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Latidos silenciosos por urahara

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Notas del capitulo:

¡Capítulo nuevo!

Ojala lo disfruten.

Desperté, pero no quise abrir los ojos. Abrir los ojos era admitir que todo lo que había pasado no era sólo un sueño, sin embargo ya no podía esconderme del mundo; el dolor de cabeza y el escozor en los ojos que sentía, me mostraban que eso era lo más real que había vivido.
Finalmente di un vistazo a mi alrededor. Estaba en mi cama, pero no como yo lo recordaba. Me encontraba tapado hasta las orejas por las frazadas, como arropado. Desde mi posición podía ver que en la mesita de noche humeaba otro baso de café, que las cortinas estaban completamente cerradas y los luces apagadas. Lo único que se distinguía en la habitación era el brillo de una pequeña lámpara iluminando la silueta que velaba por mi sueño.
Mateo estaba sentado en el piso junto a la cama, en sus manos se encontraba el libro de poesía que mi madre me había regalado, seguro lo había sacado de la mesita.
Parecía estar muy concentrado en su lectura sin notar que lo observaba con ojos que nuevamente se llenaban de lágrimas. Mi ángel, sin darse cuenta, sostenía en sus manos con tanta familiaridad el último regalo que me había dado mi madre.
Me incorporé en la cama, y tratando de disimular mi llanto, bebí del café a mi lado.
-Oh, Gabi, ya despertaste ¿dormiste bien?-dijo cerrando el libro en sus manos. Yo no podía quitar la vista de aquel poemario.
-sí- respondí- ¿Tú que haces?
. Bostecé para tener una excusa para frotarme los ojos sin que él se diera cuenta de que secaba mis lágrimas.
-Ah, te pedí prestado un libro ¿está bien? No sabía que te gustara la poesía, incluso hay varios poemas marcados, frases subrayadas y notas.
-No. Tienes razón, no me gusta.-respondí después de una prolongada pausa- Pero a mi madre sí, ella me lo regaló e hizo todas esas anotaciones.
-…tu madre – Mateo parecía sorprendido. Me miraba con la boca abierta a mí y luego al poemario sin saber que hacer- lo siento mucho.
-no, está bien, me alegro que alguien lo valore.
-¿Vas a llorar otra vez?- preguntó y se levantó de donde estaba, afligido, con el libro aún en las manos. No respondí a su pregunta.
-¿Qué hora es?- pregunté y me levanté de la cama para sacar mi maleta.
-como las 12:30, ¿por qué?, ¿dónde vas?
-debo ir a casa, Mateo. Es un viaje en auto de 6 horas. Voy a salir ahora, no me gusta manejar a oscuras.
-¿Ahora? ¿En auto? ¿No pensaras manejar para allá?
-¿De qué otra forma iría? – dije mientras comenzaba a guardar todo lo necesario para el viaje.
-no puedes manejar en tu condición, Gabi, lo sabes.
-estaré bien.
-no, Gabriel, 6 horas es mucho, y no ha sido un día fácil para ti, estás cansado.
-Mateo, no me convertí en un inútil. Además, no se me ocurre otra forma de llegar allí.
-ve en autobús, yo te acompaño a comprar el pasaje sí quieres.
- no creo que encuentre en bus que salga pronto, iré en auto.
- al menos inténtalo, por favor – me dijo y me sujeto el brazo para detener mi lucha con la ropa que no cabía en la maleta.
- está bien.
“¿Cómo es que no puedo decirle que no?” pensé y antes de cerrar el bolso metí adentro el libro que Mateo aún sostenía.
-iré- le dije y salimos de la habitación-, pero tú no, no pueden saber que te escapaste.
-¡pero Gabi!
-¡Mateo, no pongas más preocupaciones en mi lista, porque explotare!-grité.
-… lo siento, pero me preocupo- respondió con timidez, y yo me arrepentí en seguida por levantar la voz. No merecía que me desahogue con él.
-Mateo, me voy. Ve a tu cuarto, y nos vemos en unos días- continué caminado.
-¡espera! ¿Me darías las llaves de tu cuarto?- yo lo miré sin entender- quiero… quisiera que me llamaras cuando llegues para asegurarme que estés bien, ¿podrías?
-bien.
Saqué la llave de mi manojo, se lo entregue y continué caminando hasta que sentí algo cálido en la espalda y dos brazos envolviéndome: Mateo. Si seguía así no podría ir a ninguna parte.
-ya estoy bien, no necesito que me estés abrazando a cada momento.
-sólo estaba despidiéndome.
Suspire cansado. Debía tranquilizarme o iba a decir algo de lo que me arrepentiría, entonces comencé a contar hasta 10 lentamente en mi mente mientras me aferraba a los brazos que me sostenían en tan deplorable estado, y al finalizar me di vuelta y le dedique una sonrisa a mi ángel.
-¿Puedes agacharte un poco?- me preguntó, y eso hice.
Entonces me besó la frente, como yo había hecho la última vez que fui a ver a mi madre. Estaba siendo recompensado por un gesto que había tenido con él, y eso no era usual que pasara, no a mí al menos.
-Adiós, Mateo.
-cuídate- me dijo, no como una despedida, sino como una orden.

Iba cruzando el patio cuando no creerán con quien me encontré, Antonio Pacheco, mejor conocido como “el proveedor”.
-¡hey, chico! ¡Antonio!- mi voz no sonaba como siempre, era algo rasposa y cansada. Incluso mi voz daba pena.
-¿eh, padre?
Él se detuvo y me miró sorprendido. Seguro estaba pensando que lo regañaría por no estar en clases, y eso hubiera hecho en cualquier otra ocasión, pero no aquel día.
-necesito una cajetilla- le dije sin más, en cuanto estuve en frente suyo.
-¿eh? ¿Padre, de qué…?
-ya sabes de que, cigarrillos, tabaco, cigarros; como quieras llamarle ¡Lo necesito!
Sin responderme siquiera Antonio sacó de su mochila un paquete de tabaco y me lo extendió con miedo.
-gracias- dije, y no pasó ni un segundo antes de que uno de aquellos cilindros llegara a mi boca. Aquel chico seguía ahí, esperando a que lo dejara ir o que lo castigara- ¿Tienes fuego?
-…sí- me respondió sin creérselo aún, pero de todas formas me extendió un encendedor.
-gracias- le dije antes de dar la vuelta y caminar hacia el estacionamiento- me quedare con el mechero, eres muy joven para fumar.
Después de fumarme 3 cigarrillos en el estacionamiento y prender el cuarto, emprendí el camino hacia los peores días de mí vida, solo.
Cuando llegue a la terminal de buses en mi pequeño auto, el universo conspiro a favor de Mateo, de inmediato pude comprar un pasaje para un autobús casi vacío que saldría en media hora, no llegaría directamente a mi pueblo, pero sí a una ciudad cercana y desde ahí podría tomar otro. Llamé a Mateo desde un teléfono público, porque sí, en ese tiempo se seguía usando; para avisarle y en cuanto llego el transporte me subí con todo y maleta.
En cuanto estuve sentado en el puesto que me fue asignado, con nadie a mi alrededor a excepción de una mujer junto a su bebé unos asientos más adelante (sí, parecía que el mundo buscaba recordarme mi miseria), saque de mi bolso el poemario de mi madre y acaricié con delicadeza la tapa, casi con devoción. Era un libro de tapa gruesa de cuero, como ya no los hacen; de color azul; hojas amarillentas y con ese aroma que fascinaba a todo lector, olor a libro viejo.
Entonces tomé el valor para abrirlo. Un par de lágrimas cayeron sobre el desgastado papel al leer lo que rezaba en la primera página:

“Para mi milagrito:
Feliz cumpleaños.
Con mucho amor de tu madre, Ingrid Ortega.”

Con un suspiro y en el momento en el que el estruendoso motor del autobús se encendió, pase al primer poema.
Si es que quien esté leyendo esto disfruta de la poesía, sabrá que no es como leer cualquier cosa, requiere de tiempo para analizarlo, traducir ese montón de oraciones dadas vueltas, metáforas y comparaciones hasta llegar al fondo de los sentimientos del autor y en lo posible sentir como el ritmo poético se acompasa a tus latidos. Sin embargo en esos momentos de mi vida, no podía tomarme el tiempo de profundizar en los sentimientos del autor si ni siquiera quería profundizar en los míos, me aferraba a ese libro y leía con la mayor velocidad cada estrofa, cada verso, y con mucha atención las notas y cosas que marco mi madre, como buscando una respuesta, un concejo de alguien quien nunca más podría dirigirme la palabra. Sabía que era algo inútil pero, ¿qué otra cosa podría hacer?
Cada latido era como un trueno en la tormenta en la que se había convertido mi corazón, indigno de acompasarse con nada más. Estaba solo, en todos los sentidos de la palabra. Justo en el momento en que mi corazón quería ser escuchado, nadie le prestaba atención.
Leía varias notas de mi madre, las más comunes eran cosas como “esto me recuerda tanto a ti” “y esto me recuerda a tu padre”, también cosas como “cada vez que leo esto lloro”, pero no obtuve respuestas.
Llegué hasta la mitad de aquel libro, leí más de 100 poemas y seguía sin sentir nada más que mi pecho desgarrado y mi cara ardiendo.
Acabé durmiendo el resto del viaje. Mateo tenía razón, estaba muy cansado.

Me despertó un empleado de la empresa de autobuses, sacudiéndome bastante fuerte, para avisarme que ya habíamos llegado.
Me bajé y enseguida comencé a buscar algún autobús o trasporte interrural. Debía llegar lo antes posible a contestar miles de llamadas y encontrar recuerdos en cada esquina de una casa vacía ¿Pero cómo podría hacer algo con tanta gente alrededor? Gente corriendo, empujando, hablando por teléfono e incluso gritando. Las ciudades siempre me parecieron estresantes y aún más en esas circunstancias, de todas formas intente caminar entre la gente y el ruido hasta que alguien sujeto mi brazo. Era una mujer de avanzada edad, tenía la piel morena y cabello negro y largo, también vestía un traje negro con incrustaciones de plata o hierro y colores varios, en su mayoría amarillo, verde y rojo. Me explico que era parte de una comunidad indígena que organizaba una fiesta típica y un largo etcétera de datos. Finalmente me dio un folleto, que más bien parecía un libro, y lo guarde en mi bolsillo. Luego pude encontrar un bus.

En cuanto llegue a casa, en la puerta me esperaba lo que yo consideraba una multitud. Creí que al menos podría llegar antes de empezar con todos los horrorosos ritos que implican una muerte.
No les contare los detalles de aquellos días, ¿realmente quieren saber cómo es que transporta el cuerpo que albergaba el alma de alguien que te ama?, ¿quieren saber lo que es llamar a una funeraria para que te pregunten si quieres cremar o enterrar ese cuerpo?, ¿les interesa saber cuántas personas tuve que llamar para dar la noticia?, ¿o es que se mueren por escuchar cómo te obligan a organizar algo que dicen que es para el fallecido, pero que realmente es para aquellos culpables de olvidarlo en vida?, ¿ les cuento cómo se siente tener que dar un discurso sobre alguien que no está presente y dar lastima a un público vestido de negro?
No es una experiencia agradable.
Después de todos los trámites, todas las flores, los pésames y los abrazos, estaba agotado. Pero lo que más me cansaba eran esos idiotas que me abrazaban mostraban una cara triste, pero luego en la ceremonia mostraban lo aburridos que estaban y al día siguiente mi madre ya no existía para ellos. Dicen que me entienden ¡Pero que mentira más grande!
Finalmente me encontraba sólo en “casa”, sí, entre comillas. De más está decir que estaba destrozado, había usado los mismos pantalones por tres días y había perdido la cuenta de cuantas cajetillas había comprado y consumido, hasta que el mechero de Antonio se quedó sin gas.
Me encontraba sentado en el comedor, frente a mí: un cenicero repleto de colillas, pero yo no despegaba mi vista del centro de mesa, observaba los tulipanes, así es, pequeños tulipanes que habían podido florecer entre rocas. Sus raíces había crecido y se habían aferrado a lo más cercano que encontraron a la tierra, pero los tallos se encaminaban hacia arriba, donde emprendían el camino en busca de algo, sin saber qué era.
Observé los tulipanes por más de media hora, cómo un niño impaciente esperando a que la semilla que había plantado en algodón creciera. Hasta que supe que ya era tiempo de irme, pero en aquel desorden en el que había convertido la casa me costaría un poco encontrar las llaves. Realmente no quería levantarme, así en el único lugar en el que busque fueron mis bolsillos, no encontré las llaves, pero sí una respuesta.
Un papel olvidado y arrugado, donde se leían varias costumbres de pueblos olvidados hace décadas, cuyos representantes son una mezcla de miles de razas que llegaron a sus tierras a través de los años. El folleto que me había dado esa mujer.
Pero eso no era lo importante en sí, sino lo que llevaba en la contraportada. Entre rayones y pliegues se podía leer:

Plegaria indígena:
“No te acerques a mi tumba sollozando.
No estoy allí. No duermo ahí.
Soy como mil vientos soplando.
Soy como un diamante en la nieve, brillando.
Soy la luz del sol sobre el grano dorado
Soy la lluvia gentil del otoño esperando
Cuando despiertas en la tranquila mañana,
Soy la bandada de pájaros que trina
Soy también las estrellas que titilan,
Mientras cae la noche en tu ventana
Por eso, no te acerques a mi tumba sollozando
No estoy allí. Yo no morí.”

No podía creer que esas palabras me consolaran más que cualquiera que un sacerdote devoto pueda darme o que pudiera haber leído en la biblia. La idea de que mi madre estuviera en el cielo, un paraíso, me repugnaba al lado de la idea de que podría estar con ella por siempre.
Ese fue el momento en el que llegue a una conclusión a la que todo sacerdote llega tarde o temprano, Dios no tiene todas las respuestas.
Ese mismo día regresé al instituto, y me llevé los tulipanes.

Notas finales:

Gracias por tomarse el tiempo de leer. 

Este capítulo se lo dedico a TadashiHamada (no sé como se etiqueta) Por qué lo hago? Porque me da la gana :3

La plegaria indigena no la escribí yo.

Hasta pronto.


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