Mi padre aún seguía rechazándome y prohibió que se hablara de mí en su presencia. Me consoló saber que tenía buena salud.

Théophane y Joseph aparecieron poco después con los hijos de este último. Mi bella Adeline estaba en el último mes de su embarazo y no quiso acompañarlos, Virginie tuvo la sensatez de quedarse a cuidarla. Se lo agradecí, no la quería cerca de Maurice. Mis celos seguían tan salvajes como siempre.

Casi al mismo tiempo llegaron Daladier, Bernard, François y Etienne.  Se unieron a Raffaele y Maurice que preparaban alguna sorpresa secreta. Yo iba de un lado a otro, apresurando a los sirvientes, hablando un poco en cada grupo, y rescatando a Asmun de un ejército de niños, formado por pilluelos y nobles, que deseaba descubrirle el rostro.

Finalmente, apareció Clément con su madre y su hermana. Las dos se sentían algo fuera de lugar porque apenas nos conocían. Madame Léonore de La Valette era muy digna y amable. Su hija, Madeleine, me pareció bonita, alegre y tranquila, la mujer ideal para un hombre sencillo como Bernard. Le encargué a Miguel la tarea de hacerlas sentir cómodas, él hizo un excelente papel como anfitrión manteniendo a todas las mujeres  entretenidas en uno de los salones más cálidos.

El rostro de Bernard al ver a su amada fue tal y como esperaba. Nunca lo vi tan nervioso. A la hora de comer me aseguré de que estuviera sentado cerca de ella para que fuera inevitable que hablaran. Al fin pudo pasar tiempo con la mujer que hasta ese día había contemplado en la distancia.

Por la forma como ella lo miró en algún momento, supuse que podía llegar a tener algún sentimiento por él. Esto sólo hacía más trágico el hecho de que mi amigo estaba comprometido y atrapado por sus deberes como cabeza de su familia. A pesar de esto, sonreía como el hombre más feliz del mundo.

Por su parte, Clément entabló una fecunda amistad con Joseph. Los dos descubrieron que tenían en común la ambición para emprender y multiplicar el dinero. Se hicieron socios a partir de ese día, más adelante se les uniría Philippe. ¿Hasta dónde podían llegar un burgués y dos nobles con olfato para hacer dinero? La bonanza de la que han gozado los Alençon y los Gaucourt durante los últimos años surgió gracias a aquella sociedad.

Théophane por su parte no tenía intención de hablar de negocios ni sentarse entre las damas a conversar acerca de sus hijos, el tema favorito de Miguel. Se mantuvo correteando a los niños, molestando a las sirvientas bonitas y, después que Maurice le regañó, bebiendo aburrido. Para él aquello no era una fiesta, a pesar de los excelentes músicos que había buscado Raffaele. Le faltaba el baile y el cotilleo.

Durante la cena llegó a hablar abiertamente de su alegría porque Maurice ya no era jesuita, e insinuó que esperaba que algún día se decidiera a darle nietos. Mi amado pelirrojo estuvo a punto de decirle que ya se había enamorado de alguien, cuando Miguel propuso un brindis por estar todos reunidos y saludables. Creo que mi corazón tuvo más sobresaltos de los que podía aguantar en esos momentos.

Por la tarde tuvimos que recurrir a un juego de pelota para controlar a aquel ejército de niños. Fue en extremo divertido ver a todos tomar parte y correr como locos por los jardines, incluso los sirvientes. El griterío resultó ensordecedor. Maurice no pudo soportarlo y desapareció por unas horas. Cuando fui a buscarlo me pidió que lo dejara estar solo por un rato más. Lo complací aunque en ese momento no fui capaz de entender que era una verdadera necesidad para él.

Al llegar la noche Raffaele reveló la sorpresa que habían preparado: fuegos artificiales. Creo que volví a mi infancia, esa época en la que todo nos asombra y ser feliz es algo simple, mientras me dejaba deslumbrar por aquellas explosiones coloridas.

Durante toda la noche el palacio siguió iluminado y vivo. A los niños se les obligó a irse a dormir, lo cual no resultó nada fácil considerando que contábamos con una veintena de pilluelos. Nunca vi a los sirvientes tan agotados. Los adultos nos quedamos gozando de la música y de la amena compañía.

Yo estaba feliz al ver a todos sintiéndose a gusto. Cuando al fin nos retiramos a dormir, Maurice se metió en mi cama y me abrazó con fuerza.

—¡Al fin te tengo para mí! —exclamó.

—Lo siento, ha sido un día atareado.

—Pero también ha sido divertido… —susurró antes que el sueño lo envolviera.

Besé su frente y me dejé llevar por el cansancio. Podía felicitarme por lo bien que habían salido las cosas. Una hora después, el griterío de los niños nos despertó. Los pilluelos reclamaban a su jefe para jugar. Maurice tuvo que vestirse y salir a calmarlos, le despedí en la puerta de mi habitación con un beso. Después de verle marchar me quedé petrificado al voltear y descubrir a Joseph en el corredor.

—Busqué a Maurice en su habitación y no lo encontré —dijo muy serio—. ¿Aún te cuida por la noche?

No pude decir nada.

—Creí que ya te habías recuperado del todo —sujetó una de mis manos y la levantó para observarla bien—. Esas cicatrices son terribles… espero que desaparezcan pronto… Dile a Maurice que Leopold quiere que lo lleve al lago… Yo voy a seguir durmiendo.

—¿Realmente es denso o bebió demasiado?—murmuré aliviado después que se metió en su habitación. Juré que tendría más cuidado en adelante.

Por la tarde todos los invitados se habían marchado y la tranquilidad volvió a reinar entre nosotros. Raffaele y Miguel se burlaron cuando les conté sobre mi encuentro con Joseph, Maurice no le dio importancia al asunto. Tuve que regañarlo para que entendiera que no podía ir contándole a todo el mundo sobre nuestra relación.

—Es difícil no decirlo si a cada momento me preguntan qué voy a hacer ahora que no soy jesuita —protestó—. La mayoría piensa que debo casarme.  

—¡Ah, no hables de eso! Cuando Théophane dijo que quería que te casaras y lo llenaras de nietos, me atraganté.

—No te preocupes, Vassili, Maurice no se casará jamás. A menos que tú te pongas un vestido —se burló Raffaele soltando una carcajada—. ¡Pero te verías ridículo!

Miguel se sonrojó incómodo. Yo sentí deseos de patear a Raffaele. En cuanto tuve oportunidad esa semana, fui a su despacho para hablar a solas con él.

—Pronto tu modisto enviará unos trajes que deberás pagar sin quejarte —dije mientras paseaba contemplando los libros de los estantes.

—¿Acaso no tienes ya suficientes?

—No son para mí, los mandé a hacer para Miguel.

—Perdona que sea algo tradicional, Vassili, pero prefiero ser el único que compre ropa para el hombre que amo.

—Lo vas a pagar y será un regalo de tu parte, por tanto será a tí a quien él agradezca.

—Eso es bueno, aunque sospecho que todo esto tiene un “pero”.

—Son trajes de mujer.

Abrió los ojos y la boca, se quedó quieto por unos instantes, luego recostó la frente sobre el escritorio.

—Temía que este día llegara —dijo pesaroso.

—Miguel se ve muy bien como mujer

—¡Pero no lo es!

—Sí lo es. Así es como se siente. Está en el cuerpo equivocado.

—No sé si podré acostumbrarme a la idea…

—Dijiste que te daba igual.

—No es necesario que me lo recuerdes.

—Es un asunto muy delicado. No puede darte el lujo de titubear y bajo ningún concepto debes confirmar los temores que tiene sobre ti.

—¿De qué hablas? ¿Qué temores?

—Miguel cree que lo consideras ridículo.

—¡Maldición!

—No se atreve a mostrarse como mujer ante ti por eso, aunque lo desea tanto que el otro día lució un vestido y dejó que yo lo viera.

Se levantó y se acercó amenazante. Yo también me puse de pie.

—¡Repite eso que has dicho! —rugió.

—Que yo ya lo he visto y tú no —respondí desafiandolo—. Que lucía muy feliz y hasta me dio un beso para agradecer que halagara su belleza.

—¡Te voy a…!

—Y pensar que hoy te burlaste de mí al decir que iba a verme ridículo con vestido —continué, acentuando el drama—. ¡Qué torpe eres! Miguel no le encontró gracia a tu broma.

—¡Diablos!

—Pobre Miguel, que tiene de amante a semejante bruto.

—¡Ya cállate! Ya entendí. ¡Si Miguel quiere ser mujer que lo sea! Mientras esté contento, por mí está bien. Además, bajo las sábanas sigue siendo el mismo de siempre.

—Debes entender que se siente mujer.

—Ya lo sé, ya lo sé. No me des un sermón —caminó de un lado a otro por un rato. Estaba muy nervioso—. No hay que darle más vueltas… dime, ¿se ve realmente bien?

—Te sorprenderás.

—Lograste despertar mi curiosidad —respondió sonriendo.

Tomó su bastón y ordenó a gritos que prepararan un carruaje. Me obligó a acompañarlo a buscar los vestidos. Solamente el de color rojo estaba terminado, lo tomó a pesar de las protestas del modisto, que deseaba afinar algunos detalles.

Apenas regresamos al Palacio de las Ninfas, Raffaele se presentó con una enorme caja ante Miguel. Este se encontraba en el salón de música, tocando el piano  mientras Maurice arrancaba acordes a su violín.

—Tengo un regalo para ti, vida mía —dijo triunfante.

—¿Un regalo? Con qué motivo?—repuso suspicaz Miguel.

—Simplemente porque te amo —respondió impetuoso poniendo la caja sobre el piano.

Al abrirla y ver el traje, Miguel se asustó.

—¿Qué es esto?

—Vassili me dijo que querías un vestido y lo mandé a hacer para ti.

—Pero…

—¡Vamos, pruébatelo, me muero de ganas por ver cómo luces!

—Pero dijiste que era ridículo…

—Dije que Vassili se vería ridículo porque él es feo; tú, en cambio, eres la criatura más hermosa sobre la tierra.

—Te burlarás…

—De ninguna manera.

—¡Ya lo estás haciendo!

—Por supuesto que no. Vamos, deja de hacerte rogar. Te mueres de ganas por ponerte este bello vestido y yo por desnudarte y hacerte el amor. ¡Vayamos a la habitación y hagamos todo eso en el orden que quieras!

Miguel pensó por un momento. Se quedó observando el vestido rojo en manos de Raffaele, luego nos miró a Maurice y a mí interrogándonos. Hice un gesto con mi cabeza para animarlo a aceptar. Al volver a  ver el rostro entusiasmado de su amante, cruzó los  brazos aparentando enojo.

—Debes ser más galante al pedirlo —exigió.

Raffaele lo sujetó por la cintura y lo atrajo hacia él.  

—Amor mío —dijo vehemente—, muero por hacerte feliz —lo besó lleno de pasión, olvidando la galantería por completo.

—Creo que me has convencido —respondió riendo Miguel y le devolvió el beso con el mismo ímpetu.

—Adiós, que nadie nos moleste —declaró Raffaele llevando la caja con el vestido bajo el brazo y a su primo sonriente tomado de la mano.

—¿Miguel volverá a vestirse de mujer? —se quejó Maurice.

—Al menos alguna vez debemos permitirle que lo haga. Ya sabes cómo se siente.

—Mientras sea feliz y no deje la esgrima —concluyó soltando suspiro.

Solté una carcajada y lo besé para celebrar su ingenuidad

—Esa pieza que estabas tocando se oía muy bien —dije después—. No la reconocí.

—La compuse para ti con ayuda de Miguel. Aún no está terminada.

—¿Para mí?

—Sí. Cuidarte durante tu convalecencia fue bastante aburrido y agotador, así que me entretuve como pude. La verdad es que la has escuchado un montón de veces mientras dormías.

—¿Puedo escucharla ahora?

Pidió que me sentara, luego dio vida con su violín a una hermosa melodía. La música comenzaba con alegría pero después tenía momentos tormentosos. Después daba paso a la tristeza para finalmente llenarse de vitalidad y dicha.

De repente, me di cuenta de que todas las emociones que habíamos experimentado desde que nos conocimos estaban contenidas en esa pieza, y que, para mi sorpresa, lo que prevalecía era un sonido lleno de calidez. Una armonía que bien podía tomar la forma de un incendio o de una caricia. ¿Eso era yo para Maurice? ¿Qué quería decir con aquella música?

No pude retener las lágrimas al ver la expresión con que tocaba. Sus ojos estaban cerrados y sonreía, incluso cuando la pieza se volvía terrible. Como un Cristo que lleva su cruz con una sonrisa, Maurice me narraba lo que yo le había hecho sentir con mis desaciertos, sin reprocharme nada, abriendo los brazos para acogerme tal y como yo era.

El acorde final de aquella pieza tenía que darlo yo, aceptando su amor gratuito e incondicional.

—Te amo —murmuré dispuesto a sumergirme en aquella fuente inagotable.

Cuando terminó, tardó un momento para abrir los ojos y posarlos sobre mí, expectante. Me levanté y lo besé con ternura. Él entendió que esa era mi respuesta a su declaración de amor.

—¿Sabes cómo la he llamado? —dijo sonriendo.

—No tengo idea.

—Amanecer. Por qué eso es lo que eres para mí.

—Maurice, no te merezco pero quiero amarte y ser amado por ti el  resto de mi vida.

—Eso mismo deseo yo, Vassili.

Esa noche hicimos el amor en mi habitación como quien realiza un acto sagrado. Cuidando cada detalle, sin temor al futuro y dejando atrás el pasado. Agradeciendo el momento compartido y haciéndolo eterno.

Cuando se durmió, me levanté y busqué la caja con la carta de Sora. La llevé hasta la chimenea y contemplé aquel fuego cuyo poder bien conocía. Sostuve la carta por largo rato, sin abrirla. Quise leer aquellas palabras inéditas pero temí que no sería capaz de abandonar a su autor si llegaba a confirmar lo que ya sabía, que me amaba y estaba desesperado por verme.

Arrojé todo a las llamas con la certeza de que estaba condenando a Sora. Me pareció un espectáculo espantoso, incluso mis manos comenzaron a doler igual que el día en que las quemé. También sentí una terrible punzada en el pecho, como si me arrancaran una parte del corazón.

Era imposible que fuera indiferente a Sora. Lo amaba, sí. No como a Maurice, pero lo amaba. No quería que sufriera, deseaba que fuera feliz… y aún así, lo estaba condenando al olvido. Ni siquiera me atreví pedirle perdón desde la distancia, era plenamente consciente de que mis acciones eran imperdonables.

—Está hecho —dije al ver que no quedaba rastro del papel y que la caja era presa por completo de las llamas.

Cuando levanté la vista, descubrí a Maurice sentado en la cama, mirándome preocupado.

—¿Qué haces, Vassili?

—Tenía frío y quise avivar el fuego —mentí, la última mentira que le diría en la vida.

—¿No te da miedo?

—Sí, pero es tiempo de dejar todo eso atrás.

Maurice sonrió como si yo hubiera superado sus expectativas, estaba orgulloso de mí y lo demostraba a cada momento.  Esto, junto con su confianza ciega, resultaba abrumador. Caminé hacia él sabiendo que nunca sería digno de su amor y de su compañía.

Sin importar que hiciera, siempre tendría sobre mí un pecado imposible de absolver: haber abandonado a Sora. No iba a engañarme a mí mismo, debía aceptar que era un hombre infame y aferrarme agradecido al amor de Maurice con todas mis fuerzas, porque ya no podía vivir sin él.

—Te amo, Maurice, eres mi sol —declaré después de meterme en la cama junto a él.

Su respuesta fue un beso en el que la ternura y la pasión se mezclaron para embriagarme y confirmar que podía atreverme a ser feliz a su lado a pesar de mí mismo. Esa noche me entregué al sueño con la esperanza de que el alba llegaría pleno de dicha si lo recibíamos juntos.

 




Fin




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