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Mi dulce y tierna bestia por ElfVin

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Notas del fanfic:

Holap, em bueno, ahora, este fic, es propiedad exclusivamente mía, (está registrado, por si), se los comparto como un desvarío de mi mente. Espero que les guste tanto como a mi me gustó el concepto, gracias a los posibles lectores; un inmenso gracias. 

Por cierto, el título está basado en un vals de Eugen Doga, bajo el mismo título "Mi dulce y Tierna Bestia". Me basé ligeramente en el cuento la Cenicienta... 

¡Gracias otra vez! Ojalá que lo disfruten, sean bienvenidos/as. 

Notas del capitulo:

Hola que tal, sean bienvenidos/as, a disfrutar mi primer trabajo original, bueno, al menos el primero que subo aquí... em, espero que les guste, comenten, critíquen, disgustense, etc., y agradezco de antemano su visita. Como menciona el título, esto es solo un preludio, o la cara antes del relato mismo, no sé qué ritmo de subida tomar, porque soy terriblemente inconstante, pero mientras, disfrútenlo.

 

Los oboes resonaban con su máximo ruido por todo el palacio, de dramático y exagerado ornamento; cornos dorados que reflejaban las luces sepias de velas encaramadas en los candelabros áureos que daban una apariencia de islotes flotantes; telas traslúcidas bajando graciosamente por los pilares, y la peste nauseabunda resultado de centenares de perfumes caros y baratos entremezclándose con el olor propio de cada ente que se mecía al compás de un viejo vals; de un rezagado clavicordio y violines sentimentales. La gente bebía, bailaba, tocaba…, embotando con todo aquello cada sentido hasta la inconciencia.

Era un carnaval de máscaras.  En plena Venecia. En plena media noche, bajo el velo místico de la luna llena. Y en pleno palacio gubernamental. Dentro de este, la muchedumbre multicolor bailoteaba sobreexcitada; el lugar era la metáfora de un furioso mar atardecido.

A las bajas horas de la noche, la gente acudía a los cuartos de baja iluminación ubicados en las plantas altas del palacio para desatarse, había momentos en que la pista no podría albergar ni un polvo más; en otros tantos, el cuerpo de la gigantesca nada bailoteaba con libertad. No obstante, de entre todas las personas que se contoneaban; de aquellos que con modos vomitivos ingerían banquetes y bebidas, había un hombre, de entre toda la sala, que ni bailaba ni bebía, y parecía encerrar egoístamente su completa existencia dentro de sí, alcanzando a resaltar a la vez por su silencio: de negra y delgada silueta, lacia como cada cabello que caía sobre sus hombros vestidos de noche, portando la negra máscara con fisonomía de cuervo, que le hacía pasar por un médico della peste.

El silencioso individuo como ya se dijo, ni bailaba ni bebía, observaba únicamente, apegándose a su disfraz de cuervo herbívoro; hastiado totalmente del tumulto femenino que le rodeaba curioso. Le toqueteaban los hombros; rodeaban sus gruesos brazos con sus desnudos propios que hacían danzar las borlas de sus vestidos de encaje y colores sobrios y pasteles. Otras más atrevidas, intentaban sacarlo del evento para encarnizarse con él en un voluptuoso lecho. Pero él, el Cuervo, simplemente las ignoraba. Se dedicaba a escuchar la ronda de los violines; el forte y el pianísimo. El Cuervo suspiraba a través de su máscara que le mantenía seguro de la muchedumbre. Para entonces, su vista remontó vuelo como otras cien mil anteriores veces y allí estaba él, la luna llena sobre el cielo, de facciones andróginas y con la pulcritud de la porcelana; blanca y suave a la vista, apenas bajando las escaleras, envuelto en el blanco fulgor de su blanco frac, descendiendo con un paso lento, como un amanecer, como si con él naciese el día…, sus cabellos de nieve revoloteaban al dar paso y paso, y se volvía más y más blanco conforme la luz le bañaba; casi fulgurante. El Cuervo sintió la flecha de Cupido, sí, tenía que acercarse. Las mujeres se aferraban a su frac negro, le tironeaban como si de un arbusto de espinosas rosas se tratase. Pero el Cuervo tenía que subir a la Luna, mientras la veía desaparecer entre la multitud como un luminoso espectro evanescente, que esquivaba a las gentes mientras las miraba con tristeza, gesto que percibía con la sumisión de sus hombros caídos. El Cuervo caminó de golpeada manera; empujaba a los hombres, y a las mujeres las movía con sus manos para colocarlas a sus costados y que no le estorbaran la carrera, pero para cuando se vio libre del ebrio tumulto, la Luna había desaparecido.

Frente al Cuervo había una terraza enorme que miraba a los jardines principales, poblados por rosas de miles de colores, azáleas y claveles, imperiales todos. No obstante, él buscaba la más bella rosa silvestre que jamás vislumbró. Caminó por la oscuridad, bordeando las paredes repletas de enredaderas negras a la ausencia de luz, y en la plena esquina del reluciente barandal de plata, le miró nuevamente. La Luna que se ocultaba del día artificial que hacía dentro del palacio. El Cuervo se acercó con movimientos sigilosos cargados de seguridad y asombro, mientras dentro, la música se alzaba en un fortísimo, y estando frente a la Luna distraída, se inclinó ante él ofreciendo su mano para una pieza, aún impactado, no obstante, intentando solventar su nerviosismo bajo el mencionado velo de seguridad. La Luna le miró a través de su impávida máscara, de labios resaltados, con los ojos entrecerrados en un gesto dormilón, y la nariz aguda como una flecha.

La Luna le tendió la mano al cuervo. Éste último, miró su manecita con encanto. Se sorprendió al ver, que no eran guantes sino su piel desnuda; melliza a la nieve, fría y blanca. Sus dedos eran acordes a todo un bello cuerpo curvilíneo: no muy largos, y no muy anchos. Como los de un muchacho que rebosa de vida y belleza. El Cuervo entonces se quitó los guantes, en ecuanimidad y mostró sus manos largas y jóvenes. “Como las de un pianista”, recitó la Luna, con su bellísima voz, que hechizó de inmediato al cuervo, melodiosa como un violín, suave como el viento en brisa, y que aun así conservaba su masculinidad, como si se tratase del mismísimo Jacinto.

Con celeridad, el Cuervo tomó ambas manos de la Luna, y lo llevó dentro del salón, empujando a todos para que ninguno tocase un cabello a su preciosa Luna. Ya en el centro, el Cuervo alzó la diestra de la Luna con la suya, y llevó éste su izquierda, a la espalda baja del muchacho, le meció en el suave arrullo del vals. La máscara del Cuervo y la Luna  se golpeteaban cuando estos intentaban acercarse los rostros, y la Luna parecía sentir en las manos del Cuervo sus disculpas, pues reía divertidamente, percibiendo al tiempo la sonrisa seductora de su Cuervo.

El Cuervo sobrevolaba la pista con la Luna en su envergadura, provocando la exudación de prejuicios y el romanticismo de todos y algunos. El Cuervo le miraba la máscara intentando adivinar qué delicioso rostro se ocultaba detrás. Qué bellas siluetas podían dibujar qué rostro… estaba consumido en la expectación; en la admiración. ¡Debía oh, ver su rostro! Le llevó a una esquina del palacio, detrás de unos enormes pilares, detrás de la enorme mesa de bocadillos, y colocó suavemente, ambas manos sobre la falsa carita de la Luna, sentía sus cabellos, suaves como la pelusa de un pichón. La Luna le tomó las muñecas con sus manos jóvenes, y le besó la mejilla, con todo y máscara, a lo que el Cuervo intentó zafarle el rostro falso. La Luna rápidamente bajó el rostro, retirándole las manos al Cuervo de sí. Y trató de alejarse, impedido por el peso del Cuervo que lo retenía contra la pared y su cuerpo mismo. “Tengo que irme”. Suspiró la Luna. “Casi amanece”. Agregó. Entonces el Cuervo negó con la cabeza; sin voz alguna, y la Luna asintió con su misma cabeza, alejándose presta, del Cuervo.

El Cuervo, viendo cómo la Luna se alejaba, le alcanzó; le tomó la muñeca con firmeza, y mientras, se quitaba la máscara con la otra mano. Posó su mano larga sobre el pico de cuervo, y se la quitó presto, cayéndo sus cabellos sobre un rostro angelicalmente demoniaco, largo y joven, de labios apenas rosados y ojos largos de tinte ambarino y aspecto frío, de nariz casi tan afilada como el pico de cuervo, y a la vez pequeña. El Cuervo acercó a la Luna a sí, y sus labios tibios, besaron la fría máscara de la Luna, que jamás nunca respondió el beso… Dejó a la Luna marchar. No sin antes haberle permitido ver su rostro, una y otra vez, para recordarlo, para que si la Luna volvía a verle, y aunque éste último no lo recordase, La Luna lo hiciera, teniendo la oportunidad de acercarse...

- Ha sido un placer. - Suspiró inocentemente la Luna, desapareciéndo con suma prisa.

El Cuervo por su parte, únicamente le miró alejarse, antes de imitarlo.

Notas finales:

Gracias c: 


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