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Entre clases y sábanas por Aludra

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Notas del capitulo:

Sólo, a leer.

Eida

—Ten —adujo con una sonrisa más cálida que alegre—, me los devuelves algún día, pero antes úsalos.

Camino a casa, Eida registró sus bolsillos hasta dar con lo que buscaba, y antes de ponérselos, los contempló por unos segundos.
Eran azules. O calipso oscuro. O ese color del cielo cuando es verano y el día se rehúsa a ser noche.
Eida se los colocó con cuidado, aun si eran sólo un par de guantes de lana.
—Pero no es sólo un par de guantes —pensó mientras se frotaba las manos y las calentaba con su aliento.

 

 

La mañana siguiente salió de su hogar más temprano de lo habitual, vistiendo una chaqueta café, los jeans negros que usaba cada vez que no quería gastar ni un segundo pensando en qué ropa ponerse, una bufanda negra tan larga como para dar cuatro vueltas a su cuello, y los guantes de Amida. Y todo eso acompañado de su cabello desordenado y dorado.

Se encontraba pensando en los informes que debía realizar para la siguiente semana —de los que ni siquiera había leído la pauta—, cuando alguien chocó de frente con él, causando que retrocediera algunos pasos para conservar el equilibrio.
Levantó la cabeza, y se encontró con quien menos esperaba encontrar. (Y, por la expresión del otro, al parecer el desconcierto fue mutuo).

—Lo siento —espetó el más alto, recogiendo el libro que se le había caído al momento del choque.
—También lo siento —respondió Eida, dudoso de cómo hablarle en una situación así.
Sólo se habían visto e intercambiado unas pocas palabras en casa de Amida, y por obligación, así que no sabía cómo hablarle de una manera más normal.
Pero Sorano al parecer tenía el mismo problema, pues aunque parecía deseoso de seguir su camino, aún permanecía de pie frente a Eida, mirando hacia un costado.
—Bueno —dijo Sorano antes de que el silencio fuera inquebrantable—, nos vemos.
Continuó con su camino, pero al momento de pasar por el lado de Eida, éste dijo su nombre con seguridad y firmeza.
Sorano volvió a detenerse, y lo miró sin fastidio, sólo extrañado.
—¿Es de Hans Reiter?

No sé por qué carajo estoy preguntando esto.

Sorano miró el libro, luego miró a Eida, nuevamente con un dejo de sorpresa, pero esta vez de una forma diferente.
La máscara de cuero —musitó el más alto—. Lo encontré en un puesto de la calle hace algunos meses. La señora no sabía un carajo de literatura y me aproveché de ello.
Eida lo observó, y ahora él estaba algo extrañado.
—Yo sólo tengo El Mar Negro y El jardín, y los encontré en una caja con libros que mi madre quería regalar.
—¿Dónde estaban antes?
—En el ático. Sólo ahí me enteré que teníamos uno.
—¿Has subido alguna vez?
—No. A veces oigo gatos peleando ahí, y no tengo interés en encontrar gatos muertos o restos de ellos entre las cajas.

Sorano sonrió. O eso creyó Eida, pues luego se cubrió la boca e hizo como que se rascaba el labio.
Eida se fijó en él. Fue la primera vez de ese momento en que se fijó realmente en él.
Sí era como Amida. Su nariz era exactamente igual. Sus pómulos levantados y mejillas hundidas eran las mismas que se exacerbaban cuando Amida lo saludaba cada mañana con una sonrisa y la mejor pronunciación que había oído de su nombre. Sólo sus ojos hacían que sus rostros fueran distintos, y que se sintieran como dos personas diferentes. Además, claro, de que Sorano se había dejado crecer un poco la barba. Pero sus labios sí eran iguales. Como si estuviesen calcados. O como si Eida pudiese imaginar que era Amida hablándole si cerraba un ojo y con la mano formaba una pequeña rendija para enfocarse en un punto.
—Deberías subir, y revisar si hay más.
—Quizás.
—¿Quizás haya?
—Quizás lo haga.
Sorano le otorgó una sonrisa, una que no ocultó ni se molestó en reprimir.
Ambos se despidieron. Eida se quedó pensando en el ático. En que quizás sí debería subir.

 

 

 

Amida

Aaron me está mirando. Lleva toda la clase así, y cuando giro la cabeza para mirarlo también —y que de alguna manera me diga qué quiere—, él se voltea rápidamente y hace como si nunca me hubiese estado observando.

Luego de que la campana hubiera anunciado el fin de las clases, Amida le otorgó una rápida mirada a Eida, y tras ratificar que dormía sobre su puesto, se dirigió hacia el negocio para comprar su colación.
Pidió un yogurt y dos manzanas. Quería comer galletas, pero las que le gustaban se habían acabado antes de que él llegara. No entendía cómo podía agotarse algún producto antes del primer receso.
Caminó de vuelta al salón, y cuando llegó a las escaleras, vio a Aaron apoyado en la pared levantándose en cuando lo notó también.
—Amida —espetó el pelirrojo con una sonrisa algo nerviosa, dirigiéndose hacia él —, ¿podemos hablar?
Podemos hablar. Qué mejor manera de decir que hay problemas. Que algo está jodido y tienes que improvisar ante una incómoda conversación para no arruinar más las cosas.
—Claro, vamos a otro sitio.

 

 

 

Aaron

No pensé que él me escucharía con tanta atención. En realidad, no creí que Amida fuera el tipo de persona que asiente cuando hablas con duda en la voz, y te entrega confortantes sonrisas cuando crees que dijiste algo desastroso.

 

 

Amida

Estoy perdidamente enamorado de Eida.

Eso creí que me diría cuando se quedó de pie frente a mí observándome con vergüenza y algo de culpa, pero cuando las palabras que salieron por sus labios no fueron ésas ni otras similares, no sé por qué me sentí tremendamente aliviado.
Verdaderamente aliviado.

Lo invité a participar en el entrenamiento de vóleibol.

—Así que lo que quieres es que salgamos algún día, ¿no?
Aaron se quedó pensando, y luego respondió con firmeza:
—No. Quiero que seamos amigos.
No me explico el porqué de la extrema sinceridad de este chico.
—Bueno —aduje, sonriendo— ¿Te gusta el vóleibol?


Será una práctica larga y extraña.

 

 

 

Eida

Bajé a comprar galletas, pero las que me gustaban se habían acabado. No sé a qué imbécil se le ocurre comprar tan pocos paquetes de algo que saben se acabará enseguida.

Al regresar a la escalera, advertí a Amida, y a su lado, a Aaron.
Estaban conversando. Y lo hacían por más de un par de segundos.

Pensé que quizás Amida había alcanzado a comprar un paquete de galletas, pero, por alguna razón, me agradó verlos charlar, así que preferí esperar a que subiera para pedírselas.





Amida

Él es delgado. Y hábil. Extremadamente hábil.

Al llegar al gimnasio, Javier recibió a Amida con una enorme sonrisa y un uniforme doblado sobre sus brazos.
—Ve a cambiarte y de ahí vienes —espetó secándose las sienes con una toalla—. Te estábamos esperando.
—De acuerdo —respondió, y enseguida agregó: —¿Puede unírsenos alguien más?
—¿A qué te refieres? —preguntó extrañado.
Amida volteó esperando ver a Aaron detrás suyo, pero éste se encontraba de pie fuera del gimnasio, esperando al parecer algo incómodo.
—A él —dijo serio, apuntándolo.
Aaron los miró también, dándose por aludido al instante al saludar nerviosa y efusivamente al chico de cabello negro que recién había notado su presencia, y que no tardó en saludarlo a su vez con la misma emoción.

—Javier —dijo fuertemente una grave voz, resonando en todo el gimnasio.
Éste se heló, y, con miedo, volteó.
—¿Es el capitán? —inquirió Aaron a Amida en un susurro, pero éste en seguida lo calló con el dedo en los labios.
El chico alto, de cuerpo delgado y tonificado que con la mirada parecía fulminar al otro miembro del equipo, pasó por sobre él su mirada para encontrarse con los chicos que esperaban sin saber qué hacer.
—¿Eres Amida? —preguntó con expresión parca.
—Sí, lo soy —respondió, sosteniendo la tensa mirada del otro.

Luego de unos cuantos segundos de tensión punzante, en el rostro del capitán se dibujó una desafiante sonrisa.

—Entonces, ¿tres contra tres?

Amida sonrió también.

—Sólo con una condición —respondió.
—¿Cuál sería esa condición? —inquirió el capitán, cambiando su sonrisa a una dudosa mirada.
—Que él esté en mi equipo —espetó, apoyando con suavidad la palma de su mano sobre la cabeza del pequeño pelirrojo que observaba todo en silencio y avergonzado.
Las mejillas de Aaron se tornaron rojizas, pero aun así dio un paso adelante, y se dirigió al capitán:
—Estaría muy agradecido si me deja participar en esta práctica, capitán —soltó a una velocidad incalculable, mirando a los ojos al alto tipo que parecía disfrutar con aquel espectáculo—. Y no tiene que ponerme en un equipo con Amida si no quiere, puedo jugar en donde usted…
—Tranquilo —dijo el más alto—. Tengo la impresión de que no sabes quién es tu amigo para nosotros, pero además de eso, me pareces un buen chico, así que te habría puesto con él de todas maneras.
Los ojos de Aaron parecieron brillar de una manera exagerada (que, por supuesto, no parecía corresponder con la situación), y enseguida se largó a dar sonrisas y agradecimientos que sólo fueron detenidas por la voz de Amida diciéndole que fueran a colocarse los uniformes.
—Pero… —replicó Aaron, complicado.
—Éste debería quedarte —dijo una voz detrás de él—. Es mío, pero imagino que un par de tallas más estará bien.
—No te luzcas. No mides ni dos centímetros más que él —dijo desde adentro el Capitán, haciendo que las mejillas de Javier enrojecieran y todos los miembros del equipo que practicaban en el interior se riesen también.
Aaron recibió el uniforme, y cuando se volteó para caminar junto a Amida a los camarines, notó que éste lo observaba seriamente, de perfil.
—¿Ocurre algo?
Amida lo observó unos cuantos segundos más, y luego volvió la vista al frente para continuar caminando.
—No, no ocurre nada.

Quizás esto no sea una tan mala idea.

 

 

 

Eida

—Estoy en casa —espetó despacio luego de cerrar la puerta de su hogar.
Dejó las llaves sobre la mesita que estaba a un costado, al lado de un montón de cuentas sin abrir.
Se dirigió de inmediato hacia las escaleras, y subió lentamente hacia su habitación.
Pero, al llegar, notó que la puerta estaba entreabierta.

Pero ella salió antes que yo, pensó, intentando recordar si había oído algún ruido desde la cocina o de la pieza de su hermana, pero tenía la certeza de que se encontraba solo en aquella casa.
O que así debía ser.

Pensó que era una estupidez quedarse ahí si había alguien más rondando en la casa, pues si era un ladrón, probablemente estaría equipado con algún arma o, en el mejor de los casos, no tendría más que sus puños y de seguro un mejor estado físico que él.
Pero sus pies no se movieron.
Sabía que debía sentir temor o, al menos, inseguridad. No quería ser dañado, y tampoco era como si le interesara proteger sus pertenencias. Pero simplemente no sentía la necesidad de marcharse de ahí.

Avanzó hacia su habitación sin hacer ruido alguno, incluso respirando lo más lento e insonoro que le era posible.
Apoyó una palma en la puerta y, escondiéndose detrás de ella, jaló lentamente con su otra mano la manija y asomó su cabeza sólo hasta el punto de mirar qué había dentro.
Sólo tenía un ojo revisando la escena, y todo el resto de su cuerpo preparado para cualquier movimiento extraño que le causase sorpresa.

Pero no vio nada inusual. Su ventana estaba cerrada, sus libros en la misma posición, su cama tal y como la había dejado antes de ir a la escuela.
Se sintió ligeramente decepcionado, pero también supo que probablemente era mejor así.

Mas, cuando se adentró en su habitación y dejó la mochila sobre su cama, escuchó el rechinar de las escaleras; el ahogado y chirriante grito de la vieja madera al caminar sobre ella.
Escuchó pasos. Dirigiéndose hacia donde él se encontraba.
Pensó que era el momento de cerrar la puerta, poner pestillo, y llamar a la policía. Pero todo eso lo imaginó como la reacción de una protagonista en una película de terror, y le pareció una imbecilidad. Además, la policía poco interesada está en que algún idiota entre a la casa de personas como ellos a sacar un par de objetos sin valor.

Así que salió de su habitación, y caminó hacia las escaleras.
Sabía que al doblar en la esquina, se encontraría con alguien, y tendría que hacer algo.
Algo que no sabía qué sería. Y que probablemente saldría mal.
Pero continuó.
Y lo que no esperó, es que al momento de doblar, ambos cuerpos se encontrarían de frente en un sorpresivo choque.

El cuerpo de Eida se hizo hacia atrás, buscando suelo para caer, pero en seguida el brazo contrario se alargó en un reflejo para sostener el cuerpo del más pequeño, impidiéndole caer.

Eida lo miró absorto. Y molesto, y asqueado.

Pero el otro no esperó a que Eida reaccionara, y simplemente actuó.
Y lo besó.

Notas finales:

Opiniones y críticas serán súper-bienvenidas.
Gracias por leer.

(Nuevamente, separé el capítulo. Es que sino era demasiado largo y además me quedaría sin material. Pero actualizaré durante la semana).


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