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Un mafioso enamorado. por Lucyanaliz

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Notas del capitulo:

Espero les guste este capitulo. En el proximo...

Di; Si, acepto!

Las gemas del anillo brillaban como el fuego en la palma de su mano; eran perfectas, contrastando con lo imperfecto de su relación.

—Hay ciertas cosas que debemos hacer, Mer, y una de ellas es que debes llevar mi anillo. Hará un estupendo contraste con tu piel blanca; se vera perfecta en tu dedo, tienes suerte de tener manos bastantes femeninas. ¡Colin! Todo ser humano tiene algo de vanidoso. Vamos, obedece.

—No... no soy un chiquillo.

—Entonces deja de actuar como si lo fueras.

—No me gusta llevar anillos, me molestan.

—Vas a tener que usar éste, así que ya puedes empezar. ¡Dame la mano!

Su voz y su gesto se hicieron más insistentes y no parecía importarle que las personas en la mesa contigua hubiesen interrumpido su conversación para escucharlos. No fue el deseo, sino la vergüenza lo que hizo que Colin le obedeciera; Arthuro tomó su delicada mano y deslizó el precioso anillo en el dedo.

—Ya está. ¿Te hice daño?

—Lastima mi orgullo —respondió.

— Siento mucho que pienses así —se encogió de hombros. Su atención se dirigió al camarero que acababa de traer la botella de Bollinger ordenada por él. El camarero sacó la botella del cubo de hielo y envolviéndola en una servilleta, le mostró a Arthuro la etiqueta. Arthuro dio su aprobación. —El vino tiene la misma edad que mi prometido —subrayó.

El camarero miró a Colin y sonriendo, contestó a Arthuro en Italiano. Después de sacar el corcho y llenar las copas alargadas, Colin sintió curiosidad por lo que el hombre había dicho y se lo preguntó a Arthuro.

Él levantó su copa y observó con atención el brillo del vino a través del cristal y las diminutas burbujas que subían hasta el borde de la copa.

—Dijo que era un hombre afortunado si mi prometido era tan dulce como el vino.

Colin se sonrojó.

— ¡Qué desgracia para ti que no lo sea!

—Eso es cuestión de opiniones.

— ¿Acaso parezco muy alegre? —preguntó, sarcástico—. Yo hago todo esto porque no tengo alternativa. Estoy aquí sentado contigo y usando tu anillo, porque estoy atrapado y ninguna criatura que está atrapada desea besar la mano del cazador.

—Interpretas mal mis deseos, Mer. No quiero que me estés halagando constantemente.

— ¿Qué quieres entonces? —se atrevió a preguntar, mirándolo a los ojos y exigiendo una respuesta.

—Sólo lo que tengo.

— ¡Ah!, ¿Y qué es eso?

—A ti —repuso simplemente—. ¡todo tú! —se llevó la copa de vino a los labios, tomó un trago largo y Colin sintió como si él estuviera bebiendo con avidez de sus labios y de su cuerpo. Lo miró con fiereza, observó la línea fuerte de sus hombros bajo la chaqueta oscura y de corte perfecto, el frente de su camisa muy blanca, contrastando con la piel que, desde su infancia, había estado expuesta al sol ardiente. No sólo el sol había dejado su marca en él, cuando bajó su copa. Colin pudo ver que sus labios estaban apretados, tal vez por el sabor de muchos recuerdos amargos. —Los sentimientos nunca influyen en mis decisiones —añadió—. Eso debes saberlo.

—Estás dominado por la necesidad de venganza —nunca había estado tan seguro de algo y eso hacía que los sorbos de vino le dejaran un gusto acre en la boca.

—La venganza puede ser mala —concedió él—, pero el impulso es muy natural.

— ¿Aunque yo no haya tomado nada tuyo? —preguntó.

Lo contempló, sentado frente a él bajo la luz de la lámpara con pantalla dorada que estaba en su mesa; su cabello enmarcaba perfectamente su rostro delicado y pensativo donde brillaban unos ojos Azul-dorados que parecían dos enormes perlas llenas de luz.

—No estés tan seguro de no haber tornado nada mío, cariñito.

— ¿Qué podía haber tomado? — Arthur le miró asombrado—. Nos hemos visto menos de media docena de veces.

— ¡Calla! —exclamó cortante, su mirada estaba dirigida fijamente a su rostro y aun así Merlín sentía el deseo de levantar el mantel blanco frente a él y usarlo de escudo contra aquellos ojos depredadores. Ese hombre parecía desnudar tanto su cuerpo como su alma con solo mirarle.

—Tranquilo— Arthur dejo de mirarle por unos segundos para señalar disimuladamente a una mujer en la mesa vecina; su vestido tenía un escote que permitía ver el surco entre sus senos, como un valle que cualquiera podía recorrer con los ojos.— Esa es una de las cosas que me gustan de ti ,el cuerpo está hecho para la intimidad, no para mostrarlo públicamente —aunque hablaba en inglés, su entonación era basca cuando sus ojos volvieron a Colin, recorrieron su vestuario con la aprobación de un Italiano en el que latía en sus venas la sangre de un turco.

— Oh, eso…, lo siento de saber qué no te interesaría hubiera conseguido uno igual o hasta mas escotado y corto.

Arthur rió ante semejante contestación y Merlín solo bufo ante esa actitud tan liviana para con él.

Llegó su primer plato, de pescado ahumado con berenjenas en escabeche, corazones de alcachofa rebanados, aceitunas grandes y jugosas, y pan de ajonjolí en forma de aros trenzados.

—A este pan lo llamamos kalouria —Arthur cortó un pedazo, lo puso entre sus dientes duros y blancos y lo masticó con aprobación—. Se hornea todos los días y no se vende en bolsas de plástico que se guardan en la heladera. No es sorprendente que los occidentales se estén volviendo tan artificiales como sus emociones y actitudes. Un buen pan es la esencia de la vida.

Colin comió y una vez más se dio cuenta, de que el Italiano que había entrado en su vida, a pesar de sí mismo, tenía una manera muy personal de expresarse y no le interesaba la reacción de los demás sobre sus opiniones. Nunca se le ocurriría hablar en el idioma común, decir las cosas que la gente esperaba oír sería ir contra su propia naturaleza. Caminar en fila, invitar a los demás, sentirse frustrado si a alguien no le simpatizaba, eran cosas que no le interesaban a Arthuro Pendragon.

Colin tomó un sorbo de vino para tranquilizarse.

— ¿Supongo que insistirás en una ceremonia?

—Eso nunca fue tema de discusión, corazón —chasqueó los dedos y ordenó más de ese delicioso pan al camarero, quien acudió al momento.

—Espero... —Colin cortó su pescado, nerviosamente ¿le había llamado, corazón?, demonios, esto era tan irreal—. Espero que no sea una ceremonia larga y complicada.

Él negó con la cabeza.

— Es una ceremonia hermosa y, naturalmente, se llevará a cabo en Argentina.

— Argentina —Colin lo miró con un destello de rebeldía en sus ojos —. Pero, ¿acaso no hay iglesias en este país, donde podamos casarnos?

— Sin duda —agregó—, pero no permiten los matrimonios igualitarios. Si me entiendes.

—puedo devolverle el anillo cuando quiera, que tal...,¿ahora?

—Te gustará, es un agradable lugar, por lo menos, el sol brilla.

—Lo quieres todo a tu manera, ¿no es verdad? —los ojos de Colin se llenaron de resentimiento—. Tienes un ego monumental.

— ¿Ah, sí? —encogió los hombros—. ¿Hay alguien en Inglaterra a quien de verdad le intereses, además de unos cuantos parientes lejanos? A mí me importan mucho mis hermanas y les voy a dar la satisfacción de que estén presentes en nuestra boda; las compensará un poco por lo que nunca han tenido, algo de libertad y ver nuevos rumbos, creo que comprendes eso, ¿verdad? Vamos, tú no eres una persona egoísta, Colin.

—No —estuvo de acuerdo—. No estaría en este lío si hubiese pensado más en mí y menos en los demás.

—Le dices cosas tan halagadoras a tu prometido —se burló—. Así que estás en un lío, como quien dice, te encuentras en una situación de la que no puedes escapar.

—Es obvio que no me dejarás, escapar.

— ¿Te sientes como un héroe que está amarrado a las vías del tren? —lanzó una risa que era más bien áspera—. Siempre los rescatan en el último momento, ¿no? No seré un héroe con sombrero blanco, amore mío, pero tampoco soy un villano, ¿no lo crees?

—Yo no soy ningún héroe —contestó—. Pero resulta que lo desconocido me pone nervioso.

—Vamos, si eso fuera cierto, no trabajarías para un clarividente tan famoso como Sir Gaius.

—Eso te parece divertido, claro. ¿Crees que son tan sólo tonterías, porque él me envió a tu dichosa casa de préstamo?

—No creas que estoy hecho de bronce, Colin. Ese hombre qué podría ser tu padre…, tiene un interés gigantesco por ti.

— ¡No sea ridículo! ¿Que esta queriendo decirme?, Sir Gaius es…

—¡Basta!, no quiero discutir contigo, además, estoy mas tranquilo sabiéndolo lejos, por ahora. Bien, sin mencionar al viejo háblame de tu trabajo. Los Italianos somos una raza muy supersticiosa y tenemos nuestro propio oráculo en Delfos; hay jóvenes aldeanas que todavía guardan algunas tradiciones curiosas respecto al amor. A las jóvenes les gusta saber si aparecerá un hombre dominante que llene sus vidas de emoción. ¿Ustedes tienen clientes de ese tipo?

—A veces —admitió Colin—. Al principio era escéptico en cuanto a sus poderes, si bien ahora no tanto.

— ¿A pesar de su error al no ver mi rostro reflejado en su bola de cristal?

—Probablemente tu influencia lo estaba controlando en aquel momento —al pronunciar Colin esta frase, pensó que podía haber algo de verdad en ella. Un clarividente, a causa de su sensibilidad, está expuesto a toda clase de influencias y Colin descubría que el hombre sentado frente a ella en el restaurante, envuelto en una penumbra platinada tenía un aura muy poderosa. Esto no sólo se percibía en sus rasgos y en su figura, sino también en sus ojos, sus pupilas y pestañas eran muy oscuras y contrastaban con el color de su mirada.

Los platos vacíos fueron retirados y trajeron la mesa de servicio donde crepitaba un gran trozo de carne de cordero en su jugo, acompañado por una variedad de verduras. La vista suculenta de carne aumentó repentinamente el apetito de Colin y no objetó cuando el camarero le sirvió una porción generosa de carne, riñones, patatas al horno, coliflor y zanahorias.

— ¿Salsa, joven?

—Sí, por favor —y observó cómo le servían la salsa caliente y oscura sobre el plato. Merlin era consciente de que su anfitrión lo miraba, quizá gozaba, a su manera sarcástica, de su repentino apetito.

—Por favor empieza —le dijo él—. La comida se debe disfrutar mientras está caliente… como algunos de nuestros otros apetitos.

Pero Colin esperó a que le sirvieran, haciendo gala de su innata cortesía, su cara fría y sin emoción, disimulaba cualquier señal de que su observación había penetrado a ese centro profundo cuya existencia no había advertido, por completo, hasta la reciente aparición de él en su vida.

Colin sabía que no tenía experiencia con las mujeres y los hombres jamás habían sido su objetivo, pero sus instintos le advertían que Arthuro pendragon era un hombre cuya sensualidad estaba, sin duda, a la altura de sus ambiciones.

Al cortar la carne, los rubíes despidieron destellos en su mano; era otra señal de que Arthur estaba dispuesto a que su matrimonio fuera real y no una simple farsa legal.

— ¿Te gusta el cordero? —preguntó.

—Cuando no es para el sacrificio —se oyó responder.

— ¡Ah! Eso se refiere a ti, sin duda.

— Soy un cordero para el sacrificio, ¿O no?

— Servido de manera apetitosa, con cabello casi ondulado, ojos soñadores y un cuerpo muy atractivo —aceptó, mirándolo a los ojos mientras se llevaba un trozo de cordero a la boca.

Merlin sintió su insinuación como un calor que lo hizo ruborizar y de inmediato bajó los ojos, fingiendo concentrarse en su plato. Ahora, Arthur le decía, con franqueza, que pretendía recuperar el monto total de la deuda que Gwaine tenía con él.

Oh, si tan sólo fuera más mundano, si fuese uno de aquellos jóvenes que habían tratado a muchos hombres y habían adquirido esa apariencia insolente que Arthuro pronto detectaría con su experiencia. Pero él sabía que era inexperto. Él lo podía leer en sus ojos, de otra manera no insistiría en casarse, sino que habría sugerido un acuerdo menos respetable.

Cuando llegaron los postres, Arthuro no pidió el servicio de los dulces, sino que el camarero trajo unos platos con frutillas.

Sirvieron sobre los pastelillos una crema espesa muy blanca , que presentaron en una jarra de plata y con caramelo enzima El postre resultaba muy apetitoso, y Colin lo comentó.

—Me alegro que te guste —sonrió Arthuro—. La mayoría de nuestra cena han sido platillos Italianos, pero este postre no lo es. Lo conocí por un amigo americano y el cocinero de aquí siempre me lo prepara cuando vengo a cenar. Por fin, Mer, cariño, tenemos algo en común: a ambos nos gustan las frutillas con crema. Te alegrará saber que el cocinero de Camelot también hace el postre de frutillas a la perfección; fue uno de los requisitos para darle el empleo.

— ¿Qué pasó con Sara, la cocinera de mi padre? — Colin sintió pesar y dolor al hablar. Recordó la enorme cocina, acogedora y tibia, con los gabinetes que llegaban al techo, llenos de platos y sartenes; la larga mesa, muy limpia y con grandes cajones, la vieja estufa y las lámparas colgando del techo blanco, sostenidas por ganchos.

Cómo le gustaría ver la casa de nuevo, pero seguramente cuando lo hiciera, sería convertido en el esposo de un hombre que casi no conocía. No era fácil conocerlo... presentía que extraños impulsos corrían por las venas de él.

—No quiso trabajar conmigo —Arthur encogió los hombros—, así que le di una pensión y supongo que se fue a vivir con su hija. Por supuesto, vas a encontrar algunos cambios, es inevitable. Tengo un empleado nuevo a cargo de los establos. Sí, ahora tenemos un establo y hay nuevos caballos en las caballerizas. Algunas partes de la casa han sido remodeladas, sin cambiar su estilo. Tengo muy buen gusto, ¿sabes?

Mientras Arthur hablaba, sus ojos recorrían el cabello y la cara de Colin, dándole a entender, sin rodeos, que lo consideraba un ejemplo de su buen gusto. Supuso que debería sentirse halagado, pero siempre que él lo miraba sentía que lo consideraba tan sólo como un buen negocio. Él encajaba con su concepto de pertenencia. Él era parte de Camelot y de aquella casa que su hermano sedio sin su consentimiento en un estúpido juego de asar. Colin era parte del lugar como las paredes de piedra que la lluvia mantenía siempre limpias, las torres que coronaban sus techos negros de pizarra y sus ventanas divididas por montantes.

De pronto, ocurrió algo muy desagradable en el elegante comedor del restaurante... un hombre, en una de las mesas cercanas, empezó a sofocarse con algo que había tragado, mientras su compañera lo miraba horrorizada. El hombre producía terribles sonidos y su cara se puso morada.

Arthuro lo vio, retiró su silla y se dirigió hacia el hombre en apuros. Rápida y firmemente le inclinó la cabeza hacia atrás, metió un dedo en su boca y sacó aquello que lo estaba ahogando. En pocos minutos, el hombre respiraba con más facilidad y el color morado desaparecía de su rostro, dejando en su lugar una gran palidez.

Colin observaba todo, conteniendo la respiración. La acompañante del hombre se puso de pie, corrió hacia Arthuro y lo abrazó. Él inclinó su cabeza, dijo algunas palabras y luego la retiró. Al regresar a la mesa, Colin se preguntó cómo pudo hacer algo semejante. Todos los demás habían permanecido sentados, mirando al hombre, sintiéndose impotentes y asustados, pero Arthur actuó sin dudar un momento.

Su seguridad lo había dejado sin aliento y lo único que pudo hacer, fue mirar cómo se sentaba y continuaba bebiendo su café.

—Fue un pedazo de fruta —le dijo—. Un trozo de naranja. Mira, ya se marchan. Le dije a la esposa que lo llevara al hospital, por si le había arañado la garganta con una uña. En mi salón de clases, hace muchos años, un niño casi se ahoga con un pedazo de naranja y al sacárselo, el maestro le rasguñó y sufrió una infección que le provocó un absceso.

—Es... —lo había desconcertado—. Eres un hombre imprevisible, Arthuro.

— ¿Eso crees? —sonrió—. Por fin me has llamado por mi nombre, es algo que no esperaba que ocurriese durante algún tiempo.

Colin no notó que se le había escapado su nombre y al momento emprendió el ataque de nuevo.

—Tú das las órdenes —replicó—. Creo que no te preocupa estar apoderándote de mi vida, como si yo no tuviera que renunciar a cosas que, para mí, tienen el mismo valor que tus deseos. Prefiero trabajar para ganarme la vida, no quiero ser tu animal doméstico.

—Tonterías —empujó hacia Merlín el plato conteniendo dulces turcos—. Toma uno, cielo. Creo que a tu edad no necesitas cuidar la figura y si es así, no permitas que eso te preocupe. A mí sangre turca le gustan las formas redondeadas.

—Lo imagino —sus ojos recorrieron su cara, buscando con desesperación algo que le indicara que podía convencerlo de que aceptara la devolución del anillo y liberarlo de lo que él sólo consideraba como una especie de cautiverio. Su indiferencia al rechazar sus súplicas, demostraba que no significaba nada para él. No tenía interés en complacerlo... sólo quería poseerlo.

—Para ti, sólo significo placer —acusó.

—Exacto —puso un dulce entre sus dientes blancos y lo mordisqueó con placer.

—Ni siquiera te molestas en negarlo —comentó, horrorizado.

—Nunca me tomo la molestia de negar la verdad, amor mío.

— ¡Oh! —Colin no pudo decir más. Algo sofocado, retiró su silla y se puso en pie—. Voy al tocador, ¡y espero que te ahogues con tus malditos dulces!

Llegó al baño, temblando por una mezcla de ira y lágrimas. Limpió las lágrimas con disgusto. No parecía existir ninguna manera de escapar de sus manos; aunque saliera del Restorant y escapara en la oscuridad de la noche, en algún momento tendría que volver a su apartamento y sabía que allí estaría él, esperándolo para reclamar su propiedad.

En eso se había convertido... en la propiedad de un hombre que confiaba en lo que el dinero le podía dar. Había observado, pacientemente, cómo se arruinaba su familia y luego se presentaba para apoderarse de los despojos de los Morgan: Su antiguo hogar y a él.

Colin miró con amargura su imagen en el espejo, recorriendo con ojos desesperados su figura. Era todo lo que, ese hombre quería, lo que Arthuro Pendragon quería de él. No le importaba que, dentro de ese cuerpo, él tuviera sus propios deseos.

¡Maldita sea! Se apartó del espejo y salió precipitadamente del tocador. Allí estaba su figura alta, esperándolo en el vestíbulo y sosteniendo su chaqueta para ponérsela.

Fuera del restaurante, el aire de la noche era suave y el cielo estaba cubierto de estrellas. Él se detuvo en la acera, junto al coche y aspiró el aire que anunciaba la llegada del verano.

—Cada vez me gusta más tu país, Colin, tiene mucho que ofrecer.

—Y tú estás interesado en tomar tu parte, ¿no es así? —dijo con frialdad.

Él apartó la mirada de las estrellas para contemplar su cara y luego, frunciendo el ceño abrió la puerta del coche.

—Sube —dijo, cortante. Merlín obedeció y se acurrucó en su asiento para no sentirse tan cerca de él. Se alejaron del restorant y, después de algunos minutos, Colin se percató de que no se dirigían a su departamento , sino al centro de Londres. ¿A dónde irían ahora? Esperaba que no fuera a algún centro nocturno. No quería estar en sus brazos bailando con él.

Arthuro dio vuelta al auto, en una pequeña calle, junto a Peiton Sairus y lo detuvo.

—Quiero dar un paseo —le informó—, acompáñame.

Colin no discutió. Un paseo a pie era preferible a un centro nocturno y aunque era tarde, había mucha gente en la calle, atraído por las luces de Peiton que resplandecían en las marquesinas de los negocios, en las galerías y en las fachadas de los teatros y cines.

Arthur le tomó la mano y la pasó por su brazo sujetándolo para impedir que lo rechazara.

—Escucha las aves —le dijo, pues al ir paseando, oían sobre sus cabezas los chillidos inquietos y el arrullo de miles de pájaros que se habían adaptado a tan extraño modo de vida, porque así encontraban su sustento. Arriba, en los tejados de los edificios, se paraban a descansar. Las brillantes luces de la ciudad los mantenían activos y despiertos.

Colin escuchaba, entre embelesado y avergonzado por la situación. Los tejados estaban tan llenos de pájaros, como los riscos de alguna playa de recreo.

—Lo ves —murmuró Arthur—, es posible adaptarse a una situación sin que se rompa el corazón.

—Es posible —dijo—, pero, de cualquier forma, me entristece escuchar a esos pájaros, inquietos y sin poder dormir, cuando en el campo sus primos descansan apaciblemente. No es natural.

—No lo es —estuvo de acuerdo—, pero la vida en la ciudad les proporciona la comida, así que no sufren mucho. Varias generaciones de estas aves han pasado su vida en los tejados de Peaton; no han conocido otra clase de vida, así que no es extraña para ellos. Pero, en los años que has pasado en Londres, muchas veces te habrás sentido como un extraño, ¿no es así?

—A veces —admitió—, pero me estoy adaptando.

—No —contestó Arthur—. Sospecho que nunca has dejado de pensar en tu hogar, donde creciste, donde tus padres vivieron, allí, en el límite del campo donde, cuando eras niño, solías pasear a caballo. Aquel lugar espera tu regreso.

Su corazón dio un vuelco cuando él dijo eso. Así que era por eso por lo que la había traído a Peaton, para escuchar a las aves nocturnas y así poder despertar en él la nostalgia por el hogar que tantas generaciones de su familia habían habitado... y amado.

—Como dijiste —la voz de Colin tenía un tono frío de nuevo—, nunca haces nada por motivos sentimentales.

Él no respondió; elevando el rostro al cielo estrellado, escuchaba a los pájaros nocturnos. Merlin vio en su rostro un gesto semejante a la tristeza que él sentía por esas inquietas criaturas, gorjeando y batiendo sus alas en el resplandor de las luces que mantenían alejada la noche.

Sintió un escalofrío y él lo notó.

—Es hora de volver a casa —dijo y volvieron sobre sus pasos al coche. El interior era cálido y agradable y la tensión de merlin empezó a desaparecer.

—Supongo... que empezarás a hacer los trámites —dijo, tentativamente.

— ¿Para nuestra boda?

—Sí, espero que no pretendas que sea un acontecimiento muy suntuoso.

—Ninguno de los dos queremos eso —afirmó Arthuro—. Nos casaremos en Argentina, como ya dije y después iremos en barco a una isla de mi propiedad, en el mar. Pasaremos nuestra luna de miel allí.

Luna de miel.

Oh, Dios. Realmente se uniría a ese hombre.

—Comprendo —Colin fue muy consciente de él, cuando escuchó esa frase que, para una pareja enamorada, sería muy emocionante, pues contenía una promesa, de dulzura y romance—. Supongo que yo no tengo nada que opinar en este asunto.

—Puedes escoger tu traje —dijo secamente.

— ¿Nos vamos a casar en una iglesia?

— ¡Claro!

— ¿Tu padre no tendrá alguna objeción a que te cases con un…, ingles?

—No lo creo y de ser así, mejor.

—Oh, Arthur, por favor —la voz de Colin tenía una entonación de súplica—. ¿Cómo podríamos ser felices?

—La felicidad es algo en lo que no he pensado mucho —el coche se detuvo frente al edificio donde vivía Colin y en el momento en que cesó el ruido del motor, Merlin se quitó el cinturón de seguridad, abrió la puerta y subió corriendo por la escalera que conducía a la puerta del edificio.

Estaba buscando las llaves en sus bolsillos, cuando Arthur lo obligó a volverse para quedar frente a él, rodeándolo con sus fuertes brazos. Merlin lo miró, desesperado, la luz del farol junto a la puerta iluminaba su hermoso rostro, revelando su aflicción.

—Sólo piensas en ti —dijo, ahogando un sollozo—. ¿Qué pasa si yo deseo encontrar un poco de felicidad? ¿Eso no cuenta?

— Podrías encontrarla conmigo.

— ¿Contigo? —lo miró sin comprender cómo podía imaginar esa posibilidad—. Yo sólo soy un negocio, ¿recuerdas? Yo he sido comprado y pagaste un precio. No me interesa alguien como tú, no quiero a alguien como tú.

—Sí, así es —metió los dedos entre el pelo de Merlin, atrapando su nuca y lo besó con fiereza, era un hombre que en toda su vida no había conocido la ternura. Colin se sometió, porque no podía oponer resistencia pero no respondió al calor de su boca. Aceptó sus besos con deliberada pasividad. Él lo soltó de repente, murmurando una maldición en Italiano.

—Voy a derretir el hielo de tu corazón —le advirtió; sus ojos relucían amenazantes.

—Cuando el hielo se derrite, Arthur, sólo queda un charco de agua —con la cabeza inclinada hacia atrás, lo desafió con la mirada.

—Siempre tienes una respuesta, ¿no? —su boca se torció en un gesto burlón—. Ve a la cama, cielo mío. Te llamaré —tomó su mano y posó sus labios sobre el anillo; se volvió, bajó por la escalera y se dirigió al Jaguar. Colin pensó que tenía la flexibilidad de cuerpo y la tenacidad de uno de esos grandes felinos de la selva, cuando perseguían a su presa y que también podía tener la misma crueldad cuando convenía a sus propósitos.

Entró y cerró la puerta en el momento en que oyó alejarse el coche rumbo a su apartamento, situando en el piso superior del Club Camelot, donde hombres débiles, como su hermano Gwaine, caían víctimas de la astucia de otros como Arthur Pendragon.

¿Qué haría, si él no accedía, a sus deseos?, se preguntó.

¡Oh, Dios!, conocía muy bien la respuesta... haría que Gwaine sufriera la humillación de ser arrestado y traído a Inglaterra.

Para Merlin la decisión ya estaba tomada. Sabía que tendría que casarse con Arthur y así evitar que el escudo de armas de la familia, Los Morgan fuese manchado por su hermano, que era un insensato y no un delincuente.

Ahora mismo esperaba que su jefe le estuviese imponiendo un castigo, el mas cruel. Se lo merecía el muy capullo por meterlo en semejante problema.

Gracias al cielo, se había ido con Sir Gaius y no había podido abordar el barco. Si no, se lo imaginaba perfectamente, manipulando a una pobre mujer en alta mar, perdiendo el dinero de sus gastos en el casino del barco, mientras Merlin subía penosa y desanimadamente por aquella escalera que rechinaba y olía a col hervida, que la conducía a un par de habitaciones que eran su pequeño reino.

¡Que te den!.

Recorrió todo con la mirada, sabiendo que en un futuro cercano, diría adiós a su departamento para volar a aquel país tan mencionado y ahora maldecido por su boca o su conciencia, Argentina. Allí se uniría, en un matrimonio impío, a un hombre que nunca había pronunciado las palabras que el tiempo había consagrado... te amo.

Y estaba convencido de qué él tampoco lo haría.


Podía entrar en el despacho sin mayor demora. Nimueh golpeo la puerta con los nudillos. —Pase —oyó la voz de su jefe al otro lado. Asió la manivela, empujó la puerta y entró. El despacho seguía como la última vez que lo visitó.

El despacho era amplio, pulcro y con un ventanal que permitía ver algunos edificios vecinos. Las alfombras eran gruesas y los muebles finos.

Nimueh era una mujer de gran belleza y enorme personalidad. Una fotógrafa profesional. Era destacada por su extrañada manera de vestir; prefiriendo las ropas de hombre, Siempre; camisas y pantalones de vestir entallados en la cintura pero holgados en las piernas. Nunca zapatos de tacon alto y sin lugar a duda debía llevar su accesorio favorito. Uno que su tío le dejo de herencia tras su muerte.

-¡Un sombrero!, Un maldito y entupido sombrero…, ese viejo avaro debió darte tierras o algo de dinero.- Había dicho su padre. Mas ella solo sonrío y sostuvo, con cariño aquel objeto sobre su corazón. Siempre había adorado el sombrero de su tío.

-Te da un aire de gángster, tío.

-¡¿Quien dice, y, no lo soy, pequeña?!. -Le decía y luego le contaba historias tras historias, con hombres de traje a rayas, autos derrapando en la acera y miles de balas escurriéndose en el aire de la noche.

El sombrero jamás faltaba en su vestimenta y rara vez se le veía usando un vestido, de ser así, seria uno negro hasta las pantorrillas.

Nunca imagino que aquella historias pudieran ser ciertas, pero poco a poco, supo que si lo eran. Su primo, el único hijo de su adorado tío, era la prueba de ello.

Aquel hombre era él mas irritante que había tenido el disgusto de conocer y, lo peor de todo, era; qué eran familia. El muy bastardo, prácticamente la había obligado a aceptar el trabajo, de otra manera le hubiera dicho a su padre sobre sus encuentros nocturnos con la secretaria de éste.

—No estaría bien —dijo un tanto cortado— que lo supieras por cualquier otra persona mal intencionada.

Nimueh se imaginaba siendo lanzada a la calle y desheredara. No le importaba el dinero, pero si le importaba lo que sucediera con su pareja de saberse la noticia de que la hija de Reinald Marcel era lesviana. Otro Jovi qué le bullía la sangre, además de la fotografía, era el placer de salirse con la suya. Zamahia era una chica linda con grandes atributos y mucha gracia, le encantaba la muchacha. Si bien, había sido amor a primera vista un día qué sin ganas, visitaba a su padre y esté tardo horas en salir de la sala de juntas. Realmente se lo agradecía con todo el corazón. Era lo mas dulce que su padre había echo por ella, dejarla esperar en el recibidor en compañía de su; atenta, dulce y hermosa secretaria.

No quería que su padre arruinara su relación. Su padre seguramente le cerraría todas las puertas a su querida novia, y está jamás, encontraría un trabajo aceptable. Su primo se lo había asegurado.

Le había constado mucho enamorar a la muchacha y no dejaría que el bastardo de su primo, le jodiera la conquista. Él estaba sentado detrás del escritorio, con las piernas cruzadas y la mirada perdida, de ser un hombre, bueno y gentil, le daría lastima. Pero fuera de eso, ella conocía su verdadera cara y no la engañaría.

No.

Nimueh se enderezo en la puerta y con la frente en alto, se cruzó despacio la habitación y se detuvo delante del escritorio. Saco un sobre del bolsillo y se lo arrojó por encima del escritorio.

Sacó la fotografía y la miró con solemnidad. La puso sobre el escritorio. Observo a Nimueh, alzando su ceja, miró la foto, y volvió a mirarla a ella . —Bueno —dijo con voz pétrea, de la que de pronto se había borrado —¿Qué se supone que pretendes decir con esto?

—Ahí está todo bien clarito.

— No. No, lo está, ¿es la imagen de un muchacho?, solo eso has conseguido, con tres días de seguimiento.

Nimueh se encogió de hombros.

—Solo se han visto…, nada extraño, parecen ser muy buenos amigos.

—¡¿Buenos amigos?!— Nimueh se sobresalto al notar qué había una persona sentada en uno de los sillones a un costado de ella. Estaba segura que al entrar solo había visto a su primo.—, por que será qué no te creo. ¿No tendrá negocios con él?

—No lo párese, el chico solo es… asistente de un clarividente.

—Y es amigo de Arturo, jha!, ¿tu prima es comediante?. Desde cuando los pendragon consultamos a las cartas.

— Por como le ah ido a él, últimamente, deberíamos ir a que nos lean las cartas…, ¿no te párese…?

La risa de aquel moreno, sobresalto nuevamente a Nimueh, mas que nada, por que un escalofrío le recorrió el cuerpo, al tenerlo tan cerca. Aquel hombre tenia un aura pesada y peligrosa. ¿Con qué clase de hombres se juntaba ese bastardo?

— Claro, ya estoy ansioso de ver que tiene los astros, para mi.

—Y para mi.

—Ustedes dan miedo.

—Señorita…, le estoy muy agradecido por su ayuda. —Sujeto su mano delicadamente y estampo un beso en ella. Nimueh la quito rápidamente y con una evidente mueca de asco.

— No tiene que agradecer, solo borren sus caras de mi vista.

El joven le quito el sombrero gris y la miro de arriba a bajo. Silbo aceptando el encanto de la muchacha.

Nimueh , solo rescato su sombrero, con su ceño muy fruncido.

— Por que tan arisca, podríamos conocernos mejor…,— El hombre le sonrío a su primo con descaro y luego agrego —, que tal y terminamos siendo familia. Eh, primo.

— Lo siento , hermano…, pero no creo que seas su tipo.

La joven gruño ante el sarcasmo al que era sometida.

Se encamino a la puerta y la abrió, apretando los dientes, le dirigió una ultima mirada a los dos hombres. — No quiero volver a saber de ustedes.

—Espero por tú bien, Nimueh, y el de tu noviecita. Qué no nos hayas ocultado algo importante. Eh!, Uno nunca sabe…, a algunos se nos suelen escapar ciertas cosas…, como una hija descarriada.

—¡Púdrete!, —las risas inundaron el despacho, irritándola a un mas. —¡púdranse los dos!— Y así se fue azotando la puerta.

Esperaba haber echo lo correcto.

En cuanto llegara a casa quemaría aquella foto que les había sacado a ambos muchachos en el umbral de la puerta del departamento. Si, aguantar a un hombre coqueteándole a ella, le daba asco. Verlos, besarse entre ellos le estremecía los sesos y revolvía el estomago. De todas maneras. Algo la había echo cambiar la foto a ultimo momento. No sabia si eso afectaría a esos dos, pero por experiencia propia imaginaba qué aquello era secreto.


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