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Entre clases y sábanas por Aludra

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Aaron

¿Puedes ir a las bancas que están afuera de las duchas, por favor?

Dejé el celular sobre mi mesa, pedí permiso para ir al baño, y corrí. Al doblar en la esquina de la pared, vi a Eida, sentado en la banca con la cabeza gacha apoyada sobre sus manos, escondiendo su rostro. Al acercarme levantó la vista, y pude ver su rostro, enrojecido, húmedo, con el borde de los ojos hinchado, y la expresión más triste que le había visto poner.

—Eida —susurré, preocupado—. Eida, Eida —dije, acercándome, hincándome frente a él. Eida me seguía con la mirada, y sus ojos, cristalinos, se llenaban más y más de lágrimas—. Eida, estoy acá —susurré—. Siempre voy a estar acá.

Le pregunté si podía abrazarlo, y él me abrazó a mí, escondiendo su rostro en mi cuello.

Volvió a llorar, y yo solamente continué abrazándolo, y acariciando su espalda.

Después de algunos minutos me preguntó si tenía papel higiénico y nos separamos para buscar en mis bolsillos, y le pasé un paquete con pañuelos desechables. Se limpió los ojos y la nariz, y ambos permanecimos en silencio, sin mirarnos, sentados en la banca. 

—No preví esto, Aaron —dijo Eida, con voz ronca y dura—. Me siento un imbécil. 
—Él es un imbécil. 

Eida me miró, y soltó una risa.

—¿Y tú, por qué estás tan molesto? ¿Amida también te rechazó?
—Me enoja demasiado que te haya hecho estar tan triste.

Eida suspiró.

—Tal vez ni siquiera debería estar triste —dijo él, mirando al frente—. Es válido que Amida no guste de mí como a mí me gusta él. No siempre le gustamos a quien nos gusta, ¿no?
—Eida —dije suavemente, mirándolo y colocando mi mano sobre la suya—. ¿Qué importa si es válido o no? ¡No debió ser así!
—Sí —espetó—, bueno, no lo sé, pero… ¡Ah! Mierda, Aaron, no entiendo, no entiendo nada.

 

Amida

Al llegar a casa, sentí un aroma dulce y cálido. Me dirigí a la cocina esperando encontrar a mamá, pero a quien encontré fue a Sorano y a un par de bandejas con paños cubriéndolas.

—Amida —espetó él sin voltear—, preparé galletas, por si quieres sacar. 
—¿Vendrá alguien? —inquirí extrañado.
—Tú —respondió él, volteándose.

Se quedó mirándome, en silencio.

—¿Qué te pasó?
—Nada —dije girándome hacia el costado.
—Amida —dijo él—. ¿Quieres hablar al respecto?
—No —espeté, presionando la lengua contra mi paladar.

Sorano buscó mi mirada, pero no se la concedí. Se volteó, y luego me entregó algo. Lo miré. Era un plato con galletas.
Lo miré con recelo, y las rechacé. Él suspiró.

—Son por haber cuidado de mí —dijo, serio, mirando al costado—. Ten.

Solté una risotada. Como si le fuera a creer.

—Tómalas —y recibí el plato en mis manos—. Ve a tu habitación, Amida. Yo estaré acá.
—¿En la cocina?

Él sonrió, y no me respondió.

 

Sorano

—¿Y qué harás, Sorano? ¿Saldrás con él? ¿Con tu hermano? Suerte, idiota.
—Por supuesto que no. No seas imbécil.
—¿Y entonces por qué rompes conmigo?
—Porque no estoy enamorado de ti, Gaël.
—¿Y a ti eso cuándo te ha importado? ¿Cuándo te has preocupado de cómo me siento? La relación funciona así, ¿no? Salimos juntos, conversamos, tenemos sexo, nos acompañamos. Ambos tenemos claro que nunca has estado enamorado de mí, y que yo te he amado desde que te conocí. ¿Qué cambió ahora?
—Supongo que yo —espeté, tocándome la sien—. No me siento capaz de continuar de esta manera.
—¿De qué manera?
—No quiero mentirle más.
—Es tu hermano.
—No tengo intenciones de que nuestra relación llegue a ser más que eso.
—¿Y entonces qué tiene que ver con que estemos juntos?

 

Amida

Miré la pantalla de mi teléfono durante casi una hora, yendo desde la pantalla de inicio hacia el contacto de Eida, una, y otra, y otra vez. Quería llamarlo. Quería oír su voz. Quería decirle todo, quería gritarle llorando todo lo que sentía, pero sabía que una vez que él estuviera al otro lado de la línea, no tendría palabras, no tendría voz, y sería un imbécil, otra vez. Y otra vez lloraría durante horas, otra vez me dolería la cabeza, otra vez me costaría respirar. 

Me dolía el pecho. 

Eida, perdóname.
Por favor, perdóname.

 

Aaron

Eida quiso caminar solo hacia su casa, así que nos despedimos a la salida del colegio y yo esperé unos cuantos minutos hasta partir hacia la mía. 

El cielo estaba nublado. En un instante una gota cayó en mi nariz, y durante todo el resto del trayecto aquella sensación fría y sorpresiva retornaba cada algunos pasos. 

No dejaba de pensar en Eida, en sus ojos tristes, en su voz quebrada y ronca.

Tenía planeado llegar a casa, escabullirme de mi familia e ir directo a mi habitación para recostarme sobre la cama y no pensar, pero al entrar advertí que la casa estaba vacía, y por alguna razón eso me relajó.

Fui hacia mi habitación, pero dejé la puerta abierta. Me recosté de espalda sobre mi cama, y una fría brisa que entraba desde el jardín se colaba por debajo de mi chaqueta, cosquilleándome la piel. Cerré los ojos. Imaginé a Eida, primero llorando, con el borde de los ojos enrojecido, pero luego su expresión triste devino en una tranquila, de un Eida en un día cualquiera, mirándome con una media sonrisa y con el cabello desordenado.

Susurré su nombre, con miedo. Luego lo pronuncié como normalmente lo haría, avergonzado y aún con miedo, pero volví a pronunciarlo, diciéndome que nadie podría oírme y que no tenía de qué preocuparme. Eida, Eida, Eida, repetí en voz alta, imaginándolo, imaginando que estaba ahí a mi lado. 

Abrí los ojos, y me reí. Me sentí ridículo y feliz. 

Volví a cerrar los ojos, un poco avergonzado, y, sintiendo mis mejillas calientes, coloqué una mano directamente sobre mi vientre. Estaba helada, y sentí escalofríos en todo el cuerpo. Abrí los ojos algo temeroso, miré al patio, y vi que todo seguía igual. Cerré los ojos, intenté no pensar y desabroché mi pantalón. Metí mi mano entre mi pantalón y mi ropa interior, y sentí mis genitales. Genitales. ¿Cuál sería su etimología? ¿Tendría que ver con gyne? Le preguntaría a Eida al día siguiente. A Eida. ¿Me preguntará por qué pensé en eso? ¿Qué le podría decir? Me tocaba pensando en ti y por el miedo me distraje imaginando una conversación ficticia contigo, Eida. ¿Cómo reaccionaría? La próxima vez puedo acompañarte, pensé, y me reí de mí mismo. Sí, como si él fuera a decirme algo así. 

Mis mejillas estaban más calientes, y mi corazón latía fuertemente. 

Eida, susurré, ahora con mi mano directo contra mi piel. Podía imaginar su sonrisa, sus ojos, su cabello sucio, usando una camiseta holgada, sudada, adherida a su cuerpo. 

—Eida, Eida —pronuncié en voz alta, con mis dedos húmedos, pensando en su rostro, en su cuerpo, en su voz. 

Solté un gemido, y a la vez que me retorcí ligeramente, sentí mi mano mojada y caliente. 
Abrí los ojos. Mi respiración estaba agitada, mi mano sucia, mi estómago también, y sentí que una leve llovizna helaba mi cuerpo. 

Me sentí vivo.

 

Eida

Llegué a casa, y me recibió mamá. Me preguntó qué pasaba, y la abracé. Rompí en llanto, y estuve así durante un tiempo. Mamá me preparó un té con bergamota, y lo tomé a cortos sorbos para no tener náuseas. 

Ella no me hizo preguntas, y eso me hizo sentir que podía llorar tranquilo. 

Luego de cesar el llanto, abracé nuevamente a mamá, y subí hasta mi habitación. Con la luz apagada me acosté en la cama, me tapé, coloqué la almohada sobre mi cabeza, y sentí cómo una angustia filosa recorría mi cuerpo desde mi estómago a mi garganta. Dolía. Apreté mi estómago, y las lágrimas mojaban silenciosamente mi rostro. 

Por primera vez, desde hacía mucho tiempo, sentí cuánta falta me hacía Neir. Incluso en esta situación, podía haberlo llamado, y él estaría conmigo, acompañándome, oyéndome llorar, escuchando mis lamentos sobre Amida. Y me diría que Amida es un imbécil.

 


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