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Entre clases y sábanas por Aludra

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Notas del capitulo:

El capítulo anterior no me gustó mucho (estuve como mil años pensando en cómo hacer ese cap pero nada me satisfacía totalmente así que lo dejé ser no más), pero éste me encantó porque hace muuuucho quería hacer este día del festival, así que hoy me puse las pilas.

Ojalá les guste! Y me disculpo por la excesiva tragedia del anterior. 

 

(Algún día me pasaré de nuevo a hacer la correción gramatical y de redacción. Me disculpo si en algún momento usé las mismas palabras muy seguido y todo eso. Ya lo arreglaré).

 

 

Amida

—Sé que aún hay muchas cosas que permanecen ocultas, envueltas en palabras erráticas que buscan alejarse, pero…

Analizó cada fragmento de su rostro bajo la luz verdosa que anegaba todo el espacio. Sin prender la luz, las sombras en sus facciones le daban un aspecto más cansado, y mayor. Creía parecerse cada día más a su hermano. También se preguntó si su padre habría lucido como ellos a esa edad, y si hoy en día tendría el rostro que le esperaba a ambos. Pero crear una situación hipotética en donde lograban verle era sólo una pérdida de tiempo, además de que, aun teniendo la posibilidad, dudaba en que tanto él como Sorano aceptaran un encuentro.

—Te dije que te contaría todo, y eso es lo que haré —adujo con voz silencioca a la vez que miraba directamente al reflejo de sus ojos—. No, parece un mal diálogo de una película de acción, o peor: romántica.

Con las manos apoyadas sobre el lavamanos, Amida continuaba pensando mientras examinaba el reflejo de sí mismo frente a aquel espejo salpicado con lo que parecían haber sido gotitas de agua con jabón, pero ya secas, adheridas al cristal.

—¿Y si sólo lo llevo conmigo a un lugar a solas, y en seguida comienzo a hablar, sin preámbulo alguno? —pensó, ahora con sus ojos puestos en la pequeña posa de agua formada en el lavamanos, la cual se nutría periódicamente a causa de la gotera que decidía enviar una pizca de agua cada pocos minutos—. Sin una introducción todo podría ser más sencillo. Evitaría las desviaciones, esas malditas calles ilusorias que sólo conducen a paredes de ladrillos o laberintos de ramas, lo cual acaba siendo lo mismo. Sí, haré eso.

Levantó la cabeza, y enfocó la vista directamente en los ojos dibujados sobre el espejo.

—De niño, cada término de la semana, al igual que cada tarde veraniega o primaveral… —al cabo de aquella frase, soltó un bufido y golpeó la losa del lavamanos con sus nudillos expuestos—. ¿Cómo voy a decir algo tan de la nada que además comienza con algo tan imbécil como un recuento de mi infancia?

Volvió a mirar las sombras escondidas en las hendiduras de su piel. ¿Cuándo sus ojos comenzarían a verse opacos y perdidos como los de su hermano?¿cuándo llegaría el momento de perder el interés sobre todo lo que aún conservaba cierto destello colorido?

—Las cosas simplemente ocurrirán como deben —se dijo estudiando sus hombros desnudos junto a sus evidentes clavículas, las cuales parecían sobresalir como cordones montañosos sobre tierras llanas. No sabía cuándo había dejado de tener el cuerpo de un niño.

 

 

 

 

 

Eida

—¿A dónde quieres ir primero? Vi que el salón que está justo debajo del nuestro tenía muchos juegos con premios, aunque también los de primer año hicieron una casa fantasma y se ve muy entretenida —adujo Aaron mientras caminaba junto a Eida, ampliando su sonrisa a cada paso, y estallando en graciosas muecas cada vez que era enfocado por los suaves y claros ojos de su amigo—. Pero más que eso, quiero ir a donde tú quieras.

 

Extrañamente, aquella mañana al despertar, sintió como si la noche hubiera despejado sus pensamientos, como si se hubiera tomado la molestia de limpiar cada uno por separado, y luego de ponerlos en orden sobre una repisa.

 

—Antes de ir, quiero decirte algo —se dirigió a Aaron, quien en seguida cambió su expresión de alegría innata a una de notoria preocupación.
Ambos se detuvieron, quedándose parados frente a frente.
—¿Estás molesto?¿Pasó algo malo? —inquirió nervioso.
—No —contestó con voz conciliadora —no te preocupes. Sólo te lo diré porque creo que es lo correcto.
¿Y desde cuándo lo correcto servía como guía para lo que quería o no hacer?
—Dime, por favor —dijo Aaron, cada vez más inquieto.

Eida lo examinó con la mirada. La luz que entraba por las ventanas sólo servía para iluminar heterogéneamente los corredores y salones, pues siempre parecía ser el único momento del día en que el tiempo jamás transcurriría y todo se quedaría siempre en una calma eterna y aburrida. Pero ahí, en ese instante, notó que la vida rebosante en el chico que estaba frente a él podía romper con esa calma desesperante. Que esa sonrisa infinita podía alegrar todo a su paso, incluyéndolo a él.
Por primera vez, notó lo bellas que eran sus facciones.

—Gracias por llamarme ayer —dijo con una mueca que probablemente podía ser la mejor de sus sonrisas en un día como aquel.
—¿Por qué me lo agradeces? —preguntó Aaron extrañado mientras sus mejillas se tornaban coloradas.
—Eres un buen amigo —respondió Eida, apoyando sutilmente su mano sobre el hombro contrario—. Ahora vamos a la cafetería, te invitaré algo dulce.

Aaron le miró pasmado por un segundo, como si, de todas las posibles situaciones entre las que se podría encontrar, ésa ni siquiera hubiese figurado entre las últimas cien. Pero no tardó en demostrar su desmesurada alegría y aceptar silenciosamente con una de sus más lindas sonrisas, dando pasos ligeros junto a su amigo.

 

 

 

 


Amida

—¡Primer entretiempo! —gritó el árbitro—. Vuelvan en diez minutos.

Amida se colgó la toalla en un hombro, y corrió a los baños seguido de los demás muchachos.
Dentro de las duchas, mientras algunos se cambiaban las camisetas, otros, entre los cuales estaba Amida, dejaban que el agua helada corriera por sus cansados y sudados cuerpos.
Las primeras gotas se dejaron evaporar al resbalar en su blanca y caliente piel, y las siguientes sirvieron para relajar su cuerpo y mente. En sólo unos minutos debería volver al segundo tiempo del partido, a rematar otras cuantas veces para que su equipo no se arrepintiera de haberle nombrado capitán. Hacía años que no jugaba voleyball, por lo que la petición le había sorprendido bastante, aunque también sintió una leve alegría al saber que los demás continuaban recordándole con admiración.

Al salir de la ducha, se vistió rápidamente junto a otros que habían optado por una rápida ducha de agua extremadamente fría.

—¿Por qué dejaste el taller? —preguntó el chico que estaba en la banca del costado, colocándose las zapatillas—. Eres muy bueno en esto.
—Mentiría si te dijera sólo una razón —respondió mientras se arreglaba la camiseta—. Pero creo que la mayor fue porque ya no sentía que pudiera dar todo de mí, ¿me entiendes?
—Quizás —respondió el chico ya de pie, guardando sus pertenencias en el bolso —pero ahora parece que sí lo puedes dar todo, ¿o no? —preguntó sonriendo con el bolso puesto en el hombro.
—Supongo que sí —contestó Amida a su vez, también listo para volver al juego—. ¿Regresemos? Nos deben estar esperando.
—Claro, pero antes quiero pedirte un favor.
—¿De qué se trata?
—Vuelve al taller. Nos hace falta alguien como tú sobre la cancha. No digo que lo hagas en seguida, pero que lo pienses. ¿Está bien?
El chico parecía seguro de lo que decía. Se veía con las raíces bien firmes a la tierra, y a Amida eso le pareció suficiente para considerar la propuesta del chico.
—Lo pensaré.

Ambos se regalaron unas últimas sonrisas, y corrieron al gimnasio.

 

 

 

 

 


Eida

—¡Estaba todo tan, tan rico! Aunque me dio un poco de pena romper esas galletas, parecía como si los chicos se hubieran esfrozado muchísimo en pintarlas y decorarlas de esa forma tan linda. ¿A ti te gustaron, Eida?
—Sí —respondió Eida, nuevamente invocando su mejor sonrisa—. Ahora, ven conmigo —y tomó cuidadosamente la pequeña mano que clamaba refugiarse en las otras.
—¿A dónde iremos ahora? —preguntó extasiado.
—No te diré —respondió con un tono misterioso, del cual se arrepintió instantáneamente de haber utilizado.
Aaron sólo respondió con risillas y un apremio en sus pasos.

 

 

 

 

 


Amida

—Ganamos sólo por ti —le dijo un miembro del equipo luego de acabar el partido.
Otros corrieron a felicitarlo, a los que se les sumaron unas cuantas chicas y chicos que estaban de espectadores.
—Todos lo hicimos muy bien —dijo Amida con voz honesta—. Ustedes son realmente buenos para esto.

Al salir de las duchas, el chico con el que había hablado en el entretiempo lo esperaba apoyado en la pared.
—Te estaba esperando —dijo el chico —¿quieres ir a beber algo? Un jugo o algo así. Debes estar cansado.
Amida sopesó la propuesta, pero optó por aceptar antes de llegar a una resolución. De todas formas, no tenía mucho más por hacer.


Amida pidió un jugo de piña y el otro chico uno de naranja, y ambos se sentaron en las mesas redondas cubiertas por pequeños manteles burdeo.

—¿Te llamas Amida, no es así? —preguntó el chico mientras revolvía el líquido con la pajita. Las semillas amarillas viajaban en círculos dentro del rojo mar contenido en el vaso.
—Sí —respondió luego de beber de su jugo —¿y tú, cómo te llamas?
—Javier, pero es un nombre aburrido, así que si se te ocurre uno mejor me lo cambias y ya.
—A mí me gusta, pero lo tendré en cuenta.

Ambos siguieron bebiendo sus respectivos líquidos y conversando de temas varios, dejando pasar tal vez una o dos horas con gran velocidad.

—¿Por qué nunca te veo por los pasillos? —inquirió Javier, jugando con las semillas que quedaron pegadas a las paredes plásticas del vaso transparente—. ¿Te escondes en algún sitio o qué?
—Pocas veces dejo el salón —respondió a la vez que arrugaba y desarrugaba una servilleta con la que había estado jugando un rato—. Me quedo ahí con un amigo, y pasamos los recesos conversando.
—Porque no se puede conversar afuera, ¿cierto? —preguntó burlescamente, y al cabo, ambos rieron.
—Eida prefiere los lugares vacíos o con poca gente, y a mí me da lo mismo así que nos quedamos ahí.
—Espera —dijo Javier, apartando el vaso a un lado y mirando fijamente a Amida—. ¿Tu amigo es ese chico que llegó este año a la esucela?
—Varias personas llegaron a la escuela este año.
—Sí, pero yo te hablo de ése chico.
Javier lo miraba como si hubiera un secreto entre ambos, un pacto implícito del que Amida no se estaba sintiendo parte.
—No te sigo.
—Ya sabes, todo eso del chico que murió en extrañas circunstancias —dijo con una sonrisa maliciosa entre labios, como quien narra una historia de terror con una linterna alumbrándole desde abajo en una noche de campamento.

Amida se quedó congelado, mirándole a los ojos, pensando (o esperando, mejor dicho) que el otro chico sólo le hacía una muy mala broma. Pero a medida que transcurrieron esos segundos decisivos en que podría saber si era o no cierto, entendió que el otro tipo hablaba totalmente en serio.

—¿De qué estás hablando? —le preguntó con el rostro helado y con el corazón batiéndole dolorosamente.

El otro chico notó que Amida verdaderamente no tenía idea de lo que estaba diciendo, y su cara se tornó igual de rígida y fría que la contraria.

—En serio no sabes —susurró como para sí mismo, y luego continuó, dirigiéndose al chico que tenía en frente—. ¿Acaso él no te ha contado nada?
—No —respondió aún aterrado.
—Mierda… —masculló con arrepentimiento —sólo he oído rumores, así que tampoco sé realmente lo que pasó, y tú sabes que los rumores tienen a exagerar todo y a inventar nuevas cosas así que no puedo decirte mucho al respecto.
—Dudo que alguien muerto sea sólo una tergiversación —dijo, y sintió un escalofrío que le recorrió la médula al pronunciar la palabra "muerto".
—Oye, no te asustes así —le dijo intentando apaciguar la situación —primero debes conocer su versión de la historia. Si es tu amigo, entonces te dirá la verdad.

Amida miró al otro chico, y éste le sonrió mientras tomaba sus manos. Se sintió más seguro y calmado luego de aquel gesto, entregando una sonrisa también.

—Gracias —dijo Amida.
—Fui yo el que arruinó todo, así que no te preocupes —dijo riendo, aún sosteniendo las manos contrarias.

 

 

 

 

 

Eida

—Está oscuro —dijo Aaron con la voz titubeante mientras se adentraban por el camino.
—Se supone —respondió Eida, quien se alegró de la falta de luz, pues así el otro no podría ver el miedo que se reflejaba en su expresión.
A medida que caminaban por la "Casa de los sustos", el silencio se hacía cada vez más potente, y ambos estaban al límite de gritar por lo que fuera. Pero antes de que algo los asustara, Aaron se detuvo y se dirigió a Eida.
—Sé que es una tontería porque no me va a pasar nada, pero… —dijo con la voz quebrada, y luego Eida oyó que tragaba saliva.
—La idea es que te dé miedo. Sino, sería aburrido —dijo acercándose a su amigo.

El otro no alcanzó a responder, cuando Eida cruzó los brazos sobre sus hombros y lo acercó hacia sí, abrazándole cálidamente.
No sabía muy bien por qué lo había hecho, pero algo en la forma de ser de Aaron le inspiraba la necesidad de protegerlo y ayudarle en lo que pudiera. En algún momento sintió que le recordaba a alguien más, y en cuanto notó a quién, los deseos de protección se hicieron más fuertes.

—Ven, dame la mano —dijo Eida, con la voz más dulce que Aaron le había escuchado.
Aaron obedeció, y juntos caminaron por aquel terrorífico camino.
Se asustó con cada persona disfrazada y con cada sonido que buscaba ser escalofriante, pero sólo tener la mano de Eida entre la suya le reconfortaba.

 

—¿Tú cómo no te asustaste? —preguntó Aaron al salir de la habitación.
Eida no respondió, pero en cambio su rostro se sonrojó por completo y frunció el seño en forma de total molestia. Aaron, al verlo, se quedó pensativo por un momento, hasta que sonrió con los ojos y con los labios.
—¡Sí te asustaste! —dijo riendo.
—No —respondió el otro, enojado.

Aaron siguió riendo por unos minutos, hasta que terminó con ello y volvió a hablar.

—Oye, ¿dónde está tu amigo? No lo he visto en todo el día, y pensé que también estaríamos con él —preguntó curioso.
Eida miró la hora, y respondió.
—Estaba en un partido de voleyball, pero debía terminar hace una hora.
—No sabía que jugaba ese deporte, aunque imagino que debe ser muy bueno. ¿Quieres que lo busquemos? —preguntó Aaron mientras miraba a los ojos contrarios que rehuían a su mirada.
Eida se quedó pensativo por un instante. Pensó en Amida con la camiseta blanca y el cabello tomado, corriendo por el gimnasio y luego saltando para dar un remate. Sintió su cuerpo estremecerse, y su rostro enrojecerse súbitamente. Pero en seguida vio a Aaron perseguirle con su mirada inquisitiva, y pensó que de verdad estaba disfrutando de aquel día.
—No —respondió Eida —está bien así.
—¿Estás seguro? Amida me da un poco de miedo, pero si es tu amigo debe ser una muy buena persona, así que estaría bien si estamos los tres juntos —dijo Aaron sonriendo.
—No sigas —dijo Eida, tan serio como tranquilo —repito: está bien así.
Aaron le miró alegre, y continuó caminando junto a él, buscando otros lugares por visitar.

 

 

 

 

 

Amida

—¿Un chico muerto? —pensó repetidas veces a medida que caminaba sin un destino específico, sólo dejándose llevar por la inercia del primer paso—. Si algo así realmente ocurrió, ¿por qué es la primera vez que oigo sobre ello?
Por más vueltas que le daba, seguía sin creer en esas palabras. Intentaba buscar alguna explicación lógica, pero por la forma en que el otro chico había hecho mención del tema, Amida sólo podía evocar novelas detectivescas y películas que se esforzaban en serlo. Sabía que lo que desconocía sobre Eida en ningún caso sería algo tan morboso como todo pensamiento en el que radicaba, pero tampoco encontraba razones sensatas que pudieran relacionar aquellos rumores malintencionados con algo a lo que su amigo no había siquiera hecho alusión.

Cuando dio cuenta de sí mismo, notó que sus pasos lo habían conducido hacia su salón. Éste sólo había sido utilizado para guardar diversos materiales e implementos, así que serviría para descansar por un momento, sin irrupciones.
Cerró la puerta con cuidado, y se instaló en el asiento del profesor. Apartó las cosas que estaban sobre el escritorio, y se apoyó en él, dejando que la oscuridad creada entre sus brazos abarcaran también su rostro, hasta que el silencio se hizo definitivo.

 

 

 

 

 

 

Eida

—Ven, quiero que conozcas a mis amigos. Iban a venir los tres, pero uno tuvo que hacer algo más y no pudo venir —dijo Aaron mientras caminaba delante de Eida, buscando con la vista entre las personas—. ¡Estoy tan emocionado porque los conozcas! Les he hablado mucho de ti.

Unos chicos a lo lejos hicieron señas con las manos hasta que Aaron se percató de ello, y regresó el mensaje estirando también los brazos.

Uno de ellos era alto, también de cabellos rojizos, sólo que los suyos eran más oscuros y en su rostro sí habían múltiples pecas que acentuaban su ascendencia. El otro era sólo un poco más alto que Aaron, con el cabello café oscuro y los ojos más azules que había visto. Mientras que el primero conservaba un aspecto más sereno (quizás a causa de su ropa oscura y expresión seria), el otro se veía casi tan animoso como Aaron.
—¡Chicos! No los había visto desde que llegamos —dijo Aaron, haciendo puchero mientras encorvaba las cejas—. Ojalá que sea porque se hayan divertido —dijo, y su mueca ahora era una bonita sonrisa—. Bueno, al fin puedo hacer esto —y pasó el brazo por la espalda de Eida, llevándolo hacia adelante—. Él es Eida, de quien les he hablado tantas veces. Y —ahora dirigiéndose hacia Eida, quien seguía con expresión desinteresada —el que se ve tan enojado es Alexander, aunque sólo es tímido así que no te preocupes. Y el otro…
—Me llamo Tomás —interrumpió afablemente.
Eida los examinó, pero tardó menos de lo que solía cada vez que trataba de analizar a las personas antes de conocerlas. Ellos se veían tan honestos y buenos como lo era Aaron, así que no había mucho de qué preocuparse.
—Teníamos muchas ganas de conocerte, y además eres tan bonito como Aaron nos contó. Tus ojos son geniales, en serio, es como ver a través de esa cosa de los árboles… ¿cómo se llama?
—¿Sabia? —inquirió el más alto, enrojeciéndose instantáneamente.
—¡Sí! Tienen ese mismo color, aunque quizás más claros, pero igual de lindos.

Eida sintió que sus mejillas se ponían rosadas, pero a la vez tuvo una divertida sensación en su interior. Sin hacer esfuerzos en evitarlo, comenzó a reír mientras se tapaba la boca con su pequeña y fina mano, siendo seguido por los otros chicos.
En aquel momento, mientras los cuatro generaban un concierto de risas, Eida pensó que hacía demasiado tiempo no reía de aquella manera, y en seguida sintió una enorme gratitud hacia Aaron. Se sentía muy alegre de poder ser su amigo.

 

 

 

 

 

 

Amida

—¿Si? —respondió somnoliento, aún sin orientarse completamente.
—¿A qué hora vas a llegar hoy? —preguntó una voz desde el otro lado del auricular.
—¿Sorano? —inquirió a su vez.
—Deberías ver quién llama antes de responder —dijo en tono de reproche—. Además, no tienes por qué estar durmiendo en clases.
—Hoy teníamos el festival —dijo, incorporándose más a la situación.
—No me expliques, no me importa. Respóndeme lo que te pregunté —dijo molesto.
—¿Qué me preguntaste?
—A qué hora llegas hoy.
—No lo sé, supongo que después de la escuela iré hacia allá. ¿Por qué? —preguntó intrigado.
—Para hablar de algo contigo —respondió cortante.
Amida sintió una extraña inquietud.
—¿Sobre qué es?
—No seas pendejo. Lo hablaremos acá. —dijo, y cortó.

Amida se refregó los ojos que ardían por el sueño y por la luz entrando en ellos con vehemencia. Sentía que habían pasado muchas horas, lo cual le causó un gran alivio al notar que así la espera se acortaría.
No sentía un interés tan grande por lo que su hermano le diría, sino porque al fin podrían charlar más que por necesidades cotidianas. Aun si el motivo de la charla era algo malo, seguía causándole una cierta emoción poder hablar nuevamente con él. No importaba si discutían, cualquier cosa era mejor que el incómodo trato que sostenían hacía tanto tiempo.
Luego de reincorporarse totalmente, se puso de pie, dispuesto a salir y dejarse llevar por la primera persona que quisiera pasar tiempo junto a él. Pero antes de tomar el pomo de la puerta, ésta se abrió, dibujándose delante suyo aquel pequeño cuerpo con el cabello desordenado y expresión de molestia.
Ambos se miraron como si supieran que se debían encontrar. A cambio de la sorpresa que les debía producir una situación así, tanto Amida como Eida se observaron con ojos alegres y placidez en cada milímetro de sus rostros.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Eida.
—Dormía —respondió el otro, sin siquiera pensar en mentir.
—¿Por qué? —preguntó receloso.
—Estaba cansado y aburrido —respondió con una larga sonrisa.
—Ah —dijo, desviando la vista.
—¿A qué venías tú? —inquirió risueño.
Eida lo miró abriendo más los ojos, y sus mejillas se tornaron carmesí.
—A nada —ladeó el rostro, mostrándose enojado.
—Te extrañé —dijo, aún sonriente.
—Ah.
—¿Quieres entrar, o vamos a otro sitio?
—Entremos —dijo Eida —me cansé de estar afuera.

Ambos entraron, y cerraron la puerta con suavidad. Amida le cedió el asiento a Eida, y él buscó una de las sillas que estaban amontonadas una arriba de la otra, sentándose frente a su amigo.
Sólo en ese momento recordó lo que había hablado con aquel chico en la cafetería, situándose nuevamente aquella gran duda dentro de él. Aunque, más que una simple duda, era como si estuviera dentro de un ataúd bajo la tierra. Se sentía ahogado, con una enorme presión sobre él.
El plan que había creado durante la mañana ya había quedado en el olvido. Esto era muchísimo más importante. Eida era más importante que cualquier problema.
Pero, ¿qué le preguntaría?¿qué podría decir?
—Tengo algo que preguntarte —dijo Amida, mostrándose, sin quererlo, muy intranquilo.
—¿Qué? —preguntó Eida, quien tenía el mentón apoyado sobre la mesa y miraba hacia arriba.

No quería que le doliera. Lo que menos quería era hacerle daño, revivir sensaciones que podrían contristarlo en segundos. Quería que se sintiera cómodo confesándole lo que fuera, que supiera que lo protegería y cuidaría de todo. Que jamás lo abandonaría.
Amida estiró sus brazos y tomó delicadamente el rostro de su amigo con ambas manos, acariciándolo con los pulgares.

—Estamos hechos de tiempo. Cada persona difiere de otra sólo por sus experiencias, por cómo ha afrontado cada una de sus vivencias. Pero, a veces, eso es completamente injusto. Hay personas que han vivido situaciones horribles, momentos que sólo pueden oscurecerlo todo por segundos, a veces por días, y aún así son personas maravillosas que le entregan vivencias muy felices a los demás. Tú, Eida, eres la persona más hermosa que he conocido. Todo en ti me gusta, todo en ti me hace quererte y saber que jamás, pase lo que pase, querré dejarte.

Eida levantó su cabeza, sin alejarse lo necesario para que las manos de Amida estuvieran obligadas a soltarlo. Lo miraba maravillado, con sus mejillas de un rosa intenso, y sus ojos tan vívidos como nunca.

—Por todo esto, Eida, quiero que sepas lo siguiente. Si hay algo, lo que sea, que esté molestándote, que no te deje dormir, que te recuerde durante todo el día algo que preferirías olvidar, yo quiero oírlo. Quiero que puedas sacarlo de ti. Que confíes en mí.

Tras decir esas palabras, Amida se puso de pie hasta quedar frente a Eida, y situó la silla delante de él. Posó una única mano sobre su rostro, y con la otra acarició la contraria.

—Sé qué es lo que quieres que te cuente —dijo Eida, aún observándolo perplejo, como si aún se encontrara asimilando las palabras que Amida le había dicho—. Y claro que lo haré. Pero antes, ¿te has preguntado por qué no mencioné el tema?
—Sí, pero asumo no haber llegado a la respuesta —dijo Amida, un tanto decepcionado.
—Te irás —dijo Eida, esbozando una mueca sonriente que sólo reflejaba dolor.
—No lo haré —dijo el otro, apretando la mano contraria—. Nada me haría dejarte. Absolutamente nada.
Eida rió aparentando burlarse de lo dicho por su amigo.
—Claro que lo harás, Amida. Sabrás lo detestable que realmente soy.

Por más que lo pensaba, Amida no lograba encontrar siquiera una razón para terminar su amistad con Eida. Ninguna.
Amida dejó su asiento, estirándose para incorporar a su amigo entre su cuerpo, abrazándolo con todo el cariño que sentía por él, con todos los deseos que sentía de tenerlo lo más cerca que le era posible.
Eida inhaló.
Amida inhaló.
Y ambos exhalaron más tranquilos, regocijándose en el otro.
Cuando Amida volvió a su asiento, Eida continuó.

—Su nombre es Neir —dijo con más tranquilidad de la que Amida esperaba, aunque sus ojos parecían opacarse, perderse entre recuerdos dolorosos—. Vivíamos a tan solo un par de casas, y como nuestras madres eran amigas, prácticamente crecimos juntos. Él era muy alegre, siempre estaba corriendo e inventando juegos, saltando de un sitio a otro, en fin, haciendo todas esas cosas que la mayoría de los niños hacen cuando son pequeños. Al principio no entendía por qué él seguía prefiriendo jugar conmigo teniendo a tantos otros compañeros más entretenidos que quien siempre estaba leyendo o dibujando en silencio. Pero eso parecía no importarle, pues siempre encontraba la manera de integrarme a sus juegos logrando que ambos nos divirtiésemos —tras decir aquello, hizo una pausa. Suspiró, y miró a los ojos de su amigo, quien lo oía atentamente —. Él… él era verdaderamente un chico radiante. Su cabello tan claro en conjunto de sus ojos celestes y cristalinos se iluminaban cuando sonreía. Él siempre creía que yo estaba triste por preferir juegos calmados a correr durante todo el día, así que me sonreía a menudo. Para mí él era más que un amigo, era más que un hermano, era más que todo lo que podrías imaginar. Era la única persona que me entendía. Él siempre sabía cómo me sentía, y cada vez que de verdad me sentía triste, él encontraba la forma de animarme. A veces pasaba tardes enteras recogiendo las flores más bonitas que encontraba para regalármelas y que no me sintiera más afligido. Pero como yo me sentía bien con él, y siempre lo veía tan contento y feliz, jamás noté cuando las cosas empezaron a ir mal.
El cariño que sentía por él un día se mostró de otra forma delante de mí. Supe que quería pasar toda mi vida a su lado, que quería tener esas sonrisas y esos juegos durante cada día hasta ser un anciano. Fue a los catorce años en que lo supe. Estaba enamorado de él —Eida tragó saliva, y suspiró nuevamente. Una leve mueca de consternación pobló su rostro por menos de un segundo, pero luego volvió a su completa serenidad—. Creo que nunca me importó que fuera un chico, quizás porque nunca me cuestioné ese tema. Tampoco lo hice al momento de decirle todo lo que sentía por él, pues en seguida me confesó que sentía lo mismo por mí, y mi felicidad no pudo ser mayor. Desde ahí, lo único en lo que cambió nuestra relación, fue en lo físico. Con él di mi primer beso, y supe lo bien que se sentía amar todo de otra persona, y luego despertar a su lado. Así vivimos los siguientes dos años, hasta que un día me confesó lo mal que se sentía con lo que teníamos. Aguantó malos tratos de parte de sus padres y de sus hermanos a lo largo de ese par de años, además de insultos por parte de nuestros propios compañeros de clase. Dos años en que viví lo mejor de mi vida, y él lo peor de la suya. Por no protegerlo ni interesarme en él como debí, lo tuve una tarde entera llorando entre mis brazos, enseñándome las marcas que había dejado en su cuerpo con la intención de suplir un dolor por otro. Fueron un par de semanas en las que intenté todo, todo lo que pude, y aun así no fue suficiente. Le ofrecí volver a ser amigos, o incluso a no vernos más, pues quizás así su familia dejaría de tratarlo de la forma en que lo hacía. Pero él no quiso. Yo tampoco quería dejarlo, pero lo habría hecho si él hubiese querido. En esas semanas busqué todas las flores más bonitas que crecían por la ciudad, y cada día le llevé un ramo de ellas. Le leí todos los libros que más le gustaban, aquellos que siempre le leía cuando éramos más pequeños y él ya estaba cansado de correr por ahí. Yo… hice todo, Amida, todo lo que se me ocurría para que él se sintiera mejor, pero en una ocasión durante la escuela no pude estar con él porque me había llamado el director, y cuando volví al salón había un grupo de chicos golpeándolo mientras el resto estaba en un círculo a su al rededor, riéndose y hablando mal de él. Cuando lo llevé a la enfermería le pregunté por qué no se había defendido, y me dijo que él se merecía esos golpes. Traté de explicarle que él no podría jamás merecer algo semejante, que las personas como él eran lo único bello de la vida, pero él no cambiaba de parecer. Ese día lo llevé a su casa y me quedé con él, pero cuando desperté al día siguiente, él… —en las últimas palabras, su voz temblaba y su cuerpo también. Sus ojos parecían haber llorado tanto durante tanto tiempo, que ya no podían sino estar secos y eternamente tristes. Eida apretaba sus puños, y Amida sólo podía envolverlos con sus manos, acariciarlos, acariciar su rostro, pero sabía que nada podría ser de verdadera ayuda. Sólo hacerle saber y sentir que estaría con él siempre, pasara lo que pasara.
—Me interrogaron durante meses. Luego de la autopsia, los imbéciles de la policía asumieron que había abusado de él. La familia de Neir sólo les dio más razones por las cuales pensar ello, y cada día después de la escuela me ganaba una golpiza. Para todos, fui el culpable de su muerte. A mí eso me importaba un carajo. Sin él, ya nada me importaba mucho más.

No sabía qué pensar, ni qué sentir, ni qué hacer. En ese instante sólo sentí unas ganas intensas de cuidar de él durante toda mi vida, de no permitir que algo lo volviera a dañar así nuevamente. Pero sus ojos secos y su mirada contristada, no muy diferentes de su expresión habitual, me hacían entender lo lejos que se encontraba de mí en ese instante. Lo lejos que se había encontrado siempre.
—Amida —dijo, interrumpiedo el dilema en que se encontraba su amigo —sé que debes estar pensando qué decir o qué hacer, pero déjalo. Ya pensé en esto por mucho tiempo. Siempre amaré a Neir, y no habrá noche en que no le recuerde, pero seguir mal por ello no tiene sentido.
—Pero aún te sientes culpable —replicó Amida, penetrando los ojos contrarios con su mirada llena de preocupación.
—Sí —respondió secamente— pero él se enojaría si lo supiera.
Eida esbozó una sonrisa sincera, y su rostro pareció esclarecerse junto a la luz que llegaba directamente a su rostro.
Amida se quedó perplejo frente a aquella respuesta, frente al decidido y contento rostro que tenía delante de él. Sabía lo valiente que era Eida, sabía lo centrado que se encontraba frente a la vida, pero jamás había notado al extremo que aquello llegaba.
Miró sus bucles dorados, sus ojos delineados por aquellas pestañas naturalmente encrespadas, sus ojos color miel, tan claros y translúcidos que parecían ser de algún líquido con el que cualquiera se querría bañar; todo aquello sobre esos labios rosáceos y voluminosos que parecían sacados del éter al sonreír.

¿Cómo no me había dado cuenta antes?

Amida se puso de pie con determinación, y Eida en seguida lo siguió en movimiento. Ya ambos de frente, el más alto no dudó en atraer al otro situando su mano sobre la cintura contraria con sutileza, haciéndolo avanzar lentamente hasta quedar ambos rostros tan juntos que cuando Amida posó sus labios sobre los de Eida, pareció algo casi inevitable de ocurrir.
Eida lo abrazaba por debajo de los brazos, reteniéndolo con toda la afectusidad y cariño que sentía, mientras que Amida acariciaba su espalda y cintura con movimientos tiernos y suaves. Ambos se dejaban llevar por la boca contraria, sintiendo cómo el vaivén de sus corazones se asemejaba con el otro y se perdía entre el ruido de sus labios uniéndose y de sus lenguas jugando entre sí. Cada vez sus cuerpos estaban más apretados el uno al otro, y cada vez sentían una mayor necesidad de que la distancia que los separaba se acortara.
Sus respiraciones se hacían más fuertes, y ambos rostros estaban enrojecidos y palpitando por el calor que los albergaba.

 

 

 

 

 

 

Eida

Permanecieron observándose detenidamente por algunos minutos, perdiéndose en los detalles ajenos, en los rasgos que tanto adoraban.

—Eida —dijo quien miraba hacia abajo con una sonrisa en aquellos labios previamente compartidos con tanta vehemencia—. Estaré cada día a tu lado. Siempre, siempre.
Al cabo de decir eso, posó sus labios sobre la frente del más pequeño, y dejó un beso impregnado.

Se sentía tan feliz, que olvidó toda sensación de tristeza anterior en su vida. Nada podía ser mejor que estar entre los brazos de Amida. Nada era más rico que el aroma que desprendía toda su ropa y todo su cuerpo.

Notas finales:

Comentarios, críticas, tanto besitos como piedras, todo es recibido, en serio. 

 

Agradezco los comentarios y que lean la historia :]

 

(No sé cuándo haga la próxima actualización, aunque no creo que sea en taaanto más).


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