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Entre clases y sábanas por Aludra

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Amida

Lara me invitó a su pieza, y dijo que podía sentarme en su cama. Eso hice. 

Su pieza olía a ella. Había olvidado ese aroma, y lo impregnado que solía quedar en mi cabello y en mi piel.

Ella salió a buscar un par de vasos con agua, y unas galletas, o pasteles, o lo que fuera que haya dicho.

No lograba entender del todo por qué estaba ahí. Sí, Lara me había pedido que la acompañara a su casa, luego me preguntó si quería entrar para descansar un rato y comer algo, luego me dijo que fuéramos a su pieza porque sus hermanas tenían que estudiar en la sala, y luego me dijo que me sentara en su cama. Sí, todo eso había ocurrido de esa manera, y no tenía dudas en ello, pero sin embargo estaba ahí, y no quería estarlo. 

¿Por qué accedí en todos los momentos que me condujeron a este punto? 

¿Por qué no me negué?

Lara entró a la pieza con dos vasos con jugo de naranja y dos platos pequeños con trozos de pastel y cucharitas, todo en una bandeja. Dejó todo sobre el escritorio, tomó un vaso y un plato, y los dejó sobre el velador que tenía a mi costado. 

—Puedes comer —dijo con una sonrisa. Tomó uno de los platitos blancos, y se sentó a mi lado a comer su pastel.
—Gracias por todo, Lara.
—Oye, Amida —arguyó luego de tragar, tapándose sutilmente la boca—. Hay una pregunta que quiero hacerte desde hace bastante tiempo. ¿Puedo?
—Claro —dije, probando el pastel.

Era de ricota con frambuesas. Pensé que a Eida le habría fascinado, y habría puesto esa expresión tan divertida que coloca cuando come algo que le encanta: cierra los ojos, y sonríe mientras saborea la comida.

—¿Cómo estás?

Tragué lo que tenía en la boca, y no sentí su sabor. 

—Cómodo —mentí.
—Amida —dijo con tono severo—. Por favor, no me insultes de esa manera. Ambos sabemos a qué me refiero.
—Sinceramente, no me resulta del todo claro.
—¿Tu estado a finales del año pasado? —inquirió, con molestia en su mirada—. ¿Acaso no recuerdas cómo llegabas al colegio todas las mañanas?

La oía. Intenté no pensar en esos días. Solamente la miraba al hablar, y esperaba que continuara.

—Y este año llegaste y no pasó siquiera una semana para que dejaras de hablarnos a todos tus amigos. Así, sin explicaciones, sin ninguna consideración por ninguno de nosotros. Y no digo todo esto para culparte de que nos hayas dejado de lado, sino para que sepas que hemos estado preocupados por ti.

Sus mejillas habían enrojecido. Nunca la había visto así de molesta.

—Así que quiero saber eso, simplemente cómo estás ahora, si es que estás mejor.

No tenía ni ganas ni fuerzas suficientes para responderle. No sabía si estaba bien, o mal, o siquiera si estaba mejor o peor que antes. 

—¿Quieres que te pase tu vaso, Lara? —pregunté suavemente, mirándola a los ojos.
—Bueno —respondió dubitativa—, gracias.

Bebió la mitad de su agua, y dejó el vaso en el suelo.

—Me gustaría ser honesto contigo, Lara —mentí nuevamente—, pero me es sumamente difícil. No son temas que quisiera recordar.
—Puedes hablar conmigo —sus dedos se arrimaron a los míos, y de un instante a otro su mano yacía sobre la mía.

No la quité.

—Agradezco tu amabilidad, pero…
—No es amabilidad —interrumpió—. Eres mi amigo, ¿no? Es lo que hacen los amigos.

Sus dedos acariciaban el dorso de mi mano, y lenta y cuidadosamente comenzaron a trepar por mi muñeca, rozando mis vellos.

Se me erizó la piel.

—¿Lo soy? —pregunté, y mi voz salió algo temblorosa—. ¿Somos amigos?
—¿No me consideras tu amiga? 

Su mano pasó en un pestañeo de mi brazo a mi cuello. Mi corazón latía rápidamente.

—No es eso, es solo que…
—El año pasado éramos amigos —dijo—. Y ahora lo seguimos siendo, ¿no?

Tomé su brazo por la muñeca y lo dejé sobre el cobertor, y de inmediato me puse de pie.

No éramos amigos. Nunca lo fuimos.

—¿No quieres quedarte, Amida? 

No. Carajo, definitivamente no.

 

Caminé rápidamente hasta mi casa, y entré alterado y con movimientos torpes. Solo al cerrar la puerta me sentí más tranquilo.

Me sentía extraño. 
No, la sensación no era de extrañeza.
Me sentía asqueroso. 

Así había sido siempre. Acercamientos sutiles, promesas, palabras de apoyo, y todo entre caricias, miradas, besos y saliva; un rito que creía haber querido hasta que nos vestíamos, y recordaba con seguridad no haber tenido esa intención en un comienzo, pero que de todas formas, como siempre, se había dado.

Pero esta vez no fue así. Esta vez entendí sus detestables intenciones cuando dijo que éramos amigos. 

Iba a subir a mi pieza, cuando oí que Sorano me llamaba desde la suya. 

—Amida —masculló al verme asomado tras la puerta—. Dormí con la ventana abierta y me resfrié. No tenemos ningún remedio que me sirva, ¿me puedes ir a comprar uno, por favor?

Miré mi reloj. Las siete con cuarenta y seis. 

—Está bien —dije —, ¿qué remedio quieres que compre?
—No tengo idea, pero confío en ti.

Es fácil confiar en alguien cuando no te queda de otra.

Al salir, el aire se sintió muy diferente al que, minutos antes, había sentido al llegar. Se sentía fresco, como de un día nuevo. Como de una nueva oportunidad, una para hacer las cosas bien.

Volví a casa como a los veinte minutos. Lle preparé el remedio en un tazón con agua caliente y lo llevé a su pieza. Olía a limón.

—Sorano —susurré—, acá está tu remedio.

Pero no hubo respuesta.

—¿Sorano? 

Me acerqué a su cama, y advertí que se había dormido. Su rostro estaba rojo, así que toqué su frente. Estaba hirviendo. Le llevé paños fríos y húmedos y coloqué uno en su cabeza, y el otro debía ir en su estómago. Intenté moverlo, pero a pesar de su aparente delgadez, no podía sacarlo de esa posición.

—Sorano —susurré de nuevo—, necesito que te pongas de espalda y levantes un poco tu camiseta.

Inesperadamente, me hizo caso, y se colocó de espaldas y se subió la camiseta. Coloqué un paño frío sobre su abdomen, y dejé el tazón a un lado, para dárselo en un rato más. 

Antes de salir de su habitación, escuché que pronunciaba mi nombre, muy débilmente.

—¿Qué ocurre?
—No te vayas.
—¿Y qué hago acá?
—Acompáñame —dijo, y se movió lenta y pesadamente, dejándome lugar a su lado.

Sin siquiera pensarlo me senté a su lado, apoyándome en el respaldo de la cama. 

Susurré su nombre, y no respondió. 

Pensé en leer mientras seguía dormido, pero observé sus cabellos pegados a sus sienes, y sus rosadas mejillas que brillaban por el sudor y la fiebre. 

¿Se daría cuenta si tocaba su rostro?

Busqué a manotazos algún libro en el suelo. Habían muchos, así que saqué el que tenía tapa dura. La metamorfosis. Me reí en silencio por haber sacado uno de los pocos libros de Sorano que ya había leído. Comencé a leerlo, cuando Sorano giró su cabeza hacia mí, y el paño que estaba en su frente se cayó. Antes de volver a colocárselo, toqué su frente. Seguía caliente. Toqué sus mejillas, y también, lo mismo. 

Sentí mi corazón latir fuerte, y rápido. 
Quería tocar su rostro, y suavemente recorrerlo con mis dedos.
Debía cerciorarme de que estuviera dormido.

—Mojé tus libros —dije, y Sorano ni siquiera se inmutó. Eso lo comprobó.

Lenta y suavemente acerqué mi pulgar a su sien, y con una delicadeza extrema acaricié sus cabellos y su mejilla. Ni una sola reacción. Lo volví a repetir. Luego, como seguía sin moverse, con toda la palma acaricié su cabello. 

Sentía que el corazón se me iba a salir. 

Me dejé resbalar en la cama, quedando acostado, a su lado, con su rostro frente al mío.

Sabía que estaba mal. Pero no estaba pensando, y el corazón me latía tan fuerte que creía que en algún momento iba a detenerse por el cansancio y me iba a morir.

Acerqué más mi rostro al suyo, hasta que sentía su respiración en mis labios. 

No podía hacerlo, no debía, no así, no en ese momento, pero en tanto me debatía Sorano abrió los ojos lo suficiente para verme ahí, frente a él, y ya no tuve nada más que debatir.

 

Sorano

No sé si fue un sueño, pero si lo fue, fue jodida y agradablemente real. 

Sentía que la cabeza me iba a explotar, y mis ojos se sentían fríos, dos masas frías en una maldita cabeza que hervía en fiebre. Solo podía pensar en el dolor y la molestia que sentía, cuando los abrí. Vi el rostro de Amida, muy borroso, y muy cerca del mío. 

No tuve tiempo de pensar ni lo creí necesario. Ni siquiera pensé que debía pensar. Solamente vi sus labios, y me acerqué los centímetros que nos separaban. Mordí su labio inferior, y lo saboree. Algo sabía a metal. Probablemente era yo, y la culpable era la fiebre. Luego sentí su lengua en los míos. Y luego en mi lengua. Y todo se sentía caliente.

 

Amida

Me preguntaré toda mi vida si fue la fiebre, si creyó que era alguien más, si fue solamente porque creyó que era un sueño, o si realmente me quería besar. A mí. A su jodido hermano menor. Sí, claramente me quería besar, es la opción más probable. 

Maldición, maldición, maldición.

 

Eida

No esperaba que la casa de Aaron fuera tan grande. Ni tan ordenada. Ni limpia. 

—Mi casa no te gusta —soltó Aaron, riéndose y viéndome mirar cada rincón de su hogar.
—Me gustan las decoraciones.
—Pero si no ten... —se detuvo, y comenzó a reír—. A papá le gusta el minimalismo, y a mamá no le importa. Le dice que si hay menos que limpiar, mejor, aunque ninguno de nosotros entiende por qué le importa cuánto haya para limpiar, si quienes limpiamos somos nosotros y papá.
—Minimalismo —repetí—. Curiosa expresión utilizada por gente rica que se considera anti-materialista, pero que gasta enormes sumas en tecnología y en casas hermosas. 

Deberías hacer tu propio diccionario. Las palabras de Amida resonando en mi cabeza. 

Qué desastre.

—¡Max te agradaría tanto! —dijo Aaron, con una sonrisa brillante—. ¡Él también se burló de mi casa la primera vez que vino! Y es casi tan amargado como tú, Eida. Estoy seguro de que se llevarían de maravilla. 
—¿Casi?
—¿No lo sabías? —preguntó, riendo y mirándome con los ojos cristalinos.

Max. Me pregunto qué clase de persona será.

Salimos por un ventanal hacia una habitación que se encontraba en el rincón del jardín trasero. Era la pieza de Aaron. Al ver su interior me sentí mucho más cómodo que en el resto de la casa, pues era tal y como había imaginado que sería el espacio de Aaron: un caos. Ropa amontonada y repartida entre un rincón del suelo y una silla de escritorio, una repisa con maceteros apretados y plantas que jamás habían sido podadas, cajones abiertos, discos tirados por el suelo, y fotografías pegadas en todas las paredes junto a algunos dibujos. 

—Tu habitación es un caos.
—Me gusta el caos.

Lo miré. Su sonrisa siempre me había parecido agradable, sin embargo, por primera vez me pareció tan atractiva.

Charlamos toda la tarde. Me habló de sus hermanos: su hermana mayor está en último año de la universidad, la siguiente está en un año sabático luego de haberse graduado del colegio, luego viene Aaron y, por último, su hermana menor, quien tiene la misma edad de Elín. También me contó que su mamá era médico, y que su papá era periodista. 

—En realidad papá solo va a ver películas al cine y luego escribe reseñas sobre ellas. Y le pagan. Yo le digo que no debería llamarse a sí mismo periodista, pero él dice que estoy sobreestimando a los periodistas.

Antes de irme de su casa, Aaron salió de su habitación para ver si ya había llegado su familia, y en el tiempo que tardó, tuve dos descubrimientos. Uno de ellos, que realmente disfrutaba pasar tiempo con Aaron.

Aaron me acompañó hasta el paradero, y mientras esperábamos el autobús, fui yo quien lanzó la primera piedra.

—Aaron —espeté, mirando mis zapatos—. Soy gay.

Miré hacia el costado. Vi su mano, pálida, delgada y fina, apoyada sobre el asiento.
Aaron no me miró, y yo tampoco lo miré a él.

—Creo que tú ya lo sabías —agregué—, pero yo me acabo de enterar hoy. 

Aaron sonrió. No lo vi, pero lo sentí.

—Sí lo sabía —dijo él. 

Ambos permanecimos en silencio algunos minutos, hasta que él lanzó la segunda.

—¿Estás saliendo con Amida?

Vaya. Cómo te digo que yo también me lo pregunto.

—No —respondí—. Pero me gustaría.
—Pero ambos se gustan —soltó él, y yo intenté que mi semblante no dejara ver cuánto me había afectado aquella sentencia—, ¿no es así?
—No lo sé, Aaron. 

La mano de Aaron se movió hacia su pecho, junto a su otra mano, y luego llevó ambas hacia sus boca para calentarlas con su aliento.

—¿Has besado alguna vez a un chico?

Me miró a los ojos, y dejó caer sus manos sobre su regazo. Se veía nervioso, y sus mejillas y punta de la nariz enrojecieron súbitamente.

—No, nunca —dijo, tartamudeando levemente.
—Pero…
—Sí —soltó bruscamente—, sí me gustan los chicos. Es que… No lo sé, Eida, soy muy torpe y me pongo muy nervioso cuando me gusta alguien, y acabo arruinándolo todo. 

Volvió a apoyar su mano sobre el asiento. La miré, tan pequeña y frágil, y miré su rostro, tan delicado y dulce. 

Sonreí. Y lo miré a los ojos.

—Eres honesto.

Todo su rostro enrojeció, y desvió la mirada hacia el costado. Luego de unos segundos, me dijo que venía el autobús.

No quería subir, pero no se me ocurrió alguna excusa para quedarme ahí, sentado entre el frío y la noche junto a Aaron.

Simplemente subí, pagué y me senté.

Los ojos de Aaron me siguieron en todo momento, y los encontré cuando el bus partió. Me sonrió, y se despidió de mí con la mano. Yo solo le sonreí, y sostuve la mirada hasta que sus ojos no fueron más que pequeñas sombras lejanas.

 

Notas finales:

chiques espero estén bien <3 cuídense con esto del coronavirus! no sé cómo será en sus países y ciudades, pero acá hay *muchísima* gente que no toma en serio la situación y salen a hacer su vida como siempre (para asuntos innecesarios) :(

que tengan bonitos días! 


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