12<< Dilemas y balas que tomaría por ti.
Kuroo Tetsurô estaba consciente y voluntariamente obsesionado con los ojos, las muecas y los gestos de Kozume Kenma.
Kuroo no se odiaba a sí mismo, como Tsukki siempre le decía, ni tampoco ha visto demasiadas películas de Julia Roberts en Netflix, como Bokuto había ofrecido un día. Kuroo tenía una peor concepción de sí mismo y del amor que la autoflagelación, entendida tanto en ver el rostro de una actriz por horas y días o en el hecho de querer meterse un balazo en el centro de la cabeza. Kuroo tenía el cerebro lavado y lleno de la única deidad que podía alabar, el único verdadero concepto del amor: Kenma. Kenma y sus ojos dorados. Kenma y sus gestos nerviosos. Kenma y sus labios delgados. Kenma y su cabello largo. Kenma y su escuálido cuerpo. Kenma, Kenma, Kenma.
Kenma era una clase de fatalidad, de enfermad en fase terminal que le desgarraba por dentro y le rompía las entrañas, enredadas entre sí. Kenma era un inevitable final amargo de una hermosa película: Kenma, tan revolucionario, tan contradictoriamente solitario cuando era tan dependiente, tan lejano e inestable para avanzar, terminaría bajo un montón de escombros con el corazón atravesado, matando a Kuroo, hiriéndolo terriblemente.
Kenma era un revolucionario. Que a Kuroo no se le olvidara, porque el día que se le olvidara, lo llevaría a vivir con él y le cocinaría cocida quemada todos los días y domesticaría como si un gato callejero fuera. Lo llevaría a él, lo mantendría con él, y todos sus rasgos revolucionarios desaparecían casi por completo, y Kenma, su Kenma, terminaría por destruirse en la idea de una vida hogareña.
Kuroo vivía en un dilema constante: Dejar a Kenma morir en una horrible batalla de revolucionarios o dejar a Kenma morir en una falsa ilusión de lo que Kenma no era.
Era martes, Kenma fuera de su propia casa jugando con sus manos con una bufanda enredándose en su delgado cuello, mirando al piso, levantando la cabeza solo cuando Kuroo se acerca y su mano se acerca a su cabello.
—No te peinaste—es lo primero que dice, y Kuroo no sabe si son sus palabras o las de Kenma, las de su mejor amigo. Son de Kenma, lo sabe porque sus labios se aprietan y sus ojos titilan como el reflejo de las estrellas en el mar, esperando respuesta.
—Tú tampoco—responde, sus dedos finalmente enredándose en su teñido cabello y las mejillas de Kenma colorándose por el tacto.
Tantos años, tantas caricias y tanta cercanía, y Kenma aún no se acostumbraba a sus caricias.
Eso era un de sus señales: no lo domestiques. No es un animal a domesticar.
Terminan por ir caminando a la estación de metro para su universidad. Kenma no lleva su consola en las manos, con la vista fija en el piso. Sus raíces oscuras cubiertas por un gorrito blanco, y sus famélicos brazos escondidos en un suéter que Kuroo jura, alguna vez le perteneció.
Si Kenma alguna vez le pertenecería como ese suéter. Esa era otra de sus señales, de esas que le gritaban que corrieran antes de que esa bala le llegara a Kenma en el corazón y que se escondieran en la derretida idea de un ambiente familiar.
Kuroo pone una mano en el hombro de Kenma cuando llegan a su estación y ambos bajan. Caminan, con Kuroo aún tocando la chaqueta que cubre el cuerpo de Kenma, apretando con suavidad.
—¿Te molesta? —preguntó despacio. Kenma tensado, poco acostumbrado a la idea de Kuroo no entendiéndolo, de Kuroo siendo directo con sus palabras y no con sus actos.
—No—responde en un susurro—. No me molesta.
Kuroo aprieta un poco más el agarre, sin apretar totalmente.
—No cambies, Kenma.
Kenma lo mira con los ojos cristalinos de duda. Kuroo se decide entonces. Que Kenma se quede revolucionario, solitario y lejano si quisiera, o que se ponga doméstico, tocable y cerca si es lo que anhela, porque Kuroo siempre estará con él, en cualquier momento y en cualquier lugar. Y que no se atrevan a intentar quitárselo, porque él tomaría cada una de esas balas y las devolvería sin dudar.