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Entre clases y sábanas por Aludra

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Notas del capitulo:

Acá está. 
Espero les guste.

(No está editado al extremo como es debido, así que quizás edite algunas cosas mal redactadas durante la semana)

Amida


—¿Puedo dormir contigo esta noche?— preguntó con trémula vergüenza, con medio cuerpo oculto por los bordes del agujero rectangular en la pared. La parte inferior de su pijama era a cuadrillé, y arriba tenía una camiseta burdeo que había heredado de la ropa vieja que llevó alguna vez un tío lejano cuando los visitó por primera y última vez. —Sé que es verano, y que hace muchísimo calor, pero...

—No me tienes que dar razones, Amida. Sabes que están de más. 
El menor seguía mirándolo con cierto sobresalto, como si supiera que a sus catorce años debiera avergonzarse de dormir junto a su hermano mayor. Pero lo que le avergonzaba era que su hermano lo pensara así. Que lo pensara como a un simple niño pequeño que no quería crecer. 
«Lo único que quiero es crecer», pensaba en ese entonces. 
El más grande se puso de pie y caminó sigilosamente hacia la puerta, hasta encontrarse al lado de su hermano y conducirlo con una sonrisa hasta la habitación del menor que quedaba en el segundo piso.

 

 

—Elizalde— pronunció la grave y avejentada voz del profesor de literatura. Nadie prestaba atención; algunas chicas soltaban risillas, algunos chicos dormían, y otros sólo compartían uno que otro comentario mientras enfocaban desganados el frente del salón, donde el profesor A. carraspeaba para que atendieran a la clase. Amida miró hacia adelante con aquella mirada que, más que indiferente, parecía perdida en algún otro lugar situado entre recuerdos y ensoñaciones. 
—Acá— masculló, y levantó pausadamente su delgado y largo brazo, el cual bajó apenas notó que el profesor ya lo había registrado. 

 

 

—¿Estás incómodo?— le preguntó nervioso a Sorano. 
—No— dijo éste, muy calmo —estoy bien.
Luego de una pausa en que cada uno sólo escuchaba la aparentemente lejana respiración del otro, a pesar de lo cerca que se encontraban, el mayor rectificó:
—Estoy muy bien.

El menor se apegó al cuerpo de su hermano, y los espacios de piel que quedaban descubiertos tras los diversos movimientos que iban arrastrando sus ropas por el roce de las sábanas se pegaban unos con otros a causa del sudor, del excesivo calor que hacía dentro de aquellos cobertores en esa noche veraniega de álgido calor.

«Yo también estoy muy bien», declaró apenado para sí.

 

 

Con el brazo que estaba apoyado sobre su codo, sostenía boca abajo el bolígrafo negro que reposaba en sus labios, tanto de manera reflexiva como en forma de tic. Mientras, su atención se dirigía hacia algún punto difuso cruzando el vidrio de la ventana, demostrándolo con esa mirada perdida que sostienen los niños ante la pantalla del televisor. 
Tan absorto se encontraba en aquel espacio unidimensional dado únicamente por sus recuerdos, que no advirtió la llamada del profesor sino hasta que éste se detuvo a su lado y apoyó esa mano fría y pesada sobre su cabeza.

—¿Crees que por tus buenas calificaciones no necesitas poner atención, eh?
De cerca, las incipientes arrugas en el rostro del cuarentón se hacían más evidentes.

Amida lo observó desde ahí abajo con la expresión de alguien a quien despiertan en la última parada del tren, cuando algún pasajero amable se ofrece a darle pequeñas palmaditas en el hombro acompañadas de un susurro en tono progresivo, diciendo “señor, señor” reiteradas veces. Amida era el tipo que despertaba desorientado, molesto, asustado y aliviado a la vez. 

—Es clase de literatura— arguyó como si quisiera corregir las palabras del profesor —Nadie necesita la literatura para jactarse de las notas. O nadie debería. El mero hecho de situarse en este espacio, de recrear el lenguaje con otras lenguas y otros cuerpos— notó el brusco movimiento de esa caótica cabellera color miel volviéndose hacia su explicación —, debería ser suficiente para prescindir de otros de manera particular. Incluso para usted. 
Al cabo de pronunciar la última palabra, fijó su vista en los ojos somnolientos y ojerosos de Eida. «Debí despertarlo», pensó con ternura. El más bajo parecía aturdido, pero se mostró más calmo luego de recibir la amplia sonrisa de Amida, desde algunos puestos más allá. No acostumbraban sonreírse —o, mejor dicho, Amida no acostumbraba sonreirle. Eida simplemente no lo hacía—, pero cada vez que Amida dedicaba una sonrisa a Eida, éste parecía siempre más tranquilo y apaciguado, aun bajo aquella expresión disconforme que en esos momentos se percibía con más intensidad. «Sus mejillas lo delatan», pensaba Amida.

 

 

Ambos intentaron dormir, pero Amida no lo consiguió.

Esa noche en particular se sentía nervioso. Como si supiera que no habría otra instancia para hacer frente a las emociones que había ido guardando cada vez con más frecuencia en ese baúl que se esforzaba en no revisar, siquiera en abrir. Pero no tenía la suficiente voluntad como para dejar que esas palabras atravesaran sus entrañas y salieran directamente por su boca.
No tenía el valor para hacerlo. 
Sería otra noche en que continuaría permaneciendo oculto ante sí mismo.

—Amida— dijo una voz pastosa, ahogada por la absorción sonora de la almohada y por la oscuridad que cada vez los sumergía más en sus delirios nocturnos y fantasiosos.
—¿Si?— respondió a su vez el menor, quien creía a su hermano durmiendo desde hacía bastantes pensamientos atrás. 
—Últimamente estás distinto— musitó con brevedad y con un tono que semejaba tristeza más que otra cosa. 
—¿A qué te refieres?
Su corazón latía a un ritmo que no podía controlar. Estaba completamente seguro de que Sorano estaba al tanto de lo que ocurría con aquella musculatura cardíaca, la cual justo en ése momento debía jactarse de ser involuntaria. 
—Hablas diferente— e hizo una pausa, al parecer esperando que Amida salpicara algún comentario o alguna palabra que lograra tranquilizarlo, pero éste no se dio por aludido sino mucho después. Al notar que el menor no hablaría, decidió proseguir —Usas palabras.. cómo decirlo; más elaboradas. Como si te esforzaras en utilizar un vocablo más amplio, y en que todo lo que digas suene agradable. 

Amida no sabía cómo responder a eso. No lo creía algo tan importante como para que su hermano se lo hiciese ver, así que tampoco entendía muy bien si defenderse por aquello, o sólo acatar el cambio que Sorano le había descrito. 

—No creo que me estés entendiendo. 
Dijo por fin la voz helada de aquel que estaba a sólo pocos centímetros de él. Amida se avergonzó de que fuese cierto. Detestaba sentir que aún no estaba a la altura de su hermano.

Sorano giró su cuerpo para quedar de frente al más pequeño que lo buscaba con su mirada, ahí entre la densa oscuridad a la que sus ojos ya se habían acostumbrado bastante (quizás lo más que podían). El mayor pasó con dificultad su brazo por debajo del cuerpo de su hermano, quien ya tenía casi la misma altura que él pero se veía considerablemente más joven, dado que seguía conservando algunos rasgos infantiles, como aquellos labios sin grietas, como esos ojos vívidos que se podían apreciar mucho mejor sin las gafas. Luego de pasar su brazo por debajo, pasó el otro por encima, envolviendo el cuerpo de Amida en el suyo, entregándole el calor que al menor no le parecía para nada desagradable, aun encontrándose sofocado por éste. 

El mayor lo miró de cerca, exactamente con el rostro al frente del suyo. 

—Cuéntame, Amida— musitó con calidez y afecto en la voz —También te he notado extraño en otros aspectos, aunque no sabría decir muy bien en cuáles. Pero quiero que tú me cuentes, quiero que confíes en mí. 

«No es así de fácil», pensó afligido.

—Sorano— dijo tímidamente, mientras pasaba su mano suave y delicada por el rostro del que parecía ser su espejo con años agregados, pero con más decisión y experiencia en la mirada —Discúlpame, pero no puedo contarte.
—Está bien, Amida.
Sorano se volteó, y Amida pensó que había arruinado aquel momento que le estaba pareciendo tan grato y bonito. «Habría pasado toda mi vida como lo estaba hace un par de segundos atrás», pensó con tristeza y remordimiento.

Asumió prontamente los hechos, puesto que no era la primera vez que se encontraba en la necesidad de deshacerse de los sentimientos de culpa que gustaban vivir dentro de él.

Pero no podía dejarlo así.

—Sorano— dijo con la voz quebrada, pero no por llanto, sino por lo complicada que le parecía la situación en ese instante. Su hermano no respondió, pero Amida sabía que aún no estaba durmiendo, así que continuó.
—No quiero que te alejes de mí.
El hermano mayor se sentó sobre la cama, y con mucha delicadeza apoyó la cabeza del menor sobre la parte superior de sus piernas, donde luego procedió a acariciar con cariño y esmero los mechones de pelo que ya estaban en racimos a causa del sudor. 
—No me alejaré— susurró despacio, poco antes de que Amida conciliara el sueño.

 

 

Ya para esas alturas, las miradas de las chicas encantadas por su compañero de cabello negro y lentes se sentían como una voluptuosa tensión que inundaba todo el salón. Los chicos (o algunos de ellos), por su parte, lo miraban con admiración por sus elocuentes palabras sumadas a la convicción con la que se había enfrentado al profesor. 
—Bien dicho— le sonrió el hombre que ahora se dirigía nuevamente a su asiento. 
En seguida miró a Eida. Era la misma expresión que se plasmó en su rostro aquel primer día. 

«Sigo siendo el mismo imbécil», pensó.

 

 

 

 

Eida


—¿Y qué le pasó a tu amigo que no se ha aparecido desde la mañana? —con su boca hacía una especie de puchero, y sus cejas se levantaron por la parte media, como un puente al abrirse.

—Pues...

Sentado, y con los codos posados sobre sus rodillas, puso ambas palmas presionando sus pómulos mientras ponía su típica cara de pensar —la cual consistía en aquella mirada eternamente molesta, pero con la diferencia de que, con sus ojos, apuntaba ciegamente a algo inaccesible, a algo que sólo se encontraba tras su retina, tras sus glóbulos oculares; dentro suyo. —Entretanto, Aaron le veía con los bordes de sus labios enroscándose en sí mismos, dando la impresión de una boca de gato dibujada por un pequeño. «¿Por qué siempre se está riendo?», habría pensado Eida de verle en aquel instante.
Pero tenía la cabeza en otro lugar.

—Ya recuerdo. Dijo que debía ayudar con los preparativos para el festival.
—¡Vaya! No sabía que había un festival en la escuela, ¿de qué trata?¿y nosotros qué tenemos que hacer?
—No lo sé —su rostro seguía tan sombrío como lo había estado durante todo aquel día. 
Hmm...—Aaron entrecerró los ojos, y observó desde su perfil al chico que estaba a su lado —En mi antigua escuela no habían festivales, y en realidad nadie demostraba interés por hacer alguno, así que jamás fue un tema para nosotros. Pero... —tras pausar su voz, sus mejillas enrojecieron, y Eida notó aquella enorme y amplia sonrisa asomándose en el rostro del chico que ahora mantenía su mirada en el suelo —aunque sé que no es la gran cosa, siempre quise pasar un día así de divertido con mis amigos. Un día donde pudiera compartir con todas esas personas a las que siempre veía aburridas y cansadas por la escuela... Un día donde pudiera verlas felices y riendo mucho. Siempre pensaba que con una actividad distinta todos iban a estar más alegres, al menos por ese día. 

Estaban sentados en la banca que solía compartir con Amida. Pero en esta ocasión, se encontraban tres chicos charlando en la esquina opuesta —de algún videojuego, según lo que había oído— y con Amida solían estar sólo los dos. 

Aaron seguía mirando al suelo con una sonrisa plasmada en su cara. 
También seguía rojo.
Y con su sonrisa de gato.

Pero, para cuando notó que habían transcurrido algunos minutos sin obtener respuesta alguna (o quizás segundos; la percepción del tiempo en esas circunstancias es engañosa), una evidente exaltación lo invadió, enfocando bruscamente a su amigo.
Eida lo estaba contemplando. No parecía enojado, ni molesto, ni cansado. Incluso, su sombrío rostro había desaparecido —o al menos parcialmente. 
—Discúlpame, creo que hablé mucho y además creo que no tenía por qué contarte todas esas cosas. ¡Qué mal! debió sonar tan ridículo... —arguyó preocupado y con una sonrisa nerviosa en el rostro
(¿Será un reflejo?)

«En lo absoluto», pensó Eida. También se extrañó de ello, pero en seguida entendió la razón.

—Te voy a acompañar.

Aaron se sorprendió y congeló al mismo tiempo, pero Eida permaneció observándolo, tan reservado y serio como solía ser. 

—¿A qué? —preguntó nervioso y ruborizado, aún sin entender del todo a qué se refería el otro.
—Al festival.

El pelirrojo sonrió dejando al descubierto su cuidada dentadura. 

—¿Lo dices en serio?— su sonrisa se hacía más prominente a medida que hablaba
—Sí.
—Pero —de un segundo a otro, su expresión cambió. Ahora parecía inquieto y dudoso —no te conozco tan poco, Eida. Sé que esto en ti es extrañísimo y para ser honesto no entiendo muy bien por qué me estás ofreciendo eso. —Al decir “ofreciendo”, hizo ese gesto con los dedos semejando ser comillas.

Eida lo miró molesto.

—¿Somos amigos, no?
—Claro —dijo Aaron, esforzándose en sonreír. 

 

 

 

 

¡Eida!, se oyó a lo lejos.
Ambos giraron súbitamente sus cuerpos. Un chico con una camiseta blanca y pantalones deportivos se acercaba corriendo muy despacio. Eida notó cómo aquella camiseta de tela tan ligera y holgada se pegaba al cuerpo esbelto del chico que corría. «¿Es Amida?» pensó inseguro al ver que esta persona tenía el pelo tomado por una coleta. «Jamás lo he visto sin que el cabello le cubra la frente», y asumió resoluto que aquel no podía ser su amigo. 
Pero conforme se fue acercando, cada vez con mayor rapidez, notó que estaba equivocado. 

—Ah, qué bien. No sabía si eras tú —y sacó sus lentes de uno de sus bolsillos, colocándoselos cuidadosamente —Pintábamos un lienzo, así que preferí sacármelos para que no se ensuciaran.
—Basta con decir que estabas pintando. El resto se puede inferir. 

Eida miraba a su amigo de los pies a la cabeza. Creía que lucía extraño, sobre todo por tener el cabello tomado y dejar su rostro totalmente descubierto.
Entretanto, Aaron había comenzado a charlar con los otros chicos que estaban en la banca. 

—¿Ocurre algo?— preguntó Amida, observando al más bajo con intriga.
—No— respondió sin convicción.

Amida cruzó los brazos, y miró pensativo al vacío.

—Ah —una leve sonrisa de alivio se posó en sus labios —¿es por la coleta?
Eida vaciló por un momento. No estaba seguro si responder o no.
Pero, de todas formas lo hizo:
—Sí.
Amida continuó con aquella sonrisa de bajo perfil, y se pasó una mano desde la frente hacia atrás, sintiendo su cabello con delicadeza. 
—¿Te gusta?
Todo el rostro de Eida enrojeció, y, apretando los puños, le respondió muy enojado al chico que seguía mirándolo tan despreocupado. 
—No.
La sonrisa de Amida se desvaneció por completo, y, en seguida, procedió a soltarse el cabello. 
Pero antes de que pudiera, la mano de Eida lo detuvo. 
—¿Qué?— preguntó extrañado.
—Déjala.
—No te preocupes, Eida. Sé lo mal que luzco. Inclusive el profesor bromeó sobre ello.
—No es eso —musitó a la brevedad —pero.. 
Su mirada se tornó hastiada, y su tono de voz agarró un matiz sarcástico (como aquellas veces en que, luego de darle explicaciones racionales a su madre y ésta insistía con su idea, comenzaba a argumentar con ironía únicamente para llevar la contra).
—¿Tanto te importa lo que piensen de ti?

 

 

 

 

Amida


Posó la mano sobre la rodilla de su amigo, quien seguía sentado mientras éste estaba de pie frente a él. Parecía seguro y confiado.

En el instante en que inspiró para responder a la pregunta, escuchó que los chicos que estaban un poco más allá reían fuertemente, y notó la presencia de Aaron. Éste sólo reía junto a los estudiantes un par de grados menores mientras veían la pantalla de una consola portátil, pero Amida no pudo seguir con esa inútil conversación que, por alguna razón, realmente deseaba continuar. 
No pudo evitar rememorar aquella escena en los vestidores. 
No pudo alejar la sensación de culpabilidad.

Se sintió pequeño de nuevo.

—Amida, ¿estás bien?

Volvió en sí.

—Sí, estoy bien —dijo con una tenue sonrisa demarcada por sus oscuros y finos labios —Volveré al gimnasio para ayudar con el resto de lienzos. ¿Nos vemos a la salida?
—Te esperaré acá.

Amida se volvió rápida y sutilmente tras dedicarle una sonrisa enorme a su amigo. Sabía que no era lo habitual, pero esos últimos días sentía la necesidad de hacerlo; de mostrarse así frente a Eida. 

 

 

 

 

Un «adiós» al unísono y la puerta se cerró tras él.

Había acordado salir con el consejo de estudiantes a comprar materiales para el festival, pero a último momento anunciaron que faltaban muchas cuotas por pagar, las que sin falta cobrarían mañana. —A Amida no le gustaba que los demás fuesen irresponsables. Creía que en eso había salido idéntico a su madre, pero lo consideraba uno de los pocos “valores” (solía pensar esa palabra dibujando las comillas en su mente) que se sentía a gusto de tener. Aunque era más una revelación para él que para otros, pues no solía confesar ese tipo de pensamientos. —Por lo que, al contrario de lo que había anunciado a su madre el día anterior, ya estaba en casa a la hora de siempre. 

Todo estaba igual. Pensó en agregar un improperio a aquella sentencia, pero no gustaba de ensuciar así el lenguaje. 
Comenzó a dar largos pasos hacia la escalera, pero antes de llegar a ella, pensó que debía avisar a su hermano de su llegada. 
«Quiero evitar más problemas», pensó.
Desvió su camino para ir hasta la pieza de Sorano, y anunciar desde afuera que ya se encontraba ahí. Pero al doblar por el pasillo, la puerta de fondo que conducía al baño, se abrió.

Amida quedó perplejo. Sintió el mismo dolor punzante de la vez anterior.

Desde el fondo, el chico lo observaba como aterrado. Llevaba sólo ropa interior, y andaba descalzo. 
Amida intentó vociferar algo, lo fue fuera, pero nada salió por su garganta. Sólo logró quedarse plantado al comienzo del pasillo observando al chico que debía tener sólo un par de años más que él y estaba mirándolo pensando quién sabe qué. 

Se abrió bruscamente la puerta del costado.

—Gaël, ¿qué tanto te demoras?

Sorano se asomó por la puerta luego de decir aquella frase, y encajó inmediatamente los ojos en el chico al que buscaba, pero éste seguía boquiabierto frente a la presencia de Amida. 
Su hermano, al ver esta expresión, logró pronunciar “qué mierd...”, hasta que posó su vista en el menor que se mostraba desconcertado. 

Amida se sentía fuera de sí mismo. 
No podía sentirse más imbécil. Más tope. Más inútil. Más inservible.

—Lo siento— articuló con dificultad, y partió camino hacia su habitación.

 

Al llegar ahí, no se echó a llorar, ni menos a consumar el dolor llenándose de inquietudes ni de momentos de antaño. Pero no se sentía más fuerte, ni más grande, ni más maduro. 

Se recostó sobre su cama, y pensó en Eida hasta que el sueño lo venció. 

Notas finales:

¿Cómo creen que seguirá la historia? (me refiero a qué curso creen que tomará, ya sea alguno de los personajes o la historia en sí)

Agradezco a quienes han llegado hasta acá leyendo. Me hace muy feliz.

 

Actualizaré la próxima semana.


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