Del eterno vacío, los Grandes Dioses crearon el cielo, la tierra y el mar. Luego, de sus pensamientos nacieron las criaturas que nadan, las que vuelan y las que andan. Después nacieron los humanos.
Los Grandes Dioses vieron que esas criaturas no eran como las demás, pues poseían corazones llenos de luz y obscuridad al mismo tiempo. Aquello no era permisible. No debían haber nacido criaturas tan parecidas a ellos mismos.
Tenían que destruirlas.
Pero entonces, el más joven de los dioses sugirió que dejaran a las criaturas humanas vivir a cambio de ser observadas por guardianes quienes evaluarían su progreso. Los Grandes Dioses, viendo que a pesar de nunca haber abandonado el Paraíso el joven dios de ojos azabache era sabio y gentil, decidieron seguir su consejo.
Una noche de luna llena, los Grandes Dioses se reunieron en la cima del monte más alto en el Paraíso, y encendieron un enorme fuego usando las tres maderas sagradas: roble, manzano y acebo. De pie alrededor de su caldero dorado, mezclaron los ingredientes que habían recolectado alrededor del mundo humano al tiempo que su canto se elevaba a más allá del tiempo y el espacio.
Primero, de plumas y montañas hicieron al Sanador, quien susurra los secretos de las hierbas que curan y las hierbas que matan, a aquellos que lo buscan en las profundidades de la noche y el silencio. Después, tomaron tres capullos de cerezo y la más letal espada de sólido acero, y con ellos crearon al Guerrero, quien orgulloso dirige a los que contra la injusticia y el horror se levantan. Luego, de cristalinas medusas y titilantes estrellas hicieron al Bardo, cuya voz se derrama en las notas que alivian los corazones y que forman las canciones que los ancestros aprendieron de las abejas y los jilgueros.
Luego, los dioses pensaron que no era necesario crear a un cuarto guardián. ¿Qué podría competir con la Curación, con la Guerra o con la Canción?
Fue cuando, sin aviso, un pequeño conejo saltó de repente, asustando a una de las Diosas y haciendo que por accidente tirase al caldero sus preciadas herramientas de escritura. Estas cayeron al caldo mágico junto con el pequeño conejo, mientras los Dioses y Diosas miraban atónitos la escena. De esta combinación, nació el cuarto guardián, el Sabio, quien teje palabras e ideas y que con ellas es capaz de fertilizar los campos o dejarlos yermos.
Los Grandes Dioses estaban satisfechos, y enviaron a los Guardianes a cumplir con su misión.
Pero había en el Paraíso quienes pensaban que a la humanidad debía permitírsele explotar su potencial sin freno. Crear y destruir. Tales dones debían ser cultivados para ver hasta dónde podían llevarlos los humanos.
Los Grandes Dioses no estuvieron de acuerdo, y censuraron a los que pensaban de esa forma.
Entonces hubo una guerra entre los dioses, para decidir el destino de la humanidad.
Los Guardianes salieron victoriosos. Condenaron a los opositores a las profundidades del inconmensurable reino helado bajo la tierra, y los llamaron Oscuros. Pero ellos no se resignaron a perder, y con sus poderes ahora malditos, crearon un arma capaz de tentar a los corazones humanos a la destrucción.
Su venganza fue implacable.
Escondieron el arma en el mundo humano, entregándola a los mortales que deseaban llevar la muerte y el fuego a su mundo. Así, los Guardianes no serían capaces de encontrarla, y el arma poco a poco maduraría hasta alcanzar su forma verdadera. Entonces, no solo sería capaz de destruir a los humanos, sino también a los Dioses que maldijeron a aquellos que se opusieron a sus deseos.
Los Guardianes saben que el arma aún está escondida en el mundo mortal. Y esperan el día en que puedan destruirla y juzgar los pecados de la humanidad. Saben que habrá una nueva guerra, y saben que deben salir victoriosos.
Que los Dioses se apiaden de nosotros cuando ese día llegue.