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El sacerdote de Ishtar por Lukkah

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Notas del capitulo:

¡Hola, hola, pichones! :D:D:D:D

Justo a tiempo, os traigo un nuevo capítulo :). Me he propuesto actualizar todos los viernes, a ver si puedo cumplirlo durante al menos un mes xDDD.

Lo malo es que, con todo el dolor de mi alma, esto se acaba :(. Me da bastante pena, es el primer fic que escribo y no quiero que se acabe, pero es ley de vida. Además, creo que éste es un fic que tampoco se puede alargar mucho porque sino deja de tener sentido. Ya sé que os vais a poner tristes cuando esto se acabe (o eso espero), pero no os preocupéis, porque ya tengo otro fic en el horno.

Si mis cálculos son correctos (que igual no), faltarán dos o tres capítulos más. Todo depende de cómo vaya desarrollando el final.

Supongo que repetiré lo mismo cuando llegue el último capítulo, pero muchas gracias a todos por leer. Y por seguirme y aguantarme con esos capítulos infumables donde se describe una habitación en cinco páginas, o en los que no sucede absolutamente nada. Estoy empezando en este mundillo, y no sé, siento que es mi estilo. Cada uno tenemos el nuestro, ¿no?

Muchos me habéis preguntado por Bartolomeo y Cavendish. No los voy a sacar más porque han sido sólo una parte pequeña de la escena, pero os diré que acaban bien. Aunque no lo ponga xD.

En fin, que dejo de daros mal y a leer! :)

Killer amaneció solo esa mañana. Extrañado, se levantó enseguida y salió de la habitación (con el casco puesto, por supuesto) en busca de Penguin. El pequeño estaba en el salón con su hermano con unas telas entre las manos. Cuando lo vio, el pastorcillo le dejó un dulce beso de buenos días en la zona del casco donde creía estaban sus labios, y continuó con su tarea. El rubio se sirvió un vaso de leche recién ordeñada en la cocina y se lo bebió allí para que nadie le viera el rostro. Todavía no.

 

Penguin y Sachi estaban reutilizando algunas telas viejas, cosiendo y remendando agujeros rotos para hacer un disfraz para esos tres días de fiesta que comenzaban hoy. Durante tres días se conmemoraba la lucha de Marduk contra su madre Tianmat, y era el momento preferido para la plebe porque podían realizar acciones que tenían prohibidas durante el resto del año, como dirigir la palabra a los aristócratas, o comer en la misma mesa junto a hombres libres. Eran tres días de libertad, ansiada libertad. Los wardu y mushkennu se disfrazaban de demonios o seres del Inframundo para justificar sus acciones, como queriendo disculparse por lo que iban a hacer y culpar al demonio “que los había poseído” (los disfraces eran algo casi místico, pues se creía que, cuando te vestías como una persona o animal, adquirías sus atributos porque su alma poseía tu cuerpo). Los pequeños habían sacado unas roñosas telas marrones y grises del establo y, después de lavarlas en el río, habían podido aprovecharlas para confeccionarse unos taparrabos y unas muñequeras y rodilleras a juego, la indumentaria típica de los demonios allí. Otra de las ventajas del disfraz es que los esclavos podían llevar la cabeza al descubierto sin necesidad de utilizar el turbante que les caracterizaba. Para vestirse realmente como un demonio, se tenían que pintar la cara y el pecho con tierra para oscurecer sus pieles, ya que se suponía los demonios tenían las pieles quemadas por el fuego del Inframundo y por el veneno de su sangre.

 

Cuando el pirata vio al pastorcillo de aquella guisa, se quedó petrificado. Medio desnudo, con una minúscula faldita de tela ligera y unos protectores en brazos y piernas, con el cabello al aire cayéndole por los hombros y dejando al descubierto su precioso rostro angelical. Penguin se veía increíblemente hermoso. Una finísima gota de sudor frío le recorrió la espalda y el rubio se cuadró sin saber muy bien por qué. Menos mal que no se le veía la cara, porque la tenía completamente desencajada. Penguin vino con unas telas y se las ofreció, queriéndole preguntar si él también quería participar en la fiesta. Sonreía, y sus ojos tenían un brillo especial: de verdad quería que Killer se vistiera con ellos. El pirata agarró las telas y, después de meditarlo unos segundos, suspiró y asintió con la cabeza. No podía negarse, no con un Penguin así vestido y así de ilusionado. La falda que le habían preparado era más larga que la de los pastorcillos, hasta por encima de las rodillas, quizá porque creyeron que así se sentiría menos incómodo. No se puso muñequeras porque llevaba sus cuchillas, pero sí unas tobilleras de cuero que le eran un poco incómodas porque le apretaban más de la cuenta. Pero Killer no se quejó, Penguin estaba emocionadísimo al verle vestido como él, y eso era suficiente para no pensar siquiera en pegas.

 

Para comer, los jóvenes sacaron la mesa del comedor a la calle, juntándola con el resto de mesas que también sacaban los vecinos. Cada casa preparaba un plato, y todos iban recorriendo las mesas hasta que se acababan. No había gran variedad culinaria a pesar de ser un banquete, pues los wardu no tenían dinero suficiente para comprar productos más exquisitos, por lo que solía haber muchos platos repetidos: gachas, pan de diferentes tipos de cereales, tortas, algunas piezas de carne de vaca, unas cuantas verduras frescas y unos pocos pescados conseguidos esa misma mañana. Para no quitarse el casco, Killer había perfeccionado una técnica muy habilidosa que le permitía levantarse sólo el casco hasta la nariz, de manera que pudiera meterse pedazos de comida a la boca sin problemas, pero lo hacía en una milésima de segundo, porque masticaba con el casco completamente bajado para que ni siquiera le vieran los labios. Con una caña de azúcar se había construido una pajita para beber vino como siempre hacía.

 

A pesar del calor, los esclavos parecían felices compartiendo lo que tenían y disfrutando de una agradable comida junto a iguales sin que la autoridad pertinente les desmontase el tinglado. El ambiente le recordó al rubio a la tripulación, ahora su tripulación, y las largas noches que habían pasado en vela riendo y bebiendo como lo que eran, auténticos piratas. La nostalgia floreció en su interior, pues Killer no sabía si, ahora que Kid era un completo desconocido, las cosas volverían a ser como antes. Suspiró, ojalá arreglase sus problemas con Trafalgar. Y también había que contar con los hermanos, pues no dudaba en llevárselos con él en cuanto le fuera posible.

 

Después de comer, todos ayudaron a recoger las mesas y se encerraron en sus casas para dormir la siesta y prepararse para esa noche, pues según le habían explicado a Killer, la fiesta empezaba cuando el sol descendía de los cielos. El rubio estaba ansioso, veía tanta felicidad en las caras de los esclavos que sentía muchísima curiosidad por ver de qué se trataba.

 

Kid no se había levantado de mejor humor esa mañana. Había comido un poco más, seguramente porque era de esas personas que no pierden el apetito en situaciones difíciles, pero seguía lúgubre y quejumbroso, como un enorme árbol al que le habían talado las ramas y estaba a punto de caer al suelo. En cierta forma era así, su mayor y más importante vínculo estaba a punto de cortarse, y no podía hacer nada al respecto. Manos y pies estaban hundidas en la tierra, en el lodo que lo arrastraba al interior de un agujero putrefacto. Estaba cavando su propia tumba a sabiendas de que no podía evitarlo.

 

Law estaba más calmado, le había dejado un poco de espacio. Seguía estando pendiente de él como una madre cuida a su cachorro indefenso, pero parecía haberse dado cuenta que esos comportamientos no iban con el pelirrojo. De hecho, eran contraproducentes. Eustass Kid no era un desvalido animal perdido en el bosque, él era uno de los más temibles piratas del mundo y sabía valerse por sí solo. Para consuelo de Trafalgar, el menor le había dedicado algunas palabras amables y algunos tímidos besos, señal de que se encontraba mejor dentro de lo que en una situación como esa se podía calificar como “mejor”.

 

Trafalgar decidió quedarse toda la tarde con Kid en la habitación. Tampoco tenía pensado salir, pero así tenía una razón de peso para permanecer en palacio. Después de comer, ambos descansaron en el sofá sin cruzar palabra. Law estaba sentado con la vista perdida en el horizonte que se vislumbraba por la ventana más próxima, y Kid estaba tumbado con la cabeza apoyada en su regazo, con los ojos cerrados, como si no quisiera ver la realidad. Law no dijo una palabra en toda la tarde, simplemente se dedicó a acariciar el brillante pelo de su amante para intentar relajarle un poco. Kid le agradecía que respetase su espacio, no quería hablar de nada en esos momentos. Al final se quedó dormido.

 

Al caer el sol, el moreno encendió unas velas y dejó descansando a su hombre en el sofá. Decidió leer un poco, desde que el pirata había aparecido en su vida había dejado de lado ese pasatiempo que tanto le gustaba. Rebuscó por su completa estantería y escogió un pergamino sobre poemas de amor, el único que tenía porque aborrecía ese tema. Pero ese día le apetecía leer. Se sentó en el escritorio y permaneció en silencio hasta que Kid se despertó pasada una hora. Estaba algo atontado por haberse quedado tan de repente, por lo que comenzó a prepararse un baño sin despegar sus labios para nada, ni siquiera se giró para ver si estaba solo en el dormitorio o no.

 

Sin percatarse que Trafalgar estaba leyendo, el pelirrojo apagó la mayoría de velas para dejar la habitación sumida en la penumbra. Le era más fácil relajarse en la oscuridad. El moreno le miró algo molesto, pero no dijo nada y enrolló el pergamino de nuevo para guardarlo en la estantería. Su tiempo de lectura se había agotado. Al escuchar los ruidos, el pirata se giró y, como si se hubiese caído de un árbol, se dio cuenta de lo que estaba haciendo.

 

-Perdona –se excusó el pirata al ver la mirada apagada del moreno por no poder continuar leyendo-, no sabía que estabas aquí.

 

-Está bien, Eustass-ya –mintió el sacerdote, y guardó los escritos-. Bajaré para decirle al cocinero que prepare la cena.

 

-E-Espera –le cortó el pelirrojo, se había dado cuenta de que se estaba comportando como un auténtico imbécil con Trafalgar-. ¿Por qué no te bañas conmigo? –preguntó algo sonrojado y apartando la vista de los grisáceos ojos de su pareja-. Me apetece…

 

-Claro –contestó Law algo confuso por el repentino cambio de humor de su pareja, pero en verdad tenía ganas de bañarse con él.

 

Con una media sonrisa, el sacerdote se desnudó ante los penetrantes ojos de Kid, que no dejaba de mirarle con una expresión indescifrable, y entró en la bañera. El agua estaba algo templada, como le gustaba al pirata, pero el moreno no se quejó porque él prefería el agua fría. Se colocó al lado de Kid respetando su espacio, pero éste lo arrastró y lo sentó entre sus piernas dándole la espalda, como hacían siempre cuando se bañaban. Para mayor sorpresa del mayor, el pelirrojo lo abrazó con fuerza y le dejó un cálido beso en la nuca.

 

-Lo siento, Trafalgar –se excusó de nuevo el pirata, esta vez de una forma mucho más sentida y personal, más íntima. Le estaba pidiendo perdón por todo lo que le había hecho pasar el día anterior. Kid tampoco sabía muy bien por qué decía lo que decía, pero lo estaba diciendo.

 

-No tiene importancia, Eustass-ya –contestó el moreno mientras acariciaba los musculosos brazos de su pareja y se recostaba contra su pecho-. Estás pasando por unos momentos difíciles, es normal que te encuentres desorientado y perdido.

 

Kid no contestó, era más que evidente que Law tenía razón. Le dio otro beso en la nuca, mucho más tierno que el anterior, y se bañaron en silencio. Pero no era un silencio incómodo como otros, era un silencio de paz, un silencio de reflexión. El pelirrojo se estaba devanando los sesos para encontrar la respuesta correcta, pero sentía que cada vez estaba más cerca. Sí, quizá fuese una corazonada, o quizá los dolores de cabeza le habían dejado secuelas y creía cosas que en realidad no iban a pasar, pero sentía que estaba cerca de la solución correcta.

 

-Creo que saldré a tomar el aire –dijo Kid mientras terminaba el último grano de uva de su plato-. Me vendrá bien.

 

-¿Quieres andar por las calles esta noche, Eustass-ya? –preguntó Law algo incómodo. La idea no le hacía ni pizca de gracia-. Puedes salir al jardín si lo que quieres es tomar el aire.

 

-Daré una pequeña vuelta y luego regresaré –afirmó el pelirrojo, no iba a ceder-. ¿Por qué no me acompañas, Trafalgar?

 

-Yo… –la pregunta le había dejado un poco descolocado, pero el moreno no tenía ninguna gana de salir. No esos tres días-. Prefiero quedarme aquí, Eustass-ya.

 

-Muy bien –resopló el pirata. No quería alejarse de Law, pero también quería disfrutar de unos momentos de soledad sin tenerle pegado a su espalda como una sombra-. No tardaré.

 

Y el pirata dio un pequeño beso al sacerdote y salió a paso ligero. Nada más salir del palacio, en la plaza, una hoguera enorme apareció frente a Kid iluminando la noche. A su alrededor, montones de wardu bailaban medio desnudos y con sus cuerpos llenos de barro, incluso alguno llevaba máscaras de madera con caras enfadadas y cuernos y colmillos de considerable tamaño. En la escalinata de palacio, la guardia real vigilaba la escena con precisión, conocían lo que pasaba esos tres días y debían estar lo más atentos posibles para mantener el control. El pelirrojo pasó por uno de los lados de la plaza intentando no llamar mucho la atención, no quería follones esa noche porque no sabría cómo actuaría. Más bien, sí que lo sabía, y por eso no quería problemas. No más.

 

Esa noche, la ciudad se veía distinta. Kid andaba por las calles sin un rumbo fijo, guiado por las hogueras que frecuentemente encontraba en cualquier esquina más ancha de lo normal, o en cualquier rincón que permitiera preparar una fogata. Eran hogueras grandes, la mayoría le llegarían a la altura de la cadera, pero nada comparadas con las de las plazas. En las plazoletas, enormes hogueras de varios metros de alto se alzaban imponentes. Las maderas crepitaban, las llamas arrasaban con todo a su paso, la luz que desprendía el fuego iluminaba una noche sin luna y con muy pocas estrellas, y los esclavos, la mayoría de ellos ebrios y felices, bailaban despreocupados a su alrededor, sin mostrar el mínimo ápice de miedo o preocupación por la inmensa mole de fuego. Al contrario, cuanto más grande fuera la pira, mejor. Algunos echaban más leña al fuego, incluso unas gotas de alcohol o brea para que las llamas florecieran con más fuerza y vigor.

 

Por las calles, en cualquier rincón, los wardu bailaban y bebían sin preocuparse por nada más que ellos. Esa noche era su noche. Nadie más que ellos caminaba por las calles, todos vestían esos extraños disfraces que los asemejaban a demonios, no había ningún aristócrata de los que había visto en palacio días atrás. Era como si se hubieran escondido en sus madrigueras ricas y lujosas y, por una noche, les cediesen a los pobres la libertad de la que ellos siempre gozaban. Los esclavos no miraban por nadie más que ellos, bebiendo directamente de las barricas de vino o de cerveza, revolcándose por el suelo y bañándose en barro para ensuciarse aún más, bailando con las frenéticas melodías a golpe de tambor que en nada se parecían a las que Kid había escuchado durante las cenas de palacio. A pesar de estar en la misma ciudad, a pesar de convivir juntos, ricos y pobres eran completamente distintos. La diferencia era tan grande…

 

En cualquier rincón un poco cubierto, alejado de las calles principales, se escuchaban gemidos de mujeres, seguramente prostitutas que estaban con sus clientes. Ahora, sin el yugo de las normas sociales, podían salir de sus burdeles y buscar usuarios que pagasen por sus servicios directamente en la calle. Hombres y mujeres se perdían en un abismo de alcohol, música agitada, sustancias alucinógenas como hongos y vapores de hierbas, y mucho libertinaje. Daba igual con quien estar, lo importante era estar con alguien. Esa lujuria desenfrenada le hizo pensar en Law. Cuando empezaron a tener relaciones, el moreno también era así de desenfrenado y salvaje, siempre queriendo más. No era ningún problema, al contrario, pero el pirata estaba seguro que habían pasado muchos hombres por su cama. ¿Él sería uno más? Creía que Law le quería, por lo menos se lo demostraba, ¿pero cómo sabía que no había hecho lo mismo con sus otros amantes? El pelirrojo suspiró, Trafalgar era todo un misterio.

 

Perdiéndose por las calles, el pirata llegó al puerto. Apenas estaba iluminado, pero Kid sabía que delante de él había agua. La podía oír, la podía oler, la podía sentir. Cuando uno llevaba toda su vida siendo un pirata, el agua había pasado de ser un enemigo mortal a un compañero fiel al que nunca abandonas. Aunque siempre había que tener cuidado. Se acercó para verse reflejado en el agua, pero no podía ver nada, la oscuridad lo cubría todo. Kid suspiró de nuevo, era irónico cómo el mundo le decía que se estaba cavando su propia tumba. Se quedó meditando unos momentos, en completa soledad, pero un ruido muy potente rompió el silencio que reinaba. Y seguido al ruido, numerosos gritos y más explosiones. El pelirrojo, alarmado, regresó de nuevo a la ciudad para ver qué estaba sucediendo.

 

Killer y Penguin paseaban tranquilos por las estrechas calles de su barrio. Cuando el pastorcillo encontraba a algún conocido, se paraba y le deseaba los mejor para él y su familia durante ese año, o eso deducía el rubio, porque llevaba un rato escuchándole decir lo mismo. Andaban de la mano, con tanta fiesta y desenfreno, el pirata no quería soltar a su pareja. Le podía pasar cualquier cosa. Pero Penguin estaba encantado. Caminaba despreocupado por las calles, riendo y canturreando, e incluso algunas veces se puso a bailar cuando encontraron una hoguera con otros danzantes. También se acurrucaba con Killer, le abrazaba con ganas, le ronroneaba como un gato mimoso y le sonreía con dulzura. Estaba realmente feliz de poder compartir esos momentos con su pareja, con la persona más importante de su vida junto a su hermano (el cual, por cierto, había ido a celebrar las fiestas con los vecinos).

 

Los esclavos más fanfarrones miraban curiosos a la pareja. Les resultaba muy chocante que Penguin, uno de los pastorcillos de los suburbios más tímido y miedoso, hubiese encontrado a una persona tan sobresaliente como Killer. Porque ellos no lo conocían en absoluto, pero se veía a la legua que el rubio enmascarado estaba hecho de otra pasta. Era un hombre muy fuerte, con un cuerpo que asustaba sólo de verlo, con ese cabello rubio al viento como si fuese un manto de oro, pero sobre todo, con esas extrañas armas de las que no se separaba nunca. Al principio nadie sabía lo que eran, pero enseguida se corrió la voz de que eran dos potentes cuchillas afiladas como las espadas de los guardias. Era un hombre extraordinario.

 

Pero lo que más les llamaba la atención era ese casco azul y blanco con el que siempre se cubría la cara. ¿Quién en su sano juicio llevaría algo así? Para ellos, que nunca habían salido de la isla, les parecía curioso y hasta un poco ridículo. ¿Qué necesidad tenía de taparse la cara? ¿Acaso escondía alguna marca o herida de guerra? No lo sabían, pero alguien que no enseñaba la cara no era de fiar. Y esa era la noche perfecta para descubrir quién se escondía bajo ese misterioso casco de metal.

 

Un grupo de esclavos comenzaron a planear cómo harían para comprobar quién era aquel hombre, pero la fiesta había comenzado unas horas atrás y comenzaba a degenerar a pasos agigantados. Las prostitutas ya no se escondían y se paseaban desnudas por las calles parando a cualquiera que quisiera disfrutar, y si el afortunado aceptaba y pagaba, la meretriz le desvestía allí mismo y practicaban sexo sin ningún pudor delante del resto de esclavos. Y no sólo las prostitutas, los propios esclavos se habían rendido al dios del amor y se tocaban sin cortarse, como si aquello fuera una enorme orgía. La música había acelerado el ritmo y los bailes se hacían más frenéticos y salvajes, como si los participantes hubiesen perdido el control de su cuerpo y se fundieran con la melodía. Los vasos de vino y cerveza se acababan rápidamente, pues los esclavos, ya borrachos, aún tenían más ganas de beber. Incluso Penguin parecía algo ebrio, pues sus movimientos se habían vuelto más lentos y torpes, y cada dos por tres se aferraba al cuerpo de Killer en busca de un abrazo. El rubio también había bebido, pero a él le afectaba muchísimo menos el alcohol.

 

El pirata comenzó a estar alerta, sabía qué pasaba cuando las fiestas se descontrolaban. Un grupo de esclavos agarró palos y antorchas y se dirigieron al barrio rico, y la multitud aumentaba conforme iban pasando por las hogueras y recogiendo gente. Incluso las mujeres se unían al improvisado motín. Y Penguin, envalentonado por el alcohol, agarró una antorcha y se lanzó con la marabunta de gente, dejando atrás a Killer. El rubio se asustó, y vio como el castaño cabello de su pareja se perdía entre la masa de gente. Desesperado, se lanzó en su búsqueda y no paró hasta encontrarlo, ya cuando la masa se detuvo en casa de unos aristócratas y comenzaron a aporrear la puerta. Enseguida hicieron lo mismo con las casas vecinas, tirando antorchas dentro de las ventanas para que el interior se prendiera.

 

Killer encontró a Penguin, quien hostigaba a unos esclavos a romper la puerta de una casa con un madero enorme, y lo agarró como si fuese un saco de patatas para sacarlo de allí. Aquella revuelta le daba muy mala espina. Pero Penguin no quería irse. Estaba disfrutando de la libertad durante esos tres días al año, los únicos días que podía actuar como un hombre libre y olvidarse de su condición de wardu. Y eso es lo que sentían el resto de esclavos. Se estaban revelando, se estaban quejando por su condición social, por ser esclavos y ser tratados como objetos de trabajo y placer para los aristócratas. Tampoco había mucha diferencia económica entre ellos y los hombres libres, pero estos últimos no eran usados como animales, y eso es lo que querían. Querían ser iguales al resto.

 

Pero la situación se volvió realmente violenta cuando los guardias aparecieron. Las mujeres y hombres más cobardes huyeron cuando vieron aparecer a los soldados con las espadas en alto, pero la mayoría se quedó para plantarles cara. Por suerte para Killer, Penguin se asustó como el que más cuando vio los uniformes y las espadas y se lanzó a sus brazos aterrado. El rubio lo agarró del brazo y tiró de él para salir de allí, pero los guardias habían sido inteligentes y habían rodeado a los esclavos, por lo que no le quedaba otra que utilizar sus cuchillas. No quería que Penguin le viera matando, no quería que le viera convertido en el Guerrero masacre, pero no tenía otra opción. Desenvainó sus cuchillas y el pastorcillo se echó para atrás asustado. Sabía que su hombre era un pirata, y sabía que los piratas eran unos asesinos sin corazón, pero una parte de él deseaba que Killer no fuera así. Porque con él era muy atento y dulce, le trataba como un tesoro. Como si fuese su tesoro.

 

Los guardias venían hacia ellos, pero Killer no se quedó quieto y se lanzó hacia las espadas. Con esa agilidad que le caracterizaba, esquivó los filos y fue cortando miembros hasta despedazar a dos guardias. Los otros tres guaridas que les cortaban el paso retrocedieron por el miedo, y cambiaron de plan para contener al resto de esclavos. Con el camino despejado, Killer agarró a Penguin otra vez y corrieron hacia su choza. Pero con lo que no contaban era que en la ciudad se habían desatado más revueltas. Por estrechas calles, los esclavos habían levantado barricadas, y con el fuego de las hogueras lanzaban proyectiles ardiendo a todo aquel que quisiera acercarse. Pronto las calles se llenaron de maderas ardiendo y cadáveres, y los ciudadanos asustados no sabían si resguardarse en sus casas o salir a apagar las fogatas. Los wardu corrían de un lado a otro alimentando las hogueras y hostigando a los guaridas, quienes se veían superados por los esclavos en muchos puntos de la ciudad. Tuvieron que dar un rodeo enorme, y por el camino se encontraron con Kid, quien venía del puerto a todo correr.

 

-¡Killer! –le gritó el pelirrojo-. ¿Qué está pasando?

 

-Los esclavos se han alzado en armas contra sus amos, toda la ciudad es un caos –le explicó el rubio-. ¿Qué haces aquí? ¿No estabas en palacio con Trafalgar?

 

-He salido un momento –le cortó el capitán sin ganas de hablar del tema-. ¿Tanta revuelta hay?

 

-La mayoría de esclavos la apoyan –le corroboró el segundo de abordo-. Está todo fuera de control.

 

-Ya veo… –Kid se quedó pensativo unos segundos sin saber muy bien qué hacer.

 

-Kid –le llamó Killer apoyando la mano en su hombro en señal de afecto-, ve con Trafalgar. Le podría pasar algo, y estoy seguro que no te lo perdonarías jamás.

 

-Killer… –fue lo único que dijo el pirata. Y de repente, lo tuvo todo claro. Y todo gracias a Killer, como siempre-. El barco está listo, ¿verdad? Nos iremos mañana por la mañana después de que haya terminado con un asunto. Nos encontraremos en el barco directamente.

 

Killer no tuvo tiempo de contestar, su capitán salió corriendo como alma que llevaba el Diablo hacia palacio. Ellos también se pusieron en camino hacia su casa, pero un pelotón de guardias les cortó el paso en una pequeña plaza. Eran diez, diez guardias bien uniformados y blandiendo largas y afiladas espadas. Penguin comenzó a temblar asustado, con lo cerca que estaban de casa… El rubio no quería que su pareja saliera herido por nada del mundo, ni siquiera un minúsculo rasguño. Lo apartó con cuidado, y trató de llamar la atención de los guardias, algo que no le fue muy difícil.

 

Se lanzó decidido hacia los soldados, que enseguida le rodearon dejando a Penguin al margen, quien había escapado hasta la boca de un callejón. No quería irse sin su hombre. Las espadas volaban por todas partes, pero Killer podía esquivarlas, aunque con dificultad por ser tantos. Acabó con dos guaridas cortándoles el brazo derecho con el que manejaban el arma, y los hombres cayeron al suelo retorciéndose de dolor entre su propia sangre. Al ver a dos compañeros derrotados, los restantes soldados se envalentonaron más y atacaron con más fuerza al pirata, quien seguía esquivando los ataques. Con sus cuchillas, retuvo una espada y la lanzó lejos de allí. Cuando su dueño intentó cogerla, le rebanó el cuello desde atrás. El hombre cayó al suelo de rodillas, y la cabeza rodó por el suelo unos metros más allá del cuerpo. Penguin, desde su posición, había visto cómo la cabeza se separaba del cuerpo, y no pudo evitar lanzar un grito ahogado de terror. La enorme cantidad de sangre y el alcohol ingerido le estaban provocando ganas de vomitar, empezaba a sentirse bastante mareado.

 

Los ataques no cesaban, y las sandalias que llevaba reducían la velocidad de Killer. Además, no apartaba la vista del castaño, quería asegurarse de que estaba bien en todo momento. ¿Por qué no se había ido a casa? No, se tenía que quedar para ver cómo se convertía en un asesino despiadado… En uno de esos despistes, un soldado atento le propinó un bonito corte en su pecho, un corte que le recorrió los pectorales de derecha a izquierda. Penguin se alarmó más aún, haciendo que un par de soldados fueran a por él. Cuando vio que el pastorcillo estaba en peligro, Killer se repuso sin pensar en la supurante herida y se lanzó al ataque con todas sus fuerzas, partiéndoles a ambos por la mitad dejando las piernas por un lado y el cuerpo por otro.

 

Penguin corrió hacia él para comprobar la herida, era más profunda de lo que hubiera deseado. Killer no pudo apartarlo, se le veía tan preocupado… Los soldados, molestos porque un wardu (o eso creían que era Killer) les estaba derrotando, sintieron su sangre arder. Uno de ellos, el más enfadado de todos, encontró una piedra en el suelo y sin dudarlo se la lanzó al rubio. Penguin, antes de apartarse de nuevo, le dio un pequeño beso en la naciente herida, pero Killer, como estaba atento a su pareja, no pudo esquivar la roca que volaba hacia su cabeza. El impacto fue total. Penguin estaba volviendo a su sitio, y cuando se giró al escuchar el ruido metálico del casco romperse, sólo vio como su pareja se desplomaba.

 

El pastorcillo corrió hacia él muy preocupado, pero cuando se arrodilló para comprobar cómo estaba, se asustó aún más porque vio cómo brotaba sangre del agujero del casco. Se había partido, pero seguía en su sitio. Los soldados se alegraron por la puntería de su compañero, y corrieron para matarlo de una buena vez. Además, ahora también estaba el otro y podrían capturarlo. A duras penas, Killer consiguió erguirse y sentarse en el suelo. La cabeza le dolía muchísimo, la vista se le nublaba y sentía cómo perdía la consciencia por momentos. Los lamentos de Penguin le sacaron del atontamiento, y pudo reaccionar en el momento justo para protegerlo de una espada envenenada.

 

El castaño, al verse tan cerca de la muerte, salió corriendo de allí, pero uno de ellos le agarró por la espalda y lo retuvo. Killer, por su parte, se había puesto de pie con todas sus fuerzas, pero las piernas le flaqueaban y sus golpes no eran tan certeros como antes. Decidió esperar a que uno de ellos viniera a por él, el que le había tirado la piedra, y lo atravesó con sus cuchillas como quien trinchaba un pavo. Ya sólo quedaban cinco. Penguin consiguió zafarse del agarre mordiéndole el brazo al soldado, quien enseguida lo soltó al notar los húmedos dientes del pequeño. Con toda la fuerza y valentía que tenía, el castaño agarró la piedra que habían tirado a su pareja y se la estampó en la cara, rompiéndole la mandíbula y la nariz al otro. Soltó la piedra algo asustado y, viendo que uno de los soldados corría hacia él para matarle, huyó por las callejuelas dejando sólo a Killer. El rubio salió corriendo también persiguiendo al soldado, pero le resultó trabajo complicado alcanzarle. Al final acabó con su vida de la forma más rápida posible, las fuerzas le fallaban y quería regresar cuanto antes junto a Penguin.

 

Viendo que los otros dos soldados que estaban en la plaza no le perseguían, el pirata se relajó y se sentó en el suelo mientras descansaba la espalda en una pared de una chabola. Con cuidado, se quitó el casco. La grieta que había hecho la piedra era grande, casi había partido el casco por la mitad, pero tenía que ser precavido con las esquirlas de metal que habían saltado y con las que, por el golpe, se habían clavado en su cabeza, que era la causa de su herida. Despacio, fue quitando el casco lentamente hasta tenerlo en sus manos para después quitarse las esquirlas de metal que se le habían clavado en la cabeza. Por suerte para él, la herida no era muy profunda, pero al ser en la cabeza era más peligrosa que otras. Cuando se quitó las esquirlas, la sangre comenzó a brotar y se fundió con su cabello, resbalando por su oreja y el cuello hasta fundirse con la sangre del pecho, la suya y la de los enemigos derrotados. El pirata se quedó allí unos momentos, necesitaba recobrar el aliento y algo de fuerza. Pensar en Penguin fue la panacea necesaria para continuar con el camino.

 

El palacio estaba sumido en el caos. En la plaza central de la ciudad, los esclavos habían erguido una enorme hoguera en la que danzaban, pero cuando los altercados comenzaron, los pobres quisieron entrar a palacio para buscar la bendición del Sumo Sacerdote. Como era de esperar, la guarida real se lo impidió, pero los esclavos persistieron hasta que algunos llegaron a adentrarse por el patio.

 

-¡Nami-san! –gritó Sanji mientras entraba en la sala de rezos-. ¿Qué haces aquí? ¡Es peligroso!

 

-E-Estoy rezando para que la Diosa Madre me proteja –contestó la peli-naranja realmente asustada y con voz temblorosa-. Tengo mucho miedo, Sanji-kun…

 

-Resguárdate en las habitaciones con Robin-chan y las otras sacerdotisas –le ordenó el rubio-, allí estarás a salvo. Law-sama ya está rezando por todos nosotros, los dioses están de nuestra parte y la revuelta habrá acabado pronto –la calmó el cocinero, y la agarró con cuidado y la sacó de la sala-. Vamos, Nami-san.

 

-¿Y tú qué vas a hacer, Sanji-kun? –preguntó la mujer preocupada por su amigo-. ¿No vienes con nosotras?

 

-Me quedaré defendiendo el patio, los guardias no pueden con todos los intrusos –y se despidió de ella con un beso en la frente, señal de protección y buen augurio.

 

El rubio salió corriendo por los pasillos en dirección al patio, juntándose con guardias y empleados que iban de un lado para otro completamente exaltados. Unos, por el ardor de la batalla, y otros, muertos de miedo. Por el camino, el cocinero ayudó a varios de sus compañeros a tranquilizarse, sobre todo a las mujeres, pero el palacio estaba sumido en el caos completo. Jamás en su vida habría concebido una situación como aquella, los pobres revelándose contra los ricos, luchando por obtener una condición mejor para vivir. Pero aquella revuelta debía ser reprimida, porque los dioses habían dispuesto así la sociedad, y mientras unos ganaban, los otros perdían. Era ley de vida.

 

Sanji cogió a hombros a una muchacha novicia que, con los nervios, se había torcido el tobillo escapando del patio porticado. La llevó hasta las habitaciones superiores donde estaban resguardadas el resto de sacerdotisas y, cuando bajó corriendo por la escalinata de mármol, sintió que se caía al vacío al ver a Zoro en la lejanía. Allí estaba el peli-verde, como jefe de la Guardia Real, dirigiendo y dando órdenes a los soldados para que cubriesen todas las entradas y acabasen cuanto antes con los ataques. Sin dudarlo ni un minuto, Sanji corrió hacia él.

 

-¡Zoro! –le gritó mientras se acercaba-. ¡Zoro! Dime qué hago, ¿cómo puedo ayudar?

 

-¿¡Qué haces aquí, cocinero!? –le espetó el espadachín enfadado-. Vuelve a las habitaciones y espera allí hasta que todo haya terminado.

 

-¡No! –se negó el rubio-. ¡Quiero ayudar, yo también sé pelear!

 

-¡Esto no va de si puedes pelear o no –le contestó Zoro más enfadado-, esto va de si eres capaz de matar a un hombre inocente o no! –y Sanji se quedó mudo, no se esperaba una respuesta tan fuerte. Zoro le agarró de la muñeca y le arrastró a una pequeña habitación escondida que servía para guardar velas y cirios-. Mira, Sanji, tú no eres la persona indicada para mancharte las manos de sangre. Eso es cosa nuestra. Vuelve con el resto de empleados y escóndete hasta que todo haya acabado.

 

-P-Pero, pero… –gimoteó el cocinero abrazándose al otro, algo que hizo que se cuadrara al instante por el repentino contacto físico-. Quiero protegerte… –Zoro permaneció en silencio, no sabía qué responder a eso. En el fondo estaba tremendamente agradecido de que alguien como Sanji se preocupara por alguien como él, pero eso era malo. Muy malo-. Tengo miedo, Zoro… Tengo miedo de que esos salvajes te hagan daño…

 

-Sabes que no me pasará nada –resopló el peli-verde. No se tenía que preocupar por si salía herido, era fuerte y no tenía miedo a morir-. Debes preocuparte por ti y salvarte.

 

-Zoro –le llamó Sanji agarrando su la mandíbula obligándole a mirarle a los ojos-. Prométeme que saldrás con vida de esto, por favor… Porque si te pasa algo… –la voz del rubio se quebró-. Si te pasa algo no… No… No concibo mi vida sin ti.

 

-¿Qué dices? –le preguntó Zoro alarmado. Esa confesión había impactado en el fondo de su corazón-. Oye, cocinero, tienes que seguir adelante sin mí… Tienes que rehacer tu vida… Yo no soy bueno… –Zoro tragó saliva por lo que iba a decir a continuación-. Por muchas ganas que tenga, no puedo.

 

-¿Por qué? –preguntó Sanji con un hilo de voz. ¿Otra vez con lo mismo? Un dolor agónico comenzó a pincharle el pecho, a desgarrarle por dentro, y sintió unas ganas horribles de llorar. Pero no lloraría, no. Hoy se enteraría de todo, hoy descubriría qué ocultaba Zoro. Hoy era el día-. ¿Por qué no podemos estar juntos, Zoro?

 

-Porque es lo mejor para ti –contestó el peli-verde esquivando la inquisitoria mirada del otro.

 

-No me vengas con esas –insistió el rubio serio-. Respóndeme.

 

-No puedo… –se rehusó el espadachín. Y se deshizo del agarre de su amante pasa salir de la habitación, pero Sanji le retuvo-. De verdad que no puedo…

 

-Zoro, por favor –le suplicó el cocinero con la mano en el pecho. Al espadachín se le descompuso el alma, parecía que le estaba ofreciendo su corazón. Sanji, al ver que el otro se había parado en seco, se acercó de nuevo para abrazarlo-. Cuéntamelo, por favor.

 

-Soy un maldito –dijo el peli-verde después de reunir todas las fuerzas internas que tenía, y antes de que Sanji le interrumpiera, continuó-. Los dioses no me han castigado, lo que hice no tiene posibilidad de salvación. Es por eso que soy y seré un maldito durante toda mi vida.

 

-¿De qué estás hablando? –preguntó Sanji con los ojos en blanco. Enterarse de que Zoro era un maldito era lo último que se esperaba… Eso era muy malo. Muy, muy malo-. ¿Qué hiciste?

 

-Cuando era joven, entré en una escuela donde me enseñaron a utilizar la espada. Era bastante bueno, el mejor de mis compañeros, pero pronto sentí celos de mi maestro –hizo una pausa para rezar una oración en honor al fallecido en su idioma materno-. Una noche me desperté, y aparecí delante de la diosa Kali, una diosa mucho más terrible que la que honráis aquí. Y estar en el altar de la diosa me ayudó a comprender lo que realmente quería… –dejó de hablar para abrazar al rubio, para coger fuerzas por lo que iba a decir a continuación-. Quería ser el mejor espadachín de la isla, quería ser el mejor espadachín del mundo. Pero no podía, porque el mejor era mi maestro. Pero recé a la diosa, recé y recé para que me convirtiera en el mejor con las espadas… Y ella me concedió el deseo. Tú mejor que nadie sabes que los dioses son caprichosos, y que sólo ayudan a los mortales por interés… Mi deseo tenía un precio demasiado alto, un precio que ni siquiera era capaz de imaginar en aquel entonces… Pero deseaba con tantas ganas ser el mejor, que acepté sin dudarlo.

 

Sanji notó como el abrazo de Zoro se hacía más fuerte, estaba temblando. El rubio, para consolarlo, comenzó a acariciarle el cabello suavemente y a cantar una dulce nana que conocía desde que era pequeño. Al cabo de un rato, el peli-verde se calmó y continuó con el relato. Era extraño, porque ambos estaban encerrados en un minúsculo cuarto mientras en palacio había una rebelión desatada. Se escuchaban gritos, golpes, pero para ellos era como si el tiempo se hubiese detenido. Sólo existían ellos dos.

 

-Cuando desperté, mi maestro estaba muerto a mis pies, con el corazón en un pequeño cuenco, y yo tenía tres pendientes en forma de lágrima en mi oreja izquierda –inconscientemente, Sanji tocó los pendientes emitiendo un leve tintineo-. Y entonces comprendí el precio de mi deseo –Zoro besó el cuello del rubio para, de alguna forma, prepararle para lo que iba a decir-. La diosa Kali me concedió el deseo, pero a cambio debía pagar por ello. Yo quería ser el mejor espadachín del mundo, pero mi maestro tenía ese título. Era su lugar en el cosmos. Si yo deseaba convertirme en el mejor, si yo le quitaba el puesto, él debía desaparecer.

 

-¿Qué? –preguntó Sanji más para sí que para el peli-verde.

 

-Maté a mi maestro para suplantarle –sentenció Zoro, y Sanji abrió los ojos como platos. Un escalofrío recorrió su espalda, y quiso apartarse del espadachín pero éste no le dejó-. Pero la diosa, para regodearse más de mi sufrimiento, me maldijo. Estos tres pendientes significan que le pertenezco, que mi alma cuando muera, en vez de reencarnarme siete veces para alcanzar el Nirvana, permaneceré vagando por el mundo como un espectro, como una sombra de lo que fui. Todo mi ser es suyo, porque así lo juré con la sangre de mi maestro, con la saliva de la diosa al formular la maldición, y con mis lágrimas al darme cuenta de lo que había hecho.

 

Sanji sintió como el abrazo del peli-verde perdía fuerza, como si sus ganas de retenerle ahí hubieran desaparecido. En realidad tenía miedo, siempre había sabido que Zoro era temible porque en sus ojos se reflejaba la muerte, eran como las puertas al sufrimiento. Pero una pequeña parte de él albergaba la esperanza de que fuese un tipo más sencillo, como él. Es cierto que había visto muchos cadáveres, casi demasiados, pero nunca había matado a alguien. Igual, si su vida corriese peligro, era capaz de hundir un puñal en el pecho de un desconocido. No lo sabía, pero desde luego que no lo hubiese hecho cuando era un chiquillo como hizo Zoro. ¿En qué momento se le pasó siquiera por la cabeza? Era… Era un pensamiento realmente enfermo. Pero a pesar de todo, había algo que no le cuadraba.

 

-Pero… –comenzó el cocinero-. Que seas un… –evitó decir la palabra-. No implica que no podamos estar juntos.

 

-Es que la maldición no acaba ahí –contestó Zoro triste, sin luz en su mirada. Se separó del rubio para poder verle mejor, quería conservar esos últimos momentos que iba a pasar con él para siempre. Como si fuesen un tesoro-. La diosa me arrebatará todo aquello que desee de nuevo, todo aquello que me de fuerzas para continuar… –Sanji lo miró contrariado, no comprendía lo que le intentaba decir-. Ella me quitará todo lo que amo.

 

Y como caído del cielo, Sanji sintió que un rayo lo partía por la mitad allí mismo. ¿Qué clase de diosa maldecía con ese castigo tan grande? ¿Qué clase de diosa te maldecía para toda la vida, incluso la muerte? Vagar por el mundo sin encontrar la paz era horrible, era… Incluso el Infierno era mejor lugar. El rubio no conocía en demasía las creencias de Zoro, ni tampoco su religión, pero sabía que era una maldición terrible. Y lo peor de todo, insalvable. Sin solución.

 

-¿Ahora entiendes por qué te rechacé ese día en las bodegas? –preguntó el espadachín con una sonrisa amarga. Le había costado mucho tiempo mentalizarse de que debía hacerlo, le había costado mucho sufrimiento no correr a aliviar el dolor cuando Sanji se quedó tirado en el suelo llorando como una magdalena-. Si estoy contigo, si acepto mis sentimientos por ti, ella vendrá y te maldecirá también –con una de sus manos acarició el pálido rostro del rubio, que enseguida se estremeció al tacto-. Y eso es algo que no me puedo permitir, eso es algo que… Si ella te maldijera también, no me lo perdonaría jamás –una lágrima surcó su morena cara-. Porque tú eres lo mejor de este mundo, tú eres el sol que despierta todas las mañanas e ilumina mis días, tú eres la razón de mi existencia…

 

-Zoro… –fue lo único que pudo decir el cocinero, y se lanzó a sus brazos incapaz de aguantar el llanto-. Zoro, Zoro, Zoro…

 

Ahora entendía todo. Ahora sabía por qué le había apartado de su vida. Ahora conocía las razones que le impedían estar a su lado. El peli-verde le abrazó cariñosamente mientras intentaba calmarle, pero Sanji tenía sus sentimientos a flor de piel. Por fin había descubierto que Zoro le amaba, y le amaba tanto como para protegerle de aquella diosa, como para sentenciar su vida a la más absoluta soledad sólo para salvarle a él. Ya más calmado, el rubio se acercó a los labios pidiendo un beso, pero el espadachín estaba algo reticente.

 

-Zoro, por favor –dijo el cocinero-. Prométeme que saldrás vivo de ésta –susurró tan cerca de él que el otro sintió que se podía comer las palabras. ¿Cómo no iba a sobrevivir por él? Era tan perfecto que estaría dispuesto a todo por tenerle cerca. Algo atontado por la belleza de sus cristalinos ojos, Zoro asintió con la cabeza, y Sanji le dio un dulce beso-. Cuando todo acabe, hablaremos. ¿Verdad, Zoro? –el peli-verde volvió a asentir, y esta vez fue él quien besó a su compañero con tanta ternura como había hecho él.

 

-Ahora, resguárdate en las habitaciones –le ordenó el espadachín de forma autoritaria pero también preocupado-. No salgas hasta que los gritos hayan desaparecido.

 

Sanji sonrió levemente y volvió a besar a Zoro, esta vez de forma más intensa. Un beso que le acompañara durante toda la noche, para que no olvidara que tenía a alguien esperando por su regreso. Que tuviese siempre en mente que debía sobrevivir costase lo que costase. Daba igual los hombres que matase, él tenía que llegar vivo. El espadachín aceptó el beso gustoso, y a duras penas soltó al rubio de sus brazos cuando éste salió por la puerta rumbo a las habitaciones. Zoro se quedó allí unos momentos, pensativo, asimilando lo que acababa de pasar, suspirando por el beso recibido. No moriría. No esa noche.

Notas finales:

¿Qué os ha parecido?

Vaya vuelco de acontecimientos, eh? Igual es un poco surrealista, pero es lo que tenía en mente y creo que encaja perfectamente con el mundillo que la isla tiene. Es decir, si tienes sometida al 65% de la población como esclavos, habrá un momento en el que ya no puedan más y se rebelen.

Eso explica la actitud de Penguin, por eso tenía tantas ganas de que llegasen estos tres días de fiesta. No es que los wardu se hubiesen aliado para planear el asalto con anterioridad, simplemente disfrutaban de sus tres días de libertad. Debe ser muy duro poder hacer lo que uno realmente quiere (o no ya eso, simplemente actuar como una persona libre) sólo tres días al año. Igual ahí me pasé u.u

¿Os ha gustado la pelea? Nunca había escrito una escena violenta, y la verdad que me ha costado lo mío porque la veía muy surrealista, pero oye, ahí está. He descubierto que las peleas no son lo mío xDDDD.

Bueno, por fin se ha desvelado el secreto de Zoro. ¿Qué, cómo os habéis quedado? Creo que ahora odiáis más a Kali que a Ishtar, o igual me odiáis más a mí, no sé xDDDDDD. Espero que os hayáis llevado una sorpresa, porque estábais todos preguntándoos el por qué pero ninguno decía nada, imagino que para no meter la pata xDDD.

Quería meter más sobre Kid y Law, pero el capítulo se me hacía larguísimo, y si me ponía con ellos no podría cortar por ningún lado. Así que la pareja principal se queda para el próximo capítulo!

Espero que os haya gustado y, cualquier cosa, ya saéis, un review :).

Muchísimos besos amores! <3<3


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