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Dividido por Akire-Kira

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Notas del capitulo:

Hola a todos.

Estoy actualizando rápidamente, y no sé a qué se deba. Creo que estoy superando los nervios que me dan al pensar en mi examen supletorio, aunque bien puede tratarse de algo más.

Sólo pongo algo en estas notas para darles la bienvenida al nuevo capítulo.

Muchas gracias por las lecturas y los comentarios, son una grandiosa motivación.

La muerte trae consigo un sueño; una ilusión, algo tan bello y deslumbrante que Jacob sabe con una sola mirada que no es real. Pero el que no sea real, no significa que lo entristezca. Al contrario, ver lo que ve le hace sentir afortunado; extraña y retorcidamente afortunado, porque este sueño es su compensación por una muerte prematura.

El claro es el escenario de su ilusión. El lugar está siendo iluminado por la luz de un sol radiante, caluroso  e inaudito; Forks nunca fue bendecido con un cielo tan despejado y azul durante todos los años que Jacob vivió ahí, y el que ahora lo sea es la manifestación vibrante de los deseos que Jacob aceptó como imposibles días antes de morir. El césped es de un color verde profundo, luce saludable y armoniza con los colores pastel de las flores silvestres que crecen junto a él, mezcladas con él.

Cuando Jacob abre los ojos a su sueño, está de pie junto a los árboles que delimitan el área del claro. Le cuesta unos segundos asimilar que está ahí luego de tanto tiempo, pero luego sonríe suavemente y se dispone a disfrutar del pequeño paraíso que tiene delante. Camina con calma a través del pasto, y trata de no destruir ninguna flor a su paso; le impresiona que la altura de las flores alcance unos centímetros más arriba de su rodilla y que el césped le roce las pantorrillas. Corre una brisa relajante y fresca que obra amablemente contra su piel descubierta.

Encuentra un sitio para sentarse en medio del claro. Abraza sus piernas con los brazos, pegándolas a su pecho, y pone el mentón en el espacio que se forma entre sus rodillas. Se toma un minuto para examinar sus piernas y brazos desnudos; para observarse tanto como puede, desde el pecho hasta la punta de los pies. Encontrarse con el cuerpo que tenía antes de gestar a su hijo es impresionante. En los dos meses que su cuerpo sufrió la falta de nutrientes y vitaminas, su piel se hizo pálida y sus huesos se notaron por debajo de ella; el aspecto enfermizo que adquirió con el pasar de las semanas le hizo odiar mirarse en un espejo.

La falta de un abdomen redondo e hinchado lo inquieta. Debajo de su estómago plano y sin marcas, solía estar su colibrí; la repentina desazón por no tener a su hijo con él, o cerca de él, le comprime el pecho. Su corazón duele y la garganta le arde. La soledad es más dolorosa que la sensación de ser partido desde el interior, pero eso ya lo sabía.

Cuando Paul se fue – cuando Edward se fue –, descubrió que el dolor emocional es superior al físico. No hay escape ni antídoto o tratamiento que lo cure; él es afortunado por haber tenido a Edward y a Paul como un par de luceros dentro de la más amenazante y gélida oscuridad.

Se pregunta qué es lo que sucederá en su familia ahora que él no podrá estar con ellos. Teme por lo que Sam podría hacer tomando su muerte como excusa, pero confía en que Carlisle, Edward, Paul, Alice, Leah… confía en que todos hallarán la manera de mantenerse a salvo de la manada de Sam; más que eso, tiene esperanza en Sam, porque bien sabe que el hombre sólo actúa según lo que cree bueno para los suyos – Jacob formó parte de su manada, pero cuando Paul se desligó de ella, el ala protectora de Sam los abandonó por completo –.

Sus pensamientos lo conducen hacia otros recuerdos. Uno de los últimos recuerdos de su vida es sentir a Paul y a Edward junto a él, reconfortándolo y diciendo que las cosas estarían bien, que sólo necesitaba esperar el efecto de la anestesia para que Carlisle pudiera llevar a cabo la intervención.

Al final, las cosas salieron bien. Relativamente. Su hijo nació y lloró con energía, igual que cualquier otro bebé; como un humano, para tranquilidad de todos. Sus ojos no eran el calco de los de James o de los Vulturi, sino de los propios. Jacob no tuvo la fuerza para tomarlo entre sus brazos, pero Edward lo sostuvo para él; la dulce sonrisa que Edward le mostró en ese momento es una que no vio en él antes, y Jacob agradece que la vida no se le fue de las manos antes de tener la oportunidad de apreciarla.

Sin darse cuenta, un delgado riachuelo de agua salada nace de sus ojos y corre por sus mejillas. No sabe por qué llora exactamente. Siente felicidad, siente dolor, siente melancolía y siente tantas otras cosas que su llanto parece no tener un solo origen. Llora por lo que ha perdido y por lo que ganó para sus seres amados. Llora porque su padre podría no soportar otra pérdida, mucho menos de su hijo menor, quien tendría que ser el que lo enterrase algún día. Llora porque no pudo ver a Rebecca o a Rachel otra vez. Llora porque su voz lo abandonó en las últimas, penosas horas, y no fue capaz de decirle a Edward, a Paul y a su colibrí cuánto los ama.

Llora por Esme y por el sufrimiento que ella tendrá que atravesar a causa de su muerte; llora por sus sonrisas y abrazos, por sus gestos cariñosos y demostraciones conmovedoras de afecto. Llora por Carlisle y por cuán difícil le será sacar a Esme a la superficie, porque él pena tomando la mano de su esposa con la ternura que lo caracteriza, afirmándola a su lado para que no se pierda en sí misma.

Llora por Seth y Leah, por obligarlos a estar de luto por segunda vez en un periodo tan corto de tiempo; llora porque sabe que Seth es apasionado y visceral con sus emociones, porque puede imaginarlo dejando flores en su tumba con la misma expresión derrotada que se adueñó de su rostro el día del funeral de su padre; llora porque Leah es fuerte y frágil al mismo tiempo y porque ella tiende a encerrarse cuando necesita libertad y a mantenerse callada cuando lo que necesita es gritar hasta quedarse sin aire.

Llora por Alice y por darle un motivo más para cortar las rosas y los crisantemos de su jardín; es duro pensar en ese rostro delicado opacándose por la sombra de la mortalidad ajena. Llora por Jasper y porque Jasper ama a Alice y no soporta sentirla afligida; llora porque desearía que ellos pudieran darse otra oportunidad, porque Jasper necesita y desea ser amado por la mujer de su vida.

Llora por Emmett y sus sonrisas bobaliconas y su salvaje personalidad; porque Emmett tiene un corazón de oro puro y se esforzará por mantener una fachada de fortaleza para que su esposa pueda sostenerse de él. Llora por Rosalie y por su arrogancia, su vanidad y su mala costumbre de creerse el centro del universo; va a extrañar su cara de ángel, sus bromas y la actitud que siempre le mostró a él, porque esa misma actitud es la que lo animó a descubrir el pasado de la mujer, a comprenderla y aceptar que ella fue lastimada y que tiene razones para ser reservada con personas que no sean sus padres, sus hermanos o su esposo.

Llora porque le ha hecho a Edward algo atroz. Le prometió que no lo dejaría y ahora no puede regresar a su lado. Él, su Edward, tan precioso, tan amado, es una pieza de cristal y hierro; se rompe, pero no se derrumba; es delicado y precisa de un tipo de cuidados que van más allá de lo físico. Edward estuvo solo durante décadas, esperando sin saber qué era lo que esperaba – o siquiera saber que esperaba –, y nunca hizo nada para ganarse el desamparo al que Jacob lo acaba de condenar. Edward es sensible, apasionado; su amor no es perecedero, no reconoce límites; Jacob lo adora, admira su entrega, y quiere creer que su amor es – fue – lo que Edward merece – merecía –.

Llora por Paul porque, de todos, es uno de los que más le preocupa; es temerario, bravo, irracional, peligroso – en especial para sí mismo – cuando su naturaleza ruda lo somete a las órdenes fieras de su espíritu de lobo… ¿estará bien, en la medida de lo posible? Si su lazo es como lo que Billy le explicó, Paul morirá tarde o temprano para irse con él, para acompañarlo a donde sea que Jacob vaya a ser enviado. La idea de Paul abandonando el mundo mortal en ese tipo de circunstancia – o en cualquier otra – asusta a Jacob; es un terror arraigado en los núcleos de su persona, como el pensamiento fugaz y aleatorio que se reprodujo sin cesar dentro de su cabeza al estar cerca del pasillo que lo llevó a donde está ahora. La muerte de Paul – por culpa suya, porque no poseyó lo adecuado para retener los soplos vagos de su vida – es un escenario que le da la seguridad de que moriría de mil maneras con tal de no presenciarlo; con tal de que nunca suceda.

En medio de sus sollozos estrangulados, Jacob siente las pisadas consistentes de alguien a sus espaldas. La presencia se le hace conocida; la palabra “conocida” es el adjetivo más cercano que le puede otorgar al sonido rítmico de las pisadas. Por mero instinto, y algo de conocimiento adquirido, sabe que no es una persona.

Se quita las lágrimas del rostro con el dorso de su mano izquierda. Aguarda por más ruido, pero no hay nada. Aquello que está detrás de él, es silencioso y discreto; Jacob sabe que lo escuchó porque el ente desconocido quería que lo escuchará, por nada más. La sensación de reconocimiento que embelesa sus sentidos mueve sus extremidades automáticamente. En un rápido girar, se pone de frente a su visitante y la forma de éste lo cautiva.

Es un lobo de pelaje rojizo, majestuoso, radiante; los mechones de su pelambrera relucen como lenguas de fuego bajo la luz del sol y se baten con la candencia del viento, atractivas como el misterioso encanto del clima otoñal, como el extraño placer que se haya en la tempestuosa conducta de los océanos.

Jacob siente a ese lobo como si fuera un individuo cercano; una entidad con la que ha coexistido y que por fin, después de tanto, se revela. Su lioso pensar se desenmaraña con la misma velocidad que el lobo usa para acercársele.

Ese lobo – loba, en realidad – es él. Es su espíritu tomando la forma que le corresponde y que no pudo adoptar mientras Jacob vivía. La valiosa herencia que Taka Aki se aseguró de contagiar a sus descendientes y que por azar, no funcionó en Jacob como funcionó en sus hermanos; en vez de darle la capacidad de transformarse para cuidar de la tribu, esa loba decidió – o tal vez ni siquiera ella pudo elegir – amoldarse a Jacob y dotarlo del don que le fue arrebatado egoístamente a Leah. La misión de Jacob – de su espíritu asignado – era proveer a la tribu de niños que fueran aptos para sufrir el cambio. La línea familiar de Jacob en unión con la línea familiar de Paul – los Alfa por excelencia y los segundos al mando – habrían resultado en una rica mezcla de poder: una criatura perfecta para comandar a la manada cuando el momento llegara.

Un hijo de Paul y Jacob era, seguramente, la ambición más grande de los ancianos de la tribu. Por eso habían odiado tanto a Jacob por estar junto a Edward. Por eso se enfurecieron con Paul porque él eligió no obedecerlos. El desprecio de los rangos más altos hacia ellos dos adquiere sentido para Jacob ahora.

La loba respira con languidez mientras su cabeza se frota contra el pecho de Jacob. Al poner sus manos sobre el suave pelaje, Jacob se siente energizado y débil por igual. La angustia de ella es su angustia; la siente avanzar debajo de su piel, por entre sus venas, huesos, ligamentos y tendones, acumulándose en cada rincón al que puede meterse hasta que Jacob no respira correctamente. Son partes de un todo que difícilmente podría ser separado, y aunque eso no significan que sean idénticos, sí quiere decir que se comprenden el uno al otro. Ambos padecen la falta de su hijo – de su cachorro –.

La diferencia más importante entre el espíritu lobezno y la esencia humana, es que no están de acuerdo respecto a cómo aman y a quienes aman.

Jacob, la parte de sí que es puramente humana y mortal, ama con desesperación a tres personas: a su hijo, a Edward y a Paul. Fuera del turbio, complejo tema de la imprimación, Jacob ama con sinceridad a Paul; lo quiso desde antes de saber que eran almas gemelas, antes de que el vínculo se formara y los uniera por el resto de sus vidas. Y las deidades divinas saben que su amor por Edward es tan inmenso como el que la loba le jura al espíritu de Paul, su amado lobo que parece haber sido coloreado con el mismo blanco de las alas de los ángeles.

No es fácil ponerlo en palabras. Ser dos y uno solo parece ser una definición con fallas en la lógica, pero no lo es. Pese a los detalles que los diferencian, crear una línea divisoria entre ambos es imposible. La humanidad de Jacob tiene su fin en el punto donde la divinidad de la loba comienza.

-          Lamento que debas partir junto a mí – murmura Jacob.

Ella se arrima tanto como su estructura voluminosa e imponente le permite mantener a Jacob abrazado a su ancho cuello. Jacob recuesta su cabeza entre las orejas de la loba, sosteniéndola para sobrellevar las aflicciones de uno y de ambos. El consuelo circula desde los dos lados porque, bueno, al final son solamente uno, pero dos también.

Ellos son forzados a soltarse cuando el sol se oculta y el viento incrementa drásticamente la velocidad de su carrera. El verde pasto se opaca hasta ser de un amarillo similar al de la naturaleza muerta. Las flores no se marchitan, pero sus colores se vuelven oscuros y sombríos. El cielo celeste se harta de nubes grisáceas. El cálido ambiente se distorsiona y termina siendo un frío manto alrededor de sus cuerpos; Jacob lo sufre, ella lo soporta.

No sienten miedo – nadie dijo que morir sería fácil – pero sí un mal augurio.

Cuando Jacob da un paso hacia el frente, los tallos de unas flores se enredan en su pierna. Las inofensivas plantas se desfiguran y vuelven a moldearse en una rama ancha con espinas bañadas en veneno. El dolor – la quemazón – de ser atravesado por esas púas contaminadas es un preámbulo veraz de lo que espantoso que será el resto; porque esto va a tardar en acabar. La llegada súbita del dolor le cierra la garganta y todo el sonido que produce es un gemido, y después, una secuencia de pesados jadeos.

Las ramas no se extienden al resto de su cuerpo, pero Jacob siente que las espinas son tan largas que alcanzan sus órganos y los perforan, que son tan duras que le parten los huesos y le destrozan la carne, y que son tan ácidas que comienzan a quemarlo desde el interior.

Las sensaciones que están recorriéndolo son similares a las que sintió cuando James le inyectó su ponzoña directamente en la yugular; fue un milagro que Carlisle y Edward hayan podido extraer la ponzoña, Jacob estuvo muy cerca de ser convertido en aquel entonces.

La loba gruñe trotando alrededor de Jacob, quien no se mueve de su lugar por temor a enterrarse más profundo las espinas. Pero no importa lo mucho que intente frenar el avance del veneno, éste se camufla con la sangre de sus venas y entra en los recodos minúsculos de su ser.

Su consciencia se diluye poco a poco mientras la loba araña las raíces de las ramas en un apreciado intento por liberarlo.

El tormento toca una de sus crestas más altas y desgarradoras cuando la ponzoña se acumula en su corazón y lo hace latir ferozmente, bombeando la sangre infectada hacia sus órganos y de regreso.

Para cuando la loba arranca las dañinas ramas del suelo y las desenredas de la pierna de Jacob, es demasiado tarde para extraer la ponzoña, incluso aunque pudiera hacerlo por sí mismo. El veneno ha causado daños irreversibles. Por un instante – fugaz, lúcido –, Jacob razona que el dolor es consecuencia del último esfuerzo de Edward por regresarlo a la vida.

La consciencia de Jacob se desdibuja. El césped marchito que lo separa de la tierra árida es un confort mísero – pero magnifico – para su piel. La loba se echa a su lado, envolviéndolo con el afectivo tacto de su pelaje y acariciando su pierna herida con la extensión entera de su cola.

Por cómo se siente, Jacob podría estar quemándose hasta la extinción. La cruel tortura lo supera – igual a como lo superó la fuerza innata de su colibrí – y lo único que le queda es subyugarse a la misericordiosa inconsciencia.

Cierra los ojos y se zambulle en las tinieblas.

Él lo piensa así, pero existe la posibilidad de que nunca haya salido de ellas.

Notas finales:

Y eso ha sido todo.

Sin importar que muchos de ustedes puedan opinar que lo que escribo es basura (y tienen todo el derecho a poniar de ese modo) yo estoy curiosa y especialmente satisfecha con este capítulo.

Gracias, de nuevo, por leer y comentar, me alegran la vida.

Y, *Yuri Choi, tú me haces sonreír con tus comentarios siempre que los leo. Te lo agradezco de todo corazón. Para mí, escribir es el gusto y el placer, tampoco es algo por lo que tengas que agradecerme. No me pidas que no agradezca por algo que aprecio tanto como tus mensajes, porque no podrás detenerme. Gracias, gracias por tus comentarios tan bonitos; y créeme cuando te digo que ese tipo de cosas con una de las razones por las que me encanta compartir mis escritos.

Por últimos, gracias a todos los lectores anónimos que, pese a no comentar, apoyan la historia con sus lecturas. Gracias, sinceramente.

Hasta luego.


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