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Engendrando el Amanecer I por msan

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Notas del capitulo:

Si Sophie te parece odiosa, espera que conozcas más a su madre...

La brillante idea de Raffaele era en realidad infantil y ridícula. Pensaba traer el Paraguay hasta el palacio de las Ninfas  pintando frescos en las paredes de una habitación. Aunque me burlaba de su puerilidad, a la vez agradecía que le brindara a Maurice otra cosa en qué pensar. Sabía que si mi amigo reflexionaba mejor en nuestra situación, se convencería de que lo más razonable era separarnos. 

Al mismo tiempo, el proyecto  de pintura me daba la excusa perfecta para hacerme el indispensable. Maurice todavía no se recuperaba por completo, necesitaba asistencia para semejante trabajo y yo estaba feliz de tomar el puesto.

Por su parte, Raffaele, le había proporcionado una gran alegría a Miguel, quien amaba la pintura incluso más que a las armas. Se mostraba así como el amante más detallista y el mejor de los sirvientes. Los frescos sobre el Paraguay no eran otra cosa que una estrategia de conquista y seducción.

La habitación elegida fue la que décadas atrás había utilizado la vieja duquesa. Raffaele ordenó vaciar el lugar, limpiarlo y blanquear sus paredes. Durante varios días un ejército de sirvientes se dedicó a esta tarea mientras Agnes iba y venía santiguándose, anunciando que a la vieja duquesa no le iba a gustar semejante desalojo.

—Mi abuela ya no necesita esta habitación —objetó con gracia Raffaele—, tiene una a su medida en el mausoleo familiar, así que no te preocupes.

—Pero, señorito, ¿qué va a hacer con todas sus cosas?

—Todo lo que no sirva, como esos vestidos apolillados, pueden incinerarlo. Esa manía de conservar las habitaciones tal y como las dejó el difunto, es algo estúpido.

—Pero...

—Sin peros. Mi padre aprueba todo lo que estoy haciendo y él es el duque.

La mujer se tragó todas sus quejas y pasó a la súplica.

—¿Puedo o preguntar qué hará con la casa de muñecas? Usted sabe que su abuela estaba muy apegada a ella.

En ese momento, Maurice, Miguel y yo nos encontrábamos admirando la pequeña edificación y la belleza de sus inquilinos con rostro de porcelana.

—Está en perfectas condiciones— señaló Maurice dando unos golpecitos al techo.

—Las muñecas son adorables —agregó Miguel mostrando la réplica de su madre.

—Seguramente la pequeña Josefina gozará si se le regalas todo esto —sugirió el primero, refiriéndose a su sobrina, la hija de Joseph.

—Cierto, ella aún está en edad de muñecas —respondió Raffaele muy complacido.

—Señorito, no puede regalar lo que no es suyo —se empeñó la mujer—. Esas muñecas y esa casa pertenecen a la duquesa.

—Agnes mi abuela está muerta, ya no juega con muñecas.

—¡Señorito, no moleste a los muertos!

La sombría advertencia de la encanecida sirvienta fue seguida por un silencio incómodo. Seguramente Raffaele y Maurice recordaron, como yo, a la mujer de negro.

—¡Bien, muevan la casa y las muñecas a otra habitación y asunto arreglado! —rezongó derrotado Raffaele—. Pero yo me quedo con esta —agregó tomando la muñeca pelirroja que representaba a su tía Petite.

Los sirvientes obedecieron y, guiados por Agnes, dejaron aquellos juguetes en la habitación más cercana, una que había pertenecido a madame Thérese.

Nos olvidamos pronto del asunto fantasmal y continuamos con los preparativos. Aproveché un momento en que nos separamos de los otros, para molestar a Raffaele sobre la muñeca de su tía.

—¿Piensas dormir abrazado a ella?

—Prefiero dormir abrazado a Miguel o a ti, en su defecto —contestó con su acostumbrada astucia—. Pero quizá deba ir a la habitación de Maurice esta noche, seguramente me dará la bienvenida en su cama si le digo que tengo miedo de la abuela.

—¡Imbécil! —refunfuñé celoso. Él sonrió satisfecho, sabía bien cómo molestarme.

Mi situación con Maurice era muy rara. Él lucía más cómodo a mi lado y yo procuraba contenerme a fin de no darle motivos para dudar de que era una buena idea vivir juntos. Cualquiera podía pensar que habíamos vuelto al tiempo en que éramos simples amigos. Nada más lejos de la realidad, tanto para él como para mí todo había cambiado. La prueba estaba en lo que yo sentía y en las miradas que él me dirigía cuando creía que nadie iba a percatarse.

Ya no me veía como un amigo, eso era indudable. Me deseaba tanto como yo a él. Restaba averiguar qué iba a ser más fuerte al final, si su fidelidad a sus votos o la pasión que yo le hacía sentir. Estaba dispuesto a esperar lo que fuera necesario por la respuesta. Obviamente pensaba presionarlo, pero no de inmediato. El tiempo de ser imprudente había quedado atrás, en ese momento estaba consciente de que necesitaba jugar mejor mis cartas.

Me convertí en su ayudante, a pesar de no tener ningún conocimiento sobre técnicas de pintura. Al principio creí que sería un asunto entretenido, y ciertamente lo fue. Pero también llegó a convertirse en uno de los trabajos más absorbentes y agotadores que he tenido que afrontar.

En cuanto los muros estuvieron blanqueados, Maurice y Miguel se dispusieron a comenzar con los dibujos. Ya habían preparado muchos bocetos sobre lo que deseaban pintar, pero igual discutían por horas respecto a cualquier detalle.  Si Raffaele o yo nos aventurábamos a dar nuestra opinión, recibíamos una muy mala acogida, en la que nos recordaban que de pintura o del Paraguay no teníamos idea.

Cuando lograron ponerse de acuerdo, los dos artistas trabajaron un día y una noche entera dibujando. A Raffaele y a mí nos encontró el amanecer dormidos en nuestras sillas, con un horrendo dolor de cuello y espalda. Vimos con terror que los dos tenían intención de seguir con la tarea. Raffaele atrapó a Miguel y lo cargó sobre su hombro, como si fuera un bulto, para llevarlo a su habitación y obligarlo a dormir sin prestar atención a sus protestas.

—Si no quieres que haga lo mismo, vete a descansar—advertí a Maurice dándole a entender que no aceptaría excusas—. Después de dormir, podrás dibujar mejor.

Aceptó a regañadientes y fue por sus propios pies, y muletas, a su habitación. Yo aproveché para irme a dormir también. Era el comienzo de días tan intensos que terminaba agotado, hasta el punto de que ni siquiera deseaba tener compañía en la cama. En cambio, los dos artistas mostraban más energía que nunca y, si no teníamos cuidado, volvían a levantarse durante la noche para retomar sus lápices y pinceles.

Pronto los dos ayudantes nos dimos cuenta de que necesitábamos otras manos. Como no queríamos involucrar a los sirvientes, invitamos a quienes ya sabíamos que amarían contribuir en semejante empresa: Bernard, Clément, François y Etienne.

Aquella habitación se convirtió en un lugar lleno de jovialidad y vida, donde compartimos el trabajo y las comidas. Hablamos de todo, desde el Paraguay hasta los últimos rumores de Versalles, cambiamos el mundo y lo volvimos a dejar igual. Fueron días cargados de una camaradería que siempre atesoraré.

Pasada la primera semana, llevábamos la mitad de las paredes cubiertas con los colores que Maurice y Miguel nos indicaban. Ellos iban agregando luego los detalles y dando forma a la selva del Paraguay, a la fachada de una Iglesia y algunas casas de una Reducción y, lo más ambicioso, a un grupo de Guaraníes. A leguas se veía que ambos eran unos perfeccionistas consumados y no tenían intención de dejar a nadie más dar los trazos más importantes. Sobre todo a un torpe como yo. 

Miguel llegó incluso a arrancarme los pinceles de las manos después de verme hacer una línea, acusándome de haber nacido negado para el arte. Estaba demostrando que algo de la prepotencia que exhibió antes formaba parte de su verdadera personalidad. Maurice, en cambio, dijo que algún día yo lograría pintar algo aceptable, si practicaba todo el tiempo por el resto de mi vida.

Raffaele tampoco era bueno con los pinceles, pero sus trazos tenían más decencia que los míos y Miguel nunca lo censuraba, incluso si debía reparar algún estropicio que él hiciera.

—Acepta que pinto mejor que tú, Vassili —se vanaglorió cuando me quejé del trato privilegiado que le daba su amante—. Es lo que pasa cuando eres alumno del padre Petisco. Ese demonio me obligó a aprender de todo.

No quedaba más que reírse de la manera en que Miguel cambiaba de actitud cuando lidiaba con Raffaele. Y resignarme a que mis tareas se limitaban a alcanzarle a Maurice cualquier cosa que necesitara y limpiar los pinceles. Etienne me acompañaba en este papel porque tampoco era capaz de hacer una línea recta. Los demás tenían un nivel bastante aceptable y los dos “Maestros” les dirigían encantados. 

Era una ilusión creer que no tendríamos más opositores, además de la vieja Agnes que no hacía más que lamentarse por el  corredor. Un mal día recibimos la visita de madame Pauline. Ninguno notó su presencia hasta que estuvo de pie en medio de la habitación, observando los frescos con el rostro transformado por la ira. Miguel se mostró muy asustado, como si su madre fuera el mismo diablo. Raffaele fue el primero en hablarle. 

—Mi querida tía, no sabía que vendrías —la saludó empalagoso.

—¡¿Qué has hecho con la habitación de mi madre?! —gritó ella con una expresión  que espantaría hasta al más valiente.

—Agradezco que no levantes la voz, te puedo escuchar perfectamente —respondió su sobrino con una desafiante tranquilidad—. Como puedes ver, estoy haciendo unos cambios.

—¿Cómo te atreves? ¡Esta es mi casa! ¡No tienes derecho!

—Esta es la casa de mi padre, puedo hacer lo que quiera.

—¡Infame! ¡Eres un infame! ¿Qué has hecho con la casa de muñecas? Es mía, madre quería que yo la tuviera.

—¿Por qué no te la llevaste antes? —Ella no fue capaz de responder. Raffaele borró su sonrisa y la encaró con tono severo—. Nada en esta casa es tuyo. Es mejor que te vayas, estás interrumpiéndonos.

—¡No me hables así! —Levantó su mano amenazando con abofetearlo. 

—Madre, por favor, cálmate —Se apresuró a decir Miguel, mientras trataba de interponerse entre ellos—. Hacemos esto para distraer a Maurice, ya sabes que se ha herido el pie y...

—¡Siempre lo mismo! ¡Maurice! ¡Maurice! ¡Maurice! Todas las desgracias vienen de ese maldito —Se acercó a su sobrino, quien estaba de rodillas sobre una silla con sus instrumentos en la mano. Lo sujetó por el cabello y tiró de él con todas sus fuerzas.

Maurice perdió el equilibrio, soltó el pincel y la paleta, y se puso de pie para no caer al suelo. Dio un respingo debido al dolor que le causó su lesión. Corrí a sostenerlo y sujeté a madame Pauline por la muñeca para obligarla a soltarlo, pues no dejaba de zarandearlo como una fiera.

—¡Suéltame!—gritó Maurice furioso apartándola de un manotazo—¡Ya no soy un niño y puedo devolverte tus maltratos! —Tuve que sostenerlo para que no se arrojara sobre ella.

—¡Atrévete demonio! Debieron ahogarte al nacer como quería nuestro padre. ¡Tú mataste a tu madre!

Maurice se quedó inmóvil y lleno de confusión ante semejantes palabras.

—¡¿Estás loca?! —replicó Raffaele sujetándola de los brazos, para alejarla de su primo—. Maurice no tuvo nada que ver con la muerte de tía Thérese.

—¡Suéltame Raffaele! Eres igual a Philippe, destruyes todo lo que tocas. Ensuciaste a mi hijo, me llenaste de vergüenza... ¡Ojalá nunca hubieras nacido y ojalá tampoco hubiera nacido tu padre!

Raffaele miró dolido a Miguel, quien negó con la cabeza con una expresión llena de compasión, como si le estuviera pidiendo que no escuchara a su madre. Pero madame Pauline continuó su arenga contra el duque Philippe, maldiciendo su existencia, protestando que él fuera el heredero a pesar de haber nacido después de ella, proclamando su propio valor como heredera y, finalmente, lanzando la peor acusación contra su hermano.

—¡Philippe hizo tan miserable a tu madre que ella terminó lanzándose por la ventana!

Como si algo hubiera sido invocado, enseguida se produjo un cambio en los tres primos. El mayor palideció, perdió toda su fuerza y se quedó de pie con el desamparo reflejado en el rostro. Maurice y Miguel se transformaron en dos fieras y conminaron a madame Pauline a callarse y salir. Su hijo incluso la sacó a empujones de la habitación.

Una vez que nos libramos de ella, todas las miradas y sentimientos se concentraron en Raffaele. Maurice se acercó a él, le acarició el rostro para quitarle unas lágrimas que habían escapado de sus ojos fijos en el vacío.

—Raffaele, no pienses en eso...

—Está bien, Maurice —respondió sonriendo para tranquilizarlo.

Los demás quisieron despedirse y dejarnos, pero Raffaele insistió en que continuarán trabajando. Pidió disculpas por la escena que había dado su tía y pretendió que todo estaba bien. Luego se excusó para bajar y asegurarse de que aquella peligrosa mujer se hubiera marchado. Lo seguí.

Encontramos a Miguel discutiendo con su madre ante el carruaje. Ella llegó al extremo de abofetearlo. Esto provocó que Raffaele perdiera por completo los estribos. Bajó las escaleras de la entrada del palacio de un salto, levantó a su tía en brazos y la arrojó dentro del carruaje.

—¡Vete de inmediato! —gritó al cochero—. ¡Si vuelves a  traerla te pondré una bala entre los ojos!

El sirviente no esperó a que volvieran a decírselo y se llevó a toda velocidad a la horrible mujer, que no paraba de maldecir.

—Lamento mucho haber tratado así a tu madre—se disculpó ante Miguel, que se había quedado asombrado. Como respuesta, le sujetó el rostro con las manos y lo besó.

—Nada de lo que ella dijo es cierto. No debes pensar en eso —le susurró después, uniendo su frente con la suya.

—Te amo —respondió Raffaele lleno de convicción.

—Y yo a ti. Así que no pienses en nada. Ni en tu madre ni en la mía.

Raffaele le abrazó y escondió su rostro en su  hombro. Lo escuché sollozar. Me marché deseando que su reconciliación fuera al fin completa.

Regresé a toda prisa a la habitación, estaba preocupado por Maurice. Las palabras que su tía le dedicó también fueron terribles, era imposible que no lo afectara. Lo encontré pintando y repintando un pequeño espacio. Los otros le miraban inquietos, sin saber qué hacer.

—¿Qué les parece si tomamos un descanso?—anuncié fingiendo una alegría que no sentía—. Mañana podemos continuar.

—Me parece perfecto, Vassili— respondió Etienne animando a los otros a salir.

Se despidieron de Maurice, quien trató de mostrarse afable. Miguel y Raffaele volvieron en ese momento y los acompañaron hasta las puertas del palacio, ofreciéndoles un carruaje.

Al quedarnos solos, Maurice se volvió hacia la pared y continuó manchándola con el pincel. Me acerqué para abrazarlo por detrás.

—Llora si quieres.

—No quiero llorar. Estoy furioso

—Grita entonces.

—¿Para qué? Ella no puede escucharme y tú no mereces presenciar los insultos que se me han quedado atragantados.

—Tienes que quitarte de encima toda la amargura que ella ha dejado.

Hizo que lo soltara. Se dio vuelta y se sentó en la silla. Su pie seguramente le dolía

—Sé que me odia. Sé que está medio loca y aun así no dejo de sorprenderme por lo que dice. Yo no tuve nada que ver con la muerte de mi madre, estaba en el noviciado y ella se fue a vivir en un convento de Carmelitas como penitente.

—¿Se fue un convento? Pero estaba casada…

—No ingresó en la orden. Sólo pidió vivir con las Carmelitas y someterse a todo tipo de disciplinas. Esas monjas aceptaron por las donaciones que ella les hizo a cambio.

Maurice me contó entonces que madame Thérese asumió una vida llena de rigorismo y penitencia diciendo que quería ser menos mundana. El padre Petisco se opuso a semejante iniciativa acusándola de ser víctima de escrúpulos, ella no lo escuchó. 

Duró pocos años. Acostumbrada como estaba a una vida llena de cuidados y remilgos, no soportó el invierno en aquel convento de piedra y desarrolló una tuberculosis que la mató poco a poco.

—¿Por qué demonios tía Pauline me culpa?

—Ya lo dijiste, está loca—volví a abrazarlo—. No pienses más en eso.

—¿Y por qué me odia tanto? —su voz reflejaba toda la frustración que le causaba enfrentar algo ambiguo—. Cuando mamá me llevó a España tuve que soportar muchas palizas injustas por culpa de tía Pauline. Es igual que el abuelo.

—Olvida todo, Maurice. Como bien has dicho, ya no eres un niño al que ella puede maltratar impunemente.

—Me hubieras dejado golpearla—se quejó dándome un ligero golpe en el pecho.

—Me disculpo por ser tan entrometido—Le arreglé el cabello y lo besé en la frente.

Él permaneció unos instantes mirándome en silencio. Después se levantó y nuestros rostros quedaron muy juntos. De repente rodeó con sus brazos mi cuello, sonrió con cierta picardía y me causó un vuelco al corazón con un beso fugaz.

—Gracias por no dejarme hacer algo malo. Golpear a una mujer es una canallada, según el padre Petisco.

 —Tentar con un beso a un hombre que está loco por ti, no es muy noble.

—Perdona, no pude resistirme —se mostró arrepentido

—Yo tampoco—le sujeté el rostro y lo besé. No fue capaz de resistirse. Los dos nos saboreamos el uno al otro sin pensar en nada más.

—Excelente, sigan siendo discretos—exclamó Raffaele desde  la puerta, provocando que diéramos un salto y giráramos para verle—. La vieja Agnes seguro se morirá al verlos y al fin me libraré de ella.

 —Maurice, luego no vengas llorando por faltar a tus votos. Se ve que lo estás disfrutando —le acusó Miguel en un tono tan socarrón como el de su primo.

Maurice no supo que decir, el color de su rostro estuvo cerca de igualar al de su cabello. Terminó escondiéndose tras de mí.

—No te preocupes, Vassili está feliz de ayudarte a olvidar el mal rato con Tía Pauline. ¿No es cierto señor abate?

—Raffaele, debes aprender el valor del silencio—sentencié deseando patearlo.

Terminamos dejando atrás nuestro desencuentro con madame Pauline en medio de las bromas de unos, y el intento de partirle una muleta en la cabeza a sus primos, por parte de otro. En la cena, Raffaele y Miguel se retiraron temprano. Imaginé que finalmente pasarían la noche juntos. Maurice se despidió después de jugar a las cartas y yo volví a mi habitación rememorando el beso de la tarde.

Antes de meterme a la cama, escuché que daban unos suaves golpes a mi puerta. Abrí temiendo que fuera la vieja duquesa preguntando por su casa de muñecas, me sorprendí al ver a un abatido Raffaele tratando de sonreír.

—¿Miguel te ha desterrado de su habitación? —le pregunté mientras cerraba con llave después que entró.

—No. Me he marchado por propia iniciativa —se echó en uno de los sillones suspirando cansado.

—¿Porqué? Todo indicaba que hoy tenías oportunidad de conseguirlo.

—Sí, Miguel seguramente quería consolarme por lo que me dijo su madre. Parecía muy dispuesto a entregarse, mas yo podía sentir que temblaba cada vez que lo tocaba. Cuando le dije que estaba cansado y que prefería irme a dormir, mostró una expresión de alivio que me partió el corazón. ¡Él no imagina cómo me ha hace sentir! ¡Quisiera morir en este mismo instante!

—Lo lamento—le conforté y le serví un vaso de agua.

—¿No tienes otra cosa? —Se quejó al ver el transparente líquido.

—No, el alcohol ya no es bienvenido aquí.

—¿Y un puto sin comprador como yo? —preguntó con una expresión que se balanceaba entre la picardía y la súplica.

—Tú siempre eres bienvenido. Además, a mí tampoco me han comprado.

—Que Maurice te besara esta tarde, fue toda una sorpresa—levantó su vaso como si quisiera hacer un brindis.

—¿Lo viste?

—Llegamos justo en ese momento. Luego tú te aprovechaste.

—Hubiera sido muy gentil de tu parte callarte y llevarte a Miguel para dejarnos solos —le reclamé molesto.

—¡Oh, no podía dejar pasar la oportunidad de importunarte!

—¡Idiota! —gruñí golpeando la mesa con la palma de mi mano— ¡Te debería echar!

—No tengo problema —afirmó sonriendo con malicia— me iré a llorar en la almohada de Maurice.

—Sí que sabes sacarme de quicio…

Lo sujeté del cabello y lo obligué a mirarme. Por un momento no supe si quería golpearlo o besarlo. Le besé. Los dos nos entregamos al placer sin consecuencia. El vacío iba llegar después, sin duda, pero mientras tanto podíamos disfrutar de nuestros cuerpos y consolarnos por la ausencia de otros, aquellos que anhelábamos y que insistían en negarse a nuestro abrazo.

Raffaele se marchó a medianoche para evitar que nos descubrieran. Mientras me embargaba el sueño, recordé que llevaba más de una semana sin ver a Sora. Decidí hacer una cita cuanto antes.

Era capaz de imaginar lo que mis palabras habían provocado en él. Lo humillado, dolido y decepcionado que podía haberle hecho sentir. Incluso temía haberle llevado a la desesperación. Tenía que asegurarme de que estaba bien y, sobre todo, debía disculparme.

—¿Quién es Maurice? —fue su frío e implacable saludo cuando me presenté en el palacio de los placeres, la noche siguiente.

Había mentido diciendo que cenaría con mi familia y volvería tarde. No creí que Sora me dejaría pasar otra noche con él, de hecho imaginé que no me recibiría. Pero él no tenía libertad para hacer tal cosa, así que terminamos como el primer día en que le conocí. Él, deslumbrante ante la ventana. Y yo, con un millón de dudas en mi cabeza, ¿cómo iba a lograr que me perdonara después de lo que había hecho?

Sus palabras de bienvenida me paralizaron. Un sudor frío comenzó a recorrer mi espalda. Su mirada llena de fuego queriendo reducirme a cenizas, me ayudó a hacerme una idea del infierno que se había desatado en su corazón.

—Escucha, Sora, lamento todo lo que te dije. Estaba borracho y…

—¿Quién es Maurice? —repitió obstinado.

Aquel nombre en labios de Sora era una blasfemia en muchos sentidos. Yo realmente había enredado las cosas por beber. Bajé la cabeza aceptando mi derrota y lancé un suspiro. Me acerqué a él y le miré a los ojos al tiempo que ponía mi mano sobre su pecho.

—Maurice es el hombre que amo.

—¡¿Por qué no me hablaste antes de él?! —estalló lleno de rabia—. ¿Me contaste sobre tu vida y olvidaste decir que amabas a otro hombre?

—Te hablé de él, es el amigo que me rescató cuando era un borracho. El primo de Raffaele.

—¡Eso significa que vives con él! —No puedo describir la terrible expresión que mostró.

—Así es —reconocí temiendo lo peor.

—¡Están juntos todo el tiempo!

Se alejó de mí lleno de furia. Caminó por la habitación golpeando todo lo que encontraba su paso, abriendo y cerrando las manos como si hubiera perdido el control de estas y murmurando cosas en su idioma.

—Cálmate Sora. Hablemos.

—¡¿Te has acostado con él?!

—Aún no. Maurice tiene votos. Digamos que está comprometido con Dios y tiene el deber de no dormir conmigo ni con nadie

—¡¿Qué?!—chilló con desprecio—. ¿Y aun así lo amas?

—Sí y él me ama a mí, de eso estoy seguro.

—¿Y de qué vale que te ame si no es tuyo y te hace sufrir tanto que te ahogas en alcohol? —me sujetó de las solapas y comenzó a sacudirme— ¿Qué clase de amor te da él, que terminas en mis brazos buscando consuelo?

—Sora, no sé cómo explicarlo. No puedo cambiar mi corazón. Tengo esperanza de que Maurice me corresponda pronto.

—¡No! —gritó desesperado golpeándome en el pecho con las palmas abiertas— Él nunca te va a hacer feliz. ¡Lo odio! ¡Tiene todo lo que yo anhelo y no lo toma! ¡Lo maldigo!

—¡Detente Sora! ¡Maurice es sagrado para mí y no te permito hablar así de él!

—¿Y yo que soy para ti? ¿Nada?

Mostró sus manos vacías con una expresión que me hizo estremecer. Sora no tenía nada y yo le estaba arrebatando la única ilusión que se había atrevido a dejar nacer en su corazón destrozado.

—¡Sora, te quiero! —le abracé—No lo dudes, te quiero. Pero él es mi vida.

—¡No!— Se echó a llorar mientras su cuerpo perdía toda fuerza.

—Tú eres alguien especial para mí —insistí deseando que mis palabras le reanimaran—. Tú me cambiaste, me liberaste... ¡Te quiero! Pero entiende, nadie puede compararse con Maurice.

Sora siguió llorando por un momento hasta que levantó la cabeza y me miró con ojos desafiantes.

—¡Él nunca va a hacerte sentir lo mismo que yo! —gritó aferrándose a mi ropa— ¡Tú nunca vas a estar satisfecho con nadie más que conmigo! ¡Vassili, tú ya eres mío!

Atrapó mi rostro y me besó a la fuerza. Me resistí porque había tanta agresividad en él, que me asustó. Pero poco a poco fue haciéndome ceder. Su cuerpo rozando el mío sugerente, su aliento, su belleza y sobre todo, ese sabor tan conocido en todo lo que hacía… Sora usó en mi contra todo lo que habíamos compartido durante semanas, para subyugarme y llevarme sin problemas a la cama.

Aquella noche me provocó tanto placer que casi resultaba inaudito. No intercambiamos más que gemidos y jadeos. El fue el señor y yo el esclavo. A la vez, yo fui un rey y él mi siervo. Confirmó con actos sus palabras y yo no pude negarlas ni en mi mente, ni en mi corazón y mucho menos con mi cuerpo. Cuando me dejó el fin rendido sobre la cama, susurró a mi oído una maldición cargada de veneno.

—Tu Maurice nunca va a hacerte sentir así. Estás condenado a buscarme entre las sábanas toda tu vida, porque te he hecho un hombre insaciable.

Abrí los ojos y me incorporé. Él estaba sentado a orillas de la cama, llevando puesto un bello kimono rojo. Me miró como un demonio que acaba de llevar a la perdición a un alma. Se levantó y salió de la habitación sin decir nada más. Yo me quedé aterrado.

Me abracé a mí mismo mientras sentía que estaba atrapado, que Sora no había hecho más que anunciar una realidad innegable. ¿Acaso no buscaba emular las noches compartidas con él cada vez que dormía con Raffaele? ¿Qué pasaría si al dormir con Maurice me descubría buscando a Sora? ¿Es que el vacío no iba a desaparecer nunca?

Casi lo maldije. Se estaba cobrando muy cara su venganza. Sin embargo, no podía culparlo. Él estaba desesperado, yo era lo único que tenía y le había roto el corazón sin consideración alguna. Me levanté, vestí el kimono dorado que siempre me dejaba sobre una silla y fui a su habitación. Lo encontré de rodillas ante el Goban, llorando.

—Sora —le llamé con ternura.

—¡Vete!—sollozó.

Me arrodillé tras él, coloqué mi boca muy cerca de su oído, sin atreverme a tocarlo.

—Te quiero —susurré.

—¡Pero no más que a él!

—Por favor no lo odies por eso —supliqué—. Maurice no tiene nada que ver.

—¡Te odio! —se cubrió el rostro y comenzó a llorar de nuevo.

—Lo merezco —lo abracé para confortarlo.

—¿Porqué eres todo lo que deseo y lo único que no puedo tener? Esos malditos cerdos que vienen a comprarme, estarían dispuestos a todo por mí. Tú en cambio deseas a otro que no te corresponde.

—Te dije que no te enamoraras de mí.

—No te amo… ¡te odio! —Me obligó a soltarlo y se alejó gateando.

—Mejor así —sonreí resignado —. Si quieres me marcharé y no volveré. 

—¡Maldito seas! —Se dio vuelta y me abrazó para echarse a llorar temblando.

—Ojalá las cosas pudieran ser de otra manera —lamenté con el corazón atenazado por el dolor.

—¡Calla, sólo abrázame!

—Escúchame. No quiero que lo que tenemos tu y yo se convierta en algo oscuro, que envenene tu corazón y te haga infeliz. Para mí eres hermoso, bueno y digno. No quiero que dejes de serlo por mi culpa.

—No puedo evitarlo. Siento odio por él, por mí, por todo…

—Esto no está bien. Quiero a mi Sora, el que parece un rey, el que me fascina. No este niño que está hecho un despojo en mis brazos.

—Eres cruel Vassili —dijo como si acabará de darse cuenta de un hecho irrefutable.

—Nunca he negado que lo soy —sonreí con tristeza, encogiéndome de hombros.

—¿Por qué tuve que enamorarme de ti?

—Tienes muy mala suerte o eres muy terco. Te advertí que no lo hicieras. Xiao Meng también lo hizo y no hiciste caso.

—No, es porque tú eres especial. Tus caricias siempre han estado cargadas de respeto y cariño. Por eso mi corazón corrió hacia ti como si hubiera encontrado un tesoro.

Me quedé contemplando toda su belleza y misterio. Cómo podía ser tan anciano y tan niño. Como podía ser pérfido e inocente a la vez. Sora se había quedado sin tiempo, sin familia, sin tierra, sin identidad. Se encontraba en un limbo del que yo casi le había sacado al avivar la llama de los sentimientos. Ahora no podía apagar ese fuego sin creer que le asesinaría. Incluso si cada vez tenía menos dudas de que él podía destruir mi relación con Maurice, no era capaz de dejarlo.

—Seamos amantes Sora —le propuse a la vez que limpiaba sus lágrimas y le apartaba el cabello del rostro—. Mientras pueda vendré a verte a escondidas de Maurice. Pero el día en que él me corresponda ya sólo podremos ser amigos. Es lo único que puedo prometerte, que no te abandonaré.

—Él nunca va a darte el mismo placer que yo —afirmó con malicia.

—Calla, déjame soñar que sí.

—Nadie podrá satisfacerte, te he hecho un hombre hambriento al que sólo yo sé llenar.

—Por favor, deja de atormentarme.

Se irguió y me empujó para que me recostara de espaldas en el suelo.

—Una parte de ti ya es mía. Vas darte cuenta tarde o temprano de eso.

—Sorata, no sigas. Duerme.

Se recostó sobre mí y, con una sonrisa muy dulce, cerró los ojos y fue quedándose dormido. Yo no pude hacer lo mismo y no sólo por la incomodidad del piso. Acababa de descubrir lo muy enredado que estaba con aquel joven tan frágil y temible. Lo abracé resignado.

Esa noche las imágenes de Maurice y de Sora comenzaron a danzar ante mí como cartas de una baraja. Palidecí cuando me di cuenta de que la imagen de Raffaele se les sumaba. ¡Qué telaraña tan temible había tejido! ¡No sabía qué hacer!

Dejar a Sora era cruel y ya un imposible. Le necesitaba. Hacer a un lado a Raffaele también era cruel. Él me necesitaba y yo no tenía fuerza de voluntad para rechazarlo. Conquistar a Maurice estaba cada día más cerca, pero si él se enteraba de mi relación con los otros dos... ¿Qué haría?

Me aferré a Sora con más fuerza buscando algún amparo ante mi futuro. Sentía que un hilo de la telaraña empezaba tensarse implacable alrededor de mi cuello.

—Si pudiera retroceder en el tiempo… —me dije en un lamento.

Al final me convencí de que si pudiera volver a comenzar, haría las mismas cosas porque resultaba innegable que yo era un hombre vano, lujurioso e imprudente. Y debo reconocer que lo he seguido siendo hasta el día de hoy.

El regreso al Palacio de las Ninfas fue más tarde de lo acostumbrado. Me quedé dormido y Sora no quiso despertarme.

—Así tu Maurice se sentirá celoso —dijo con una sonrisa encantadora e inocente que contrastaba con sus palabras.

—No me busques problemas—lo regañé, queriendo mostrarme disgustado, mientras mordía su labio como castigo al besarle en la despedida.

Después me di cuenta de que Sora me había hecho un favor, de haber llegado más temprano al palacio me hubiera encontrado con una desagradable sorpresa: Madame Severine, la mujer eterna, había “aparecido” en el palacio apenas el sol mostró sus primeras luces.

La mujer tenía intención de detener la realización de los frescos y algo más. La guerra que se desató entre ella, Raffaele y Maurice fue recordada durante años por los sirvientes, quienes estaban acostumbrados a que todo el mundo se plegara ante la abadesa.

Maurice convenció a su tía de dejarlos terminar los frescos con un argumento que ella fue incapaz de rebatir.

—Me marcharé a Roma, con la Compañía de Jesús, si tía Pauline y tú no nos dejan en paz.

Miguel se escabulló de todo el enfrentamiento y fue a esperarme en la entrada de los jardines del palacio. Cuando llegué, detuvo el carruaje, ordenó al cochero que regresará a París y abordó sin pedir mi permiso.

—Es mejor que demos un largo paseo, mi querido Vassili —dijo con picardía.

—¿Qué pasa? —Yo estaba perplejo

—Nuestra tía monja ha venido de visita y conviene que no te encuentres con ella. Tiene días incordiando a Raffaele, para que  te eche del palacio porque eres una mala influencia para nosotros. Al parecer escuchó de tu afición al alcohol y tus licencias con la servidumbre. Seguramente mi madre le narró todos los chismes que Sophie aprendió en Versalles.

—Vaya, Raffaele no me dijo nada —exclamé sin darme cuenta.

—Así es él. Tampoco le ha dicho Maurice que Luis XV está decidido a exiliarlo de Francia. Raffaele ya casi agotó el cofre de regalos que preparó para contentarlo.

—¿Porqué su Majestad sigue insistiendo?

—Porque Maurice es jesuita y algunos parlamentarios galicanos no pueden dormir sabiendo que hay un jesuita en Versalles

—¡Pero Maurice ya no frecuenta Versalles!

—Eso mismo dice Raffaele y de nada sirve. Lo único que apacigua al Rey son los susurros de madame Du Barry, ella es nuestra gran aliada para salvar a Maurice. Pero a la vez es la causa de que las hijas del rey estén cada día más encantadoras con Alaña, quien llena los pasillos de burlas contra la amante del rey. Y ya sabes que Alaña es el principal enemigo que tiene Maurice. El muy miserable pretende usar a las Mesdames para que insistan a su padre que se deshaga del jesuita rojo, como ahora lo llaman. Versalles es una comedia.

—Es un nido de serpientes para mí.

—Un lugar lleno de ociosos. La corte francesa parece haber perdido el sentido de la realidad. No hacen más que chismorrear, en lugar de prepararse para la próxima contienda contra Inglaterra y Austria.

—No te engañes —repliqué como todo buen francés, que aunque sepa que es cierto, no va a dejar a un español decir lo que quiera—. Entre fiesta y fiesta nuestro rey prepara un duro golpe contra sus enemigos.

—¿Por medio de un matrimonio? —se burló.

—Veo que has puesto atención a las historias que Bernard y Clément han traído.

—Por supuesto, vivimos tan aislados en el Palacio de las Ninfas, que fue refrescante tener noticias de otros mundos.

Miguel apoyó su pie en mi asiento y estiró sus piernas, sus largas y exquisitas piernas, que desde el primer día me encantaron. Se mantuvo entretenido con el paisaje por un rato, por lo que me dediqué a estudiarlo con disimulo.

Era tan hermoso, igual o más que Maurice si me atrevía a comparar. Sus ojos azules, su boca pequeña, el lunar insinuante, su cuerpo delgado y esbelto... Pero seguía sintiendo en él ese frío de la hoja de una espada. Miguel mantenía todo el tiempo las distancias conmigo. A veces, cuando hablaba con Maurice, mostraba una sensibilidad llena de dulzura. Y siempre que estaba con Raffaele expresaba un caleidoscopio de emociones mal administradas.

Tenía diversas imágenes de él y todas tan distintas que no podía decir que sabía algo sobre Miguel. Después del tiempo viviendo juntos, no le conocía.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo de pronto, interrumpiendo mis pensamientos.

—Por supuesto…

—¿Tú y Raffaele han dormido juntos?

 

 


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