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Engendrando el Amanecer I por msan

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Notas del capitulo:

Hola, el próximo viernes me voy de viaje y estaré ausente hasta agosto. Se trata de un asunto de trabajo y no podré actualizar. 

Lamento parar por varias semanas la novela. Espero tener algún tiempo para escribir a mano, adelantar capítulos, transcribirlos al regresar y actualizar a finales de agosto o principios de septiembre. Podría ser antes pero no quiero que nadie se haga ilusiones. 

He tratado que este capítulo quede un poco más largo y señale el final de una etapa. Digamos que ya conocemos a los personajes principales y sus circunstancias. La telaraña tiene suficientes nudos y  queda ver qué harán Vassili y sus amigos (y amantes). Así el tiempo de espera se verá recompensado con las grandes sorpresas que vendrán (O al menos eso espero).

He realizado una encuesta para que puedan votar por su personaje favorito. La encontraran en la columna derecha de mi blog La Torre del Ermitaño o en este enlace http://goo.gl/forms/dv0bcCZ8um (copiar y pegar). 

Cuando regrese publicaré los resultados y le haremos su merecido homenaje al ganador. 

Me despido deseando a todos lo mejor y diciendo "hasta pronto".  

 

Tal y como yo había intuido, Madame Pauline era la culpable de sus heridas. La mujer lo había hecho azotar por unos sirvientes en casa de Sophie, como castigo por ponerse de parte de Raffaele durante su último altercado.

Su hermana había presenciado y colaborado en su tortura. Era la primera vez que lo hacía. Ella y Miguel solían llevarse bien pero, en cuanto su madre le reveló la relación que este mantenía con Raffaele, Sophie se volvió en su contra y puso sus sirvientes a disposición de Madame Pauline.

—A los latigazos siguieron las vendas, mi madre las hizo apretar tanto que me dolía todo el cuerpo —confesó Miguel agotado—. Mientras me las iban colocando, ella no paraba de decir que me amaba y que me trataba así por mi bien. Creí que iba a volverme loco.

Las cicatrices antiguas eran el recuerdo de una tortura más terrible, una que ocurrió años atrás, poco después de aquella desgraciada noche en que Raffaele lo forzó. Miguel visitó a su madre en su Villa y la encontró colérica gracias a una carta de su tío Philippe, en la que le había revelado la relación que sostenían los dos primos.

El Duque lo acusaba de haber seducido y corrompido a Raffaele,  exigía que lo comprometieran en matrimonio de inmediato, y que se le castigara de tal manera que no se atreviera a buscar a de nuevo a su hijo.

Miguel se vio atrapado por cuatro desconocidos, bajo las órdenes de su madre, quienes lo llevaron a una casucha en medio del campo donde nadie podía escuchar sus gritos. También en esa ocasión lo azotaron hasta hacerlo sangrar. Después lo dejaron solo toda la noche, atado a una columna como otro Cristo sufriente.

Al día siguiente, el ensañamiento aumentó. Encendieron brasas y su misma madre le marcó la espalda colocándole varias veces una barra de acero al rojo vivo, mientras le advertía que le haría algo peor si  buscaba a Raffaele de nuevo.

Volvieron a dejarle solo durante horas. Cuando un sirviente le llevó algo de comer, lo encontró agonizando. Buscaron un médico que le atendiera y éste amenazó con informar al Duque de Meriño, quien estaba en Madrid ignorante de toda la situación.

Madame Pauline se moderó. Volvió a llevar a su hijo a su Villa, dejó que atendieran sus heridas y se comportó como una madre dulce y abnegada cuidándole todo el tiempo.

Una vez que recobró las fuerzas, Miguel la acusó de estar loca y quiso marcharse a Madrid. La mujer volvió a llamar a los cuatro desconocidos, hizo que lo sujetaran y le azotó las manos ella misma. Él continuó protestando y amenazándola con contarle todo a su padre. Ella respondió quemando sus manos tal y como había hecho con su espalda.

Miguel pasó días atrapado en aquella habitación, siendo torturado una y otra vez para que aceptara guardar silencio ante su padre. Nunca cedió. Terminó sufriendo una terrible fiebre a causa de sus heridas infectadas. Esta vez su madre llamó a un nuevo doctor, uno cuya conciencia podía ser silenciada por el dinero.

Al mejorar de la fiebre y recuperar el conocimiento, encontró a su padre junto a él. Había viajado desde Madrid al enterarse de que estaba en cama. Trató de decirle lo que había ocurrido, pero Don Miguel de Meriño creyó que deliraba. Su esposa y el doctor le habían contado que un grupo de gitanos eran los responsables de su estado.

Aquel hombre, que en la Corte siempre se mostraba astuto y diligente, recorrió con un grupo de soldados los alrededores de su Villa hasta encontrar a los supuestos criminales: una familia de gitanos que habían cometido el error de instalarse sin permiso en sus tierras. Todos los hombres fueron fusilados, ante sus mujeres y sus hijos, sin que mediara un juicio. Murieron jurando su inocencia y el Duque los consideró escoria por ser incapaces de reconocer sus fechorías.

Miguel no podía dar crédito a lo que escuchaba de labios de su padre, mientras su madre le acariciaba el rostro susurrándole que ahora todo estaba bien. Entendió hasta dónde podía llegar la mujer que le había traído al mundo y conoció el terror absoluto.

Pero ella no estaba sola, y eso se lo hizo saber cuando su padre se ausentó de la habitación. Su tío Philippe la apoyaba y estaba dispuesto a hacer cosas peores si Miguel no aceptaba su compromiso y se alejaba de Raffaele. Madame Pauline también lo manipuló llenándolo de temores acerca de lo que haría su propio padre si llegaba a enterarse de su amorío.

Miguel temió perder la razón al volver con sus padres a Madrid. Su madre se mostraba muy cariñosa con él y contaba a todo el mundo que había sufrido una agonía al verle herido, aparentando ser la mujer más frágil y bondadosa sobre la tierra. Su único desahogo consistió en escribir cartas interminables a Maurice y a Raffaele, cartas que terminaba arrojando al fuego porque no había manera de enviarlas sin que la terrible mujer se enterara.

Ni siquiera su medio hermano Martín, el hijo bastardo que su padre engendró mucho antes de casarse, podía ayudarle. Madame Pauline lo odiaba y él solía viajar a la Villa cuando ella se encontraba en Madrid. Miguel pidió a su padre que lo hiciera volver, pero este se negó para evitar enojar a su esposa.

Tuvo que soportar resignado que su matrimonio con la linda Condesa María Luisa de Torres y Guzmán fuera fijado para ese mismo año. Al enterarse de que Raffaele asistiría a la celebración, puso todas sus esperanzas en él, sabía que no iba a soportar verle casado y esperaba que lo rescatara. Soñó muchas veces viéndolo aparecer ante él, para pedirle perdón y llevarle lejos.

Su corazón se hizo pedazos cuando finalmente se encontraron, el mismo día de su boda, y las primeras palabras que le escuchó pronunciar fueron "Enhorabuena Miguel", mientras le regalaba una sonrisa semejante a la que mostraba el Duque Philippe junto a él.

Miguel comprendió entonces que Raffaele había elegido obedecer a su padre y abandonarlo definitivamente. Todo el dolor de la noche en que lo tomó a la fuerza volvió a él, como una corriente de aire frío y putrefacto, envenenándole hasta oscurecerle el alma. Aquel día su amor se tornó en odio y con una bofetada selló la amarga separación del hombre que amaba.

Su padre le pidió explicaciones por semejante agresión contra su primo, su madre fingió escándalo y todos los invitados murmuraron. Raffaele disimuló diciendo que se merecía aquel golpe por haberle dicho a Miguel una insolencia al oído.

Fue la última vez que hablaron y durante años no volvieron a verse. Hasta que Maurice fue arrestado en el Paraguay y llevado a España, entonces los dos se vieron obligados reunirse y trabajar juntos para encontrarlo y sacarlo de prisión.

—Si Raffaele me hubiera pedido perdón aquella misma noche, o si lo hubiera hecho el día de mi boda, le habría perdonado en el acto porque lo amaba más que mí mismo. Pero el maldito dijo “Enhorabuena”—Golpeó la cama lleno de rabia—. ¡Después del infierno que yo había pasado, dijo “Enhorabuena”!

—Él no sabía lo que te habían hecho tu tío y tu madre. Aún no lo sabe. Cree que cambiaste por lo que él te hizo.

—¡Por supuesto que cambié por eso! ¡Y aún más por lo que me hicieron mi madre y su padre! —gritó agitándose, luego perdió todo su aplomo y se abrazó a sí mismo—. Las personas que más debían amarme me han destrozado, ni siquiera sé cómo vivir con eso…

Miguel se convirtió en un desconocido para sí mismo desde el día de su boda. Pronunció sus votos nupciales como una venganza contra Raffaele, y con la misma intención fue al lecho con su joven y bella esposa. Tenía tanto odio dentro de sí, que decidió dejar su lugar en la Corte y pedir a Carlos III que le dejara cazar a todos los bandidos que pululaban en las noches madrileñas.

Se le conoció como un oficial cruel y eficaz. Por toda Madrid se hablaba con temor de él y de los hombres que comandaba. Llegaron a bautizarlos con el extraño apodo de “Las Espadas Sangrientas del Rey” porque no había noche en que su acero no terminara bañado por la sangre de un infeliz.

Su padre estaba orgulloso de él. Su madre empezó a temerle. Martín, medio-hermano, no dejaba de manifestar preocupación ante aquel cambio en su carácter. Decía que extrañaba la alegría, la amabilidad y la pasión por el arte que siempre le habían caracterizado.

En aquel tiempo, Miguel difícilmente podía considerarse a sí mismo un ser humano. Se sentía como la encarnación del resentimiento mientras deambulaba por las calles con una máscara de suficiencia.

Deseó muchas veces asesinar a su madre y a su tío por haberle deformado causándole aquellas horrendas cicatrices. También sintió deseos de sacarle el corazón a Raffaele por haber destrozado el suyo. Pero su verdadera intención era que, algún día, uno de los criminales a los que enfrentaba le hiciera el favor de terminar su agonía con una bala o una estocada certera.

Entonces nació su hijo. Un pequeño tan hermoso, indefenso y dulce que volvió a despertar su corazón. De nuevo fue capaz de experimentar amor y ternura, encontró algo de paz y recuperó su humanidad. Su padre quiso que llamara al niño Rodrigo, como el Cid campeador. Su vida le resultó soportable gracias a él.

Unos años después, dejaba a su amado hijo en Madrid para reunirse con sus primos. El mismo Miguel no podía creer las circunstancias que lo habían llevado hasta el Palacio de las Ninfas. Raffaele había puesto una única condición para aceptar casarse al fin con su prometida, que se le permitiera vivir un año con sus primos. El duque Philippe escribió al padre de Miguel para que lo enviara a Francia, usando como excusa que su compañía ayudaría a la completa recuperación de Maurice.

Miguel calificaba de incoherente el comportamiento de su tío. ¿Cómo podía aceptar que vivieran juntos después de haberlo hecho torturar para separarlos? ¿Acaso su madre le había mentido? El Duque nunca había mostrado animosidad contra él y la palabra de Madame Pauline no podía considerarse de valor.

Por otro lado, existía la posibilidad de los dos hermanos tuvieran caracteres similares, y su tío Philippe también fuera capaz de esconder su  malignidad tras dulces palabras. Mientras no encontrara pruebas de lo contrario, seguiría considerando como su peor enemigo al padre del hombre que amaba.

Temía lo que hicieran su tío y su madre si llegaban a enterarse de su reconciliación con Raffaele. También temía las caricias de este, porque le recordaban a esas otras que le hicieron tanto daño. Y no sabía cómo iba a reaccionar cuando descubriera sus cicatrices; si ya sabía de ellas o se ponía del lado de su padre, volvería a romperle el corazón.

Después de esforzarse durante horas contándome su historia, se quedó en silencio, cabizbajo, con el rostro oculto bajo su largo cabello. Lucía frágil y herido. Al fin tenía ante mí al Miguel sin máscaras y con todas sus cicatrices expuestas, tanto las de su cuerpo como las de su corazón.

No era más que escombros, cenizas, despojos del hombre que fue. El Miguel que conocieron Maurice y Raffaele desde su infancia ya no existía. Yo nunca podría conocerle. Y, como una cruel ironía, ellos tampoco sabían nada de este Miguel que se me había revelado.

—Quisiera hacer desaparecer las huellas que tanta crueldad ha dejado en ti y devolverte tu alegría —declaré sintiendo mis emociones desbordarse.

Abrí mis brazos y recogí los pedazos del pobre ser humano que yacía desamparado ante mí, deseando unirlos, recomponerlos y así sanarle. Miguel me rechazó al principio. Insistí. Se aferró a mí y lloró con amargura. No dije nada hasta que se calmó.

—Vamos a ver al doctor Daladier —le propuse.

—¡No, él le dirá a Maurice!

—No lo creo. Es un hombre que sabe guardar secretos. Y no tenemos opción, hay que curar tus heridas.

Tuve que insistir un poco más hasta que accedió. Lo ayudé a vestirse de nuevo y ordené que prepararan el carruaje. Partimos a París sin dar explicaciones a Agnes, quien pretendía merecerlas. La mujer me estaba llevando al límite mi paciencia.

El cochero nos condujo hasta la casa el doctor, una residencia modesta si se la comparaba con el Palacio de las Ninfas y la mansión de mi familia. El Conde Daladier solía usarla en las pocas ocasiones que visitaba París, prefería vivir con su esposa en una propiedad que poseían en Lyon. Los Daladier no eran muy ricos e importantes, pero vivían cómodamente.

—El señorito Claudie ya no vive aquí —nos informó uno de los sirvientes—. Los vecinos se quejaron de sus prácticas y su padre le ordenó mudarse al campo.   

El sirviente se ofreció a guiarnos hasta la nueva residencia de Daladier. Durante el camino no dejé de pensar en qué clase de cosas podría estar haciendo el doctor para ganarse semejante destierro.

Nos tomó otra hora llegar al lugar porque tuvimos que regresar sobre nuestros pasos, la nueva casa del doctor quedaba más cerca del Palacio de las Ninfas. Lamenté que el cochero no estuviera informado del cambio, habíamos perdido un tiempo valioso y Miguel se veía agotado. 

Al llegar, el sirviente nos hizo entrar y fue por toda la casa llamando a su amo. El lugar no era muy grande y apenas tenía los muebles necesarios. Miguel se derrumbó en uno de los sillones con la mirada ausente, haciendo que aumentara mi urgencia por encontrar a Daladier. Seguí al sirviente hasta el jardín y lo vi dirigirse a un desconocido que se encontraba trabajando en el jardín.

—¡Señorito! —exclamó el sirviente—. ¿Por qué no le dice al viejo Louis que se encargue de eso?

—Porque está viejo y no hace más que quejarse de su espalda —la voz era de Daladier.

—Debió traer más sirvientes con usted.

—¿Para que escriban a mis padres contándole todo lo que hago? ¡Ni hablar! —respondió insolente— El viejo Louis no sabe escribir así que con él no tendré problemas.

—Señorito, si usted se comportara de otra manera, no haría falta importunar a su padre.

—Suficiente Jean, dime a qué has venido o déjame trabajar.

—Dos caballeros lo están buscando. Vienen del Palacio de los Alençon.

—¡¿Maurice ha vuelto a enfermar?! —su tono dejaba ver una sincera preocupación.

Se dirigió hacia la casa y se encontró conmigo ante la puerta. Enseguida preguntó por Maurice. Yo titubeé un poco al responder porque no salía de mi sorpresa ante su aspecto. No llevaba la peluca blanca y lucía su cabello negro muy corto. Estaba en mangas de camisa, con las manos y los zapatos llenos de tierra. Nada que ver con el elegante Claudie Daladier al que estaba acostumbrado. Aunque había que reconocer también lucía más joven y atractivo.

Pronto me hizo espabilar urgiéndome a que le explicara el motivo de mi visita. Lo llevé ante Miguel. Daladier despidió a su sirviente y nos hizo pasar a otro salón que tenía bajo llave. Ahí pude ponerlo al tanto de todo.

—¡Imperdonable! —exclamó cuando vio la espalda y las manos de su paciente —. ¡Madame Pauline se ha extralimitado!

—¿Cómo ha sabido…? —exclamó Miguel sorprendido ya que no le habíamos dicho nada al respecto.

—Simple lógica —respondió al tiempo que comenzaba a limpiar sus heridas—. Bastó con mirar la expresión con la que ha dicho que alguien le ha herido, constatar que no ha sido la primera vez, recordar lo que Maurice me ha contado sobre la crueldad de tu madre y que el Padre Petisco me escribió advirtiéndome que tuviera cuidado con ella, cuando se enteró de que había venido a Francia.

—¡¿Conoce al Padre Petisco?! —Miguel no salía de su sombro.

—Desde niño. Su sobrina está casada con uno de mis primos más cercanos. Toda la familia lo aprecia mucho. Pasó una buena temporada en nuestra casa cuando volvió enfermo de las misiones hace muchos años. Fue entonces que se hizo amigo de tu tío y aceptó ser el tutor de Maurice.

En ese momento pensé que el Padre Petisco era un gran manipulador. Fue fácil concluir enseguida que él mismo había enviado a Daladier a cuidar de Maurice, después que lo sacaron de la prisión española. Y que seguía vigilando a su pupilo a través del doctor. Me sentí abrumado al pensar que ya podía haberse enterado de mi existencia y de mis aspiraciones.

—¿Dónde está el Padre Petisco? Me gustaría escribirle, también fue mi tutor —continuó preguntando Miguel.

—En Roma, por supuesto. Todos los Jesuitas se encuentran en los territorios del Papa, como una plaga de langostas, moviéndose por todas las parroquias y hospitales buscando qué hacer. Puede entregarme a mí su carta. Es muy importante que nadie sepa que ustedes mantienen contacto con él, por el bien de Maurice, ya sabe que nuestro rey no le agrada su olor ignaciano.

Daladier no era bueno mintiendo. Vaciló lo suficiente como para hacerme  sospechar que nos ocultaba el verdadero paradero del Padre Petisco. Surgió entonces mi mayor temor, que aquel hombre estuviera en Francia y que el día menos pensado iba a aparecer ante nosotros para llevarse a Maurice.  

Intenté sacarle la verdad al doctor sin que se diera cuenta, pero este evadió muy bien todas mis preguntas mañosas. Molesto me dediqué a pasear por la habitación poniendo atención en los frascos, libros y plantas que llenaban sus armarios.

El doctor siguió concentrado en tratar las heridas  de Miguel y no me prestó atención. Encontré abierta la puerta de otra estancia  y decidí aventurarme adentro. La curiosidad puede arrastrarnos hacia las peores experiencias y ese día lo comprobé plenamente.

Tras aquella puerta encontré una escena digna de un mal sueño. Los armarios estaban llenos de frascos enormes llenos de un liquido trasparente y de fuerte olor. Al abrir la cortina pude ver con claridad lo que flotaba dentro de los recipientes y tuve que cubrirme la boca para no gritar. Ahí estaban ojos, manos, cabezas, fetos de todos los tamaños, cerebros y entrañas de todo tipo, flotando silenciosos a mí alrededor.  

En la amplia mesa que se encontraba en el centro descubrí rastros de sangre. Comencé a marearme. Me di vuelta para salir y encontré a Daladier sonriéndome desde la puerta.

—¿Le interesa algo, Monsieur?

—¡¿Qué clase de carnicero es usted?!

—¿Carnicero? ¿Por qué me llama así? Aspiro a ser un buen médico y para eso debo conocer mejor que nadie cada parte de nuestro cuerpo. Y no me basta lo que hay en los libros porque sus autores pudieron olvidar algún detalle.

—¿Cómo consiguió todo lo que hay aquí? —pregunté alarmado.

—¿Por qué todo el mundo pregunta lo mismo? —dijo como si le hiciera gracia mi aprehensión— El asunto es simple, tengo un acuerdo con ciertos caballeros que me traen todos los cuerpos que están destinados a la fosa común. La mayoría eran pobres diablos que murieron en la calle.

—¿No me diga que lo que estaba enterrando en el jardín era un cuerpo?

—¿Cómo lo adivinó? —sonrió satisfecho— Maurice tiene razón, usted es muy inteligente e intuitivo.

—¡Oh Dios! —sentí que mis rodillas se doblaban. 

—¿Qué le pasa? No me diga que cree que enterré un cuerpo humano ¡Qué tontería! —soltó una carcajada—. Una vez que he tomado todo lo que necesito, los encargados se llevan los cadáveres a la fosa común.

—Entonces por qué dijo…

—Lo que entierro en mi jardín son restos de animales —tomó un frasco y me lo mostró, contenía un pequeño cerebro—. Para avanzar en mis estudios, tengo que comparar el cerebro humano con el cerebro de animales. Aunque también he tenido que enterrar algunos animales en los que he puesto a prueba mis medicinas. Todo lo que mate a un perro callejero puede matar a un ser humano.

—Ya veo por qué sus vecinos lo obligaron a dejar París —lo acusé molesto.

—¡Eso fue una total injusticia! —se quejó—. Lo único que hago es avanzar en el camino de la ciencia.  Sucede que soy un seguidor de los trabajos de  Thomas Willis, busco comprobar sus planteamientos y, con suerte, descubrir algo que él no pudo.

—Espero que sus macabros estudios le permitan ayudar a Miguel. Ya me estoy arrepintiendo de haberlo traído.

—Curar sus heridas es fácil —declaró confiado—. Hacer desaparecer sus cicatrices será más difícil. Tengo esperanzas de que cierto bálsamo que he desarrollado a base de plantas, y otras cosas que es mejor que usted ignore, tenga buen efecto.

—Eso espero. Y por favor, Maurice y Raffaele no puede saberlo.

—¿No? ¿Cómo piensan ocultárselo? Sobre todo a Raffaele, ya que él y Miguel son amantes.

—¿Cómo lo sabe? —el doctor no dejaba de sorprenderme y abrumarme.

—Maurice me lo contó.

—¡¿Cómo pudo contárselo?!

—Porque además de ser su médico, soy su amigo. Además él no sabe guardar secretos. También me contó del problemita que tiene con usted.

—No puedo creerlo… —me apoyé en la mesa, el mundo estaba daño muchas vueltas en ese momento.

—Me preguntó si había alguna manera de evitar sentirse muy estimulado cada vez que usted lo tocaba. Yo le dije que las erecciones son señal de buena salud y que lo viera como algo natural.  

Para ese momento yo no necesitaba un espejo para saber que mi rostro estaba carmesí, me bastaba con sentirlo quemándose. Daladier hablaba del asunto como si fuera algo simple. Creí que lo hacía para abochornarme, pero después, al conocerlo mejor, me di cuenta de que era igual a Maurice: incapaz de ver las reacciones que despertaban sus palabras en la gente y obsesionado con aquello que despertaba su interés. Por algo se habían hecho tan amigos en poco tiempo.

Como yo no soportaba continuar con aquella conversación, sugerí que volviéramos con Miguel. Él seguía recostado boca abajo sobre la mesa como le había dejado el doctor. El bálsamo que le había aplicado tenía un olor particular, agradecí que no apestara.

Acordamos con Daladier que volveríamos al día siguiente. Nos dio un frasco de bálsamo y recomendó que se lo aplicara varias veces al día sobre las cicatrices de sus manos. Insistió en que era necesario cambiar los vendajes todos los días, lo que iba a representar un problema cuando regresaran Maurice y Raffaele.

Yo estaba convencido de que debíamos contarles todo cuanto antes. Miguel insistía en no decirles nada y pensaba encargar a su sirviente Antonio de la tarea de curarlo, aunque la idea parecía causarle repugnancia.

Volvimos al palacio por la noche. Después de cenar, acompañé a Miguel a su habitación y lo ayudé  a cambiarse de ropa. No tardó mucho en dormirse. Me marché a mi habitación deseando imitarlo y descansar toda la noche pero, en el momento en que iba a echarme en la cama, recordé que había hecho una cita con Sora.

Estuve a punto de llorar. Pensé en cancelar el compromiso, pero  al imaginar lo herido que podría sentirse mi joven amante, me resigné  a visitarlo. Puse todo mi empeño en mostrarme animado ante él, lamentablemente me quedé dormido en sus brazos apenas ocupamos la cama.

Sora se sintió defraudado y a la mañana siguiente me lo hizo saber. Me limité a sonreír y suplicar su comprensión, juró cobrarse con creces la próxima vez por el ayuno que le había obligado a soportar.

Tendría que esperar varios días para eso, porque decidí no hacer cita para esa noche. Quería tomarme tiempo para convencer a Miguel de hablar con sus primos. Al llegar al palacio, fui directamente a su habitación. Estaba despierto pero continuaba en la cama. Se mostró muy agradecido por mi ayuda. Su sirviente llegó poco después para ayudarlo a vestirse. Acordamos encontrarnos en el jardín para desayunar.

Durante la comida, cuando no teníamos a nadie alrededor,  discutimos sobre toda la situación. Miguel insistía en guardar silencio, yo preveía que ocultarlo iba a ser imposible. Él volvió a mencionar la conveniencia de su regreso a España, cosa que a mi juicio no solucionaría nada.

Dimos un paseo por el jardín al terminar. Nos encontramos con Asmun, quien había regresado al palacio para traer las presas que cazaron Maurice y Raffaele. Al parecer los dos se encontraban muy entretenidos, incluso habían conseguido cazar un enorme siervo. Todo indicaba que pensaban tomarse unos días más. Dadas las circunstancias, me alegré por eso.

Visitamos a Daladier y este recomendó que cambiáramos los vendajes también por la noche. Como la tarea tendría que realizarla yo, me ordenó poner atención a todo lo que hacía para repetirlo al pie de la letra.

El resto del día traté de animar a Miguel, quien parecía estar poseído por la tristeza. Apenas conseguí que en su lindo rostro se trazara una tenue sonrisa. Al llegar la noche, me dispuse a cambiar sus vendajes.

Dejamos que Antonio estuviera presente para que aprendiera a hacerlo,  pues iba a ser muy difícil que yo pudiera encargarme de eso cuando Raffaele y Maurice regresaran. Como siempre Miguel trató a su sirviente con desprecio.

El muchacho aguantó todo en silencio y con una mirada llena de resignación. Cuando nos quedamos solos, me atreví a pedirle a Miguel que tratara con menos severidad al pobre Antonio. Su respuesta no dejó lugar a replica.

—No le compadezcas. Te aseguro que tengo mis razones para tratarle así.

Por supuesto que pregunté cuáles eran esas razones y él se negó a responder.  Le vi tan obstinado en mantener silencio sobre tantas cosas, que lo reprendí.

—¿Qué ganas con llevar tú solo la carga? Si Antonio hizo algo reprochable, dímelo. Lo mismo con respecto a tu madre, si le cuentas a Raffaele y Maurice lo que te ha hecho, te ayudaran. ¿Acaso no te he servido de ayuda después de contármelo? Puedes estar seguro que ellos también van a querer protegerte.

—¿Y qué pasará si Raffaele vuelve a elegir a su padre antes que a mí? —dijo furioso mientras caminaba por su habitación para evitar verme a la cara— ¿Qué haré si lo defiende o excusa por lo que me hizo?

—Él nunca haría eso —asegure acercándome a Miguel—. Incluso temo que se vuelva contra su padre de una manera extrema. Cuando se trata de ti, Raffaele pierde completamente la cordura.

—Con más razón debo callarme. Tú no tienes idea de lo mucho que Raffaele ama a su padre, sufrirá si llega a saber lo que tío Philippe y mi madre me hicieron.

—¿Y crees que no va a sufrir si te marchas a España? —le sujeté y obligué a encararme—. Va a pensar que lo haces porque no le perdonas lo que te hizo.

—¿Y qué otra cosa puedo hacer?

—¡Confiar en el hombre que amas!

—¡No puedo! —se echó a llorar—. Después de lo que hizo, no puedo. No tengo el valor... 

—¿Entonces vas a dejar que tu madre y tu tío destruyan todo lo que tenías con Raffaele? Sólo de pensarlo me siento colérico.

—¡Raffaele lo destruyó todo la maldita noche en la que, en lugar de escapar conmigo, me violó y abandonó!

Su rostro lleno de dolor y rabia, su gritó cargado de una convicción absoluta, la verdad innegable de sus palabras, todo me golpeó y dejó sin  fuerzas para decir algo más. Miguel tenía razón, las personas que más debían amarlo, le habían destruido. Lo solté y dejé que se alejara.

Sentí que todo estaba perdido. Volví a ocupar mi silla junto a su cama y me quedé en silencio cabizbajo. Él se quedó de pie por unos minutos y luego se sentó en la cama y extendió sus manos frente a mí.

—Termina lo que empezaste—me ordenó.

Sonreí ante su manera infantil de terminar una discusión incomoda. Tomé el frasco de bálsamo y comencé a cubrir su piel. Los dos permanecimos en silencio hasta que él comenzó a llorar de nuevo.   Sostuve sus manos en silencio, sabía que mis palabras eran inútiles.

—Mi madre alguna vez me amo, Vassili —dijo al fin—. Cuando yo era niño, ella solía ser muy cariñosa con Sophie y conmigo por igual.

—Bueno, así deben ser todas las madres.

—No lo sé. Tía Thérese no lo fue con Maurice y la madre de Raffaele… Bueno, ella hizo algo terrible al final.

—He oído sobre eso.

—Mi madre empezó a odiarme desde que comencé a vestirme como hombre, cuando mi tío y mi padre la presionaron para que dejara de tratarme como si fuera niña.

—No veo por qué tenía que odiarte por eso. Eres un hombre después de todo. Ella no tenía derecho tratarte como mujer.

—No… en realidad era yo el que quería usar vestidos. Ella sólo me consentía. Pero después comenzó a tratarme con severidad porque ya no era su muñeca. Si yo hubiera nacido mujer, quizá ella nunca me hubiera hecho daño. Y nadie se hubiera opuesto  a que estuviera junto a Raffaele. 

—¿Qué ganas pensando de esa forma? —le reclamé queriendo hacerlo reaccionar, temí que estuviera hundiéndose en la desesperación otra vez.

—Cada vez que me pregunto por qué tenía que pasarme todo esto, me doy cuenta de que ha sido mi culpa. No debí enamorarme de Raffaele, no debía pedirle que escapara conmigo, no debí…

—Que tonto eres Miguel. Tú no tienes culpa de nada. Tú madre está loca y por eso te ha tratado así. Raffaele es un imbécil que perdió el control esa noche y ahora pasará toda la vida pagando las consecuencias. Tú eres la victima aquí, no el culpable.

—¿Y acaso no es peor sentirse víctima de ellos? A veces no puedo reprimir tanto dolor, miedo y odio. Por más que lo intento, no puedo dejar de temblar cuando Raffaele me toca. Y ante mi madre me paralizo sólo con escucharla pronunciar mi nombre.

—Ojalá pudiera ayudarte... —Me levanté y lo abracé, realmente quería protegerlo. Él no se resistió.

—Gracias Vassili —dijo con dulzura—. Maurice tiene razón, eres muy cálido, algo que en nuestra familia echamos de menos.

—¿Eso ha dicho?—me alejé para verle a la cara. 

—¡Ah, no te sonrojes como un tonto enamorado!—se burló.

—Es inevitable, estoy enamorado como un tonto —volví a sentarme para continuar cubriendo sus manos con el bálsamo.

—Espero que un día te corresponda y los dos tengan mejor suerte que Raffaele y yo. Pero lo tienen difícil mientras Maurice quiera seguir siendo jesuita.

—Yo esperare lo que sea necesario. Ahora que sé que me ama, aunque él no lo reconozca, nada me va a alejar de su lado.  

—Tienes que ser paciente, es la primera vez que Maurice se enamora y él no sabe nada de…

En ese preciso instante escuchamos una detonación. La cerradura de la puerta fue destrozada por un disparo. Me levanté en el acto y  me coloqué ante Miguel, protegiéndolo. Cuando vi a Raffaele abrir la puerta de una patada y entrar con una pistola en cada  mano, entendí que el que necesitaba protección era yo.

—¡Maldita serpiente! ¡Realmente te has atrevido a ponerle las manos encima a Miguel! —con dos zancadas estuvo frente a mí y apuntó una de sus armas a mi frente. Para ese momento yo ya había pasado de la sorpresa a la indignación.

—¡¿Me crees idiota?!—grité molesto.

—¡Te creo un maldito libertino capaz de follarte a cualquiera!

—¡Raffaele baja tu arma de inmediato!— gritó Maurice entrando a la carrera y colocándose entre nosotros. Me angustié.

—¡Quítate Maurice, este miserable se ha acostado con Miguel!

—¡¿Cómo te atreves a decir semejante cosa?! ¡¿Crees que me acostaría con otro como tú lo haces?!—exclamó furioso Miguel colocándose delante de Maurice, hasta ese momento se había mantenido escondido tras de mí.

Sus primos se quedaron mirándolo llenos de asombro.

—¿Miguel qué te ha pasado? ¿Porque tienes esos vendajes?—dijo al fin Maurice.

—¿Y qué te ha pasado en las manos? —agregó Raffaele mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

Miguel se dio cuenta de que sin querer había expuesto todo lo que quería ocultar. Intentó salir corriendo pero Raffaele arrojó la pistola descargada al suelo y le sujetó por un brazo. Maurice también ayudó a detener a su primo, quien forcejeó para escapar. Le quité la otra pistola de la mano a Raffaele con mucho cuidado y la coloqué sobre una de las sillas.

—Miguel es mejor que les cuentes todo —dije tratando de serenarlo—. Ya no tiene sentido ocultar la verdad.

—¡¿Qué verdad?! —gritó Raffaele angustiado— ¡¿Quién te ha herido de esa forma?!

—¡No…! —suplicó Miguel llorando mientras seguía intentando liberarse.

Raffaele lo abrazó y no le dejó moverse más. Miguel lloró, gritó, se sacudió como un animal, hasta que se quedó sin fuerzas.

La vieja Agnes entró y armó un escándalo por la  cerradura dañada y la extraña escena que estábamos dando. Raffaele amenazó con despedirla si no se marchaba y le encargó que nadie los interrumpiera. Ella desapareció de inmediato.

Yo sentía mi propio corazón herido al ver  a los tres  sufriendo. Les recomendé que recostaran a Miguel en la cama y me ofrecí a contarles todo lo que sabía.

—¡No te atrevas! —gritó Miguel recuperando el aplomo—. ¡No te lo perdonaré jamás!

—Entonces dínoslo tú —le pidió Maurice de esa manera tan dulce con que solía hablarle.

—Lo haré… si prometen no hacer nada.

—Eso depende de lo que digas… —respondió Raffaele que ya lucía dispuesto a cobrarse con sangre sus heridas.

—¡Júrame que no harás nada!

—Lo único que te juro es que, si no me lo dices ahora mismo, le sacaré la verdad a Vassili y luego le arrancaré el corazón a quien quiera que te haya hecho esto.

Los dos se miraron desafiándose el uno al otro. Temí que Miguel se empeñara todavía más en callar.

—Es mejor que lo cuentes todo o yo mismo lo haré —le advertí—. No importa si me odias por eso, lo haré porque es lo mejor para ti.

Miguel me miró furioso. Seguramente pensaba que yo había empeorado las cosas. Pidió a su primo que lo soltara, se acercó a la ventana y comenzó a hablar dándonos la espalda. A medida que iba relatando los hechos, Raffaele y Maurice demostraban estar sufriendo una verdadera tortura.

Me acerqué a Maurice para consolarlo, él recostó su frente en mi pecho. Lo abracé y sentí cómo temblaba mientras escuchaba. Yo mismo deseaba salir de ahí y no tener que pasar por aquel horror otra vez.

Miguel recreó el mismo relato que me había contado, omitiendo un único detalle: la intervención de su tío. Llegó a mentir señalando que él mismo había informado a su madre sobre su relación con Raffaele. Cuando terminó, sólo se escuchaba el llanto de sus primos.

—¡Es mi culpa! —declaró Raffaele cayendo de rodillas y golpeando el suelo con sus puños —. ¡Todo esto es mi culpa!

Siguió  maldiciéndose y maldiciendo a su tía sin atender los ruegos de Miguel, quien se arrodillo ante él y trató de sujetarle las manos. Maurice estaba tan destrozado como Raffaele, se cubrió los oídos y permaneció aferrado a mí, incapaz de dejar de llorar.

Mas los Alençon no suelen permanecer en tal estado por mucho tiempo. Todos en esa familia pasan del dolor al odio con gran facilidad. Quizá es algo común en todos los seres humanos, pero a nadie he visto secarse las lágrimas y tomar una pistola con tanta rapidez como a ellos.

Raffaele y Maurice reaccionaron igual, los dos estaban dispuestos a cobrarle a Madame Pauline todo el daño que le había hecho a su propio hijo. Fue muy difícil hacerlos entrar en razón y evitar que salieran armados hacia la casa de Sophie. La amenaza de Miguel de marcharse a España ese mismo día fue lo único que los contuvo.

—No voy a dejar las cosas así —aseguró Raffaele—. Le escribiré a mi padre y con su ayuda haré que tu madre terminé encerrada…

—¡No! ¡Deja fuera de esto a tu padre! —fue la respuesta desesperada de Miguel.

Viendo la manera en que estaban encaminándose las cosas, insistí en que lo más adecuado era aceptar la voluntad de Miguel.  

—Al fin y al cabo, él es quien debe decidir. Llevándole la contraria lo estás haciendo sufrir más —dije para convencer  a Raffaele.

Por fin me escuchó y se tranquilizó. Luego quiso hablar con el doctor Daladier. Miguel aceptó que lo acompañara a su casa. Maurice prefirió quedarse para dejarles tiempo a solas. Lo invité a caminar por los jardines para tranquilizarlo, estaba muy alterado por la tragedia de su primo.

Nos alejamos del palacio buscando un lugar en el que pudiera vernos ni oírnos. Terminamos sentados en la hierba tras unos arbustos. Ahí dejé que Maurice hablara cuanto quisiera, ventilando su indignación contra su tía y su angustia por Miguel. Yo temía que esos sentimientos acabaran por envenenarlo si no se liberaba de ellos de alguna manera.

También me preocupaba que todo el asunto terminara en un enfrentamiento con el Duque de Alençon. Maurice iba a llevarse una terrible decepción si resultaba ser cierto que el tío que tanto admiraba era cómplice de Madame Pauline.  Para ese momento verle sufrir me resultaba insoportable, prefería padecer yo en su lugar. Saber que lo único que podía hacer era escucharle y acompañarle me hacía maldecir mi propia incompetencia.

—Vassili, gracias por todo lo que has hecho por Miguel —
dijo sorprendiéndome, como si rebatiera mis pensamientos apropósito.

—No he hecho nada —respondí confundido.

—Lo has salvado igual que antes me has salvado a mí de mis tinieblas —afirmó con una sonrisa capaz de hacerme creer en los ángeles.

—Exageras Maurice. No he hecho más que lo que dictaba el sentido común.

—Tú no reconoces tu propio valor. Eres como una bendición que Dios nos ha enviado.

—Soy lo más lejano a un enviado de Dios que puedas encontrar. De hecho, lo único a lo que me siento irremediablemente llamado es a hacerte el amor. ¿Crees que Dios me haya dado esa misión?

—No bromees de esa forma Vassili —me regañó.  

—No estoy bromeando. Deberías dar absoluta fe a mis palabras. Cada cosa que hago es buscando llevarte la cama.

—¿Incluso ayudar a Miguel?

—Por supuesto —quise quitarme de encima toda la angustia vivida  haciendo reír a Maurice—. Si Miguel sufre, tú también lo haces.  Además de hacerte el amor, también quiero hacerte feliz.

—Ya no sé si hablas en serio o si estás jugando como un tonto. Igual quiero agradecerte por todo lo que has hecho por nosotros.

—Me gustaría que además de expresar tu gratitud, me recompensaras —comencé a acercarme buscando besarle.

—Supongo que no puedo negarte una pequeña recompensa —sonrió con picardía y me besó.

Lo abracé y me recosté en la hierba atrayéndolo. Su cuerpo quedó sobre el mío. Al beso se sumaron las caricias y el roce de nuestros cuerpos. Maurice mostró de nuevo mucho ímpetu, convenciéndome de que el día en que diera rienda suelta a su pasión, iba a dejarme  muy satisfecho.

Desgraciadamente mi amigo tenía una gran capacidad para detenerse a tiempo, y así lo hizo en esa ocasión. Separó sus labios de los míos y me pidió que lo soltara. Obedecí resignado.

—Está comprobado que las recompensas son peligrosas —se lamentó cubriéndose el rostro avergonzado—. Temo que un día voy a perder el control. No debería volver a besarte.

—No te preocupes, yo nunca voy a dejar que faltes a tus votos —le aseguré con sinceridad—. A menos que quieras hacerlo, por supuesto. Te amo Maurice y prefiero esperar toda la vida a verte mortificado por la culpa.

Me miró impresionado. Luego me dio otro beso, más corto pero igual de intenso, que terminó con unas palabras inesperadas susurradas en mi oído con pasión.

—Vassili, si yo no fuera jesuita, con gusto pasaría el resto de mi vida a tu lado.

Se puso de pie y arregló su traje. Yo no pude decir nada y mucho menos moverme, estaba pasmado. Me dedicó una cándida sonrisa antes de dar media vuelta y marcharse.

Logré sentarme. Le vi alejarse caminando rápidamente hacia el palacio. A medida que se acercaba al edificio, tuve la impresión de estar ante una imagen ignominiosa. Imaginé el Palacio de las Ninfas rodeados de espinos oscuros que crecían hasta cubrirlo por completo. Sentí que aquel lugar, lleno de secretos, malos recuerdos y espectros, iba a tragarse a Maurice y ahogarlo en sus tinieblas.

Me levanté, corrí hasta alcanzarlo y le tomé de la mano deteniéndolo.

—¿Qué pasa? —preguntó preocupado—. ¿Te sientes bien?

—¡No importa cuánta oscuridad y dolor haya en tu familia, no voy a abandonarte nunca! —dije sin pensar, siguiendo el impulso más genuino de mi corazón.

—Lo sé —respondió sonriente—. Me lo has demostrado muchas veces.

Estrechó mi mano. Sonreí aliviado y le besé en la frente. Caminamos juntos hacia el palacio sin decirnos otra cosa. No hacía falta, nuestros corazones ya latían acompasados. Cualquier amenaza futura no me  atemorizaba, estaba convencido de que juntos éramos más fuertes que el destino y la fatalidad. 


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