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Después de él por Eiri_Shuichi

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Notas del capitulo:

Tercer capítulo de esta historia totalmente impopular; pero el cariño por el que empecé sigue existiendo, además de que Rica y Francisco aún tienen guerra que dar. No sé cuanto dure, pero hasta entonces estaré actualizando.

Mi parte favorita de este capítulo es poder compartir una fiesta tradicional que además es mi favorita: Día de muertos. ¡Me encanta! Y ya antes le había hecho referencia en otras historias pero nunca con el detalle de esta ocasión (o al menos eso creo) y en el siguiente creo que habrá mucho más de esta hermosa fecha porque aunque faltan varios meses, encaja perfecta al ritmo del fic.

Era el penúltimo día de octubre cuando Ricardo se encontró en aquel mar de gente, donde el flujo del comercio no cesaba en todo el año, donde los aromas de la comida fresca se mezclaban con las hierbas y el humo de los inciensos, donde las figuras de la Niña Blanca convivían con las imágenes de santos, donde los zapatos, la ropa y los accesorios se vendían con la misma naturalidad que la carne o la verdura.

Dirigió sus pasos directamente hacia un gran puesto de golosinas, donde la fruta caramelizada y los dulces de leche formaban un abanico de colores que despertaba el apetito, pero no era eso lo que él buscaba, sino pequeñas y aparentemente frágiles figuras en forma de cráneo formadas de azúcar blanca, ribeteadas en tonos pasteles, con resplandecientes ojos de lentejuelas que observaban todo y a la vez nada, y las delgadas tiras de papel metálicas en la frente en que sin dudarlo debía haber un nombre escrito.

Cogió unas pequeñas pinzas de plástico color naranja y comenzó a elegir de a poco las piezas que más le atraían; nunca había tenido un sistema, lo hacía por impulso y se sentía bien así, buscando las moradas y azules porque le gustaban más que las verdes o las amarillas, y evitando siempre las rosas. Cuando se sintió complacido con la cantidad de calaveras de alfeñique buscó una grande de amaranto y otras tantas de chocolate.

Pagó sin demora y se dirigió a otro pasillo repleto de juguetes, piñatas y lo más importante, decenas de coloridos papeles picados; los recorrió todos con la mirada hasta encontrar lo que buscaba, la artesanal figura de la Catrina en distintas tonalidades. Tomó cinco, calculando que fueran suficientes; miró una detenidamente, recordando aquel mural que había visto de niño tantos años atrás y que si bien era una imitación, capturó su atención hasta quedarse grabada en su memoria, al menos aquel esqueleto, presumiblemente femenino engalanada en blanco, con sombrero de plumas y una serpiente emplumada.

La siguiente parada fue una panadería perdida en el mercado, donde  las piezas circulares espolvoreadas con pan compartían espacio con unas antropomorfas que tenían un par de frijoles crudos por ojos y los brazos cruzados. Lo cierto era que prefería el sabor dulce de las primeras, pero le encantaba la forma de las segundas y nunca dudaba en adquirir un par.

Tenía las manos llenas de bolsas y suficiente comida para alimentar a una familia, pero aún faltaba algo muy importante, una pieza clave: las flores. Dirigió los pasos hacia la salida, guiado por la costumbre y el instinto, como si los latidos de su corazón fueran una brújula acústica que le marcaba ritmo y dirección hacia aquel espacio donde la luz del sol se filtraba libremente y de pronto estuvo rodeado de pétalos de mil colores. Orquídeas, dalias, rosas, crisantemos, alcatraces, claveles y hasta jazmines inundaban con sus aromas frescos, los arreglos de diversos tamaños le parecían infinitamente hermosos.

Buscó con la mirada hasta encontrar los pétalos entre naranja y amarillo del cempasúchil que yacían en racimos inmensos dentro de cubetas con agua para preservarlas por más tiempo; al otro lado estaba el terciopelo, abundante, suave y morado, cerca de la nube, tan sencilla y blanca que parecía insignificante y sin embargo resultaba cautivadora.

Fue entonces cuando se le aguaron los ojos, con la mezcla de alegría y tristeza, atorada en el pecho queriendo escapar en un gemido que pudiera expulsar toda la tragedia de su vida, o al menos aliviarla por un momento.

No era la primera vez que recorría aquellos pasillos, lo había hecho todos los años durante casi toda su vida, y en muchas de esas ocasiones él le acompañaba, compartiendo entusiasmo, risas y goce. Amaba pasar aquellos días a su lado y ese año, así como los últimos cuatro, extrañaba hasta la locura tenerlo cerca.

Entró al apartamento cargando las bolsas repletas de flores, pan y golosinas, tan pesadas que tenía que esforzarse para mantener el equilibrio y una acción tan simple como lo era introducir la llave en la cerradura le había implicado un gran esfuerzo. Cerró la puerta para llevar tan rápido como podía las cosas hasta la cocina; tenía tres días para terminar de preparar todo, pero estaba demasiado ansioso por empezar.

Lo primero que hizo fue mover los pocos muebles del comedor hasta hacer espacio en una esquina en la que colocó la mesa de centro que por fortuna era bastante baja, buscó después unas cajas en su armario y sin vaciarlas las colocó sobre la mesa más grande y alrededor de ella hasta formar, más o menos, la forma de una escalera de siete niveles sobre los que colocó piezas de tela blanca.

Dio unos pasos hacia atrás para darse una mejor idea del espacio que tenía y suspiró lamentando no saber cómo hacer un arco de palma, pero siempre había confiado que él estuviera para hacerlo. Siempre imaginó su vida entera con él.

Contuvo la pena tan bien como pudo, casi corriendo hacia las bolsas para buscar los pliegos de colorido papel picado que colocó cuidadosamente sobre los escalones, siguiendo con las velas. En los primeros tres niveles colocó un pequeño cuenco y un vaso vacío, en el cuarto puso las distintas piezas de pan aún en su envoltorio plástico, dejó el siguiente sin nada y en el penúltimo, con gran devoción, puso distintas fotos de él para romper a llorar.

El dolor en el pecho lo asfixiaba, cada inhalación era un suplicio, como si su corazón de pronto requiriera un esfuerzo sobrehumano para conseguir palpitar; la piel se le erizaba con un frío innatural, de puro miedo a afrontar la realidad, cada rincón de su casa, de su vida que él ya no habitaba más, todo aquello convertido en recuerdos que necesitaba suprimir para mantenerse en pie. Cayó al piso abrazando sus piernas llorando como un niño abandonado porque era exactamente como se sentía, como un infante dejado a su suerte, como si no existiera rumbo alguno porque a donde fuera no iba a encontrar aquello que realmente deseaba; a él.

Clavó sus uñas sobre la piel de los brazos en un intento autodestructivo por sacar el dolor, escuchando solo sus gemidos y el eco que estos formaban al chocar contra las paredes hasta haberse convertido en berridos, cuando perdió la noción del tiempo con la sensación de que aquellas lágrimas no cesarían jamás.

No supo si aquellos siglos de lamentos equivalían apenas a unos minutos para el resto del mundo, pero percibió los últimos rayos del sol filtrándose por el cristal de la ventana, con sus tonalidades naranjas y rojizas transformándose a violetas poco antes de dejar a su paso un cielo oscuro y estrellado.

Observó la luna llena, inmensa y resplandeciente en el cielo sintiendo la temperatura descendiente  mientras yacía tendido en el piso, sin deseos de ponerse en pie, imaginando que las velas del altar estaban encendidas, cantando en susurros estrofas de La llorona.

Las bisagras de la puerta rechinaron apenas cuando Francisco entró al apartamento. Casi al instante el pelinegro encendió la luz descubriendo a su amigo tendido en el suelo; cruzó el espacio que los separaba arrojándose para ver si Ricardo estaba bien pero no supo que pensar de la escena completa. No era la primera vez que descubría al castaño en ese estado, por el contrario, aquella era una de las temporadas en que generalmente se deprimía aún más y nada podía hacer salvo tratar de apoyarlo.

Finalmente notó el altar que se iba formando en el comedor; el nivel repleto de fotos captó principalmente su atención, haciéndole saber que ese año sería tan difícil como los anteriores.

—¿Quieres que te lleve a tu habitación—  no recibió respuesta -vamos, lo mejor es que te acuestes o vas a enfermarte

Como pudo pasó el brazo de Ricardo por sus hombros esforzándose para levantarlo y guiarlo como a un enfermo hasta tu cama en la que lo dejó caer de nueva cuenta sin que diera muestras de ser consciente, pero lo estaba, podía apostarlo, juraba que era consciente de todo lo que ocurría y sin embargo se negaba a conectar su cuerpo con la realidad, como si eso fuera suficiente para suprimir el dolor. Y es que al final todo se trataba del dolor, ese que atormentaba al castaño hasta en sus sueños y que a menudo él también terminaba sintiendo.

Lo frustraba enormemente no poder hacer nada, saber que nunca lo había hecho, incluso el recuerdo de esa horrible discusión todavía lo exasperaba; a la fecha Ricardo aún se negaba a tratar con gente y por algún motivo Diego, más que nadie, lo sacaba de quicio, con escuchar su nombre era suficiente para que se encerrara furioso en el cuarto durante horas. Por si fuera poco en las últimas semanas lo evadía y sabía que era su culpa; el castaño sabía lo que había cruzado por su mente aquella vez, las ganas de besarlo que casi le vencían y la confianza que le tenía quedó mermada.

—Necesito que reacciones Rica, por favor...

—Él solía llamarme así... — la voz del castaño se escuchaba apenas, tan leve que no parecía real —ya no va a hacerlo nunca más, me dejó

El corazón de Francisco se desmoronaba sin saber qué hacer, solo podía quedarse a su lado como un amigo.

—Vas a estar bien, te lo prometo

—No va a venir este año, nunca lo hacen

—Por favor no pienses esas cosas

—Tengo que terminar el altar, tiene que estar listo

—Tranquilo, mañana apenas es 31; aún tienes tiempo, ¿qué te parece si te ayudo este año?

—Me olvidé por completo de sacar a Rocco

—Está bien, lo haré yo si prometes dormir ahora, mañana puedes decirme que te pasa

Ya conocía a Ricardo suficiente para saber cuan incapaz era de entablar una conversación estando así, entre desvanecido y delirante, un cuerpo casi vacío.

Lo dejó solo en el cuarto a sabiendas de que pronto se pondría a llorar hasta quedarse dormido como hacía cada vez que la tristeza le ganaba a su temple. Buscó al can que se había quedado en el sillón, aparentemente contemplado la escena sin interrumpir y era en esas ocasiones cuando Francisco se preguntaba qué tanto entendía aquel animal pequeño y peludo lo que ocurría a su alrededor. Le colocó la correa y lo llevó hasta el parque cercano al que siempre iban al menos dos veces al día; las farolas estaban encendidas con sus focos cálidos, en las bancas algunas personas conversaban en parejas o grupos y el follaje se mecía con la brisa del dispersando el calor restante del verano.

Podía oír claramente el ritmo que creaban las garras de Rocco rozando con asfalto al compás de sus pisadas juguetonas, típicas de él cuando estaba feliz. Era triste pensarlo, pero su amigo no estaba en condiciones de cuidar ni de sí mismo y mucho menos de un animal, así que era casi un milagro que el schnauzer siguiera saludable. Se tomó unos minutos para mirarlo, era tierno, siempre alegre y un poco inquieto, sus ojos eran tan grandes y expresivos que siempre le hacían sonreír. Cundo se decidió a volver al departamento Rocco anduvo directo con gran entusiasmo, aparentemente feliz de poder volver a su casa y eso, de alguna manera, le hizo sentir mejor.

A Francisco lo encontró la mañana tendido en un sofá, contorsionado, con la ropa descompuesta y en compañía de Rocco, que indispuesto a levantarse, se quedó inmóvil en su sitio mientras el pelinegro se esforzaba por ponerse en pie para correr al baño y ducharse, temiendo que se le hubiera hecho tarde para ir al trabajo. Consiguió en tiempo record salir de la regadera, vestirse y abandonar el departamento con rumbo a su oficina, todo con tal ruido que Ricardo fácilmente podía calcular en donde se encontraba y que hacía exactamente.

El castaño esperó unos minutos para estar seguro que su compañero no iba a volver antes de levantarse de la cama; fue hacia la sala donde descubrió al cuadrúpedo todavía echado, aunque despierto y mirándolo de reojo con esperanza de que lo dejara en su lugar. Cogió la correa y de inmediato Rocco corrió a su lado moviendo la cola y ladrando para demostrar su emoción; cuando aseguró el cinto a su collar salieron del departamento y fueron hacia el parque, generalmente vacío a esas horas en que la mayoría de las personas de la zona trabajaban o iban a la escuela.

Se tomó el tiempo para recorrer las áreas verdes con tranquilidad hasta que vislumbró la figura menuda de una mujer con larga cabellera rizada que reconoció de inmediato haciendo que se le helara la sangre.

—Ricardo... — la fémina lo miró asombrada, con sus ojos almendrados muy abiertos por la impresión

—Hola Andrea, es una sorpresa verte— se sentía aterrorizado de haberla encontrado por primera vez después de aquellos años

—Sí, estaba viendo a unos clientes; ahora trabajo en una inmobiliaria

—¿Terminaste la escuela?

—Sí, gracias por preguntar; después de "ese incidente" creí que tendría que dejar la escuela pero mi padre decidió ayudarme

—Me alegro, tu hermano estaría muy feliz de verte ahora

—Gracias... ¿tú cómo has estado?, tu madre no nos cuenta mucho sobre ti desde hace tiempo

—Estoy bien— mintió —sigo trabajando y todo está igual, más o menos...

—Me da gusto saber que estás bien; la verdad es que mi madre se acuerda de ti casi a diario y creo que le gustaría verte

—No tenía idea

—Sí, bueno, es muy incómodo decirlo

Ricardo la vio girar el rostro hacia todas partes y mover las puntas de los pies  como hacía cada vez que estaba nerviosa; era lo mismo que hacía cuando eran niños y no encontraba la forma de confesar alguna travesura.

—Pero qué cosas estoy diciendo, soy una tonta; lo mejor es que me vaya, cuídate mucho...

—Andrea...

—Dime

—Me recuerdas mucho a tu hermano...

Escucho el rápido andar de los tacones alejándose mientras unas lágrimas escapaban de sus ojos y solo pudo morderse el labio para reprimir el llanto.

Apresuró el rumbo hacia el departamento, donde dejó a Rocco echarse a sus anchas sobre el piso para refrescarse mientras él se colocaba frente a la laptop de su escritorio y abría su correo para descargar el archivo que le habían enviado.

Durante las últimas semanas Héctor, su antiguo jefe, no dejaba de llamarlo con la intención de convencerlo de que retomara su antiguo puesto en la agencia de traducción donde solía trabajar y que decidió dejar debido a la depresión en que quedó sumido tras la trágica muerte de su pareja. Los primeros meses pudo sostenerse con sus ahorros y reduciendo gastos, pero de no haber sido por él en poco tiempo habría terminado en la quiebra; solía enviarle contratos aduanales, bastante tediosos y que no muchos querían trabajar, pero que eran mejor remunerados que los documentos personales. Era gracias a esos proyectos que conseguía solventar sus gastos, pero no era suficientemente rentable que se limitara a eso y el apoyo de Héctor no podía seguir por mucho tiempo.

Tenía que decidir pronto lo que haría, si retomar su antiguo puesto, lo que implicaba tratar con gente a diario, no esforzarse por mantenerse como independiente, corriendo el riesgo de pasar malas temporadas por carecer del respaldo de una empresa.

El mundo real, ese del que llevaba más de tres años huyendo finalmente lo estaba alcanzando; no quedaba a donde huir.

Se centró en el contrato traduciendo página tras páginas del francés al español tan rápido como podía hasta que consiguió terminar, sorprendiéndose al descubrir que apenas eran las seis de la tarde; le envió el archivo a Héctor con su respuesta, aún temeroso por la decisión que estaba tomando, pero la situación era bastante clara por lo que no tenía sentido prolongar el tema.

Fue a la sala en la que Rocco se entretenía mordiendo y lamiendo una carnaza en forma de hueso sosteniéndolo entre sus patas delanteras, con las orejas bien alzadas y la cola meneándose de lado a lado en un gesto claro de satisfacción que rápidamente fue opacado cuando lo vio sosteniendo la correa.

Francisco llegó al apartamento descubriéndolo solo; buscó en los cuartos y la cocina sin encontrar a su compañero ni al can, despertando por un instante el temor a que algo les hubiera sucedido, pero respirando hondo optó por ser paciente y preparar la cena sin perder de vista la hora.

Casi a las ocho escuchó la cerradura seguida por el chirrido de la puerta abriéndose; el pelinegro salió de la cocina y se alegró al ver a Rocco jugueteando más que de costumbre y a Ricardo, ataviado con un ligero suéter verde, sonriendo sutilmente.

—Bienvenidos— su voz sonaba ligeramente burlesca aunque era sincero, esperaba que el castaño no lo tomase a mal —me preguntaba a donde podían haber ido ustedes dos

—Terminé el trabajo que tenía pendiente temprano y decidí salir a dar un paseo con Rocco, creo que tardé más que de costumbre

—Es muy impropio de ti querer estar tanto tiempo fuera

—Necesitaba pensar

—¿Alguna cosa en particular?

—Sí, me pidieron que volviera al trabajo de oficina

—¿En verdad?, eso es... muy bueno, creo

Para cuando se conocieron Ricardo ya había abandonado la empresa donde solía trabajar, al menos a tiempo completo, solo tenía una vaga idea de cómo había sido por lo que su amigo le daba a entender y, por lo tanto, no estaba seguro si aquella noticia era o no positiva. Su mayor temor era la negación tajante que tenía el castaño a la idea de interactuar con nuevas personas y, en gran medida, también evadía a las de su pasado, como si se propusiera crear un estilo de "ermitaño urbano" del nuevo siglo.

—Sí, mi antiguo jefe, Héctor, me pidió que le diera mi respuesta cuanto antes

—¿Y qué piensas hacer?

—Yo... todavía no estoy seguro, pienso tomarme un par de días y entonces decidir— mintió sin un motivo en particular; ya había respondido a la petición y no podía retractarse, pero no estaba listo para decirle toda la verdad.

—Bien, no pensemos en eso por el momento; traje algo que seguro te alegrará

—¿En verdad?, no sé si esté preparado para sorpresas

—Tranquilo, es algo que de verdad te va a gustar— cogió al castaño por los hombros y lo empujó hacia el interior de la cocina, justo frente a la barra donde una decena de mandarinas yacía mezclada con trozos gruesos de caña de azúcar, un par de jícamas, un racimo de plátanos, varios piloncillos y un frasco repleto de granos de café

—¿Pero qué es esto? —preguntó el castaño entre risas de confusión mirando con asombro la colorida escena

—Anoche estabas demasiado mal para poder continuar con el altar, pero sé que es muy  importante para ti así que fui a comprar lo que hacía falta antes de venir; todavía hay que preparar la comida pero espero que esto sea suficiente por ahora

—Gracias

Sabía que era ilógico, absurdo y hasta infantil, pero por primera vez en todos esos años no se sintió solo.

No se trataba de estar o no físicamente cerca de alguien, eso siempre había sido irrelevante, porque lo que realmente había marcado todo ese tiempo era la ausencia de aquel que amaba, de forma tan cruda que parecía volverse sólida y abarcar cada rincón que él había habitado. Era esa sensación la que lo acompañaba hasta en sus pesadillas dilapidando cualquier esperanza de que alguna fuerza espiritual o cósmica lo trajera de regreso; le dolía inmensamente haber escuchado las mil y un historias de quienes afirmaban sentir que sus seres queridos seguían cerca, de los que habían odio pasos o creían ver sombras, porque a él nunca le había sucedido. Su pareja había muerto y con él se desvaneció todo cuanto alguna vez fue o hizo, dejando un espacio que solo la desesperanza pudo llenar.

Y de pronto, en ese mar interminable de instantes miserables, Francisco había conseguido filtrarse lentamente, a base de pura tenacidad, hasta el núcleo de su vida cotidiana. Ya no se limitaba a la necesidad de verlo a diario para sentir que algún tenía alguna conexión con el exterior, ese cosmos en que los sucesos de su vida eran poco menos que irrelevantes, una perspectiva nada consoladora, pero que mantenía su sentido lógico suficientemente activo para subsistir.

El pelinegro era ahora tan natural en su existencia como el aire, como si siempre hubiera estado ahí y le permitiera ser él mismo o al menos alguien muy parecido a quien solía ser.

Habían sido más de dos años, largos y algo fatigosos, gastados en desahogar el llanto, de contar viejas historias y de tardes enteras que se desvanecían en el parque, pero también de compresión, de esos esfuerzos aparentemente infructuosos por sacarlo a flote, de cuidados no merecidos y hasta de la complicidad que no creyó volver a tener con nadie.

Era hermoso y la vez horrible confesarse a sí mismo que aquel hombre alto, rostro cuadrado y nariz aguileña era su mejor amigo, casi de la forma en que «él» lo había sido antes.

—Es perfecto, todo

—Me alegro, tuve que investigar un poco, no estaba seguro de qué es apropiado

—¿Nunca has puesto un altar de muertos?

—No... sí, solo pequeños, tú sabes, las fotos, una veladora y tal vez un pan

—Muy práctico

—Mi familia nunca ha sido muy entusiasta del Día de muertos, pero si quieres ver todo un espectáculo te llevaré a casa de mis padres en Navidad, es impresionante que los enchufes soporten tantas luces— comentó el pelinegro con cierto tono cómico mientras se mordía ligeramente el labio inferior y miraba hacia todas partes ligeramente sonrojado, cayendo en cuenta de la invitación que acababa de hacer —o puedo mostrarte fotos, si lo prefieres...

—Estoy seguro de que es algo digno de ver

—En estos años no has visto a tu familia, ¿verdad?

—No, mis padres aún son vecinos de... tú sabes, su familia y eso me incomodo

—¿Te asusta a idea de ir?

—Me aterra, no imagino como pudiera salir bien

—A mí me daría más miedo no volver a ver a mi familia

—Si hubieras pasado media vida ocultándoles que eres gay y estas enamorado de tu mejor amigo que además es tu vecino, tal vez lo entenderías mejor

—Tal vez si lo supieran comprenderían por que su hijo se alejó de todo cuando su mejor amigo murió

Ricardo tomó una profunda bocanada de aire y exhaló. Entendía lo que trataba de decirle, no se sentía molesto, pero tampoco podía decirle que tenía razón y decidirse a enfrentar a ambas familias de repente; no era así de sencillo. Había hecho un acuerdo con su pareja, quien temía que la revelación de su romance pudiera lastimar a su madre, y aunque ya no estuviera con vida tenía toda la intención de cumplir su palabra.

El mentir a su propia familia era más bien una consecuencia de aquella decisión, porque conocía suficiente a los suyos para saber que no podrían mantener el asunto de manera discreta y se sentía demasiado débil para ir ante ellos y mentir. Así pues, estaba en un callejón sin salida, excepto, tal vez, decir la verdad algún día.

—¡Cambiemos de tema!, es Halloween y en cualquier momento llegarán los niños a pedir dulces

—Vivimos en un edificio donde casi no hay niños y la gente de fuera no entra

—Igual hay que darle algo a los que vengan; son encantadores pero si insisten en gritar me vuelven loco

—Te tengo una propuesta

—Dios, seguro tiene algo que ver con salir, beber y conocer gente

—¿Soy tan predecible?

—Solo desde hace algunos meses

—Algunos amigos del trabajo y yo quedamos

—Es sábado, todos los bares de la ciudad van a estar repletos

—Por eso no iremos a un bar sino a casa de Sara

—¿Quién es Sara?

—Una chica de la oficina, secretaria de mi jefe para ser precisos y según parece, acaba de mudarse a su nueva casa, tiene mucho espacio...

—Solo quieren un pretexto para ir a emborracharse

—¿Y eso es malo?

—Si sigues así terminarás con el hígado muerto

—¡Vamos!, es mejor que quedarnos aquí escuchando niños y ni siquiera tenemos que ir disfrazados

—No gracias, tengo el presentimiento de que es una orgía disimulada

—Tal vez, esa es una razón más para ir

—Mejor me quedo, así podrás ir y participar en todas las "actividades recreativas"— el castaño miró a su amigo con claro enfado; no toleraba los chistes de ese tipo y que sugiriera ir para participar en un frenesí de sexo le parecía ofensivo.

—Lo siento, no debí decir eso, pero de verdad quiero que me acompañes. Te prometo que mañana temprano te ayudaré y antes de que te des cuenta el altar va a estar listo y la casa impecablemente limpia.

—Bien, eremos juntos

El más alto de inmediato corrió hacia su cuarto para cambiarse mientras Ricardo analizaba la situación; por un lado no quería ir, por el otro sentía que le debía a su amigo dar el brazo a torcer aunque fuera con algo tan insignificante.

Fue hacia el baño para darse una ducha mientras meditaba lo sucedido unos meses antes; el momento exacto en que había sentido el aliento de Francisco sobre sus labios, el corazón disparado, el tiempo volviéndose eterno.  Todo había sido culpa suya, por ese miedo tonto que tenía de perder a su amigo, por los celos que le provocaba imaginar que Diego o cualquier otra persona pudiera reemplazarlo, más específicamente de hartar al pelinegro con su actitud meditabunda y lúgubre. La frustración de aquella noche no había desaparecido pero se esforzaba por disimular como se propuso hacerlo, intentaba ser menos egoísta y aceptar que tarde o temprano la persona que hoy estaba a su lado se iría a hacer su propia vida y él no tendría nada que reprocharle. Hasta entonces no podía hacer nada, excepto esforzarse por hacer que el tiempo que compartieran fuera agradable para ambos y así, con algo de suerte, seguirían siendo amigos.

Terminó de bañarse, fue hacia su alcoba, sacó una camisa limpia, unos zapatos negros y jeans oscuros para vestirse, lo que le tomó menos de diez minutos. Francisco ya lo esperaba, sentado lleno de emoción en el sofá de dos piezas ataviado con unos vaqueros azul claro, sus tenis favoritos y una camisa blanca, sumamente sencilla que le sentaba a la perfección.

Era la primera vez que lo pensaba o tal vez solo no se había dado cuenta; su amigo era bastante atractivo, no en la forma que lo eran los modelos, no se trataba explícitamente de sus facciones o la forma de su cuerpo, sino una energía que parecía emanar, masculina, amable e increíblemente atrayente.

Se sonrieron el uno al otro en un gesto infantil, cual si estuvieran a punto de hacer alguna travesura y sin embargo los sentimientos que bullían en el interior de cada uno eran polos opuestos; Ricardo no abandonaba las ideas de separación y la necesidad de mantener la paz entre ambos, mientras que a Francisco cada día le costaba más trabajo contener el impulso de lanzarse sobre él y besarlo hasta perder el aliento, y es que habían transcurrido cuatro meses desde su confesión sin recibir respuesta, ni siquiera una señal de si debía tener esperanzas o abandonar su pretensión amorosa; era perseverante, pero eso no evitaba que tuviera miedo de estar luchando una batalla que no podía ganar, aún más, de dar un paso en falso que alejara permanentemente al caucásico para descubrirse sin amante y sin amigo, solo con el corazón roto.

—¿Nos vamos? — preguntó el castaño nerviosamente para romper el hielo

—A donde tú quieras

—Nos seas bobo, se supone que vayamos a casa de esa tal Sara

—Claro, vamos, no está a más de treinta minutos si tomamos un taxi


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