Capítulo III
El último sol de invierno
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El solsticio de primavera era una gran fiesta para el reino de Mirkwood. Los preparativos se trataban semanas antes del solsticio y la celebración se extendía hasta diez días después. El vino y la música abundaban, y durante el reinado de ningún elfo las arcas mermaron en vino o comida. Thranduil no era la excepción y estaba más que preparado para enfrentar las exigencias de los cientos y cientos de invitados. Pero estaba de más decirlo: todas sus fiestas eran espléndidas.
El último sol de invierno moría a lo lejos, y los últimos destellos hacían resplandecer a las hojas más altas. En pocas horas tendría lugar el solsticio. A él le gustaba recibir al sol de primavera, primaveralmente ebrio, y llevaba un retraso de varios días en su acostumbrada borrachera. Ahora, ¿por qué había alterado tan drásticamente su costumbre?
Los ojos castaños del arquero ocuparon su visión mental. Claro, era por él. No podía recibirlo así. Tal vez al resto de sus ilustres invitados, sí. Pero no a Bard. Estaba seguro de que le habría hecho alguna tontería.
Como preguntarle si acaso no lo había extrañado; porque Thranduil sí lo extrañaba… O algo así. El elfo aún no había encontrado un título que se acoplara al sentimiento que llevaba dentro. Lo extrañaba cada vez que recordaba aquella noche, en la que el hobbit les había llevado la piedra Arkestone a escondidas de la compañía, arriesgando su pequeña y rizada cabeza.
Aunque no lo demostrara, el corazón de Thranduil saltó de dicha en cuento sus ojos encontraron inexplicablemente, después de la piedra, el rostro de Bard. Entonces, podría decir que se enamoró de la esperanza que había en él, porque en el fondo no eran tan diferentes. Un par de viudos, padres solteros de linaje notable, con amplias responsabilidades sobre sus hombros, y la consecuente falta de tiempo para ocupar en los asuntos privados.
También notó cómo Bard correspondía a la mirada, y cómo sus labios, delgados y con aquel rictus de seriedad cuasi perpetua se curvaban en una sonrisa. En ese momento, pensó que la sonrisa se debía a la grata presencia del hobbit, por no contar a Arkestone que yacía en la mesa.
Ah, pero no sería la última vez que mirara esa preciosa expresión en Bard. O al menos, no así. Horas después, cuando los mortales dormían y Bard luchaba por mantener los ojos abiertos en su guardia, Thranduil no hizo nada por evitar que pasara.
Aún podía sentir en su tacto el recuerdo de la piel ajena, oh, cómo se había aprovechado del trance somnoliento, extático del castaño; su mano derecha recorriendo con delicadeza, como las alas de una mariposa, las facciones curtidas por el sol y el viento, la suavidad de esos labios finos y pálidos del frío que volvían a regalarle esa sonrisa, y la sedosidad de las pestañas, guardianas de la mirada que le dedicaba sólo a él, tan valiente y grata a la vez; mientras que la izquierda se ocupaba de cubrir bien ese firme cuerpo con un género que había sacado de su propia tienda.
Thranduil desearía que él recordara sólo un poco. Se preguntaba… ¿si Bardo hubiese estado despierto, hubiera defendido el beso furtivo que le robó? Sonrió al pensar que tal vez su destino hubiera sido ser atravesado por la espada del castaño, sin dar tiempo a otra profanación más.
Un muchacho, demasiado joven para vestir la armadura que llevaba encima, irrumpió en sus pensamientos y le hizo saber que en ese momento iniciaría la cena. Thranduil calculó menos de una hora, en la que se había perdido en sus pensamientos, miró el brazalete, cuyas piedras brillaban con una pureza casi mágica y decidió que lo luciría. Le iba maravillosamente bien con la túnica de mangas amplias.
- Es hora –masculló.
Bard miró el atardecer hasta el final, desde un alto balcón de la estancia. El cielo despejado dejaba ver alguna estrella, y contaba con que toda la noche continuara así. Sus hijos ya se habían unido a la celebración, las dos niñas ayudaban a Gandalf a ajustar las dosis de pólvora para cada lanzamiento, mientras que su hijo se había metido quién sabe dónde. Últimamente andaba muy extraño. Decidió cambiarse, ponerse algo más cómodo y sencillo, así que optó por un pantalón de piel negro, un par de botas de buena calidad y una especie de túnica con brocados de oro, color vino que le llegaba más bajo de las caderas y le sentaba muy elegantemente.
A lo lejos, en uno de los jardines estaba Lady Galadriel, quien se había prendado de su hijo, y mientras Lord Elrond la buscaba frenéticamente por el palacio de Thranduil, ella le enseñaba qué plantas servían para hacer filtros de amor.
Thranduil, en ese paso veloz y calmo a la vez, no vio al elfo que se acercaba a largas zancadas desde un pasillo transversal. La colisión casi los deja en el suelo. Lord Elrond se apresuró a tomar del brazo a Thranduil, quien para su sorpresa, no se molestó por el accidente.
- Lord Elrond, ¿estaba pensando en algo en particular? –inquirió mientras seguían caminando, tomados cortésmente del brazo.
- Creo que estaba pensando en algo similar a lo que usted, Rey Thranduil.
- Lady Galadriel está con un niño humano ahora, en los jardines del norte.
Algo que a Lord Elrond siempre le impresionó de Thranduil, es la habilidad que tenía para saber en dónde estaba la gente. Tenía un oído excepcional, incluso para un elfo.
- Pero, hay algo que le preocupa.
- Espero que no sea tan evidente, -lo miró con seriedad- Lord Elrond…
- Lo conozco desde hace siglos, no lo es. Confíe en mí. No diré una palabra.
- Confío en ti.
Claro que Thranduil confiaba en él. Pero ese algo que lo preocupaba tenía nombre, al igual que Galadriel era uno.
- ¡Ah, mira!, es Bardo –Lord Elrond hizo notar que el humano estaba a menos de veinte pasos en dirección diagonal de donde se encontraban, y respondió al saludo del castaño elegantemente, con un asentimiento.
Lord Elrond no percibió el ligero estremecimiento del rubio. Para ese entonces, el brazo de Thranduil había dejado velozmente al suyo.