Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Engendrando el Amanecer I por msan

[Reviews - 63]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Notas del capitulo:

Ya falta menos para el final!

 

Esa noche no quise bajar a cenar, ni acepté la invitación de Raffaele y Miguel para acompañarlos en una partida de cartas. A pesar de mis preocupaciones, me quedé dormido profundamente, quizás por el deseo de escapar de la abrumadora realidad.

Desperté después de medianoche porque el frío hizo que las manos me dolieran, descubrí a Maurice recostado a mi lado, encogido, tiritando. Lo cubrí con una manta. Pasé el resto de la noche contemplándolo. Sus mejillas estaban húmedas, mi precioso amante seguía sufriendo por mi culpa.

Se levantó antes del amanecer. Fingí estar dormido para evitar una conversación que seguro iba a terminar tan mal como la anterior. Susurró mi nombre, retiró los cabellos que cubrían mi frente y depositó un tímido beso sobre esta. Después se marchó evitando hacer ruido.

¿Qué iba a ser de nosotros? Yo había arruinado nuestra relación. Lo único que quedaba era separarnos. La sola idea me hizo sentir deseos de morir. Me escondí bajo las sábanas a llorar lleno de rabia hacia mí mismo.

Apenas amaneció, Raffaele irrumpió en mi habitación y abrió todas las cortinas.

—Es hora de que te levantes, llevas todo el otoño durmiendo —ordenó—. Hoy no hace frío, deberías salir —agregó señalando a la ventana.

—¿Otoño! —repetí sorprendido.

—Así es, has pasado meses de agonía, Vassili. Y cada uno de esos días lo hemos padecido contigo.

—No tenía idea de que había transcurrido tanto tiempo...

—¿No crees que ya es hora de que Maurice deje de sufrir por ti?

Lo miré sorprendido. Sus bellos y profundos ojos negros me escrutaban como jueces implacables. Bajé la cabeza derrotado.

—Tienes razón. Debo dejarle para que sea feliz…

—¡¿Serás idiota?! ¡Lo que digo es que dejes de lamentarte y pedir perdón y le hagas el amor como se merece! ¡Ahora pueden estar juntos y tú no haces más que llorar! ¡Te juro que siento más deseos de golpearte ahora que cuando fui a verte a tu casa!

—¡No merezco estar con Maurice…!

—Nadie lo merece, y yo no merezco a Miguel. Pero, aún así, ellos nos aman. ¿No es mejor agradecérselo haciéndolos felices por el resto de nuestras vidas?

—Pero hice algo imperdonable…

—¡Ay, Vassili! ¿Por qué insistes en repetir todos mis errores? —dijo con una profunda compasión—. Escucha bien, Miguel y yo hemos hablado largo rato muchas noches. La verdad es que la mayoría de las veces, al irnos a la cama, no conseguimos hacer otra cosa que hablar. Aún no es fácil para él confiar completamente en mí… No lo culpo. Yo mismo no tengo confianza en que no le haré daño.

—Lo lamento…

—No deberías. Es gracias a ti que podemos estar juntos. También gracias a Maurice. Yo me siento afortunado, considero que he recibido una segunda oportunidad para enamorarlo y seducirlo. Aunque puede que quien termine más enamorado sea yo… ¡Miguel me fascina cada día más! En fin, iré al grano. Entre las muchas cosas que me ha dicho, confesó que lo que más le hizo sufrir fue que nunca le pedí perdón por haberlo forzado.

Se quedó en silencio, con la mirada baja y una sonrisa llena de amargura. Quise extender mi mano y tocarle, pero no me atreví a moverme. Aquel momento era importante, Raffaele me estaba abriendo su corazón y temía romper lo que fuera que trataba de tejer entre nosotros.

—Lo hice sufrir por no haberle pedido perdón, Vassili —continuó levantando la cabeza para mostrarme una pena infinita en sus ojos—.  Lo  dejé agonizar durante horas interminables preguntándose si yo alguna vez lo había amado, si él merecía semejante trato y si podría seguir viviendo después de aquello. Hice que su amor se ennegreciera hasta confundirse con el odio.

—Raffaele… —susurré sin querer.

—Y lo más terrible es que ese odio también iba dirigido hacia él mismo. Se aborreció por haberme amado y por haberme perdido. ¿Imaginas lo infeliz que fue?

—Tú también lo eras…

—Sí, pero al menos yo era el autor de la tragedia y no su víctima. Tenía en mi mano solucionar todo con una simple palabra y no quise pronunciarla. Preferí maldecirme a mí mismo, estampar en mi alma el estigma de haber hecho lo imperdonable, privando a Miguel de la oportunidad de darme o negarme su perdón. De esa forma lo mantuve prisionero. ¿Entiendes?

—Lo intento, pero…

—Tú estás haciendo lo mismo. Es cierto que pides perdón, pero te niegas a aceptarlo cuando te lo dan. Igual que yo, niegas a Maurice la oportunidad de dejar atrás el dolor. ¿Y todo por qué, mi querido amigo? ¡Por tu orgullo!

—¿Qué dices? —estaba confundido y algo dentro de mí tembló de ira al escuchar aquello.

—Así es. Igual que yo, prefieres quedarte anclado en tu miseria a aceptar la misericordia de alguien más, porque eso es lo mismo que reconocer esa alma enana que tienes, y la grandeza de quien te ama incondicionalmente.

—No entiendo…

—Porque eres tonto. Yo lo entendí a la primera cuando Maurice me lo explicó. Le conté lo que me había dicho Miguel porque me sentía muy angustiado, ya sabes que mi pequeño pelirrojo es quien siempre pone paz en mis peores tormentas. ¡Ah! ¡Pasamos largas horas hablando! ¡No imaginas lo dulce que fue al consolarme!

De nuevo sentí que algo se revolvía en mis entrañas. Sujeté las sábanas y estuve a punto de levantarme. Él se regodeó en mi reacción y continuó con una sonrisa de zorro.

—Mi precioso Maurice me ayudó a ver  que mi negativa a perdonarme a mí mismo, y pedir el perdón de Miguel, se debía al orgullo. Dijo que yo prefería el traje de juez de mis propios crímenes a la desnudez de un pecador perdonado, y la soledad del culpable a la vulnerabilidad de quien recibe sin merecerlo otra oportunidad. Poco a poco me demostró que estaba actuando como un perfecto idiota. Tal y como tú lo haces ahora, por cierto.

Me quedé sin palabras. Realmente no abarcaba lo que quería decirme pero sentía que me quemaba por dentro.  Algo empezó a moverse en mi interior, una muralla estaba desmoronándose.

—No sé qué hacer, Raffaele…

—En primer lugar, reconoce que tengo razón —bromeó.

—¡Ni siquiera entiendo lo que dices!

—Tranquilo, aunque ahora seas corto de mente, te seguiremos queriendo —dijo sentándose en la cama para darme unas palmadas en la cabeza—. Vamos, cámbiate de ropa y  prepárate para salir.

—Si te hubiera hecho caso ese día… si hubiera buscado a Maurice antes que se marcharan a Nápoles…

—¡Oh! Respecto a eso… Te mentí —dijo con una sonrisa apenada.

—¿Qué?

—El viaje a Nápoles nunca ocurrió. Te lo dije para obligarte a venir a ver a Maurice, cosa que tristemente no hiciste —la sonrisa desapareció y dejó paso  una expresión de desasosiego—. Si eso influyó para que quemaras tus manos, créeme que no fue mi intención. He querido pedirte perdón por eso todo el tiempo —tomó mis manos entre las suyas y se inclinó para besarlas. Me estremecí, no sentí el roce de sus labios en mis palmas.

—No, no fue por eso —respondí tranquilizándolo—. Simplemente no pude soportar lo que le hice a Maurice…

—Deja eso atrás. Ahora al fin puedes estar con él.  

—No es tan fácil…

—Empieza por salir de la cama y vestirte. Miguel va a llevarte de paseo y no puedes negarte. Yo voy a visitar a Joseph con Maurice.

De nada valieron mis protestas, si Raffaele era terco, Miguel era un tirano obstinado. Entró unos minutos después para obligarme a acompañarlo.

Durante el recorrido hacia París. Se negó a decirme a dónde íbamos, con la excusa de que era una sorpresa agradable. Me intimidaba exponerme ante otros, así fueran nuestros amigos, la deformidad de mis manos me hacía sentir disminuido. A cada instante trataba de ocultarlas tras los encajes de mi blusa. Miguel lo notó, sin duda.

—Tengo un regalo para ti —dijo—. Bueno, uno de muchos que pienso darte hoy.

Me ofreció una caja delgada y alargada. Al abrir la encontré un par de guantes grises. Lo miré asombrado, demostró sus manos enguantadas.

—Creo saber lo que sientes, Vassili. No tienes que disimular, si quieres llorar, hazlo. Yo no me quebraré como lo hace Maurice, pienso que mereces todo lo que estás padeciendo.

Como si hubiera recibido una orden ineludible, comencé a llorar. Lloré a gritos, al fin, sin tener que contenerme. Lloré por la oportunidad de ser feliz que había desperdiciado, por mis manos quemadas, por toda la culpa que sentía, por no ser el hombre que quería ser. Lloré sin parar.

Cuando ya no tuve fuerzas para seguir derramando mi dolor, me di cuenta de que el carruaje se había detenido en algún lugar junto al Sena, y que Miguel se encontraba sentado a mi lado y me abrazaba.

—Ahora deja que tus lágrimas se lleven todo el pasado —susurró con cariño—. Es tiempo de empezar de nuevo.

—No lo merezco…

—¡Deja de hacerte el idiota! Dices eso, pero eres tan orgulloso que piensas que Maurice nunca va a amar a nadie como te ama a ti.

—Yo no…

—Pues deberías pensarlo, porque es verdad. Así que tienes el deber de hacerlo feliz y para eso debes ser feliz tú.

—Voy a hacerle daño…

—Ya lo estás haciendo. Si Maurice continúa sufriendo por ti, enfermará. Entonces, yo te pondré una bala entre los ojos y Raffaele atará tu cadáver a su caballo para arrastrarlo por todo París.

—Suena como algo que ustedes harían —dije sorprendido.

—No lo dudes —afirmó sonriendo con malicia—. Por tanto, mi querido Vassili, levántate de tus cenizas y muéstranos que todavía sabes hacer que amanezca.

—Maurice también te dijo eso.

—Sí, pero yo lo averigüé antes por mi cuenta. De no ser por ti, aún estaría dentro de una prisión de odio y amargura. Por eso quiero devolverte el favor.

—Gracias, Miguel. Este paseo me ha hecho bien —estreché sus manos lleno de gratitud.

—En realidad, no te traje de paseo. Vamos a París para comprarte algo de ropa. Has estado usando la de Raffaele y, la verdad, no te queda bien.

—No tengo dinero…

—Yo tengo de sobra —se mofó—. A diferencia de ti, no lo he gastado en putos.

—Por favor, no menciones eso —la imagen de Sora me golpeó. ¿Qué habría sido de él?

—Es mi manera de hacerte ver que te quiero a pesar de que eres un idiota —me dio un beso en la mejilla y mostró todos sus dientes en una sonrisa fiera.

No pude evitar sonreír también, me hizo gracia su espinosa bondad. Detrás de todo aquel discurso, además de amenazas, encontré la ternura que sólo Miguel sabía darme. Propia de su personalidad en constante conflicto, y de la fortaleza que brotaba de toda la sangre y lágrimas que le habían hecho derramar.

Me ayudó a colocar los guantes. La ausencia de sensación en algunas partes de mis manos ya resultaba inquietante. Empecé a entender que las quemaduras me habían dejado algo más que cicatrices.

Llegamos a la casa de Monsieur Vaubernier, que ya tenía preparado una docena de trajes. Toda una fortuna.

—Maurice, Raffaele y yo deseamos verte tan elegante como siempre —afirmó Miguel.

No valieron mis negativas, tuve que ceder. Me probé los trajes  y dejé que el modisto calculará las puntadas necesarias para dejarlos a mi medida. Acordamos que los enviaría al Palacio de las Ninfas en cuanto estuvieran terminados.

Al final de la visita, mientras me mostraban una colección de guantes, vi a Miguel contemplando los vestidos de dama en los que trabajaban varias costureras.

—Seguramente te verías bien con uno de ellos —susurré a su oído cuando se acercó—. Me atrevo a apostar que estarías más hermoso que todas las mujeres de París.

—¡Yo también lo creo! —exclamó el entrometido de Vaubernier—. Y me gustaría demostrarlo. ¿Por qué no se prueba uno de mis vestidos? Puedo hacer que se vea más hermoso que Madame Du Barry.

Nos espantó con su propuesta. Pronto entendimos que lo hacía de buena fe, aquel hombre tenía mucho en común con Miguel. Insistió hasta que logró convencernos. Se llevó a mi amigo a otra habitación, junto con su sirviente de confianza, quien probablemente también era su amante.

Tuve que esperar junto a la puerta hasta que terminaron de vestirlo y me dejaron entrar. El resultado final superó mis expectativas, contemplé a Miguel luciendo un bello vestido blanco estampado con delicadas flores. El traje tenía un escote alto y relleno para darle formas femeninas a quien lo portara; pude hacerme una clara idea de la mujer que mi amigo debió ser si el destino no le hubiera jugado una mala pasada.

Al verle sonreír nervioso, esperando mi reacción, tomé su mano, enfundada ahora en un elegante guante blanco, y deposité un beso en esta.

—Te ves hermosa —declaré sincero y lo llevé ante el espejo que tenían preparado. Sonrió ilusionado al verse. Me sentí dichoso—. Debes dejar que Raffaele te vea alguna vez así.

—Temo que soy muy cobarde como para hacerlo —respondió con vergüenza.

—Tonterías. No conozco a nadie más valiente que tú. No importa cuánto has sufrido, ahora estás decidido a ser feliz. Voy a seguir tu ejemplo.

Sonrió radiante y me dio un tímido beso en los labios.

—No sabes cuánto deseo verte dichoso otra vez, Vassili —declaró conmoviéndome.

—¡Hacen una excelente pareja! —soltó Vaubernier embelesado. Su sirviente lo secundó aplaudiendo. Miguel y yo nos echamos a reír.

Después señaló que ese vestido era de su propiedad, y que con gusto haría uno nuevo para Miguel. Este se negó de inmediato. Antes de marcharnos, decidí encargar tres vestidos para Miguel en secreto, cada uno de un color diferente: rojo, blanco y verde oscuro, sus colores favoritos.  Indiqué que los cargaran a la cuenta de Raffaele.

Durante el camino de regreso, sentí que me habían quitado un peso de encima. Como si Miguel y Raffaele me permitieran seguir existiendo a pesar de no justificar mis acciones. Aquel fue el primer paso para aceptar el perdón incondicional de Maurice y atreverme a seguir a  su lado.

Lo encontramos con Raffaele en la habitación secreta. Como discutían, nos acercamos en silencio para averiguar qué pasaba. Se encontraban sentados uno junto al otro ante el escritorio.

—¡Eres mejor que yo en eso! —se quejaba Maurice —. Continúa solo.

—Nada de eso, prometiste a Joseph que lo harías. Te dije que debíamos contratar a alguien.

—¡Odio hacer cuentas! —gritó levantándose de su silla con intención de  marcharse.

—¡No te atrevas a dejarme con este lio! —replicó Raffaele atrapándolo por la cintura y obligándolo a sentarse en sus piernas.

No pude contenerme, entré de inmediato con ganas de separarlos.

–Así que ya han regresado —exclamó Raffaele sonriendo con picardía, mientras envolvía aún más a su primo. Este se quedó dócilmente entre sus brazos, como si al verme le hubieran abandonado las fuerzas—. ¿Te han gustado los trajes de Vaubernier?

—Sí, son excelentes, muchas gracias.

—Por supuesto, los he elegido yo —se vanaglorió Miguel—. Tengo un gusto superior al de cualquier francés.

—¡Eso sería un milagro considerando lo toscos que son los españoles! —repliqué enseguida. Mi sangre francesa no podía dejar de hervir ante cualquier pretensión extranjera.

—Parece que el querido Vassili ya se siente mucho mejor. ¿Lo ves, Maurice? Te dije que salir a distraerse le vendría bien.

Mi pelirrojo evadió verme y  bajó la cabeza. Me acerqué al escritorio.

—¿Qué hacen? —pregunté sin rodeos.

—Jugando, ¿no nos ves? —respondió con descaro—. Jugamos a los amantes secretos…

—¡No hagas semejante broma! —se levantó alarmado Maurice—. ¡Se lo puede creer!

—Si se lo cree es idiota… ¡ah! Lo olvidé, si algo hemos aprendido es que Vassili es idiota —se burló Raffaele.

—Es una pena que no hayas aprendido a ser gracioso —repliqué sarcástico, Raffaele soltó una carcajada.

—¡Que gusto verte de buen humor, Vassili! El papel de llorón nos tenía aburridos. Y ya que estás mejor, ven a hacer tu trabajo. Joseph está furioso porque no nos dan las cuentas.

Me mostró el cuaderno que tenían sobre el escritorio, era el que yo usaba para llevar el registro de gastos de los trabajos en la Iglesia y el hospicio.

—Creí que lo había dejado en mi casa —repuse sentándome en la silla que Raffaele me ofreció de inmediato, feliz de librarse de aquella tarea.

—Didier lo trajo —señaló Maurice algo retraído.  

Empecé a pasar las páginas. Fui indignándome poco a poco hasta que estallé dando a la mesa un golpe que hizo saltar a todos.

—¡¿Qué es este desastre?! Yo llevaba todo en un orden perfecto y con limpieza inmaculada. ¡Ahora esto parece el cuaderno de un niño!

—A ninguno de los dos se nos dan los números —se excusó Raffaele ocultándose tras Maurice—. Y Miguel no quiso ayudar.

—Yo estaba ocupado terminando los cuadros de la Iglesia de San Gabriel… y odio hacer cuentas.

—¡Ah, qué desastre! —exclamé al leer las últimas hojas, me levanté para enfrentarlos—. ¿Por qué compraron materiales a Monsieur Ader? Es un usurero. Yo compro todo a Monsieur Cocteau.

—No sabíamos —balbuceó el heredero de los Alençon.

—¿Y para qué contrataron más obreros?

—Queríamos terminar antes del invierno —respondió titubeando Maurice.

—Sébastien no sabe dirigir. Siempre se concentra en unos pocos y los demás aprovechan para holgazanear. ¡Está claro que ustedes han dilapidado el dinero como tontos!

—También está claro por qué Joseph te extraña tanto: los dos son unos tacaños —se burló Raffaele. La mirada que le dediqué le borró la sonrisa y lo hizo retroceder unos pasos.

—Lo lamento, Vassili —dijo Maurice—. Intentamos ayudar pero no teníamos idea de todo lo que hacías para administrar los trabajos en San Gabriel.

Su voz me calmó de inmediato, y al verlo preocupado, olvidé todo. Sonreí y me disculpé por haber perdido los estribos.

—Volveré a organizar todo. No hay problema. Espero tenerlo listo para cuando vuelva tu tío, confieso que quería impresionarlo.

—Ya lo has hecho —indicó Maurice acercándose—. Antes de arruinarlo, mostramos el cuaderno a tío Philippe y dijo que eras un excelente administrador.

—¿Philippe estuvo aquí?

—Pasó por aquí antes de volver a Nápoles —contestó Raffaele—. Incluso estuvo cuidándote durante el día y la noche para que nosotros descansáramos.

—Tú estabas dormido por el brebaje de Claudie —agregó Maurice.

—Tuviste de enfermero al Duque de Alençon, Vassili. No todos pueden decir lo mismo —se burló Miguel.

La imagen de Philippe junto a mi lecho de enfermo me dejó sin palabras, lleno de gratitud y ternura. ¡Cuánto amaba su calidez! Sentí mi rostro incandescente, estaba seguro de que mi expresión era la de un tonto embelesado.

—Ahora recuerdo que te escribió varias cartas… Debo haberlas dejado en algún lugar… —murmuró Raffaele sacándome de mi ensueño.

—¿Qué? ¿Dónde están? ¿Las has perdido?

—Claro que no, deben estar con el resto de tu correspondencia —hizo un guiño que me hizo temer. Podía imaginar a qué se refería—. Te lo entregaré todo después.

—Me parece bien, dejémoslo para después. Voy a arreglar eso primero.  

Volví a sentarme y arranqué las hojas que consideraba impresentables. Al tomar la pluma comprobé que aún no podía escribir, me dolía la mano y mi trazo era desastroso.

—¿Quieres que te ayude? —escuché decir a Maurice. Le miré sorprendido.

—Pero a ti no te gusta hacer cuentas…

—Sólo escribiré los números. Tú te encargas de sumarlos.

—Deja que te ayude. Maurice tiene buena letra cuando quiere —intervino Raffaele revolviendo los cabellos rojos de su primo—. Miguel y yo nos vamos a hacer el amor en algún rincón del palacio.

—Podemos hacerlo en el salón oval —replicó divertido Miguel—, así la vieja Agnes puede descubrirnos y morirse de la impresión.

—No seas cruel, vida mía. Si dejamos a tía Severine sin su mascota, tendrá más tiempo para incordiarnos.

Los dos salieron riendo a carcajadas.

—Son como niños —se quejó Maurice lanzando un suspiro.

Luego ocupó la silla a mi lado. Le entregué la pluma y arrimé el cuaderno hacia él. Cuando estuvo listo, comencé a dictarle cantidades y nombres. Escribió con pulcritud, era evidente que se esforzaba mucho.

¿Por qué hacía algo que no le gustaba? Por mí. Y así había sido siempre. Por mí había encontrado luz y por mí había caído en un abismo. Por mí había reído y llorado. Y por mí estaba sufriendo ahora mismo… Ya era tiempo de que fuera feliz.

—Has adelgazado —dije contemplándolo.

—No mucho —respondió mientras trataba de hacer un ocho perfecto. Sacaba la lengua cuando se concentraba al escribir, me reí en secreto.

Estudié su rostro, efectivamente había adelgazado y eso era malo. El frío del otoño y la helada del invierno podían hacerle enfermar. Debió irse a Nápoles antes de que cambiara la estación y no lo hizo… por mí.

—Maurice, quiero decirte algo —ladeó su cuerpo para verme de frente—. Perdóname por hacerte sufrir.

—Ya está bien —respondió incómodo.

—No, nada va a estar bien hasta que te diga esto. Escúchame por favor —soltó la pluma, bajó la cabeza y apretó las manos sobre sus muslos—. Mírame, te lo ruego… —levanté su rostro empujando su barbilla con mi mano—. Realmente lamento todo lo que te he hecho pasar.

—Es suficiente, por favor. No sigas pidiendo perdón. Lo que quiero que me digas es si soy el único que desea que nuestra historia continúe.

Pude contemplar en sus bellos ojos, vidriosos ya, el escarpado camino que recorrió durante aquellos meses. Todo lo que había padecido ante mis malas decisiones y la terrible agonía en la que caí por las quemaduras. Vi claramente como aquello se había transformado ahora en una sola cosa: expectación. Él esperaba. La decisión de seguir juntos o separarnos era mía.

—Te amo —declaré acercándome para besarlo.

Sentí que se estremecía y luego aferraba mi rostro con sus manos, entregándose por completo en aquel beso. Yo lo recibí agradecido y me ofrecí a él sin reservas. Terminamos abrazados, sin aliento, incapaces de retener las lágrimas y reprimir nuestra alegría.

Pude haberle llevado a la cama en ese momento, estaba seguro de que él lo deseaba tanto como yo, pero había algo que resolver antes de dar ese paso. No iba dejar ningún cabo suelto esta vez, no quería permitirme volver a herir a quien amaba como lo había hecho antes.

—Quiero pedirte un favor, Maurice. Necesito que me des un tiempo a solas, debo pensar en lo que voy a hacer de ahora en adelante.

—Pero…

—Por favor…

—De acuerdo. ¿Qué quieres hacer?

—Por lo pronto, bajemos a comer. No he almorzado y tengo hambre. Después quiero pasar un tiempo a solas.

Aceptó fingiendo una sonrisa. Él tampoco había almorzado así que me acompañó al comedor. Me llevé una sorpresa cuando fueron presentándose uno a uno todos los sirvientes de la casa para darme la enhorabuena por mi recuperación. Ni siquiera recordaba haber visto a algunos de ellos antes.

Lograron conmoverme cuando me contaron que se reunían todos los días para orar por mí, tal y como Maurice les había enseñado. El hecho de que yo renegara de la fe no significaba que no fuera a agradecer el que se tomaran un tiempo para hacer algo por mí. ¡Cuán ciego estuve toda mi vida al no considerar lo grandes que pueden ser los últimos en nuestra sociedad!

Tal y como anuncié, me encerré en mi habitación antes del atardecer. Tenía que enfrentar a mi principal juez y verdugo. Lo conocía y a la vez me resultaba un misterio. Necesitaba entenderlo para que dejara de arruinar todas mis oportunidades de ser feliz, sus desvaríos ya me habían llevado a lo más profundo de un abismo.

—¿Qué vas a hacer ahora, Vassili Du Croisés? —dije al hombre en el espejo.

Empecé a librar una batalla conmigo mismo. No quería más sorpresas fruto de mi capricho, era necesario desmontarme y volver a construirme con pleno conocimiento de mis recovecos más oscuros. Tenía que reconocer que en mis veintiocho años de vida no había logrado alcanzar la madurez de un adulto.

—Es una vergüenza —me dije—, pero es lógico que seas así considerando la vida regalada que has tenido.

Efectivamente, hasta que murió mi madre viví en un ambiente en el que todo estaba definido. Nunca pasé grandes dificultades o me vi obligado a tomar importantes decisiones. De no haber caído en aquel terrible estado en el que todo perdió sentido, todavía estaría representando el papel que me asignaron mi padre y mi tío. Jamás hubiera conocido la persona que realmente yo era.

¿Y quién demonios era yo? Un hombre capaz de lo impensable, nada más y nada menos. Mis acciones contradecían la educación que recibí como abate jansenista. Mis sentimientos y emociones ya no podían contenerse dentro del traje negro. Había caminado en sentido contrario al destino que me marcaron y estuve perdido hasta que conocí a Maurice.

El me amó y aceptó tal y como era, a pesar de que yo mismo me odiaba. Me aferré a él por eso, sin duda. Luego me fascinó al conocerlo en toda su belleza y misterio, hasta que nació un amor fusionado con la pasión y el deseo. Amarlo me cambió por completo porque permitió que revelara todos mis ángulos. Despertó lo mejor de mí, intensificó la luz y reveló mi oscuridad.

Maurice se convirtió en mi todo… pero yo quise más. Me sedujo el placer y ahí estuvo mi perdición. Yo era un hombre vano y egoísta, capaz de dejarse guiar por su antojo aunque fuera por un camino en el que pisoteaba al mismo Maurice y, sobre todo, a Sora.

—Ya no puedo excusarme más, he sido un miserable —reconocí con amargura.

Al verme a los ojos en el espejo, me di cuenta de que era un error odiarme. De haber estado ante otra persona le habría dicho que aquellos errores estaban en el pasado, que siguiera adelante y recibiera el perdón que le ofrecían.

—Raffaele tiene razón, es mi orgullo lo que no me deja aceptar el amor incondicional de Maurice.

Amor incondicional era un concepto completamente desconocido para mí. Desde niño me habían demostrado amor cuando lo merecía. Crecí con la idea de que la vida consistía en ganar méritos ante Dios y la sociedad. Nadie obtenía nada que no le viniera por derecho de nacimiento o recompensa por sus acciones.

El mismo perdón de los pecados se obtenía mediante una severa penitencia. ¿Cuántas veces usé el cilicio o me discipliné con un látigo para ganar méritos ante Dios e hinchar mi propio orgullo? Mi piedad sólo era autocomplacencia. Mis escrúpulos, ego herido. Mi fe, una farsa. Y aún así, nunca se encontraría un jansenista más perfecto que yo. Aquella doctrina misma tan solo era un exquisito compendio de soberbia.

Recuerdo que quise golpear el espejo al darme cuenta de que, a pesar de haber renunciado a toda creencia en Dios, seguía siendo jansenista. Mi manera de entender la vida, al mundo y a mí mismo la había aprendido de mi padre, mi tío, mis maestros y todos cuantos me rodearon durante mi infancia, esos años en los que, como una esponja, fui absorbiendo valores, criterios y enmarañadas estructuras que dieron forma a mi propio pensamiento.

—¡Ah, Vassili, por eso Maurice ha echado por tierra todo lo que aprendiste un sin fin de veces! ¡Y pensar que te jactaste de conocer la vida mejor que él! ¡Has sido un necio! ¡Deja ya esa estúpida manera de pensar tuya, esos prejuicios tan pomposos e irracionales a los que te aferras tanto!

Me dejé caer en un sillón, derrotado y humillado. No tenía nada, ni siquiera criterios. Era insalvable. Sin embargo, aquello no podía ser del todo cierto. Al menos era capaz de aprender. Eso había demostrado desde que Maurice abrió las cortinas de mi habitación, en mi villa, aquel memorable día de nuestro reencuentro.

Gracias a su abrazo, a su acogida incondicional hacia el borracho arruinado que era yo, pude ayudar a Raffaele y a Miguel después. ¡También pude ayudar al mismo Maurice! ¿No decía él que yo engendraba el amanecer? Pues era cierto, lo había hecho. Pero solo porque antes él me había liberado de mi oscuridad.

—¡Puedo ser mejor si me quedo con Maurice! —declaré—. Pero no quiero ser un inútil a su lado, quiero hacerlo feliz, protegerlo, ayudarlo. ¡Tengo que ser su igual y no un niño problemático al que tenga que cuidar porque no sabe lo que quiere!

Era tiempo de cambiar. Estaba jugándome mi vida y la suya. Ya había comprobado que podía hacerlo feliz o terriblemente miserable. No podía tomarme el asunto a la ligera.

—Nada gano odiándome a mí mismo. Esto es lo que soy, debo aceptarme y avanzar. Incluso debo amarme tal cual soy… Después de todo, Maurice me ama.

Entonces apareció el último resquicio de mi orgullo. Aceptar ese amor incondicional significaba colocarme en una posición muy vulnerable. Él podría destrozarme con una simple palabra. Era un salto de absoluta confianza en Maurice.

Me levanté. Respiré profundo y me acerqué al espejo. Puse mi mano sobre este y sonreí al fin.

—Voy a dejar mi orgullo. Aceptaré lo que no merezco y confiaré en él porque es innegable que Maurice nunca me ha fallado.

Ya no tenía título ni una familia que me respaldara. Carecía de dinero y mi futuro era incierto. Mi cuerpo y mi alma habían sido marcados por el fuego para siempre... Se podía decir que no me quedaba nada y, a pesar de eso, me sentí afortunado.

Una inmensa paz se apoderó de mí. La alegría y la esperanza vinieron a vestirme. Al fin había tomado la decisión que dejaba fuera mi egoísmo y me convertí en un hombre libre…

Sentí que empezaba una nueva vida, quise correr a buscar a Maurice y decirle, con sinceridad plena, que le amaría durante cada instante de mi vida. Al ver que ya era de noche, decidí esperar. Dirigí el sillón hacia la puerta y me senté. No podía dejar de sonreír confiado. Casi una hora después, esta se abrió como esperaba.

Mi amante de fuego venía a mí cubierto con el manto de la incertidumbre y las cicatrices de la tristeza. Avancé hacia él, como Moisés ante la zarza ardiendo, lo abracé y dejé que mi corazón hablara.

—¡Maurice, quiero pasar el resto de mi vida a tu lado!


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).