Login
Amor Yaoi
Fanfics yaoi en español

Entre clases y sábanas por Aludra

[Reviews - 49]   LISTA DE CAPITULOS
- Tamaño del texto +

Eida

 

Esta vez no fue por casualidad. Fue un sábado, al igual que la vez anterior. Esperé bajo el pequeño techo del negocio, atento a cada persona que entraba y salía. 

No tardó en llegar. Apareció a lo lejos, aproximándose con lentitud. No pareció sorprendido al verme, y su modo de indicarme que lo esperara mientras él compraba sugirió complicidad.

En silencio llegamos hasta una idea de parque, y nos sentamos en una de las únicas dos bancas que habían. Sacó uno de sus cigarrillos, lo encendió, y volvió a guardar la cajetilla y el encendedor en uno de sus bolsillos.

—Supongo que no fumas, pero puedes pedirme uno cuando quieras.

—Supones bien —espeté, y la voz que salió de mi garganta sonó algo rasposa—. Gracias, igual.

Sorano suspiró, y se dejó caer sobre el respaldo. Las cenizas de su cigarro cayeron sobre sus zapatillas.

—No sé cómo se dieron las cosas entre tú y Amida, pero deduzco que él no te dijo nada.

—Me contó un poco, pero…

—Pero no lo suficiente —dijo él, soltando una bocanada de humo—. Es mi culpa, todo esto. Eso sí lo sabías, ¿no?

—Lo supuse —respondí, mirando las cenizas sobre sus zapatillas—, pero Amida no lo sabe.

—Amida nunca lo ha entendido, ni siquiera ahora. Aún cree en todo lo que le hecho creer.

El viento sopló, y se llevó las cenizas consigo.

—¿La mujer de la que me habló, es Luz?

Sorano se volteó hacia mí, observando mi rostro. Al comienzo pareció intrigado, mas luego volvió a su serena expresión, con la vista al frente.

—¿Cómo lo supiste?

—Pasé varias noches sin dormir pensando en quién podría ser. Cuando puse su imagen sobre el puzle, todo me hizo sentido.

—Era mi novia —adujo—. Pude haberlo impedido, pero no me di cuenta a tiempo. 

—¿De verdad lo habrías impedido?

Aspiró por última vez el cigarro antes de apagarlo contra uno de los fierros de la banca, y exhaló largamente junto al humo blanco que salía de sus labios.

—Sí —afirmó secamente—. Amida no debió pasar por eso.

Sorano mordió su labio, y noté que sus manos temblaban levemente. Saqué la bufanda de mi mochila, y se la ofrecí. Creí que la rechazaría, sin embargo la tomó y se la colocó, agradeciéndome amablemente.

—Hay algo que Amida jamás habría podido decirme, y que me ha molestado durante todo este tiempo —dije en tono bajo, y él me miró de costado, sin girarse—. ¿Qué sientes tú por él?

En su rostro se esbozó una efímera y triste sonrisa, desvaneciéndose junto a una brisa que le hizo refugiarse en la bufanda.

—Ya lo sabes —adujo suavemente, mirando las hojas que caían como remolinos desde el árbol que nos hacía sombra—. Así que no es eso lo que te molesta. ¿Qué es?

Miré sus manos; ya no temblaban. Tenía los ojos cerrados, y se veía tranquilo. 

—¿Por qué aún no has sido sincero con él?

Súbitamente pensé en Aaron, y sentí una punzada en la boca del estómago. ¿Había sido deshonesto con él? Recordé su nariz enrojecida, sus piernas encima de mí, su pequeña cintura; toda su confianza, todo su calor. 

Sorano se peinó el cabello hacia atrás, y pude apreciar la silueta de su rostro a contraluz.

—Al comienzo me pareció lo mejor, ¿sabes? —dijo con una sonrisa decaída— Realmente creí que lo mejor que podía hacer era que me detestara. Creí que era lo mejor. Luego noté que no daba resultado. Que solo lo estaba dañando aún más. 

—¿Ahí fue cuando intervino Luz?

—No, Luz vino después. Lo supe desde antes, solo que Luz lo confirmó.

—¿Y después? ¿Por qué no fuiste honesto en ese momento?

—¿Qué debía decirle? —inquirió molesto, respolando—. ¿Que decidí dañarlo a propósito para que se alejara de mí y que así no saliera herido? ¿Y de paso una confesión de amor? Sí, claro. 

—Hubiera sido mejor.

—Es probable, pero en ese momento creí que ya era demasiado tarde para decir la verdad, y fui demasiado egoísta y cobarde como para hablar de nuevo sobre el tema y disculparme. Preferí mantener todo como estaba, porque también temía a qué llegaría nuestra relación si volvíamos a ser cercanos.

—Sí, porque es humanamente imposible controlar los impulsos, ¿no? Completamente insufrible para un hombre de tu edad.

—No hablo de temor a mis impulsos —corrigió, algo molesto—. ¿No tendrías miedo de mantener una relación cercana con alguien a quien le causaste tanto daño?

—Pero sigues dañándolo, Sorano.




Amida

 

Tenía infinitas opciones. 

Lo noté cuando me encontré a la orilla del río, y vi las piedras, filosas, metros abajo. 

No me aparecería una advertencia. Nadie me preguntaría si realmente estaba de acuerdo en saltar. 

Era solo mi decisión. Mía, y de nadie más.

Retrocedí algunos pasos, y pensé en mis opciones. La primera y más tentadora que se me venía a la mente era, por supuesto, saltar, y zás, adiós a mis problemas, adiós al cansancio, adiós a sentirme mal. Sin embargo, también sería un adiós a Eida. La segunda opción, era volver a casa, olvidar a Eida, y lanzarme a los brazos de Sorano y no soltarlo más. Era mi sueño, ¿no? 

La tercera y última opción era hablar con Eida, explicarle todo, y esperar que me disculpara.

Eida no me disculparía.

Miré hacia abajo; el río golpeando las piedras. Moriría al instante.

Solo seguía victimizándome, de nuevo. 

En realidad, estaba seguro de que Eida me disculparía, y eso era lo peor de aquella opción.

 

No era el día para morir.




Sorano

 

Me despertaron las pisadas en la escalera. ¿En qué momento Amida había salido?

 

Golpeé suavemente su puerta, y esta se abrió lentamente. 

Amida estaba acostado en su cama, con las cortinas cerradas y mirando el techo.

 

—No sé qué hacer, Sorano —dijo en voz baja, sin mover más que los labios.

Entré a su habitación, y me senté a los pies de su cama. Él movió sus piernas para hacerme espacio, pero me quedé en la orilla.

—Hoy vi a tu amigo— espeté, pensando en la petición final de aquel molesto chico, y en que cumplirla era realmente una pésima idea.

Amida se levantó de golpe, quedando sentado y mirándome como si los ojos se le fueran a salir.

—¿Qué amigo? —inquirió, con voz temblorosa.

Lo miré a los ojos. Me dolió el pecho.

Sonreí.

—Está preocupado por ti, Amida. No deberías seguir haciéndole esto.

—¿A qué te refieres? ¿Hacerle qué?

—Lo ignoras —espeté, y Amida bajó la mirada—. Lo dañaste, y ahora crees que para él todo será mejor si te alejas y le haces creer que no te importa.

Amida continuó con la cabeza gacha, y de un segundo a otro se lanzó hacia atrás, cubriendo su rostro con sus brazos.

—¿Cómo lo sabes?—preguntó, suspirando—. No importa. Carajo, Sorano. ¿No es mejor así? Solo lo dañaré más si volvemos a hablar. No quiero dañarlo.

—Córrete —dije mientras lo empujaba hacia un lado para acostarme también—. Amida, mírame.

Sacó los brazos de su rostro, y se giró hacia mí. Su mirada ingenua me recordó a nuestra infancia.

—¿Te causé daño al ignorarte todo este tiempo?

—No es lo mismo —dijo él, frunciendo el ceño—. Eida no ha hecho nada malo. 

—¿Y tú sí?




Amida

 

—Cállate —espeté, volteándome para no mirarlo. Él sabía la historia, ¿para qué quería restregármelo en la cara?—. No quiero hablar de eso.

Sentí su mano sobre mi hombro, cálida, reconfortante. Me sentí un imbécil. 

—¿Sigues pensando que hiciste algo malo, Amida? —dijo cariñosamente, y sentí su aliento en mi nuca.

Mierda, Sorano, ¿acaso no fue lo suficientemente malo acostarme con tu novia a tus espaldas y haberte ocultado mis sentimientos durante tanto tiempo? ¿Qué quieres que responda?

—¿Quieres que enumere todo lo malo que te hice? ¿o qué?

—Amida, nada de lo que pasó fue tu culpa.

Para qué carajo me está diciendo esto. ¿Cómo pudo no ser mi culpa?

—Claro. Nada de lo que yo decidí hacer fue culpa mía. Por supuesto.

—Ami —susurró desde atrás, acariciándome con la mano que tenía sobre mi hombro—, eras un niño, y lo sigues siendo. Todo lo que pasó fue culpa mía, de Luz, de mamá, de papá, pero en ningún caso tuya.

Me volteé a ver su rostro. El maldito se veía más pacífico que nunca, y yo no podía ni asimilar lo que me estaba diciendo.

—¿Y entonces por qué me dices esto ahora? ¿Por qué no me lo dijiste antes, cuando aún era tiempo?

—Amida, yo…

—¿Tú qué, Sorano? ¿No quisiste? ¿No pudiste? ¿Estabas demasiado ocupado follando con ese idiota? ¡Carajo! 

Sorano me miraba serio, y tomó mis manos.

—Suéltame, maldición —grité, zafándome. Él no intentó tomarlas de nuevo, y noté que no las había tomado con fuerza la primera vez.

—Amida, ¿puedes escucharme?

Sentí mis mejillas rojas, solamente de rabia. Intenté respirar hondo para calmarme.

—Di lo que te dé la gana.

—No tengo ninguna excusa para todo el daño que te causé. Todo el tiempo creí que lo hacía por tu bien, cuando realmente solo lo estaba haciendo por el mío. Tenía miedo, y no pensé en que tú debías estar más asustado que yo.

—No estaba asustado.

—Pequeño Ami —dijo mirándome a los ojos, acariciando mi mejilla—. Jamás me perdonaré por haberte dejado solo cuando más necesitabas de un hermano mayor que estuviera a tu lado. 

—Tampoco exageres —dije, posando mi mano sobre la suya—, no creo que haya sido tan terrible como lo estás planteando.

Los ojos de Sorano, hasta el momento fríos, se tornaron vidriosos y tristes.

—Luz… Lo que ella te hizo, Amida, fue… fue terrible —susurró, con la voz quebrada—Debí saberlo. Debí… Debí impedirlo. Debí hacer algo.

—No entiendo —espeté, confundido—. Creí que estabas molesto conmigo. Ella era tu novia, y yo… Bueno, nosotros…

Sus lágrimas caían en mis sábanas, y sus mejillas se volvieron sorprendentemente rosadas.

—Amida, lamento haberte hecho pensar eso —nos mirábamos a tan solo unos centímetros, y me percaté de unas pequeñas arrugas que tenía a los costados de los ojos—. Lamento no haberte apoyado en ese momento.




Sorano

 

—Eso ya no me importa, Sorano —dijo con voz reconfortante, abrazando mi cabeza contra su pecho—. Sí, fue una mierda y no debió ocurrir, pero ahora ya no me afecta.

Amida acariciaba mi cabello, y mis lágrimas seguían mojando sus sábanas y su camiseta.

—Sorano —susurró tembloroso, y tragó saliva—. Sé que lo sabes… Sé que siempre lo has sabido. Lamento haber sido un mal hermano.

—Amida —espeté, alejándome lo suficiente para limpiarme el rostro y poder mirarlo de frente—. Eso tampoco fue tu culpa.

—¿Cómo no va a ser mi culpa? —inquirió.

 

La punta de su nariz estaba roja, al igual que el borde de sus ojos. Conocía esos colores. De pequeño, solían ir acompañados de un puchero, previo a desatar el llanto. 

Siempre odié su llanto. No era fuerte ni molesto como el de los demás niños de su edad; al oírlo, me hacía sentir una tristeza infecciosa que se apoderaba de todo mi cuerpo en cosa de segundos. 

Siempre odié su llanto, así que siempre intenté prevenirlo dándole todo lo que él quisiera.

Todo lo que estuviera a mi alcance.

Y más.

 

—La culpa es del idiota de tu hermano mayor —espeté—. Y siempre ha sido así.

—¿Por qué lo dices?

 

He tenido una infinidad de oportunidades para actuar como un buen hermano. En algunas lo hice, sí, y en otras, evidentemente no.

Suspiro, toco su cabello, miro sus ojos, sus labios, sus mejillas, siento su aroma, su piel suave; ¿por qué, después de tantos años, sigo sintiéndome así?

 

Y, hoy, ¿haré la actuación de mi vida, simulando ser un buen hermano?



Amida

 

Algo está mal conmigo. Algo está terrible, oscura y jodidamente mal conmigo. Sorano es mi hermano, y está cerca de mí porque me está consolando.

¿Lo que quiero es arruinar este momento, y posiblemente nuestra relación entera, solamente porque su aliento entibia mi nariz? ¿Solamente porque su mano está en mi cintura? ¿Solamente porque estoy tan caliente que le arrancaría un pedazo de cuello con los dientes?

Es una conversación importante. Un momento importante. Es mi hermano, joder.

Mi hermano, cuyos labios están frente a mí, cuyo aroma es tan delicioso que es insoportable.

Contrólate, maldición.




Sorano

 

No, no lo fue.

Sus labios son increíblemente suaves. 

Esto jamás se volverá a repetir. Debo sentir su lengua, el sabor de su saliva, su respiración, esos casi inaudibles gemidos. Debo sentirlo todo, y así poder recordarlo. 

Conozco las manos que están agarradas a mi espalda, los dedos que se entierran en mi camiseta. Son sus piernas, son las piernas de Amida las que envuelven las mías. Están sudorosas, o quizás soy yo, o ambos. No importa. Son sus piernas, son sus labios.

Es agradable. Podría morir en este mismo instante, y sería la muerte más dulce que pudiera imaginar. 

Quiero morir besando a mi hermano. Ya casi era algo casi hilarante de pensar.

Y no importaba. Nada importaba. 

Por los pocos segundos que quedaban, quería disfrutar esa maldita sensación de que nada más importaba, de que podía ser feliz con mis jodidos y equivocados sentimientos.




Amida

 

Maldición, no es suficiente.

Besarlo no es suficiente; tener su saliva en mi boca no es suficiente.

Lo quiero más cerca de mí. Quiero que su respiración sea más fuerte, que toda mi piel pueda sentir la suya, que su saliva esté en mi cuello, que esté más, mucho más cerca de mí.

—Sorano —dije entre jadeos de los que ya tendría tiempo de avergonzarme, mas no en aquel momento—. Quítate la camiseta.

Me miró por unos cuantos segundos, y pareció, por un instante, querer decirme algo, mas luego sonrió tímidamente y me obedeció.

Su torso era bellísimo, y por un segundo sentí envidia de parecernos tanto y aun así no tener un cuerpo como el suyo.

Es curioso cómo la envidia puede devenir en admiración en cosa de segundos. 

No importaba que aquel cuerpo no fuera el mío: durante el próximo par de horas, lo tenía para mí.

—Tú también —dijo él, y antes de que yo me la quitara, él ya lo había hecho por mí.

Pasó sus dedos cuidadosamente por mi abdomen, y comenzó a besar mi cuello con sus húmedos labios.

Teníamos tanta prisa. Sentí el peso de los años sobre nosotros, la prohibición de la sangre, y sentí que no teníamos tiempo, que si no era en ese pequeño y efímero instante, ya nunca más existiría la oportunidad.

—No aún —espeté, tomándolo de los brazos y apoyándolo contra la cama mientras me ponía sobre él—. Primero vienes tú.

—Pero… —dijo, y lo callé lamiendo sus labios. 

Soltaba leves gemidos mientras besaba y lamía su cuello, y noté que le avergonzaba, pues apenas salían los intentaba acallar.

—Me gustan tus gemidos —susurré en su oído, antes de morder su lóbulo.

Sorano sonrió. Su rostro estaba enrojecido, y tenía los ojos cerrados.

—Me gustas —soltó, sin abrir los ojos—. Siempre me has gustado, Amida.




Sorano

 

—¿Estás seguro de esto? —pregunté, voltéandome para ver su rostro—. Si no estás seguro, podemos detenernos. No es necesario que…

—Estoy más que seguro —interrumpió él—. Confía en mí.

—Sabes que confío en ti —dije—, pero también sé que este no es el mejor estado para tomar decisiones así.

—Sorano —espetó, besando mi mejilla—, para ti también es la primera vez, ¿no?

—De esta forma, sí.

—¿Y tú estás seguro de esto?

—Sí —respondí, sintiendo el calor de su miembro apoyado en mi espalda—. Estoy seguro.

Amida volvió a besar mi mejilla, y luego mis labios. Ambos besos con infinita dulzura.

 

Al comienzo dolió. Sabía que dolía, pero creí que sería diferente. 

En un instante, pensé en Gaël. Con él jamás me había sentido así. Y probablemente con nadie más volvería a sentirme así.

Solo voltear y ver la expresión de Amida y sentir sus manos en mi pecho, abrazándome por la espalda, me hacía sentir pleno. 

Nunca me había sentido tan tranquilo, tan feliz.

 


Si quieres dejar un comentario al autor debes login (registrase).