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El sacerdote de Ishtar por Lukkah

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Notas del capitulo:

¡Hola, hola, pichones! :D:D:D

Afortunadamente me dio tiempo a subir otro capítulo, aunque hubiese sido genial acabar la temporada (hasta que acabe exámenes) con el capítulo anterior que tanto gustó xD.

Pero por suerte para vosotras, aquí os traigo el capítulo más largo hasta la fecha (o.o) y con sorpresas! Aunque luego explicaré algunas notas en los comentarios finales para que el capítulo se entienda correctamente.

Agradecer eternamente a las fieles seguidras que siguen al pie del cañón y esperan pacientes mis capítulos, que sois todas unos cielos de personas y unos soles y mua <3.

Y mientras se sube el capítulo, la nena se va a comprar un bolso para autofelicitarse de antemano xDDDDDD. En realidad lo necesito u.u

Espero que os guste y os leemos abajo! :3

Lo primero que hizo Kid antes de ir a ver a su segundo fue darse una ducha en su nueva habitación (ya que la inicial la había destrozado hace unos días y aún no estaba reparada) para limpiarse cualquier rastro de semen y líquido en general. Una parte de su cabeza no quería hacerlo, pues así perdería la esencia del moreno que seguía impregnada en su blanca piel. Su cuerpo aún guardaba el calor que le había embriagado hace unos minutos, el extravagante aroma que había reinado en la habitación. Pero sobre todo, el pelirrojo no podía quitarse de encima esa mirada felina, esos ojos sibilinos que se le clavaban como dos cuchillas afiladas y le desgarraban el interior sin piedad alguna.

Esos orbes grises como el acero, como el metal que él mismo controlaba. Pero el hierro de sus ojos era imposible de domar. Eran unos ojos salvajes y fríos, como su dueño. Pero escasos minutos antes, Kid había sentido en todo su esplendor la calidez que ese magnético sacerdote era capaz de dar. Sí, esa era la palabra: magnetismo. Así es como se sentía cuando el moreno aparecía. Era absorbido por el hechicero con algún tipo de magia desconcertante para él, pero que sin duda existía puesto que no cabía otra explicación posible. Era un imán.

Una vez limpio y aseado, el pelirrojo se pasó por el cuarto de Killer para ver si se había despertado de una buena vez. En efecto, el rubio estaba tirado en el sofá a medio vestir fumando en pipa (sin el casco puesto, evidentemente). Kid aún no se acostumbraba a ver a su segundo de esta forma, fumando como un dignatario de la alta sociedad. Se había aficionado al tabaco hacía unos meses, y de vez en cuando fumaba “para relajarse”, palabras textuales del propio Killer. Aunque más relajado ya no se podía estar.

El pelirrojo se sentó en un sillón individual y el rubio se irguió esperando atento a que su capitán hablase. Estaba claro que quería contarle algo, y podía apostar su rubia cabellera a que tenía que ver con el sacerdote. Killer no se equivocaba, Kid había ido allí para relatarle lo sucedido esa misma mañana en la habitación del moreno. Por supuesto que no contaría más de lo necesario, no le hablaría del sinuoso cuerpo del sacerdote, ni de sus brillantes ojos metálicos, ni de su lujuriosa lengua, ni de sus dulces gemidos, ni de que había disfrutado como nunca a pesar de haber estado extrañamente aturdido durante el sexo. Simplemente iba a pedirle su opinión, a fin de cuentas era su segundo y su mejor amigo. Y estaba claro que tenía más conocimientos en cuanto a relaciones -en general- homosexuales se trataba.

Kid se sorprendió gratamente cuando Killer comenzó a aconsejarle jovial y tranquilo. Había olvidado que su segundo, aunque era igual de sanguinario que él, era más amable y comprensivo. Y menos mal, porque él siempre actuaba por impulsos y necesitaba una voz que le recordase una y otra vez lo que era mejor o más conveniente hacer en cada situación. Killer era su conciencia, su razón, su lógica, pues él las había perdido mucho tiempo atrás. Ambos acordaron que Kid debía pasar más tiempo con el sacerdote, y no limitarse únicamente al sexo, pues para enamorar a alguien se necesitan más cosas que un buen polvo. El pelirrojo había aceptado a regañadientes, pues no tenía ni puta idea de cómo ser más cariñoso con el moreno. Si lo único que le rondaba la cabeza era cómo se lo iba a follar la próxima vez.

En el fondo, el rubio sabía que era algo casi imposible el que su capitán enamorase a ese sacerdote, pero todo podía pasar. Es decir, si se habían acostado y les había gustado, ¿no era eso un paso importantísimo para crear una relación? Eso es lo que le había pasado a él con Penguin. En realidad había quedado prendado del pastorcillo nada más verlo en la fuente aquella mañana, pero una vez que había probado su cuerpo, no quería otro más.  No creía estar enamorado porque desconocía ese sentimiento, pues nunca lo había estado, pero estaba más que seguro que quería pasar el resto de su vida junto a él. ¿Cómo no iba a estarlo? Con esa sonrisa tan dulce, con esos ojos negros tan hermosos, con ese cabello tan sedoso, con ese cuerpo tan delicado… Todo en él le gustaba. Pero no era amor, ¿no?

Killer ansiaba pasar más tiempo con su pequeño. Sólo se veían por las noches, y eso no era suficiente. Quería saber qué hacía por las mañanas, por las tardes, cuáles eran sus aficiones, si sabía cocinar o tenía que aprender, si sabía llevar una casa, si le gustaba la pasta como a él o prefería otra cosa, si había navegado alguna vez… Quería saber todo sobre él. Y ahora que Kid había encontrado una ocupación que atender, él podía ir a visitar a su joya de cabellos cobrizos cuando quisiera. Pero primero tenía que hablar con él, ¡y eso sería bastante complicado!

El resto de mañana pasó rápido, y pronto trajeron la comida. Los piratas se sorprendieron levemente al ver que el chico rubio de siempre no les llevaba las bandejas, sino la mujer peli-naranja de voz estridente y aguda. Aunque el menú seguía siendo exquisito. Antes de dejarles a solas, la muchacha avisó al pelirrojo de que un sastre acudiría esa tarde al palacio para hacerle un traje nuevo. Killer no pudo aguantarse y se rió por lo bajinis, sentenciando la situación con un “Parece que van a tomarte las medidas para la boda”. Kid se sonrojó hasta las orejas y farfulló una serie de insultos incomprensibles antes de ponerse a comer en escrupuloso silencio con la vena del cuello todavía haciéndose notar.

Después de comer, Kid hizo mención de ir a visitar al sacerdote, pero Killer le aseguró que debía esperar a la noche. La noche estaba hecha para los amantes, después de todo, como decía una vieja canción de su tierra. Y por alguna extraña razón, a ambos piratas les estaba entrando el sueño. No, no era por alguna extraña razón. Era por ese jodido clima tropical que te derretía como un hielo al sol. Estaban acostumbrados al calor, a fin de cuentas eran del sur, pero ese tiempo podía con sus fuerzas. Y encima, las comilonas que tenían todos los días no ayudaban. Porque hasta a los más despiertos les entraba el sueño después de un buen menú. Y más con ese calor. Y más sabiendo que no hay nada que hacer. Salir a mitad de tarde a la calle era misión suicida, los rayos caían directamente y quemaban la tierra que sus pies pisaban (porque claro, esa isla no tenía ni para asfaltar el pavimento). Así que la mejor opción a todas luces era quedarse bien resguardado a la sombra y relativamente fresquito en palacio echando una siesta de una horita o así.

Los piratas hacían bien en protegerse del astro rey y descansar un poco hasta que la temperatura hubiese descendido varios grados. Eran unos recién llegados, pero habían aprendido muy bien el ritmo de vida que se llevaba en la isla. Los jornaleros se levantaban antes del amanecer y abrían sus negocios a primera hora, cuando el calor se lo permitía, hasta media mañana. Cuando el reloj de arena de palacio, colocado en la fachada principal del segundo piso, marcaba las doce, el pueblo se encerraba en sus casas a comer hasta las cinco o las seis, dependiendo del día y de la intensidad con la que brillaba el sol. Al caer la tarde, se volvían a abrir los negocios hasta que las estrellas comenzaban a vislumbrarse en el cielo. Cuando el sol desaparecía por el oeste, las gentes de bien terminaban el día laboral y se encerraban en sus casas, pues la noche era territorio de proxenetas, ladrones y gentes de malvivir en general. Aunque eso de “malvivir” era un dicho, porque estaba claro que los más ricos de la ciudad abrían las puertas de sus negocios cuando la Osa Mayor dominaba el firmamento.

Hasta Trafalgar Law, el hombre más poderoso de toda Babilonia, descansaba unos momentos después de comer. Él no era mucho de dormir, pero todo humano necesita un mínimo de horas de sueño para poder funcionar. Salvo en ocasiones señaladas, su trabajo debía realizarse por la noche, aunque eso no impedía que el moreno madrugase la mayoría de días.

Pero había un hombre que no dormía ese día. Más bien, no podía dormir, y eso que era la persona más dormilona del palacio y seguramente de la isla. Desde hacía días, Roronoa Zoro no podía conciliar el sueño, y sabía perfectamente el por qué. Era una persona reservada y tardaba más tiempo que el normal en coger confianzas con la gente, pero también era alguien orgulloso y trabajador, que no había parado de entrenarse día tras día para poder ser el mejor espadachín del mundo. En realidad ya lo era, pero tenía que mantenerse en la cima.

Zoro era orgulloso en el sentido de que le gustaba mostrar sus habilidades y dejar a todo el mundo boquiabierto con su asombrosa capacidad con las espadas. No permitía que nadie le replicase ni que le diese órdenes, a fin de cuentas era el jefe de la Guardia Real, la persona con más poder en palacio después del Sumo Sacerdote.

¿Y qué podía ser aquello que mantenía en vilo al mejor espadachín del mundo? El peli-verde lo sabía muy bien. Jamás lo admitiría en público, pero para sus adentros no tenía ningún problema en afirmar que su sueño se veía turbado por un hombre. Un hombre que casualmente caminaba con paso ligero por el patio de palacio.

Zoro intentaba meditar en el primer jardín de palacio. Él no era natural de Babilonia, sino de una isla enorme a miles de leguas llamada Bhärat Ganaräjya. Huérfano desde que tenía uso de razón, Roronoa Zoro pronto entró en un templo de su ciudad, Kosama, para servir a los dioses (que no eran iguales a los de Babilonia) a pesar de que desde pequeño había creído que no existían. Pronto los monjes advirtieron su facilidad con la espada, y decidieron trasladarle a las montañas al santuario del afamado guerrero Dracule Mihawk.

Bajo su protección, Zoro aprendió a utilizar la espada, a mover sus pies correctamente, a entrenar su cuerpo para conseguir su propósito. Con el paso del tiempo, Mihawk se convirtió en un verdadero padre. Pero conforme crecía, el peli-verde se daba cuenta de que, a pesar de que entrenase duramente día y noche, a pesar de todos sus esfuerzos, a pesar de todo su trabajo, jamás estaría al nivel de su maestro. Y ese sentimiento de decepción fue transformándose en desasosiego, y ya cuando se convirtió en adolescente, en frustración.

La envidia le corroía por dentro, le asfixiaba y llevaba su cabeza de pensamientos nada positivos. El joven sólo quería superar a su maestro, costase lo que costase. Quería ser admirado como él, vivir alejado del mundo pero llevando un estilo de vida relajado pero desahogado, expandiendo su fama más allá del océano.

Por eso, una desapacible noche de invierno, al poco tiempo de haber cumplido los 17, Zoro conjuró a los dioses. Abandonó su habitación, la cual compartía con otros muchachos, y se postró frente a la estatua gigante de Kali, diosa de la destrucción. Unas ridículas antorchas iluminaban la enorme estancia, y el peli-verde sintió miedo al estar enfrente de la imagen de la diosa, una imagen temible para todo el mundo en la isla.

Kali era una mujer de piel azul, cabello largo hasta la cadera de un negro como el carbón y rizado, y ojos alargados y finos cual gato, igualmente negros. Como era costumbre, la diosa estaba representada siguiendo el canon institucional de la isla: la mujer, erguida por completo, descansaba uno de sus pies sobre el cuerpo inerte de un enemigo. Sus cuatro brazos extendidos portaban, en una mano, un tridente de oro, en otra, una espada, en otra, la cabeza de un enemigo que chorreaba sangre, la cual se recogía en un cuenco también de oro que sujetaba con su cuarta mano. La diosa iba desnuda por completo si no fuese por una extraña falda hecha con brazos de hombres y un enorme collar de flores y cráneos que le tapaba el pecho. También portaba infinidad de pulseras, collares, brazaletes y anillos de oro y piedras preciosas. Pero lo verdaderamente sobrecogedor era su rostro. Kali tenía su vista desviada hacia abajo, justamente donde se colocaban los fieles y donde se encontraba Zoro en esos momentos, con su boca abierta mostrando sus afilados colmillos y su lengua viperina. Su salvaje cabello estaba adornado con una enorme corona de oro, rubíes y perlas.

El espadachín se atrevió a mirar esos oscuros ojos de oxidiana y tragó saliva. Parecía que la estatua iba a saltar en un momento a otro y le iba a engullir. Una suave brisa surcó la habitación y los cabellos de la divinidad se movieron. Los cráneos también tintinearon levemente. Y es que, la estatua tenía cabellos de verdad cosidos entre sí, igual de verdaderos que los cráneos que colgaban de su cuello y los brazos que componían su falda. Inconscientemente, Zoro se arrodilló ante la figura y comenzó a rezar. Cuando terminó con las oraciones, ofreció a la diosa unas palomas que había matado esa misma tarde y pidió su deseo. Suplicó y suplicó, hasta quedarse sin voz. Y sus plegarias fueron escuchadas.

De repente, los ojos de la diosa brillaron con fuerza e iluminaron las baldosas en las que estaba Zoro: le estaba mirando, y de verdad. Un ruido profundo, de piedras deslizándose por una colina, de tierra abriéndose, de un volcán en erupción, inundó la estancia y el peli-verde comenzó a temblar completamente asustado. Se levantó para correr y salir de allí, pero un ente etéreo como el aire y espeso de color azulado lo detuvo. Estaba allí. Kali estaba allí. El ente se desprendió de la estatua de piedra pero siguieron unidos de cadera hasta abajo, que pareció perder el carácter viviente que tenía siempre, y se inclinó hacia el muchacho que permanecía inmóvil por miedo. Posó dos de sus brazos en el suelo, y sonrió al espadachín mostrándole su blanca dentadura con esos colmillos de bestia y esa larga y estrecha lengua.

-Mortal que te haces llamar Roronoa Zoro-habló la diosa, con una voz de ultratumba que retumbó por toda la estancia-, la diosa Kali ha oído tus plegarias y te concederá aquello que con tanto anhelo deseas.

Zoro se había quedado mudo. Su garganta estaba seca como un desierto, su sangre se había evaporado y por sus venas sólo corría aire, su cerebro y sus nervios no eran capaces de enviar una respuesta motora al resto del cuerpo. Estaba completamente abrumado. Él, que nunca había creído en los dioses, que concebía la religión como un sistema de control social pero que sin embargo respetaba y jamás hacía ningún comentario hiriente, tenía delante de sus narices a la diosa Kali ni más ni menos. La diosa de la destrucción, de los demonios, de los actos salvajes, del espíritu animal del hombre.

-Pero para que tus plegarias se cumplan…-continuó la diosa sonriendo al sentir el miedo de su víctima. Los dioses se regocijaban cuando mostraban parte de su potencial, los humanos eran simples mortales condenados a adorarles y complacerles si no querían morir entre terribles sufrimientos-. La diosa Kali necesitará una ofrenda a la altura de tales deseos.

Un viento helador inundó la estancia y apagó las escasas antorchas de las paredes. Zoro, preso del pánico, se veía incapaz de hacer cualquier movimiento. Se arrepentía de haber deseado tal cosa, se arrepentía de haber despertado a tal monstruo. La diosa se inclinó más hacia el muchacho, y sus brillantes ojos negros le engulleron como una serpiente engullía un inofensivo ratón. El peli-verde se sintió desfallecer y perdió la consciencia.

Cuando despertó, aún era de noche. Estaba en el mismo sitio, delante de la estatua de Kali, con las luces alumbrando la estancia débilmente. Respiró profundamente y observó la estancia con detenimiento, comprobando que todo estaba en orden. Zoro intentó recobrar la compostura, pero algo líquido le mojaba los pies. Con cierto recelo, bajó su vista, y lo que vio le dejó muerto. A sus pies yacía su profesor de lucha, Dracule Mihawk, con la cabeza separada del cuerpo y el pecho abierto por completo dejando ver los intestinos y el corazón, arrancado de su sitio y colocado en un cuenco sobre el inerte cuerpo.

Zoro cayó al suelo de la sorpresa y se alejó torpemente del cadáver de su ahora ex-maestro. No podía respirar, su corazón latía con fuerza y amenazaba con salirse del pecho. Instintivamente, se llevó una de sus manos a esta zona y notó un enorme corte que le recorría todo el torso, todavía abierto y sangrando con fuerza. El joven comenzó a gemir y sus ojos se llenaron de lágrimas al no saber qué había pasado, ante el dolor que le azotaba el pecho rajado y ante el cuerpo muerto de su maestro, del que había sido su padre desde su infancia, quien le había educado, quien le había enseñado, quien le había convertido en un hombre de provecho.

De repente, el corazón del guerrero comenzó a derretirse en el cuenco y de la sangre emanaron tres pendientes de oro en forma de lágrima. Y Zoro comprendió al instante lo que había pasado allí. Sin esperar un segundo más, el peli-verde agarró los ensangrentados pendientes y salió del templo, del santuario y de la isla para no volver jamás.

Y allí estaba, Roronoa Zoro intentando meditar en el jardín del piso superior, pero su vista y su mente indudablemente estaban puestas en el muchacho rubio que caminaba por el patio con brío. El peli-verde se levantó de su postura de loto y, sin dudarlo ni un momento, entró en el palacio hacia el piso inferior. Esperó escondido en las escaleras detrás de la pared hasta que el rubio entró en una habitación situada tras la sala del trono. Cuando éste atravesó la fina cortina de seda, el peli-verde se movió sigilosamente como un gato hasta colocarse en el marco de la puerta mirando con cuidado para no ser descubierto.

Sanji se arrodilló ante la imagen de la diosa Ishtar y depositó una ofrenda de flores lilas a los pies de ésta. La estancia era una pequeña habitación con un pedestal en la pared del fondo, donde estaba la estatua de la Diosa Madre de pie sobre dos leonas y con los brazos extendidos, de los que brotaban dos enormes alas. En una mano sujetaba un orbe de cristal, y en la otra, un cetro de oro. La corona sobre su cabeza era de marfil. Infinidad de velas y candelabros descansaban alrededor del altar, la única parte de la habitación que estaba iluminada. Las paredes estaban decoradas con mampostería de color tierra y detalles acuáticos en bronce, pero escasamente se veían por estar recubiertas de sábanas de seda de colores oscuros y pequeñas guirnaldas de flores y frutos.

El rubio, arrodillado enfrente del pedestal, comenzó a orar con la voz entrecortada al saberse incapaz de controlar sus sentimientos. Estaba destrozado. Quería morir allí mismo. ¿Cuántos días habían pasado? ¿Cinco? ¿Seis? Realmente apenas había pasado tiempo desde que el peli-verde le apartó de su vida, pero Sanji sentía que ya no podía más. Quería olvidarle para siempre. Quería salir de allí y no verle jamás. Quería comenzar de nuevo.

-Oh, diosa Ishtar-susurró el cocinero con un hilo de voz-, Madre de todas las madres, Diosa de todas las diosas, suplico clemencia…-hizo un pequeño descanso para coger fueras y continuar-. Mi corazón está roto por culpa de un hombre que no me corresponde…-unas lágrimas brotaron de sus orbes azules-. Por favor, Diosa Madre Ishtar, ayúdeme a olvidar. Se lo suplico.

Sanji no pudo contener el llanto por más tiempo y empezó a llorar desconsoladamente mientras repetía una y otra vez esta última frase. Su voz se perdía entre los ruidos de respiración agitada y contracciones de diafragma involuntarias, entre sus lágrimas que caían como ríos de agua salada, entre sus ágiles manos para la cocina que ahora cubrían su rostro por vergüenza a mostrarse tan vulnerable delante de los dioses.

Zoro seguía tras el marco de la puerta atento a cualquier movimiento. Un calor que le consumía el pecho se adueñó de su cuerpo y apretó sus puños hasta dejarse los nudillos blancos. Era tan frustrante ver a Sanji así, de esa forma, destrozado por dentro y por fuera, deseando la muerte en vida. El peli-verde acercó su mano a la fina cortina de seda para apartarla y entrar en la habitación, pero una suave brisa apareció de ésta y sus pendientes tintinearon furiosos. Una punzada le surcó el corazón y salió corriendo de allí.

Sanji alzó la cabeza y miró el arco de la puerta porque había notado un ruido, una presencia. Pero allí no había nadie. Las cortinas descansaban tranquilas, no había rastro de movimiento. Por un momento sus sentidos le habían engañado y le habían hecho creer que Zoro estaba allí: había notado su presencia, había olido su aroma a sake y sudor. Pero allí no había nadie. Una ola de desasosiego le inundó y continuó suplicando a la diosa hasta que se hizo de noche.

Noche en la que unos cuerpos se volvían a unir después de un corto pero tortuoso lapso de tiempo de una semana.

-Vamos… dilo…-jadeó Doflamingo en el oído de su amante-. ¿A quién le perteneces?

-Ahh… D-Doflamingo… es m-mi dueño…-contestó el moreno entre gemidos. El nombrado sonrió cruelmente y ejerció menos presión en el cuello de Crocodile.

Las estocadas eran precisas y rápidas, el rubio no se andaba con medias tintas cuando de sexo se trataba. Una de sus manos sujetaba el cuello de Crocodile, mientras que otra aprisionaba su miembro palpitante que ya chorreaba líquido preseminal. El moreno, tumbado de lado en la cama y con las manos atadas a la espalda (el garfio se lo había quitado), no podía hacer más que gemir. Sabía de sobras que Doflamingo era extremadamente salvaje en sus relaciones, pero nunca había llegado a lastimarle. Siempre paraba cuando tenía que hacerlo, cuando el cuerpo de su amante no daba más de sí, cuando el placer se iba a convertir en dolor.

Sus cuerpos sudorosos se pegaban como lapas, sus corazones latían al mismo son, sus respiraciones agitadas se correspondían, sus miradas se buscaban y se encontraban… En definitiva, sus cuerpos se complementaban. Ninguno de los dos sentía lo que sentía cuando estaban con otros, ninguno de los dos había tenido relaciones tan placenteras como cuando empezaron a conocerse. Ambos lo sabían, pero no lo expresaban con la frecuencia que lo podían hacer las parejas corrientes. No hacía falta, con solo mirarse ya conocían los pensamientos del otro. Su amor quedaba demostrado todas las noches. ¿Para qué más? Si no había necesidad de declarar su adoración por el otro, ¿para qué decirlo? Esos sentimientos se demostraban con hechos, no con palabras.

-N-No puedo… más-acertó a decir el moreno mientras la saliva se escurría de su boca-. D-Deja que me corra… Doflamingo…

-Así no se piden las cosas, Croco-chan…-la voz del rubio estaba más calmada, pero igualmente estaba en el límite. Cuando su amante le comenzaba a suplicar, perdía la cordura-. ¿Cuáles son las palabras mágicas?

-P-Por favor… Doflamingo-el moreno se sabía el juego de memoria, y aún así le gustaba. No el hecho de ser maniatado como un juguete, pero sí saberse el único capaz de provocar tanta satisfacción al rubio de ojos violetas. Se sentía el dueño de su placer, su dios ardiente-. T-Te lo… ruego… Doflamingo… ahhh…

-Eso está… mejor-el susodicho sonrió y mordió el lóbulo de la oreja de su amante, el cual respondió con un gemido más sonoro, además de soltar su cuello.

Doflamingo aumentó el ritmo de las embestidas, masturbando igual de rápido a Crocodile, que se revolvía de placer bajo el cuerpo del menor. Su espalda se arqueó con fuerza mientras un escalofrío recorría todo su cuerpo. El moreno gimió como nunca y se corrió en la mano de su amante, manchando con su esperma las sábanas de la cama. Su entrada se contrajo por los espasmos del orgasmo y Doflamingo se corrió dentro de su hombre al sentir como ésta presionaba su pene. Para el rubio, era la mejor sensación del mundo. Notar como su amante se retorcía de placer, notar como su miembro era absorbido con furia por el cuerpo del moreno, notar como sólo él era capaz de proporcionarle tal éxtasis.

Salió del cuerpo del moreno y se recostó a su lado. No podía ver su cara porque éste seguía de lado, pero sabía que Crocodile estaba luchando por recobrar la postura. Era un hombre serio, reservado, incluso conservador en algunos aspectos. Y odiaba perder el control como lo hacía en sus entretenidas noches. Pero no podía evitarlo, lo que le hacía el rubio no lo había conseguido nadie. Doflamingo hinchó su pecho orgulloso y sonrió.

-¿Puedes desatarme las manos?-preguntó el moreno con su típica voz de hastío.

-Fufufufu… por supuesto, Croco-chan-el rubio obedeció divertido-. Pero aún no hemos terminado…

Y como si de un trapo se tratase, Doflamingo levantó a Crocodile de la cama, que no pudo más que abrir los ojos perplejo y sujetarse como pudo a su captor para no caerse, y se sentó en un sillón color crema de la habitación. Crocodile se sentó a horcajadas sobre él, pero dándole la espalda. Y antes de que pudiera replicar, el menor lo empaló de nuevo sólo con el glande. Un sordo gemido se escuchó por toda la estancia acompañado de una malévola risa. El miembro del rubio entró sin problemas, aún estaba erecto y el interior del moreno supuraba semen de su amante, que ayudó a lubricar la zona.

-¿Aún no estás satisfecho, Doffy?-habló Crocodile mientras se colocaba correctamente. Dejó de apoyar su peso en las rodillas para hacerlo sobre los pies mientras se agarraba con su única mano al reposabrazos del sillón. Doflamingo le ayudó sosteniendo su cintura entre sus manos, moviéndola hacia abajo lentamente.

-Sabes que nunca estoy satisfecho cuando se trata de ti, Croco-chan-contestó el rubio haciendo presión hacia abajo, consiguiendo que su polla entrase por completo en el interior de su amante. Al sentir el enorme miembro del menor, el moreno gimió con fuerza y terminó de ponerse duro.

Crocodile abrió sus piernas todo lo que éstas le permitían, quedando completamente expuesto ante el espejo de cuerpo entero que tenían enfrente. Doflamingo lo colocó allí la primera vez expresamente para eso, le encantaba esa postura. Ver a su hombre sin tapujos y al descubierto con la cara sonrojada y su mirada perdida en el mundo del placer le ponía a mil. Pasó una de sus manos por debajo de una de las piernas del moreno y comenzó a acariciar sus testículos y la parte inferior de su pene mientras que con la otra ayudaba a que éste se moviese.

El ritmo era más lento que en el polvo anterior, pero igual de placentero. De hecho, a Doflamingo le encantaba “dejarse hacer” de vez en cuando. Aunque era verdad que lo hacían pocas veces, era una postura incómoda y complicada para Crocodile. Su cuerpo era fuerte, musculado, pero ya  no era tan joven. Los años no pasaban en balde, y el mayor notaba como su cuerpo iba perdiendo fuerza a cada día que pasaba. Se lo había confesado muchas veces a su pareja, era un temor que le rondaba la cabeza cuando empezaron a tener relaciones seriamente: tenía pánico del día en que Doflamingo lo desechase de su vida por ser inútil, inservible para darle placer. Pero el menor siempre le había contestado lo mismo: “Si algún día te dejo, mátame, porque habré perdido la cabeza totalmente”. Después de tantos años juntos, aquellos miedos habían quedado olvidados definitivamente.

El semen se escurría del interior de Crocodile y manchaba el abdomen de Doflamingo. Junto a los fuertes gemidos de ambos, se oía el chapoteo del líquido blanquecino, y eso excitaba sobremanera a los dos. Por un lado, a Doflamingo le encantaba ver a su hombre en situaciones tan embarazosas para él, haciendo cosas tan fogosas, desinhibiéndose por completo. Por otro lado, Crocodile sentía de pleno el palpitante miembro de su rubio en su cavidad, y por un momento, adoraba ser él quien diese placer y no al revés como sucedía siempre.

Sus caras reflejaban el placer que recorría sus cuerpos. Crocodile apenas podía abrir los ojos, con las mejillas completamente sonrojadas y su cabello empapado en sudor. Su boca, entreabierta, dejaba escapar los profundos jadeos y un fino hilo de saliva. Doflamingo estaba más calmado, pero ver a su hombre así le ponía cachondísimo. Su frente también estaba empapada en sudor, y no podía apartar la vista de aquel ángel con la cara cortada.

El rubio movió con rapidez su mano, masturbando con ansias el miembro supurante del moreno. Éste se retorcía de placer, sus piernas temblaban y le costaba mantener el equilibrio. Los temblores hacían que la entrada del mayor se dilatase y engullese con hambre el miembro del menor, llevándole al límite. Como su orgullo impedía que se corriese antes, Doflamingo ejerció más presión en la hombría de su compañero y lo masturbó lo más rápido que sus fuerzas le dejaban.

-Ahhhh… Dof-flamingo… me c-corro…-gimió Crocodile-. Mmmmm… ¡Doflamingo!

-Vamos… Croco-chan…-susurró el rubio a su oído-. Córrete para mí…

Y como si de una orden se tratase, el mayor se corrió esparciendo su semilla por el suelo de la habitación. Sus extremidades no aguantaron el placer del orgasmo y acabó derrumbándose encima de Doflamingo. Al sentir su polla al completo en el interior del moreno, Doflamingo se corrió dentro de él, abrazando con fuerza el cuerpo agitado de su hombre. Crocodile se recostó hacia atrás dejándose caer, sintiendo el poderoso abrazo de Doflamingo.

-El primer polvo lo aguantas bien-susurró el rubio-, pero luego te corres enseguida.

-¡C-Cállate!-se quejó el moreno ruborizado-. Sabes que no todo el mundo es un animal del sexo como tú.

Doflamingo se echó a reír, y libero de entre sus brazos a su amado, que luchaba con dificultad por ponerse de pie. Cuando lo consiguió, todo el semen que había acumulado de esos dos revolcones se escurrió de su entrada, resbalando por su pierna. El rubio recogió un poco de la sustancia blanquecina con su dedo índice y la acercó a la boca del mayor. Éste lo miró con odio, pero terminó resignándose y se metió el dedo en la boca. El rubio sonrió satisfecho y le besó pasionalmente cuando hubo terminado de lamer su falange.

-¿Me vas a dejar dormir tranquilo de una vez?-preguntó Crocodile con una voz fría, aunque aún tenía la respiración levemente agitada.

-Fufufufu… por supuesto que no-con todas sus fuerzas, levantó al moreno y lo tumbó boca arriba en el escritorio de madera.

-Aquí no-se quejó el moreno-, vamos a destrozar los papeles de tu negocio.

-Me importan una mierda los putos papeles-inquirió Doflamingo-. He tenido que joderme una semana sin poder follarte por esos desgraciados hijos de puta. Así que esta noche me voy a encargar de saciar mi sed.

Y abriendo las piernas de Crocodile, Doflamingo le penetró de nuevo.

Crocodile se despertó con los rayos de sol que entraban por el balcón de la habitación. La luz era intensa, debía ser mitad de mañana. Giró su cara buscando a su amado, pero no estaba. Sabía que no estaría, pero aún así lo hacía inconscientemente. Doflamingo se levantaba antes del amanecer para atender sus negocios, pues las mercancías ilegales llegaban al puerto antes de que saliera el sol para que los guardias no se percatasen. Pero en el fondo les daba igual, no iban a molestar al rubio porque era el verdadero dueño de la ciudad, el hombre que te podía encumbrar o arruinarte la vida con sólo un chasquido de dedos. El moreno conocía perfectamente los turbios asuntos de su hombre, sabía que era un sádico y un sanguinario que traficaba con todo que cayese en sus manos sin importarle lo más mínimo, pero no le quedaba otra que resignarse. Si Doflamingo no hubiese aparecido en su vida, él seguiría el aquel burdel de poca monta siendo vejado y maltratado por cualquier hombre sin un ápice de compasión.

Desde pequeño había recorrido las calles de esta ciudad, había sabido moverse entre los peligrosos ambientes que la dominaban al caer el sol. Comenzando a robar desde que tenía razón de ser, Crocodile fue abriéndose hueco entre las altas esferas de los delincuentes locales hasta convertirse en el cabecilla. Los ladrones de poca monta acudían a él en busca de protección, y si un grupo de insurgentes intentaba acabar con su imperio, Crocodile los aniquilaba sin dudar. Pero un día, los dioses le dieron la espalda y fue capturado mientras intentaba robar en la mansión de un magnate del comercio. Como castigo se le amputó una de las manos, pero el desprecio social y la indiferencia con que le trataron después sus subordinados fue peor condena que haber pedido su mano. Perdió todos sus apoyos, y su imperio se derrumbó de la noche a la mañana. Sin casa y sin dinero, Crocodile no tuvo más opción que entrar a trabajar en un prostíbulo.

El moreno era un hombre apuesto, elegante, y en su profesión aquello era una ventaja. Pronto un proxeneta bastante conocido en la ciudad le hizo una oferta, y entró a trabajar para él. Crocodile pasó a vivir en el lupanar, viendo la luz del sol y el cielo escasas veces a la semana, sólo cuando salía a dar un pequeño paseo por las mañanas, cuando el calor no era tan asfixiante. Allí estuvo varios años, tratado como un juguete y maniatado por todos. Hasta que una noche, Doflamingo apareció.

El rubio no era natural de Babilonia, sino de Asiria, una isla cercana. Pero si querías ser alguien en esas tierras, debías vivir en Babilonia. Y Doflamingo ansiaba por encima de todo ser el jefe de la ciudad, ser respetado y temido en todos los rincones. La familia Donquixote era importante en Asiria, pero no en Babilonia. Así, el rubio tuvo que empezar desde abajo. Pero pronto llamó la atención de los cabecillas locales, y quisieron quitárselo de en medio. Pero Doflamingo era más astuto y más fuerte que todos ellos, y acabó con todos.

Una noche del 14 de abril, Doflamingo se pasó por uno de los burdeles de la ciudad. Y la diosa quiso que fuese el burdel donde trabajaba Crocodile. Doflamingo quería aumentar sus negocios, y la prostitución era uno de las ocupaciones que más dinero movía, así que el rubio no quería quedarse sin su parte del pastel. Esa noche, el moreno estaba apartado en una esquina del bar del local, había tenido una sesión de sexo nada placentero y sólo quería beber para olvidar. Pero olvidar cuatro años de servicio era complicado. Vestía una túnica púrpura con adornos florales en rojo y rosa palo, abierta hasta su ombligo dejando ver su trabajada constitución. Del cuello le colgaba una pequeña cadena de cobre con una piedra.

Cuando Doflamingo apareció por la puerta, Crocodile no pudo evitar mirarlo. El rubio vestía una extraña túnica blanca decorada con hilos de oro imitando el estampado de una cebra. De uno de sus hombros pendía una pequeña capa de piel de leopardo. Su cinturón de cuero combinaba con sus sandalias. Pero lo más curioso eran sus extrañas gafas rosas. El moreno adivinó enseguida que ese muchacho no era de allí, pues nadie en toda la ciudad vestía tan hortera. Era un muchacho joven, unos diez años más joven que él, pero esa sonrisa malévola le daba un aire adulto, presuntuoso, de rey.

Sin darle más importancia de la que tenía, Crocodile siguió bebiendo de su copa de coñac. Necesitaba un puro, pero con el sueldo que tenía apenas podía comprar uno por semana. Se miró la mano amputada. Él, con lo elegante que era y el porte que tenía, el gusto tan refinado del que hacía gala, tenía que llevar envuelto ese muñón en un paño negro para tapar su castigo. Todas las noches se lamentaba de su mala suerte. La vida en Nínive no era fácil, y mucho menos para un tullido. La gente los menospreciaba, eran inútiles. Y todas las noches se lo recordaban mientras se lo follaban. Una lágrima hubiese brotado de sus oscuros ojos si su alma hubiera tenido fuerzas para llorar. Pero ya no tenía fuerzas para nada. A sus 32 años, Crocodile había tocado fondo, y desde luego que el resto de su vida no mejoraría en absoluto.

Doflamingo se sentó en una mesa rodeado de sus subordinados y comenzó a beber como un poseso. Su risa era estridente, de hiena, superponiéndose a todas las del establecimiento. Y de repente, sus violetas ojos se posaron en el moreno retirado en una esquina de la barra.

-¿Quién es ese hombre?-preguntó a uno de sus trabajadores.

-Es Crocodile. Hace años era el ladrón más respetado de toda la ciudad, pero fue descubierto y cayó en desgracia-contestó uno.

-He oído que le quitaron todas sus pertenencias y tuvo que verse obligado a trabajar aquí-añadió otro.

-¿Y os extraña?-intervino un tercero-. Le encantan las pollas. No he visto nunca a un hombre que se las trague como lo hace él. Se vuelve loco cuando te lo follas como un salvaje.

-Lo quiero-dijo Doflamingo sonriendo pérfidamente-. Y lo quiero ahora.

Sus subordinados quedaron un poco perplejos, pero obedecieron sin rechistar. Los tres hombres se dirigieron al moreno, con el que intercambiaron unas palabras y lo escoltaron hasta su habitación. Como vivía en el burdel, tenía una habitación propia donde atender a sus clientes. Cuando el moreno comenzó a caminar, Doflamingo vio su altura respetable, su cuerpo que se intuía musculado, pero lo que más le intrigó fue esa aura de superioridad, de poder. Parecía un rey a pesar de su pésima condición. Cuando sus subordinados volvieron, le indicaron la habitación en la que esperaba el mayor. El rubio se encaminó contento, la noche se acababa de poner interesante.

Crocodile pasó su mano por la cicatriz que adornaba su rostro. Aún recordaba cómo, llevando cuatro meses de relación, Doflamingo le había cortado la cara al enfadarse con él por no aceptar su oferta de dejar el trabajo y vivir de sus negocios. Y ahora habían pasado diez años, y su vida había cambiado por completo. No podía ser más feliz. No quería ser más feliz.

Se levantó con desgana y se dio una ducha, como todas las mañanas. Cuando bajó a la cocina, el desayuno ya le estaba esperando, preparado por las criadas, como todas las mañanas. No le gustaba comer solo, pero los negocios eran importantes para su hombre, y desde luego que él no iba a ser quien se interpusiera entre ellos. Con Doflamingo había conseguido una vida de ensueño. Ni siquiera cuando era el ladrón más respetado de la ciudad vivía tan bien como lo hacía ahora. Le importaba muy poco que el dinero fuese negro, de procedencia más que cuestionable. Esa ciudad era cruel, y para sobrevivir sólo podías pelear como un león.

Cuando hubo terminado de desayunar, el mayor se dirigió al jardín. Le gustaba rodearse de flores y arbustos, de pájaros cantarines. Lo transportaban a un mundo nuevo, diferente. Su mente quedaba en blanco y no había nada: ni preocupaciones, ni miedos, ni dioses, ni peligros. Doflamingo era una persona hiperactiva, siempre demandaba atención, y Crocodile necesitaba su espacio vital para recobrar la paz interior que el rubio robaba. En el jardín tenían unas plantas de marihuana que el moreno cuidaba con mimo. Tenían plantaciones dentro de la selva, lejos de los ojos curiosos y de los soldados, pero ese huerto era personal. Vendían esa marihuana a un precio más alto, era de mejor calidad, y sólo había un reducido número de personas que pudieran comprarla. Entre ellos estaba un rubio que, según le había comunicado una sirvienta, estaba esperando en el hall aguardando su dosis de hierba.

-Que pronto vienes, muchacho-saludó cortésmente Crocodile-. ¿Ya te acabaste el paquete de hierba que te di hace tres días?

-Así es, sir Crocodile-respondió Sanji alicaído-. Necesito más marihuana.

-Lo que necesitas es un poco de cariño-le cortó el moreno-. ¿Las cosas no marchan bien con Zoro?

-Las cosas no marchan, a secas-dijo Sanji con voz queda-. Zoro… ya no quiere saber nada de mí.

-Tsk…-chasqueó el mayor-. Sanji, eres un buen chico. Y muy guapo, por cierto-el rubio se sonrojó levemente-. Conozco lo que se siente al estar en una relación tortuosa, y te aseguro que sales muy mal parado. Aprovecha ahora que aún puedes y aléjate de él.

-Eso es fácil decirlo… pero mi corazón le pertenece-una lágrima comenzó a aflorar-. Sólo a él.

-Chiquillo, el tiempo todo lo cura-intentó animarle Crocodile mientras le extendía su paquete de hierba, el cual había traído una de las empleadas del hogar, y lo intercambiaba por una bolsa de monedas-. Pero si no puedes ahogar tus penas en alcohol, ni puedes rezar al dios Enlil para que el viento se lleve tu amargura, entrega tu alma a la diosa Ishtar y que ella te encuentre un nuevo amor.

-No puedo hacer eso-sonrió forzosamente el cocinero-. No puedo olvidarle.

-Todos podemos olvidar-le corrigió el moreno-. Conozco a un joven que te gustaría… Ha estado estos meses de viaje porque Doflamingo le encargó negocios importantes, pero ya está de vuelta. Es un chico de confianza, muy agradable y muy apuesto.

-¿Lo conozco?-preguntó Sanji curioso.

-No lo creo, pero puedo presentártelo… Si quieres…

-¿C-Crees que es la mejor forma para que olvide… a Zoro?-Sanji dudaba, pero eran tan fuertes las ganas que tenía de borrar su imagen y su tacto de su persona que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa.

-Por supuesto-contestó Crocodile tajantemente. El rubio lo miró temeroso, pero finalmente asintió sin decir palabra-. Mañana por la noche te prepararé una cita con él en el Paraíso.

El cocinero volvió a asentir sin estar seguro, después de todo sólo hacía una semana que Zoro había renunciado a él. Pero habían sido los siete días más horribles de toda su vida. Apenas podía centrarse, hacer sus tareas correctamente, pues siempre recaía y pensaba en el espadachín. Sentía sus manos lujuriosas recorriendo cada rincón de su cuerpo, su aliento en la nuca, oía sus roncos gemidos, veía su mirada penetrante. Y cuando Sanji experimentaba todo ese cúmulo de sensaciones, se derrumbaba y lloraba como un niño. Encima ya no le veía por palacio. El peli-verde había cambiado radicalmente sus horarios para no juntarse con él. Ya no comía con el resto de empleados, ya no dormía en la habitación comunal de hombres, ni siquiera iba a la cocina a por alcohol. Ahora mandaba a Luffy. Luffy, su aprendiz, su niño mimado, su hermano pequeño. A Sanji le devoraba la envidia sólo de pensar en que aquel mocoso le había arrebatado a su hombre. Desde que el moreno llegó a palacio, Zoro siempre había sido amable con él. Le contaba historias, le enseñaba a manejar la espada… Incluso le sonreía. En los cuatro años que llevaban de relación, Zoro nunca le había sonreído. No había visto nada entre ellos que diese a entender que estaban juntos, pero algo en el interior de Sanji le hacía creer que sí. Lleno de rabia y de dolor, se dispuso a abandonar esa casa.

-Una pregunta antes de irme…-habló el rubio en el umbral de la puerta-. ¿Cómo se llama?

-Portgas D. Ace.

Notas finales:

¿Qué os ha parecido? Cualquier cosa, ya sabéis que podéis decírmela en un review, aunque sean tres palabras xDDDD.

Muchas sorpresas, no?

Killer fumando xDDDDD. No sé, yo creo que le pega. Y Kid que ya quería ir impaciente a fornicar con Trafalgar pero papi Killer le puso en su sitio. Ay, papi Killer siempre salvando la situación *3*

Y, chan-chan, ¡cosas de Zoro! Esa no os la esperábais, eh? xDDD. Me apetecía meter algo de estos dos antes de marcharme al exilio estudiantil. Para las más avispadas, sí, Kali es una diosa de verdad en la cultura hindú. Es decir, como todo el fic está basado en culturas antiguas, me pareció buena idea hacer a Zoro hindú xDD (??). Y Kali es más mala que Ishtar, ya aviso xDDDD. Los pendientes son la prueba... Y ya me callo tititittiti xDDDD.

Pobre Sanji, ha pasado solo una semana y ya no puede más. Necesita marihuana, y encima de comprarla, va y le consiguen una cita nueva xDDDD. Espero que no me matéis por ese giro de acontecimientos!

Antes de que se me olvide: el desarrollo de este capítulo es lineal hasta que llega a la historia de Zoro y Sanji. Cuando Sanji se pone a rezar y Zoro le espía es media tarde, cuando todo el mundo duerme. Y de ahí se pasa a la noche con Doflamingo y Crocodile. Es decir, la historia se queda abierta para Kid y Killer, que están esperando un sastre (ejem, ejem... para la boda... xDDDDDD). Imagino que se sobreentiende que no ha pasado nada más con Sanji, pero con Kid y Killer sí, pero eso tendrá que esperar hasta el próximo capítulo!

Por cierto, para las que no se aclaren con los escenarios: el palacio es una mezcla entre un templo griego y un zigurat mesopotámico. La planta calle es como la de un templo griego, con el patio porticado y demás. Los pisos superiores son como un zigurat, y los jardines son como jardines colgantes (como los de Babilonia, vaya).

Espero que os haya gustado, y nos leemos en un mes (espero por todos los dioses que sea menos tiempo TT.TT). Un besazo enorme, guapísimas! <3<3


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