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Eclipse Lunar por Kanashimi Amai

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Notas del fanfic:

Hace un tiempo había querido escribir esta historia. Junto con otro par que tengo en mente. 

 

Primero quisiera aclarar, esta historia es de mi completa autoría. Si desean publicarla en otras páginas primeramente pónganse en contacto conmigo. Los modos para hacerlo están en mi perfil de esta misma página.

 

Asimismo, quisiera aclarar que esta historia es enteramente homoerótica. No crean todo lo que lean ni piensen que me he confundido. Por algo la historia se irá desenvolviendo como he pensado.

 

 

Notas del capitulo:

El primer capítulo.

Espero sea de su agrado. Cualquier duda, sugerencia, comentario constructivo, será bien recibido.

Muchas gracias por leer.

Fase 1. El día en el que El Sol apareció.

Como se ve una mezcla de aceite y agua, aquel lugar tenía una rivalización notable entre un cielo oscuro y un suelo blanco como el marfil. Tal grado de diferenciación provocaba parálisis para admirarlo. Era tan bello que el arrullo, imitación producida por los silbidos del aire, formaba parte de aquella contemplación.

Los rayos de la luna caían en esos áridos suelos y el viento poco a poco los levantaba, envolviendo así, una mancha amarillenta. Sacudida por el aire, aquella fue despojándose, desvelando a una persona. Unos ojos mieles surgieron entre los trozos largos de ropaje que cubrían como vendas el cuerpo con piel de bronce.

 

–Deberían hacer mejor su trabajo –murmuró para sí mismo con una voz suave y gentil, pero que gozaba también de un tono alegre, cual si estuviese cantando con las danzas de la arena. Flecos densamente negros escapaban de los ropajes, marcando aún más sus pestañas largas y onduladas. Miró de reojo hacia atrás, las zonas carceleras se encontraban ya lejos que apenas eran visibles. «Al final, no fue tan difícil huir hoy» pensó mientras continuaba su trayecto.

 

En el límite que separaba la ciudad blanca de los esclavos, ni un guardia se encontraba. Sin poder evitarlo, sonrió afortunado, y es que parecía ser su día de suerte. Caminó más tranquilo comenzando a retirar el shemag[1], hecho de tela vieja y sucia, que resguardaba su rostro. Cubrió bajo ella el grillete metálico que lo marcaba de las personas. Fue adentrándose a la ciudad haciendo más notable el sonido de cascabeles e instrumentos.

Las mujeres giraban y agitaban sus velos; cabellos cobrizos, azabaches y albinos se sacudían con el movimiento. Cruzó miradas en algunas ocasiones con aquellas quienes a su vez le sonreían. Él era un joven hermoso, con una piel bronceada parecida al caramelo derretido. El trabajo duro le había marcado el cuerpo pero sin perder la belleza delgada y esbelta que transpiraba.

Pegado a un establecimiento de roca maciza, se encontraban unas cajas de madera apiladas. Tomó asiento encima de una pila de tres cajas observando a las danzantes, que alrededor de una fuente, giraban haciendo remolinos de telas satinadas y encajes. El brillo que ellas desprendían era mágico, único e hipnotizante. Estando allí no se sabía si era el sonido lo que te cautivaba o sus pasos gráciles. Sin embargo, algo era seguro, estando frente a ellas la atención era robada.

Él era diferente. Ciertamente pensaba que aquellas mujeres eran hermosas y que sus pasos ligeros hacían creer a cualquiera, hasta el más ateo, en el paraíso; pero a diferencia del resto, no le provocan esas emociones que cautivaban, tampoco esa necesidad por verlas, ni mucho menos la curiosidad en lo divino. Nada de eso. Ellas eran sólo mujeres hermosas que danzaban exquisitamente, como una obra de arte para admirar pero que no llega a ser hechicera en la vida.

¿Por qué sucedía? ¿Por qué él era el único con ese modo de pensar? Porque él ya había conocido lo más hermoso, lo más cautivante y lo más santo. Había conocido una belleza misteriosa que despertaba hasta la más simple curiosidad, nublaba los pensamientos y hacía dudar de toda existencia del pensar en cómo era posible que semejante ser fuera real.

La conoció y al mismo tiempo sucumbió en un amor platónico. Ella no sabía de él, pero él sabía de ella. Hasta entonces era suficiente, con mirarla desde lejos cada mes, con saber de ella por boca de otros cada día, con imaginarla cada noche antes de dormir. Era verdad, había enfermado gravemente de un amor imposible; de un amor lejano y triste. Aún así, estaba enamorado. Vivía felizmente siendo esclavo porque ella existía y todas las noches al ser retirado a su celda miraba por las rejas de la alta ventana a la luna, una hermosa luna que la representaba.

«Silencio», escuchó una voz estruendosa que desarmonizó no sólo el ambiente alegre sino también sus emociones. Buscó a la persona culpable encontrándose con un hombre robusto y negro cual ceniza, en sus muñecas llevaba unas esclavas de plata con sellos lunares y solares. «Un soldado» arraigó en sus pensamientos y desvió la mirada.

Aquella presencia prominente pareció haberle leído el miedo; lo observó fijamente surgiendo con la idea de ir hasta él para mirarlo más de cerca, a pesar de ello, se detuvo para volver a su labor–. Nuestro Sacerdote del Este ha llevado las oraciones a nuestro Dios Sol, no debemos preocuparnos más por la sequía, él se compadecerá de nosotros –Aclaró buscando entre los presentes al joven que antes le inquietó pero no lo encontró–. Es todo –terminó por decir bajando del monumento empedrado mientras las ovaciones hacían apertura nuevamente a la música

Liberó un suspiro con el rostro semi oculto por la bufanda, no pensó que tal hombre sería capaz de reconocerlo. Acechó estando en el callejón en el que se había escondido, aquel soldado paseaba entre las personas. «¿Acaso de verdad me veo tan miserable para ser descubierto como un esclavo?», enredó más su rostro con las telas recogiendo después con una cinta su cabello azabache. Salió de su escondite mezclándose con los terratenientes. Ya no tenía tiempo, quedaba poco para que las rondas de guardia volvieran a iniciar.

Abandonó la plaza principal, cruzando luego la zona donde las familias de clase media tenían sus residencias. Más adelante estaban las casas cuyos dueños eran los más ricos mercaderes, políticos y extranjeros; sin embargo, esas edificaciones no eran las que le interesaban. Su interés radicaba en aquella calle hecha de piedras caliza que se bifurcaba hacia los templos.

En el Este se encontraba el llamado Santuario del Sol, una edificación enorme que poseía una cúpula de lo más impresionante. Tenía altas murallas impidiendo así pasar a otras personas salvo sacerdotes o doncellas. La entrada era una reja dorada tan alta que se necesitaban grandes máquinas de palancas y engranes para moverla. No conocía ese lugar, nunca antes había ido a pesar de que en su infancia vivió entre los bajos suburbios; ni a pesar de que cada niño, nacido en aquellas tierras, había sido bautizado en él. Quizás desde su nacimiento fue maldito, empero, no le hacía gracia ni desgracia, su suerte era así y así seguiría siendo.

Las orbes mieles viajaron entonces hacia el otro camino, allí estaba una construcción menos ostentosa, cuya belleza era el pulcro blanco que emanaba de las paredes de sus bajas murallas; tan bajas como los árboles mismos. A los ojos de los demás, era un lugar pequeño, fácilmente olvidado luego de ver el portentoso Santuario del Sol; ése era el Santuario de la Luna.

Anduvo sonriendo, los labios delataban la ansiedad y emoción de poder verla. Unos segundos. ¡No! No eran suficientes. Unos minutos únicamente. Pedía simplemente unos minutos para grabar en sus recuerdos esa belleza. Corrió con el corazón latiéndole fuertemente sin detenerse siquiera para respirar, y no paró, a pesar de que los pies descalzos en más de una ocasión pasaron a tirarlo por su propia torpeza.

El joven corrió, se agitó, casi voló y, cuando estuvo frente al árbol de frutos color rosa mate, se detuvo a admirarlos. Las formas redondas con un leve hundimiento en su parte superior, le daban una imagen similar a un corazón. Sus pies avanzaron otro poco deteniéndose. Llevó la mano al pecho que estaba descubierto de chaleco, su corazón aún no frenaba sus latidos. Estaba alborotado como los trotes de un caballo. Respiró hondo y soltó aire de los labios. «Tranquilo» se interiorizó dando luego un paso al frente empezando a escalar.

Las ramas eran suaves pero el chico no tenía un gran peso. Se sujetó bien de cada centímetro de la piel del árbol y con cuidado fue subiendo. No tardó en estar en la cima para luego cruzar la pequeña muralla. Bajó de ella y acto seguido se escabulló entre los arbustos del jardín. Aquel lugar poseía un aroma dulce y primaveral que le hacía sólo imaginarla. Quizás ella al pasar mucho tiempo en el jardín olería igual.

Salió de sus pensamientos al ver cómo la dueña de sus sueños surgía fuera del Santuario yendo a donde él ahora se encontraba. Como supuso, aún conservaba aquella rutina. Bajó el sonido de su respiración y la siguió con la mirada. Ella era un ser vestido con telas blancas parecidas a los de una novia. La poca piel visible era pálida con una sensación de frialdad, sus ojos grises y rasgados estaban rodeados por unas pestañas albinas; todo su presencia era divinidad, incluso su cabello largo y ondulado, cuya ausencia de color sólo le hacía ver más como un ser más irreal.

Ella caminó un poco por el jardín paseando la mirada en los arbustos. ¿Qué buscaba? ¿Qué intensamente miraban esos ojos hechos de plata? Él no lo sabía, pero deseaba tanto saberlo. Quería conocerla, hablarle, escucharle... ¿Por qué la vida le torturaba de ese modo? ¿Por qué él mismo se había vuelto un masoquista?

 

–No deberías estar aquí. –Llamó a la mujer un hombre aparentemente mayor, en los ojos grises donde habitaba un vacío impermutable arribó una luz cálida. Sus pies se dirigieron a aquella persona y le abrazó como si fuese a morir en ese cuerpo- Nahavi, deberías estar descansando –murmuró el sujeto mientras la arropaba en sus brazos, ella escondió su rostro en ese pecho moreno dejando salir una silenciosa lágrima.

–Mañana será el último día. –Levantó el rostro buscando los labios del otro, las manos poseyeron aquel cuello y abrazándole sació su necesidad.

 

Los ojos color ámbar se cerraron en el acto, el corazón se le quebró. Era obvio que una mujer tan hermosa tendría alguien a su lado pero ese pensamiento no aliviaba el dolor punzante en su pecho. Apretó el puño queriéndose arrancar el corazón. ¿Por qué ella estaba con aquél... y por qué él tenía que haber malnacido?

Volvió a mirarlos. Constantemente soñó con un beso de ella. ¿Cuántas veces habrán sido? ¿Tantas como para nunca haberlas contado? Su mirada entristeció al verles. Era un masoquista, él lo sabía; lo supo desde el primer momento en que la vio. Sabía que de algún modo era imposible, aún así tenía una estúpida esperanza, de esas esperanzas creadas por al fantasía del amor.

Se sentó en el césped mirando perdido sus pies, ellos tenían arañazos y cortaduras; observó las palmas de sus manos, estaban llenas de callos y manchas; pasó los ojos a su cuerpo, moretones y cicatrices decoraban cada centímetro de la piel. Eran diferentes, y ahora lo veía. Eran totalmente diferentes y nunca podrían estar juntos, sin embargo, la amaba. Amaba a un ser que no sabía de él y que ni él mismo sabía más allá de su belleza fría y distante. Qué ridículo amor.

Se puso de pie, el cuerpo le pesaba y a la vez se sentía vacío; vaya contradicción en la que se encontraba. Aquellos ajenos a su existencia parecían marcharse, también debía regresar. Miró hacia abajo, las lágrimas caían en la piel de sus pies y en el césped. Estaba llorando y no lo había notado.

 

–Tú no deberías estar aquí. –Escuchó por detrás haciendo que su cuerpo muerto temblara y a su vez sintiera el frío sudor recorrerle. Se preparó para correr pero se paralizó al ver que quien le hablaba era el mismo sujeto que besó a su Diosa. Caminó un paso hacia atrás mirándole fijamente, los cabellos del otro eran largos y negros sujetos en una cola, y aunque todo en él era atrayente lo que sobresalía más eran esos ojos dorados.

–Lo siento... Ya me iba. –Atinó a decir retrocediendo más, debía huir o sería atrapado por los guardias.

–... –Lo observó de pies a cabeza como si estuviese inspeccionándole–. Eres un esclavo –declaró luego de unos segundos sosteniendo la mirada dorada en la otra. Parecía como si ambos ojos hubiesen vibrado ante el encuentro. El reflejo oro se apoderó de las orbes de ambas partes repartiendo en cada cuerpo un eco vibrante– ¿Buscabas algo?

–Dije que ya me iba –espetó. Algo extraño en su cuerpo le impedía moverse lejos del ajeno, cada célula parecía estar resonando en su interior, cerró con fuerza los ojos ¡¿qué demonios estaba pasándole?!

 

Su muñeca fue sujeta por el otro. Levantó los ojos con desespero. Por los pensamientos del joven pasaron miles de ideas, miles de castigos y en el peor de los casos, la tortura fatal.

 

–De verdad... Lo siento. –Trató de forcejar pero el sujeto, poseedor de una mano grande y cálida, no se lo permitía. Su ser temblaba. Tenía miedo, un horrible miedo que no podía describir.

–Shhh... Despertarás a Nahavi. –Lo jaló cubriéndole los labios sin perder el agarre; el chico de orbes mieles le vio de reojo mientras sentía aquella respiración cerca de su oreja, volvió a moverse intentando así separarse pero ese hombre era más fuerte que él–. No te haré daño, sólo mantente en silencio o los guardias van a escucharnos... –guió los ojos sobre los otros más jóvenes– ¿No quieres eso, cierto? –El muchacho negó observándole, siendo después soltado con cuidado–. Bueno, como dije antes, no deberías estar aquí... ¿Has venido a robar?

–N-No –declaró sintiéndose como un niño atrapado luego de haber hecho una travesura, mantuvo el silencio en la espera de más interrogantes que aquél tuviese.

–...Si no viniste a robar –analizó unos segundos los hechos mientras posaba bajo el mentón el puño– ¿Has venido a espiar? –Los ojos del muchacho se delataron al abrirse cual platos–. Ya veo. Supongo que has venido a espiar a Nahavi, ¿es así?

El hombre de piel bronce similar a la del chico, cuyos ojos dorados brillaban bajo unas hebras nuez, sonrió ladino. A su edad, no tan joven ni tan mayor, podía leer ya con facilidad los pequeños actos ajenos y con base a ellos inferir en las cosas. Se acercó y dio unas palmadas en el hombro del muchacho para luego darle la espalda. «Acompáñame», fue la petición que le hizo al empezar a andar.

Nunca antes se había sentido así, era una atracción extraña que no le causaba incomodidad. Sus pies siguieron al hombre que, dándole la espalda con aire de confianza, avanzaba hacia donde antes su Diosa había ido.

 

–Espera aquí. –Le detuvo con la palma de la mano haciendo que se parase cerca de la entrada. Era tan obvio que no le dejaría entrar a él, un mirón, a donde estaba su amada.

 

Aún así, los orbes mieles no desaprovecharon la oportunidad. Pasearon en cada rincón de aquella habitación. Nunca antes imaginó que llegaría el día en que estaría en esa recámara. Era tan depresivo vivir de ilusiones que sus limitados pensamientos vagaban entre la sola imagen de ella y el anhelo de verla.

Detuvo la mirada cuando se encontró con aquel velo blanco tendido en el mueble. Caminó hacia él. Sin duda sería de ella. Lo sabía. Algo en él se lo decía. Se dio cuenta de su acto cuando lo tuvo en sus manos, sin embargo, nuevamente se perdió en éste mismo. La nariz cruzó sobre la suavidad de la prenda. El olor a flor bañaba en cada milímetro de aquella tela. Sus narinas experimentaban con osadía el paraíso. Un malnacido como él, nunca podría haber tenido la oportunidad de probar aquella dicha.

 

–Encontraste algo interesante. Si Nahavi te viese se sorprendería. Aunque no sabría decirte cómo actuaría en respuesta.

 

Dio un paso hacia atrás. La voz que, a pesar de ser grave, se sentía afable, le había sorprendido. Sus manos trataron de esconder inútilmente tras su cuerpo el velo. El hombre le sonrió ladino. No sabía si aquella mueca era burla, lástima o amabilidad–. ¿Por qué me has dejado entrar?

 

–¿No querías conocer más a Nahavi?

 

Afiló la mirada ámbar. Aunque no sentía peligro, la actitud del sujeto le era demasiado cuestionable. Viajó los ojos de arriba hacia abajo. Observó con cuidado. Debía ser precavido. Debía huir.

 

–Huir sólo hará que atraigas la atención. Los guardias andan por todo el lugar. Debes saberlo, es una celebración esta noche y, permanecer alrededor del Santuario, sólo te traerá desgracia –Extendió la mano mostrándole un pequeño recipiente dorado. Aquél estaba adornado de piedras verdes y blancas. Con una tapa parecida a la cabeza de un elefante–. Toma. Esto es lo que necesitas.

–¿Cómo?

–Bajo tu shemag, hay algo que te delata. Esto te ayudará a salir de aquí, Adiel.

–¿Cómo sabes mi-

–Mi nombre es Jaim. Soy el Sacerdote del Santuario del Sol.

 

___

Gracias por haber leído.


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